—¿Así que vas a venir a verme? —había exclamado su abuela cuando Nora le dijo que pensaba ir a visitarla a su casa de verano.
—Si te parece bien —había respondido Nora.
—Pero, hija, tú siempre eres bienvenida. Ya lo sabes —le había dicho su abuela.
Su abuela, segura y maravillosa. Siempre se podía contar con ella. El único foco de luz en una infancia que, por lo demás, le causaba dolor recordar.
—Te llamaré cuando haya reservado el billete y sepa cuándo llego, abuela —le había susurrado Nora al teléfono al darse cuenta de que tenía la voz ronca.
—Muy bien, Nora —le había respondido su abuela, y después colgaron.
Nora intentaba pensar con claridad mientras hacía la maleta. Decidió que para el viaje se pondría los zapatos rojos de tacón como un signo de su independencia. Aquellos zapatos que según el Hombre le conferían un aspecto vulgar, pero que ella adoraba. Quizás había sido un error no decir su nombre a la policía, pero no quería que nadie rompiera la concha dentro de la cual había conseguido construir con éxito una existencia segura.
El equipaje estaba hecho y Nora, preparada para dejar el piso.
Dejó la maleta en el suelo y se sentó en el borde de la cama. Eran casi las diez. Debería llamar a su abuela y confirmar su llegada, tal como le había prometido.
Se puso a marcar el número cuando un ruido procedente del recibidor llamó su atención. Un solo ruido y después, silencio. Nora parpadeó. Después volvió a oírlo, el ruido de alguien que daba un paso sobre el crujiente suelo de madera.
Cuando de pronto lo vio junto a la puerta, se quedó paralizada de terror, abatida al darse cuenta de que todo había terminado. Permaneció inmóvil en el borde de la cama. Todavía no había terminado de marcar el número de teléfono.
—Hola, Muñeca —susurró él—. ¿Te vas de viaje?
El teléfono le resbaló de la mano y Nora cerró los ojos con la esperanza de que todo lo malo desapareciera. Lo último que vio fueron los zapatos rojos junto a la maleta.
El doctor Melker Holm siempre se presentaba voluntario para el turno de noche en Urgencias. Era un hombre al que le gustaba la acción, y además se sentía atraído por la tranquilidad nocturna que siempre se instalaba después de las turbulentas horas del día.
Quizá Melker ya presentía cuando empezó su turno que aquella noche iba a ser diferente. En Urgencias se respiraban una intranquilidad y una actividad que no eran habituales. Se había producido un grave accidente de tráfico, con varios vehículos implicados, y en la sala de espera aguardaba un grupo de pacientes con heridas leves, hartos de permanecer allí.
Melker oyó los pasos de la enfermera Anne antes de oír su voz. Anne tenía las piernas anormalmente cortas y por ello daba unos pasos anormalmente pequeños, pero rápidos. Por lo demás, Melker no había descubierto ningún otro defecto en su voluminosa figura. Aunque no era adicto a escuchar ni transmitir rumores, había llegado hasta sus oídos que la enfermera Anne no era de las que no sabía cómo capitalizar su belleza.
A él no le importaban en absoluto las mujeres vulgares que se ofrecían en los lugares de trabajo, pero confiaba en la enfermera Anne. Había en ella algo estable y sincero, y Melker valoraba la sinceridad por encima de todo.
La mujer apareció por la puerta segundos después de que él la oyera.
—Creo que deberías venir —le dijo, y él notó una tensión en su cara que no había visto antes.
Sin hacer preguntas, se levantó y la acompañó.
Para su sorpresa, Anne atravesó la zona de ingresos de Urgencias y cruzó la puerta de salida. Sólo entonces Melker preguntó:
—¿De qué se trata?
La enfermera volvió la cabeza hacia él y sus pasos se volvieron algo inseguros.
—Ha llamado una mujer —explicó—. Ha dicho que ella y su marido venían en coche a Urgencias; ha especificado que era primeriza y que temía no llegar a tiempo y que el niño naciera en el coche. Me ha pedido que saliéramos a esperarlos.
Anne se pasó la lengua por los labios y, nerviosa, escrutó con la mirada el acceso a Urgencias. Al volverse de nuevo hacia Melker percibió su mirada interrogante.
—Dijo que estaban cerca, y como no pude dar con el ginecólogo pensé…
Melker la interrumpió con un gesto.
—Lo entiendo, pero aquí no hay nada. Y además, ¿por qué iban a ir a Urgencias? Deberías haberles dicho que se dirigieran a Maternidad.
La enfermera se sonrojó.
—No era mi intención hacerte perder el tiempo con tonterías —se disculpó con rapidez—. Es que… Bueno, su voz era… Me ha parecido que la situación era urgente; me habré equivocado.
Melker asintió de nuevo con la cabeza, esta vez con benevolencia.
—Te entiendo perfectamente y estoy a tu disposición, pero si vuelven a llamar, por favor envíalos a Maternidad.
Se volvió y echó a andar hacia su despacho. Echó un vistazo a su reloj. Acababan de dar las doce. Empezaba un nuevo día.
Poco después de la una Melker volvió a oír los pasos de la enfermera Anne en el pasillo. Le dio tiempo a pensar que casi corría antes de verla aparecer de pronto en la puerta, empapada por la lluvia y con los ojos abiertos como platos.
—Doctor, tienes que venir enseguida —dijo, e insistió de inmediato—: Enseguida, joder.
A Melker Holm le sorprendió el exabrupto, del todo inaceptable en el ambiente laboral de Urgencias, pero echó a correr tras ella hasta llegar a la zona de estacionamiento.
—Ven, está allí al fondo —le indicó ella.
Justo en el acceso a Ingresos, en el límite entre el aparcamiento para las visitas y la entrada a Urgencias, había una niña en la acera. No llevaba ropa y su mirada vacía y vitrea estaba vuelta hacia el cielo nocturno, que cubría su pálido cuerpo con la lluvia.
—Dios mío —murmuró Melker mientras se arrodillaba para tomarle el pulso, a pesar de que con sólo una mirada había podido constatar que estaba muerta.
—No me he atrevido a moverla —explicó la enfermera entre sollozos—. Cuando me he dado cuenta de que estaba muerta, no me he atrevido.
Más tarde, Melker envidiaría las precoces y liberadoras lágrimas de la enfermera, que se mezclaron con la lluvia, porque él no pudo llorar durante días.
—Salí para vigilar que la pareja no estuviera en el parking pero no volvieron a llamar —oyó que explicaba—. Oh, Dios mío, estaba aquí tendida. Justo aquí.
Melker se inclinó y acarició a la niña en la mejilla. Clavó la vista en su frente, donde alguien había escrito unas palabras borrosas con letra incomprensible. Alguien había marcado su cuerpo.
—Hay que llamar enseguida a la policía para poder entrar a esta pobre criatura —dijo.
Mientras Alex Recht abría la puerta de casa para salir, recibió una llamada de la policía de Umeå.
—Soy el inspector jefe de la judicial, Hugo Paulsson, del departamento de Criminología de Umeå —se presentó desde el otro lado de la línea una voz atronadora. —Alex se detuvo al instante—. Creo que hemos encontrado a vuestra niña, la que desapareció de la Estación Central —le informó—. Lilian Sebastiansson.
«¿Encontrado?» Más tarde, Alex recordaría aquel instante como uno de los pocos en su vida profesional en los que el tiempo se detuvo. No oía la lluvia que repiqueteaba en el cristal de la ventana, no vio a Lena, que lo observaba a sólo unos metros de distancia, no respondió a lo que acababa de oír. El tiempo se detuvo y el suelo se resquebrajó bajo sus pies.
«¿Cómo cojones he podido equivocarme así?»
—La encontraron frente a las Urgencias del hospital —continuó Hugo Paulsson ante el silencio de Alex—, aquí en Umeå, a eso de la una de la madrugada. Tardamos bastante en determinar su identidad porque por aquí se ha escapado otra niña, y antes hemos descartado que fuera ella.
—Lilian no se escapó —dijo Alex automáticamente.
—No, claro que no —replicó Hugo Paulsson con brusquedad—. En cualquier caso, ahora ya sabéis dónde está. O al menos en teoría: alguien tiene que identificarla.
Alex asintió con la cabeza para sí mismo, a la espera de que el tiempo se activara otra vez.
—Te llamaré dentro de un rato para decirte cómo vamos a proceder —dijo al cabo.
—De acuerdo —respondió Hugo Paulsson. Después añadió—: No sé si tiene importancia, pero no hemos encontrado su ropa, y tenía la cabeza rapada al cero.
Fredrika Bergman recibió a través del móvil la noticia que la desaparición de Lilian había pasado a ser un caso de asesinato. Fue el mismo Alex quien la llamó, y por su voz se dio cuenta de que estaba afectado. Fredrika notó cómo la embargaba el vacío mientras Alex le pedía que volviera a visitar a Teodora Sebastiansson y después intentara contactar con las personas cuyos nombres y números de teléfono hubieran aportado los padres de Sara Sebastiansson. Tenían que descubrir por qué la niña había aparecido ahora y precisamente en Umeå.
Tras colgar, Fredrika miró hacia fuera y constató que el verano les regalaba otro día de lluvia. Se echó a llorar, aliviada por encontrarse sola en su despacho y con la puerta cerrada.
¡Por todos los santos! ¿Cómo era posible que de pronto la niña estuviera muerta?
De todas las preguntas que brotaron en su mente, una en especial captó su atención.
«¿Qué cojones hago yo aquí? —pensó—. ¿Cómo he terminado en este trabajo?» En aquellos momentos, Fredrika estaba dispuesta a llamar a Alex y decirle: «Tienes razón, esto no es lo que me esperaba. Soy demasiado débil, demasiado emotiva. No he visto un cadáver en mi vida y odio los cuentos que no tienen un final feliz. Y no puede haber nada peor que esto. Me rindo. No tengo nada que hacer aquí».
Fredrika se rozó con los dedos la cicatriz del brazo derecho. El tiempo había hecho palidecer las marcas de la operación hasta convertirlas en rayas blancas, pero de todas formas eran perfectamente visibles para cualquiera. Para ella no eran sólo un recuerdo diario del Accidente, sino también de la vida que nunca tuvo. La vida que nunca vivió.
Se enjugó las lágrimas y se sonó. Si continuaba por aquel camino, y en el estado en que se encontraba, no podría continuar trabajando. Se sentía cansada y sola. Sólo le quedaban unas semanas para irse de vacaciones, así que sacudió la cabeza con determinación. Ahora no, se dijo a sí misma, ahora no. Si abandonaba, la investigación se resentiría; pero más tarde, cuando el caso estuviera resuelto…
Entonces se marcharía.
Volvió a sonarse, estrujó el pañuelo de papel en la mano y lo tiró a la papelera. No acertó pero tampoco se molestó en recogerlo del suelo.
¿Por qué no conseguía concentrarse?
Los pensamientos cruzaban como relámpagos por la cabeza de Fredrika, que seguía allí sentada en su despacho a pesar de que apenas habían dado las ocho. Era la primera en admitir que no había participado en muchas investigaciones, pero aun así, disponía de una sólida experiencia analítica. Teniendo en cuenta la fase en que se encontraba la investigación sobre la desaparición de Lilian Sebastiansson, no debería serle difícil montar el rompecabezas que tenía ante sí. Pero faltaba una pieza. Podía sentirlo y sin embargo era incapaz de ponerle nombre. ¿Qué se les había pasado por alto? ¿Había algo que deberían haber visto o pensado antes?
«Pero —razonó para sí— todavía no han encontrado un móvil para la desaparición. Si Gabriel Sebastiansson hubiera cogido a la niña, ¿cuál habría sido el motivo? No había problemas de custodia ni se habían presentado denuncias por haber agredido a la niña con anterioridad.»
Tras hablar con la madre de Gabriel, Fredrika no albergaba la menor duda de que éste había maltratado a Sara. Había un componente desagradable en aquella familia. Fredrika se sentó al ordenador para confeccionar la lista de las preguntas que le formularía a Teodora Sebastiansson. El mero recuerdo de los nudosos dedos de aquella mujer mientras le indicaba dónde tenía que aparcar el coche hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo. No, no se trataba de una familia sana; la cuestión era por qué alguien como Sara había elegido casarse con uno de ellos. A diferencia de su suegra, parecía una persona sencilla, a la que no le importaba el prestigio. Sin duda, sería muy interesante conocer a Gabriel Sebastiansson, cuando llegara el momento.
De pronto sonó su móvil y tuvo que interrumpir su lista casi antes de empezarla.
—¿Hablo con Fredrika Bergman? —preguntó una voz masculina desde el otro lado de la línea.
—Sí, soy yo. ¿Quién es? —respondió Fredrika.
—Me llamo Martin Ek y trabajo en SatCom. Anteayer hablamos un momento; me llamaste para preguntar por Gabriel Sebastiansson —respondió el hombre.
SatCom era la empresa donde Gabriel había trabajado y ascendido durante los últimos diez años, y de cuyo comité directivo formaba ahora parte.
Fredrika se puso en alerta de inmediato.
—¿Sí? —dijo.
—Bueno —empezó a decir Martin Ek, que pareció sentirse aliviado al saber que ella lo recordaba—. Dijiste que te llamara si Gabriel se ponía en contacto, así que guardé tu tarjeta.
—Entiendo —dijo Fredrika mientras contenía la respiración—. ¿Y Gabriel os ha llamado?
Martin Ek se quedó callado. A ella casi le dio la sensación de que iba a colgar.
—No, no se ha puesto en contacto con nosotros. —Los hombros de Fredrika se hundieron un poco—. Pero he encontrado algo que creo que podría interesaros —añadió con rapidez.
—Muy bien —dijo ella mientras cogía lápiz y papel—. ¿Qué has encontrado exactamente?
Nueva pausa.
—Preferiría que vinieras aquí y lo vieras por ti misma —replicó con aspereza.
Fredrika vaciló. No tenía tiempo ni ganas de ir al lugar de trabajo de Gabriel Sebastiansson; además, era Peder quien debería ocuparse de ello, ya que su tarea era realizar el seguimiento de sus conocidos.
—¿Por qué no me cuentas de qué va el tema? —preguntó—. En estos momentos tenemos mucho que hacer.
Martin Ek respiró pesadamente al otro lado de la línea.
—Es respecto a unos archivos que he encontrado en su ordenador —explicó al fin, y respiró un par de veces antes de continuar—. Son imágenes. Imágenes horribles. Joder, en mi vista he visto nada más enfermo. De verdad que me gustaría que vinierais, y mejor ahora mismo.
Fredrika tragó saliva.
—Voy a pedirle a mi compañero que se ponga en contacto contigo enseguida. ¿De acuerdo?
—Vale. —Fredrika iba a colgar el teléfono cuando Martin Ek añadió—: Pero por favor, daos prisa.