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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (2 page)

Los zemoquianos que habían asesinado al rey Sarak comenzaron a sondar de inmediato las turbias profundidades en busca de la corona. Deseaban entregársela triunfalmente a Azash, pero fueron interrumpidos por una columna de caballeros alciones que, procedentes de Deira, iban a sumarse a la batalla en Lamorkand. Los alciones cayeron sobre los zemoquianos y acabaron con todos ellos. El fiel vasallo del rey de Thalesia recibió un entierro honorable y los caballeros alciones prosiguieron su ruta en la ignorancia de que la fabulosa corona de Thalesia yacía bajo la superficie lodosa del lago Venne.

No obstante, en Kelosia existe el rumor de que en las noches de luna nueva la forma espectral del inmortal troll enano merodea por la cenagosa orilla. Dado que, a causa de la malformación de su cuerpo, Ghwerig no osa adentrarse en las oscuras aguas para remover su fondo, se ve obligado a arrastrarse a lo largo de los márgenes, mientras proclama a gritos su añoranza por Bhelliom y danza y aúlla presa de la frustración al no responderle ésta.

Primera parte

Cimmura

Capítulo 1

Era una noche lluviosa. Una ligera y plateada llovizna atravesaba el cedazo de negro cielo y se enroscaba en torno a las torres de vigilancia de la ciudad de Cimmura, silbaba en las antorchas que flanqueaban la ancha puerta y resaltaba el negro brillo de las piedras de la carretera que conducía a la ciudad. Un caballero solitario se aproximaba a ella. Iba envuelto en una oscura y pesada capa de viaje y montaba un alto y peludo caballo ruano. El viajero poseía una constitución fornida, formada por una potente y amplia osamenta. Su cabello era áspero y negro, y en algún avatar debió de haberse roto la nariz. Cabalgaba tranquilamente pero mantenía el peculiar estado de alerta propio de un experto guerrero.

Se llamaba Sparhawk. Tenía al menos diez años más de los que aparentaba y acarreaba la erosión del tiempo no tanto en su estropeado rostro como en una docena de enfermedades menores y achaques de poca importancia, así como en varias cicatrices de color púrpura diseminadas por su cuerpo, las cuales acostumbraban dolerle cuando hacía mal tiempo. Esa noche, sin embargo, sentía el peso de su edad, y sus deseos se centraban con intensidad en el lecho caliente que esperaba hallar en la modesta posada adonde se encaminaba.

Sparhawk regresaba a casa tras representar por espacio de una década el papel de un hombre diferente con distinto nombre en un país donde apenas llovía; por el contrario, allí el sol era un martillo que golpeaba sin piedad sobre el blanco yunque de arena, roca y arcilla requemada, y las airosas mujeres iban a los pozos en medio de la luz plateada de la aurora con grandes vasijas de loza ancladas en los hombros y las caras ocultas tras negros velos.

El enorme caballo ruano se estremeció con aire ausente, sacudió la lluvia de sus enmarañadas crines, y se acercó a la puerta de la ciudad para detenerse en el círculo rojizo de luz que despedían las antorchas ante la caseta de guardia.

Un centinela mal afeitado, ataviado con un peto y un yelmo herrumbrosos y una andrajosa capa verde que colgaba con negligencia de uno de sus hombros, salió con paso inseguro de su refugio para cortar vacilante el paso de Sparhawk.

—Debéis decirme vuestro nombre —advirtió con voz ronca a causa del alcohol.

Sparhawk le dedicó una larga mirada, después abrió su capa para dejar al descubierto el macizo amuleto de plata que colgaba de su cuello.

Los ojos del ebrio guardián se abrieron ligeramente y luego retrocedió un paso.

—Oh —exclamó—, disculpad, mi señor. Adelante.

—¿Quién es, Raf? —preguntó otro centinela que asomaba la cabeza por la puerta de la caseta.

—Un caballero pandion —repuso con nerviosismo su compañero.

—¿Y a qué ha venido a Cimmura?

—Yo no hago preguntas a los pandion, Bral —contestó el hombre llamado Raf mientras sonreía con zalamería a Sparhawk—. Es nuevo —indicó en tono de disculpa, señalando con el pulgar a su camarada que se hallaba detrás—. Ya aprenderá a su debido tiempo, mi señor. ¿Podemos hacer algo por vos?

—No —respondió Sparhawk—. De todos modos, gracias. Sería mejor que os resguardarais de la lluvia, compadre. Cogeréis frío aquí afuera.

Entregó una moneda al centinela de capa verde y penetró en la ciudad atravesando la estrecha calle de entrada en cuyos edificios resonaba el entrechocar de las herraduras de acero de su ruano sobre el pavimento de piedra.

El barrio colindante con la puerta era pobre y estaba formado por casas de un aspecto lamentable, arracimadas unas contra otras, que proyectaban los pisos superiores sobre las húmedas y sucias callejuelas. Azotados por el viento nocturno, se balanceaban con un crujir de oxidados garfios los toscos letreros que identificaban las tiendas, de barrados postigos, diseminadas entre las plantas bajas. Un perro mojado de famélica silueta pasó sigilosamente con el rabo entre las piernas. Por lo demás, la calle aparecía oscura y solitaria.

Una antorcha llameaba intermitentemente en la intersección con otra calle. Una joven prostituta enferma, flaca y arrebujada en una andrajosa capa azul, aguardaba esperanzada bajo la luz como un pálido y amedrentado fantasma.

—¿Os apetece un rato de solaz, señor? —se ofreció lloriqueando. Tenía los ojos muy abiertos y su demacrado rostro reflejaba la timidez y el hambre.

Sparhawk detuvo el caballo e, inclinándose sobre la silla, puso unas cuantas monedas en su mugrienta mano.

—Vete a casa, hermana —le aconsejó con dulce voz—. Es tarde y con la lluvia ya no vendrán clientes esta noche.

Después se incorporó y prosiguió su camino seguido de la mirada estupefacta y agradecida de la mujer. Giró por una angosta calleja lateral invadida por las sombras y escuchó los pasos de alguien que huía más adelante. Su oído captó el murmullo de una precipitada conversación a su izquierda, en algún punto indeterminado que quedaba sumido en la oscuridad más profunda.

Su montura resopló e irguió las orejas.

—No hay nada de que preocuparse —lo tranquilizó Sparhawk.

La voz del fornido caballero había adoptado un tono suave, similar a la de un ronco susurro. La gente que lo percibía solía volverse para escuchar. Después habló más alto, en dirección a los pies que se escabullían en la penumbra.

—Me gustaría tener un encuentro con vosotros, compadres —dijo—, pero es tarde, y no estoy de humor para distracciones imprevistas. ¿Por qué no vais a asaltar a algún noble borracho y os olvidáis de mí? Así viviréis un día más para poder robar.

Para dar énfasis a sus palabras arrojó hacia atrás su mojada capa y mostró la empuñadura de la espada de hoja ancha que colgaba de su cinto.

En el callejón se hizo el silencio y, tras la sorpresa, se oyeron las pisadas que se alejaban velozmente.

El espigado ruano resopló burlonamente.

—Pienso exactamente lo mismo —se mostró de acuerdo Sparhawk, al tiempo que volvía a cubrirse con la capa—. ¿Qué te parece si reanudamos la marcha?

Penetraron en una amplia plaza, rodeada de crepitantes antorchas, donde la mayoría de los puestos de mercado estaban cubiertos ya con sus toldos de abigarrados colores. Algunos entusiastas persistían, inasequibles al desaliento, y pregonaban con estridencia sus mercaderías a los indiferentes viandantes que se apresuraban a regresar a sus hogares para guarecerse de la lluvia. Sparhawk sujetó las riendas de su caballo. De una sórdida taberna salía con paso incierto un grupo de ruidosos nobles que intercambiaban gritos de embriaguez mientras atravesaban la plaza. Esperó con calma hasta que desaparecieron por una calleja lateral, y entonces miró a su alrededor con todos sus sentidos alerta.

Si hubiera habido un poco más de gente en aquella plaza ya casi vacía, ni la propia agudeza visual de Sparhawk habría podido advertir la presencia de Krager. Era éste un hombre de mediana estatura, rostro arrugado y aspecto descuidado. Llevaba las botas sucias de barro y una capa marrón colgada desmañadamente del cuello. Arrastraba los pies por el mercado, con el mojado y descolorido pelo aplastado sobre su estrecha cabeza y los acuosos ojos de miope parpadeando mientras escudriñaba en medio de la lluvia. Sparhawk respiró hondamente. No había visto a Krager desde aquella noche en Cippria, casi diez años antes, y reparó en los estragos que el tiempo había causado en él. Su cara estaba más macilenta y ojerosa; sin embargo, no cabía duda de que se trataba de Krager.

Dado que los movimientos bruscos llaman indefectiblemente la atención, la reacción de Sparhawk fue estudiada: desmontó lentamente y condujo su enorme caballo hacia el toldo verde de la parada de un vendedor de comestibles, siempre con cuidado de mantener el animal entre él y el individuo corto de vista de la capa marrón.

—Buenas noches, compadre —saludó al tendero, con voz extrañamente tranquila—. Debo ocuparme de algunos quehaceres. Os recompensaré si tenéis a bien vigilar el caballo.

Los ojos del mercader despidieron un destello de codicia.

—Ni se os ocurra —advirtió Sparhawk—. El caballo se negará a seguiros por más que lo intentéis. Yo, en cambio, os seguiré, y estoy seguro de que el desenlace no resultaría agradable para vos. Limitaos a tomar el justo pago y abandonad la idea de robar el animal.

El vendedor escrutó el duro rostro del fornido hombre, tragó saliva y realizó un ademán similar a una reverencia.

—Lo que ordenéis, mi señor —aceptó rápidamente, casi tartamudeando—. Os prometo que vuestra noble montura quedará a salvo conmigo.

—¿Vuestra noble qué?

—Noble montura…, vuestro caballo.

—Ah, comprendo. Lo consideraría un buen servicio.

—¿Deseáis algo más, señor?

Sparhawk lanzó una mirada a la espalda de Krager.

—¿No tendríais por azar un trozo de alambre disponible…, más o menos de esta longitud? —inquirió, al tiempo que efectuaba una medición de unos tres pies con las manos.

—Es posible, mi señor. Los barriles de arenques van rodeados de alambre. Iré a mirar.

Sparhawk cruzó los brazos y los apoyó en la silla de montar. Observaba a Krager por sobre la grupa del caballo. Los recientes años, el sol devastador y las mujeres que se dirigían a los pozos bajo la acerada luz del alba se desvanecieron; en su lugar, volvieron de improviso los corrales de las afueras de Cippria, impregnados del hedor de excrementos y sangre, donde sintió el amargo sabor del miedo y el odio, el dolor de las heridas y la debilidad que iba ganándole mientras sus perseguidores lo buscaban con las manos aferradas a sus espadas.

Apartó de su mente aquellos recuerdos para concentrarse deliberadamente en el momento presente. Confiaba en que el tendero tuviera alambre. Este objeto era el más apropiado: ningún ruido, nada de alboroto, y, con el tiempo, tal vez llegaran a considerarlo exótico. Constituía el tipo de ataque previsible en un estirio o un kelosiano. Su acción no iba dirigida precisamente contra Krager. Éste no había pasado de ser un oscuro e insignificante ejecutor de los deseos de Martel; sólo representaba una excrecencia de su persona, un par de manos, al igual que el otro hombre, Adus, una simple arma. Los efectos que tendría sobre Martel la muerte de Krager eran lo que de veras le importaba.

—Esto es lo mejor que he podido encontrar, mi señor —dijo respetuosamente el vendedor cuando salió de la trastienda con un cabo de maleable alambre herrumbroso—. Siento no poder ofreceros otro mejor.

—Igualmente servirá —replicó Sparhawk, tomándolo en sus manos—. En realidad, es perfecto. Quédate aquí —añadió, volviéndose hacia el caballo.

Éste le enseñó la dentadura. Sparhawk soltó una carcajada y avanzó hacia la plaza; no obstante, se mantuvo a una prudente distancia de Krager. El hecho de que encontrasen su cadáver tensamente doblado hacia atrás en algún oscuro portal, con los ojos a punto de saltar de las órbitas y la tez grisácea, o desparramado boca abajo en algún urinario público al fondo de un callejón, exasperaría a Martel, lo heriría, tal vez incluso lo asustaría. Ocultas bajo la capa, las manos de Sparhawk alisaban meticulosamente el alambre mientras acechaba a su presa.

Sus sentidos habían alcanzado un grado de suprema alerta. Podía oír claramente el goteo del sebo de las antorchas que flanqueaban los costados de la plaza y percibir su oscilante resplandor anaranjado, reflejado en los charcos de agua formados entre los adoquines. Sin saber por qué, el reflectante brillo se le antojaba de una gran hermosura. Sparhawk se sentía bien; quizás éste era el mejor momento que experimentaba en los últimos diez años.

—¿Honorable caballero? ¿Sir Sparhawk? ¿Es posible que seáis vos?

Estupefacto, Sparhawk se volvió con rapidez, al tiempo que maldecía para sus adentros. El hombre que se le había acercado lucía una cabellera rubia y larga, con elegantes bucles, unos zapatos largos y puntiagudos y unas mejillas sonrosadas con colorete. La ineficaz pequeña espada colgada a su flanco y el sombrero de ala ancha adornado con una pluma chorreante lo identificaban como cortesano, como un individuo perteneciente a la plaga de mezquinos funcionarios y lapas parásitas que infestaban el palacio.

—¿Con qué objeto habéis regresado a Cimmura? —preguntó el petimetre; el tono agudo de su afeminada voz mostraba su sobresalto—. Os habían desterrado.

Sparhawk lanzó una breve mirada al hombre que había estado siguiendo. Krager se aproximaba a la boca de una calle que se abría en el recinto del mercado y pronto desaparecería de su campo visual. Un brusco golpe dejaría fuera de juego a la llamativa mariposa que se había plantado ante él, con lo cual todavía podría alcanzarlo. Entonces advirtió, furioso y disgustado, un destacamento de la guardia que avanzaba pesadamente hacia la plaza. Era imposible deshacerse de aquel molesto lechuguino sin llamar su atención. Observó con violencia al perfumado personaje que le cortaba el paso.

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