Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
Un recorrido por el Congreso de los Diputados por el político más querido de España.
En Memorias de un beduino... José Antonio Labordeta recuerda su época como diputado en el Congreso de los Diputados por la Chunta Aragonesista (séptima y octava legislaturas), ofrece semblanzas de los políticos (Aznar, Zapatero, Acebes, Rubalcaba…) y brinda su versión sobre temas como las controversias que se crearon en varias emisoras de radio (la COPE, la SER…), el «No a la Guerra» o la Comisión del 11-M.
José Antonio Labordeta
Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
ePUB v1.2
j66608.10.11
Título Original: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados.
Autor: José Antonio Labordeta.
Idioma: Español.
Año de impresión: 2009.
Viajar es victoria.
Refrán Beduino.
Mi abuela Josefa nació y se crió en uno de los lugares más agrestes del territorio de Los Monegros aragoneses, La Almolda, pueblo asentado sobre una loma y protegido de los vientos del norte. Desde sus calles se contemplan, hacia el sur, todos los barbechos, casi infinitos, esperando la lluvia, siempre la lluvia, y muriendo en unos pinares ralos y difusos; al fondo del paisaje, quizá, las últimas huellas de lo que fueron los montes negros.
Se casó con mi abuelo, habitante también de uno de esos lugares de escalofrío paisajístico que era, y sigue siendo, Belchite. Mi abuela salió de Málaga y se fue a Malagón: una vida dura que hizo que llevase el sobrenombre de «la Barata», porque se tenía que ganar el sustento yendo de pueblo en pueblo trabajando de quincallera.
Mi abuelo, que al parecer conservaba cierta alcurnia familiar, vivía de los productos que le daba un pequeño huerto en un lugar hermoso, donde el río Aguas Vivas se trunca, se rompe y acaba dando un pequeño salto, en cuya base las aguas se remansan. Se le conocía y conoce con el nombre de «el Pozo de los Chorros».
De esa pareja nació mi padre, futuro seminarista en el seminario menor de Belchite, que se casaría con una muchacha natural de Letux. Aunque ella siempre se consideraba natural de Azuara.
De toda esa mezcolanza de íberos y romanos, árabes y cristianos, franceses de Napoleón y huestes de Durruti, Ascaso, Líster y don Caudillo vinimos al mundo varios hijos, y entre ellos, ocupando el séptimo lugar y ascendiendo al quinto por la muerte de los dos anteriores, un servidor, que, sin saber muy bien las razones político-ideológicas que tras de su meollo daban vueltas, acabó de diputado en el Congreso de Madrid. Su señoría se sintió siempre ajeno a toda la parafernalia de la Villa y Corte —como Corte, no como Villa—, y como un beduino monegrino se pasó ocho años contemplando las huellas de los ambiciosos, ambiciosas, de los poderosos, poderosas, de los divertidos y de las divertidas, y viendo, asombrado, la caída de los tipos combativos y defensores de sus ideologías, mientras ascendían los obedientes, lameculos y simplones.
Heredero de esta humilde alcurnia, me gustaba sentirme como un beduino, que muy bien podía recorrer y crecer por cualquiera de estos dos escalofriantes paisajes y que nunca sintió la ilusión de verse sentado en un escaño del hemiciclo madrileño y menos llegar a ser un culiparlante, como se conocía en las Cortes republicanas a los que nunca hablaban y que ahora deberían ser reconocidos como botonparlantes, porque su mérito es no equivocarse de botoncito a la hora de apretarlo y saber decir sí cuando hay que decir sí, decir no cuando hay que decir no, y abstenerse cuando hay que hacerlo. Ocho años después ha habido algunos diputados que no han llegado al conocimiento de este intríngulis, entre ellos, servidor.
Llegué allí como un beduino y regresé a mi estado natural, que es ser ciudadano del mundo, el día que comprobé que se habían acabado tantas y tantas esperanzas e ilusiones. Las tenía, sencillamente, porque conocía el Madrid como Villa y me sumergí en ese otro Madrid, que es de Corte. Fuera de la puerta de los leones se quedaron mis amigos de la Tele, de la Canción, de la Poesía, del Cine y del Teatro, de las aventuras imaginativas y de las esperanzas de remover el cielo y la tierra.
Comprendí que el Labordeta se quedaba en otro plano, el día en que delante de la puerta de los leones del Congreso contemplé a los susodichos; los había visto muchas otras veces, con intención de saber quiénes eran, qué hacían allí, quién los había llevado y qué coño significaba aquella pareja de fieras que miraban condescendientes a todo aquel que pasara tranquilamente por delante de ellas.
Como «villano», todo este ringorrango folclórico historicista a mí nunca me había animado a entrar en sus recintos, y aquella mañana en la que el Beduino pasó ante ellos camino de un asiento en el hemiciclo de sus señorías —escucharía mil veces este tratamiento— y tomó un folleto y se empapó de las historias de estos seres de bronce esculpidos por Ponciano Ponzano —¡vaya putada le hizo su padre!— con el metal de los cañones arrebatado a los moros en la batalla de Wad-Ras. Así lo cuenta el folleto.
Con todos estos nuevos conocimientos el Beduino atravesó la puerta de entrada en «Palacio» —así llaman al edificio rimbombante— y con un «¡jodo qué lujo!» se internó hacia las entrañas de aquello que le habían dicho era el Congreso.
Y lo era. Pero el humilde diputado no encontraba un lugar donde dejar su gabardina mojada por la lluvia, a pesar de dirigirse varias veces, de manera tímida, es cierto, a algunos ujieres entorchados como almirantes de la armada británica, que es la seria. Sin embargo, y quizá por el azoramiento de la mañana —reyes, presidentes, futuros ministros, diputados catalanes y vascos, andaluces, extremeños y Bono—, ninguno de aquellos ujieres supo indicar al Beduino un lugar para dejar la prenda mojada y con ella puesta se sentó, bajo las miradas divertidas y burlonas de los expertos en bancadas; algunos de ellos han llegado a aguantar más de veinticinco años. Y cuando digo aguantar, sé lo que digo: nuestro ciudadano, cortesano ya, se sentó en uno de los sillones y sucesivamente lo fueron desalojando y haciéndole subir hasta los últimos escaños. Dejaba los asientos mojados, y los diputados, que notaban la humedad en el culo, miraban hacia arriba y maldecían el día en que un número de votantes zaragozanos habían decidido enviar a esta turba monegrina a un lugar de reposo y silencio, por entonces, como era el Congreso.
No fue fácil convencer al Beduino de que cada vez que el Labordeta lo necesitara, él pasaría a la condición de diputado cortesano, mientras el susodicho huía de las soflamas y los vericuetos institucionales.
—Por qué quieres montar este lío?
—Por una razón muy concreta: entre tú y yo cubriremos un largo horizonte; de otra manera un solo ciudadano apenas podría hacerlo.
—Pero ¿quién será señoría?
—Tú.
—¿Siempre?
—Siempre.
Y con este juego de ambivalencias, de ir y venir por el espacio, casi de manera fantasmal, el Beduino aceptó este divertido juego de un tipo que, arrasado por su paisaje, su gente, sus costumbres ancestrales, tomó un día el tren, en una clase elegante —se lo pagaba el Estado— y, rodeado de tipos de gris, con sus zapatos brillantes, sus carteritas, sus corbatas de colorines, sus perfumes, su prensa económica y muchos de ellos con su ordenador portátil, se lanzó hacia la capital del Reino. Era marzo del año 2000. Un partido tan simple como la simpleza de la línea recta había sacado un diputado, que era absolutamente ajeno al ajetreo de las peneeles, las ples, y toda la verbalización de esos términos incomprensibles que atraviesan las puertas del Congreso para cobijarse en las comisiones, en los plenos y en todo el ámbito cerrado de este hermoso edificio, y cuyos currículos civiles, o militares, o administrativos, apabullan a cualquier beduino bien intencionado que añade su categoría última, cantautor, como si del fin del mundo se tratase, para intentar no quedar como ridículo ciudadano ajeno a la parafernalia y el boato de sus señorías.
El Beduino consiguió, al fin, un asiento y, tirando la gabardina al suelo, intentó saludar sonriente a los que le rodeaban: eran caras un tanto hoscas que parecían estar más ocupadas en otros menesteres que en dar los buenos días a los que acababan de llegar.
—De qué eres?—le preguntó un ciudadano absolutamente lujoso y repulido.
—De la Chunta.
—¿Gallego?
—No, aragonés.
—Es que con ese nombre...
Puede que tuviese un poco de razón, pero no era cuestión de reconocérselo, ni tampoco estaba el ambiente como para explicarle las razones.
—¿Y tú?
—Partido Popular: mayoría absoluta.
Un largo escalofrío de tristeza recorrió los húmedos huesos del Beduino, que miró hacia la tribuna de invitados donde su álter ego, el Labordeta, le saludaba y animaba.
Aislado y un poco más triste, el Beduino volvió la mirada hacia atrás, a los días en que, presuntuoso, recorría el territorio aragonés para ganar este escaño un tanto escoñado en aquel día de apertura, porque, como acudían los Reyes a inaugurar la legislatura —séptima—, estábamos como piojos en costuras: a mi izquierda el bien vestido; a mi derecha una señorita muy enseñoreada; delante dos catalanes, un vasco y, detrás, un par de paisanos que me saludaron con el mismo nerviosismo y emoción que guardaba dentro de mí. Al fin y al cabo, como me dijo uno de ellos, somos señorías. No sé muy bien por qué, pero finalmente me estrujé contra mis vecinos intentando encontrar un lugar más cómodo para mi culo urbano.
Era uno de esos eslóganes mal paridos por los jefes del comando de propaganda electoral, pero que recorría como río de pólvora los Pirineos, los secanos monegrinos, todo el valle del Ebro y Teruel, tan íntegro en un combate desigual, como el de David contra Goliat. Lo que sucedía era que en ese combate había dos Goliats que te cerraban el paso a la mínima. Y el Labordeta, de poeta, haciendo mítines desaforados contra tanto centralismo, tanta oligarquía, tanto cenutrio invasor de esta tierra.
Dos días antes de la fecha de reflexión me invitaron a cantar en Calanda, y cuando el local estuvo a rebosar recordé el día de 1977 en que, como candidato de aquel vertiginoso y divertido partido que fue el PSA —Partido Socialista de Aragón—, el Ayuntamiento de la localidad nos metió en la plaza de toros: hacía frío, no había casi nadie y, cuando salimos dispuestos a regresar a Zaragoza, dos abuelos se nos acercaron y, casi en un susurro, nos dijeron:
—No se preocupen. Aquí lo que pasa es que sigue habiendo miedo, pero mucha gente les va a votar a ustedes, al PSOE.
Sin embargo, la anochecida de aquella vuelta al pueblo de Buñuel no tuvo nada que ver, y el entusiasmo de los oyentes fue emocionante. Luego casi no nos votó nadie, pero la cena que nos ofrecieron fue de los acontecimientos más dignos de una campaña enrarecida por la presencia arrasadora de los del PP: mayoría absoluta.
¡Jódete patrón!
Pero estábamos en el Congreso. Aquel primer día, cuando anunciaban la entrada de los Reyes, nos pusimos de pie y con una gran ovación recibimos a los Reyes, que entraron, tal y como me dijeron, por la puerta de los leones, por la misma que el diputado de Esquerra Republicana, señor Puigcercós, intentó entrar el día en que, con sofoco, le dijo al taxista en el aeropuerto, y con su máximo acento castellano: