Justo cuando el tren pasaba por la estación de Söder, las chicas del vagón 3 volvieron de nuevo a la pelea y a los gritos. Henry oyó ruido de cristales rotos cuando un pasajero pasó del vagón 2 al 3 abriendo las puertas correderas, y tuvo que alejarse de la niña dormida. Irritado, llamó a Arvid a través de la radio.
—Arvid, ¡ve de inmediato al vagón 3! —rugió.
No obtuvo respuesta de su compañero.
El tren se detuvo emitiendo su característico silbido, casi como el sonido pesado y forzado de la respiración de una persona mayor, antes de que Henry consiguiera separar a las dos chicas.
—¡Puta! —gritó enfurecida la rubia.
—¡Zorra! —le replicó su contrincante.
—Menuda manera de comportarse —se lamentó una señora mayor que acababa de levantarse para bajar su maleta.
Henry se abrió paso entre la gente que ya hacía cola en la puerta para salir del tren y aulló por encima de su hombro:
—¡Hagan el favor de bajar del tren ahora mismo!
Mientras gritaba avanzó hacia el vagón 2. Deseó que la niña no se hubiera despertado, pero ya estaba cerca.
En su corto trayecto, Henry casi tuvo que apartar a empujones a unas cuantas personas. Más tarde juraría que se había ausentado menos de tres minutos.
Sin embargo, por poco tiempo que fuera, aquello no cambiaba nada.
Cuando llegó al vagón 2, la niña había desaparecido. En el suelo seguían sus pequeñas sandalias. Del tren bajaban en tropel las personas que habían viajado bajo la protección de Henry Lindgren desde Göteborg hasta Estocolmo.
Alex Recht era policía desde hacía más de un cuarto de siglo. Por ello, podía asegurar honradamente que tenía la experiencia necesaria para serlo. Además, a lo largo de los años también había alcanzado un grado de profesionalidad considerable y desarrollado una buena intuición. Los demás solían decir que tenía un sexto sentido.
Para un policía, pocas cosas eran tan importantes como un sexto sentido. Constituía una señal de eficiencia, el rasgo decisivo que diferenciaba una buena madera de una mala. El sexto sentido nunca suplía los datos, los complementaba. Cuando todos los hechos estaban sobre la mesa, cuando todas las piezas del rompecabezas habían sido identificadas, entonces era el momento de entender lo que se veía y de ensamblar los fragmentos que se tenían delante y formar un todo.
—Muchos son los llamados pero pocos los elegidos —había sentenciado el padre de Alex cuando a éste le asignaron su primer caso como policía.
Lo cierto es que el padre de Alex habría preferido que su hijo se ordenara sacerdote como los demás primogénitos de la familia hasta entonces, y le fue muy difícil hacerse a la idea de que decidiera ser policía.
—En realidad, la profesión de policía implica también una llamada —le había respondido Alex tratando de aplacarlo.
Después de reflexionar sobre el asunto durante meses, su padre comunicó que había decidido aceptar y respetar la elección profesional de Alex. El camino también se allanó por el hecho de que, más tarde, el hermano de Alex decidiera ser sacerdote. Fuera como fuese, Alex siempre le estaría agradecido a su hermano.
A Alex le gustaba trabajar con personas que, del mismo modo que él, creían sentir una vocación por la profesión, personas intuitivas y con un sexto sentido para discernir entre los datos de interés y las sandeces.
Quizá fuera ésa la razón, pensaba mientras se dirigía a la Estación Central de Estocolmo, por la que en el fondo no le acababa de caer bien su nueva compañera, Fredrika Bergman. Ésta no se consideraba llamada, ni siquiera dotada con un talento particular para el trabajo. Claro que él tampoco esperaba que permaneciera mucho tiempo en el cuerpo de policía.
La miró discretamente de reojo, sentada en el asiento del acompañante. Iba con la espalda muy erguida. Al principio pensó que tenía un pasado militar e incluso esperaba que fuera así, pero por mucho que indagó en su historial no encontró evidencias de que hubiera estado ni una sola hora en el ejército. Alex suspiró. En tal caso debía de ser gimnasta, pues ninguna mujer normal que no hubiera hecho nada más interesante en su vida que estudiar en la universidad podría mantener la espalda tan jodidamente recta.
Alex se aclaró la garganta con discreción y se preguntó si debía comentar algo sobre el caso antes de llegar a su destino. A pesar de todo, Fredrika no había trabajado antes en un caso como aquél. Sus miradas se cruzaron un segundo y luego Alex se concentró en la carretera.
—Hay mucho tráfico hoy —murmuró.
Como si hubiera días en los que el centro de Estocolmo estuviera vacío de coches.
A lo largo de sus muchos años de servicio, Alex había trabajado en una cantidad relativamente importante de casos de niños desaparecidos. Con el tiempo había llegado a considerar como cierta la expresión que aseguraba que «los niños no desaparecen, los pierden». Casi siempre,
casi
siempre, era así: detrás de un niño perdido había un padre perdido. Una persona que, a juicio de Alex, nunca debería haber tenido hijos. No era necesario que tuviera un estilo de vida pernicioso o problemas con el alcohol. Podía ser perfectamente alguien que trabajara demasiado, que acostumbrara a verse con sus colegas hasta muy tarde, o que, simplemente, no dedicara la atención suficiente a su hijo. Si los niños ocupaban el lugar que se merecían en la vida de los adultos, era casi imposible que desaparecieran. Ésa era la conclusión a la que había llegado Alex.
Las nubes colgaban del cielo, pesadas y oscuras, y cuando ambos bajaron del coche se oyó un débil trueno que anunciaba tormenta. El aire era increíblemente húmedo. Era uno de esos días en los que uno sólo desea que llueva y descargue el aguacero para que el aire se aligere y se pueda respirar. Un relámpago brilló entre las nubes por encima del casco antiguo de Gamla Stan. Se acercaba una tormenta.
Alex y Fredrika se apresuraron a entrar en la estación. El tercer miembro del grupo asignado al caso, Peder Rydh, llamó a Alex al móvil para decirle que estaba de camino. Alex sintió cierto alivio. Se sentía incómodo por tener que iniciar una investigación como aquélla él solo con una oficinista como Fredrika.
Ya eran más de las tres y media cuando llegaron al andén 17, donde el tren se había detenido y más tarde fue objeto de un examen minucioso como escenario de un delito. La compañía ferroviaria SJ notificó que no era posible prever cuándo se podría volver a utilizar el convoy, lo cual provocó algunos retrasos aquel día. En el andén había muy pocas personas que no llevaran uniforme de policía. Alex supuso que la mujer pelirroja que parecía cansada pero con entereza, y que permanecía sentada en una caja de plástico azul con la palabra «Arena», era la madre de la niña desaparecida. Intuitivamente sintió que la mujer no pertenecía al tipo de padres que pierden a sus hijos. Tragó saliva. Si no había perdido a la niña, entonces alguien se la había llevado. Y si alguien se la había llevado, las cosas se complicaban.
Alex se obligó a tranquilizarse. Aún no sabía lo bastante del caso para lanzarse a hacer suposiciones.
Un joven uniformado se dirigió a Alex y Fredrika en el andén. Les tendió una mano firme pero algo sudada; su mirada transmitía intranquilidad y falta de determinación. Se presentó escuetamente como Jens. Alex supuso que acababa de salir de la Academia de Policía y que éste era su primer caso. Cuando los agentes recién licenciados empezaban a trabajar, adolecían de una falta de experiencia práctica simplemente aterradora. De hecho, uno podía ver cómo se pasaban los primeros seis meses transpirando desconcierto y a veces incluso pánico. Alex se preguntaba si a aquel joven al que acababa de estrechar la mano estaría a punto de darle un síncope; en todo caso, con toda probabilidad el otro se cuestionara qué hacía Alex allí. Los inspectores jefe casi nunca salían a interrogar… al menos en los prolegómenos de un caso.
Alex estaba a punto de explicar su presencia allí cuando Jens empezó a hablar, atropelladamente y entre balbuceos.
—No se dio la alarma hasta treinta minutos después de que el tren llegara a la estación —informó con una voz aguda—. Para entonces, casi todos los pasajeros habían abandonado el andén. Bueno, todos excepto esos de allí.
Hizo un gesto un tanto exagerado para señalar a un grupo de gente que permanecía a cierta distancia detrás de la mujer que Alex había identificado como la madre de la niña. Miró su reloj. Eran las cuatro menos veinte. La pequeña llevaba casi una hora y media desaparecida.
—Hemos revisado a fondo el tren. No la hemos encontrado. Me refiero a la chiquilla, una niña de seis años. No está en ningún sitio. Y tampoco parece que nadie la haya visto, al menos con los que hemos hablado. Todo el equipaje está en su sitio. La niña no se ha llevado nada, ni siquiera sus zapatos. Se quedaron en el suelo, junto al asiento.
Cayeron las primeras gotas de lluvia. La tormenta se oía cada vez más cerca. Alex pensó que nunca había vivido un verano peor que aquél.
—La que está sentada allí, ¿es la madre de la niña? —preguntó Fredrika al tiempo que señalaba discretamente con la cabeza hacia la mujer pelirroja.
—Sí, exacto —respondió el joven policía—. Se llama Sara Sebastiansson. Dice que no piensa irse a casa hasta que no hayamos encontrado a su hija.
Alex suspiró. Claro que la mujer pelirroja era la madre de la niña. Él no necesitaba hacer esa clase de preguntas, lo sabía y punto, lo sentía. Fredrika no tenía intuición. Lo preguntaba todo y cuestionaba aún más. Alex se sintió molesto. Un policía no podía trabajar de aquella manera. Ojalá ella misma se diera cuenta pronto de que no servía para la profesión que había elegido.
—¿Por qué no avisaron a la policía hasta pasada media hora? —continuó Fredrika.
De repente, Alex prestó atención a la conversación. Por fin planteaba una pregunta relevante.
Jens se irguió un poco. Hasta el momento había respondido a todas las preguntas que le habían formulado los policías que acababan de llegar.
—Bueno, todo es un poco extraño —empezó Jens, y Alex vio que intentaba no mirar a Fredrika—. El tren hizo una parada más larga de lo habitual en Flemingsberg, y la madre bajó al andén para hacer una llamada. Dejó a la niña en el tren porque estaba dormida.
Alex asintió, pensativo. «Los niños no desaparecen, los pierden.» Tal vez había juzgado mal a la pelirroja.
—Mientras estaba en el andén, una chica se acercó a ella, es decir, a Sara, y le pidió que la ayudara con su perro enfermo. Entonces perdió el tren. Llamó a la compañía ferroviaria con la ayuda de alguien de la estación de Flemingsberg, y notificó que su hija iba en ese tren, y que ella cogería de inmediato un taxi hasta Estocolmo. —Alex escuchaba con el ceño fruncido—. Cuando el tren se detuvo aquí, la niña no estaba en su asiento y el maquinista y los demás empleados se pusieron a buscarla. La gente salió de los vagones y casi ningún pasajero se ofreció a ayudar. Un guardia de Securitas que suele estar en la puerta del Burger King, una planta más abajo, intervino también en la búsqueda. Después llegó la madre, quiero decir, Sara, la que está allí, en el taxi y supo que su hija había desaparecido. Siguieron buscando. Creían que la niña se había despertado y había bajado, pero no la encontraron por ninguna parte. Entonces llamaron a la policía. Pero no la hemos encontrado.
—¿La han llamado por la megafonía de la estación? —preguntó Fredrika—. Tal vez le dio tiempo de hacer todo el camino desde el andén hasta la estación.
Jens asintió con condescendencia y luego negó con la cabeza. Claro que la habían llamado por megafonía. En estos momentos unos policías y algunos voluntarios la estaban buscando por la Estación Central. La radio local haría un llamamiento para pedir a los ciudadanos que usaban el transporte público que estuvieran atentos en caso de que vieran a una niña sola. También iban a ponerse en contacto con la compañía de taxis. Si la niña se había ido sola a algún sitio, no podía haber llegado muy lejos.
Aunque todavía nadie la había visto.
Fredrika asintió despacio con la cabeza. Alex miró a la madre de la niña, sentada en la caja azul. Parecía rota. Destrozada.
—Que lo anuncien en diferentes idiomas, además del sueco —sugirió Fredrika. Sus compañeros varones la miraron con las cejas arqueadas—. Hay mucha gente aquí cuya lengua materna no es el sueco, y que tal vez hayan visto algo. Preguntad por ella por megafonía también en inglés. Incluso en alemán y en francés, si es posible. Y quizás en árabe.
Alex asintió, conforme, y con una mirada ordenó a Jens que cumpliera con las sugerencias de Fredrika. Jens se esfumó, probablemente agobiado por la idea de encontrar a una persona que hablara árabe. La lluvia caía como una cascada, y el ruido de la tormenta había pasado de débiles truenos a un fragor que resonaba en el interior de la estación. Era otro día infernal de un pésimo verano.
Peder Rydh llegó corriendo al andén justo cuando Jens se alejaba de Alex y Fredrika. Peder se quedó perplejo al ver la chaqueta de color beis y con doble fila de botones que llevaba Fredrika. ¿Acaso aquella mujer no sabía cómo dejar claro que uno era policía aunque no llevara uniforme? Saludó con la cabeza a los compañeros con los que se cruzó y mostró también la placa para que entendieran que era uno de ellos. Casi le entraron ganas de darles una palmadita en la espalda a algunas jóvenes promesas. Sin duda había disfrutado los años que pasó patrullando, pero estaba muy contento de formar parte ahora del departamento de investigación.
Al verle, Alex lo saludó con un movimiento de cabeza y lo miró con una expresión de gratitud por acudir a su rescate.
—Salía de una reunión en la zona oeste cuando recibí el aviso de que la niña había desaparecido, así que decidí recoger a Fredrika y venir directamente —explicó Alex a Peder—. En realidad, no tenía intención de quedarme, sólo pretendía acercarme y respirar un poco de aire fresco —continuó sin dejar de mirar a su compañero.
—¿Quieres decir que preferías un poco de contacto con la realidad en lugar de seguir atado a tu escritorio? —se burló Peder con una sonrisa, a lo que Alex respondió asintiendo ligeramente con la cabeza.
A pesar de la notable diferencia de edad, ambos coincidían en un punto: nunca se estaba lo bastante arriba en la jerarquía como para no necesitar ver la auténtica mierda. Y nunca se sentía uno tan distanciado de la realidad como sentado detrás de un escritorio. Sin embargo, como consideraban que Fredrika no compartía su punto de vista, no dijeron nada más sobre el asunto.