Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
Cerca de las dos de la mañana abandonaba el Congreso sin ser muy consciente de la escena que se había vivido. Cuando salíamos, unos diputados aragoneses, entre ellos Mercedes Gallizo, Morlans y Teresa Cunillera, del PSC, que estuvieron hasta el final, me saludaron con el dedo índice hacia arriba, y ya en nuestro despacho vi que Paco Pacheco tenía aire de preocupación.
Al día siguiente madrugué porque había algún tema que afectaba los intereses de Aragón, y cuando entré en el café en que diariamente desayunaba con cierta frugalidad, unas mujeres con las que algunas veces habíamos coincidido hablando de política y se habían presentado como militantes socialistas me recibieron con aplausos, y en la tele, colgado casi del techo, aparecía yo a esas horas mandando a la mierda al personal.
Fue divertido cuando al mediodía Joaquín Sabina, de viaje hacia Andalucía, me felicitaba, riéndose como un loco por lo sucedido.
Nunca me sentí tranquilo con aquel gesto, y sé que a los jefes de mi partido no les pareció muy bien, pero quizás ese desplante mío lo pedían muchos ciudadanos. A veces a las gentes les gusta ver cómo el personal se desparpajea para decir lo que todos sentimos y nadie se atreve a exponer.
De todos modos, y aunque espero no tener tumba ni mausoleo, ya sé cuál puede ser mi otro epitafio: «¡A la mierda...!». Y todos tan contentos.
El Beduino, no sé si por timidez o por falta de rasmia y demasiado miramiento para con los señores ministros, tuvo poco contacto con ellos durante los cuatro años, ya que nunca pusieron precisamente mucho de su parte.
Fue con el ministro de Medio Ambiente, un balear fino y astuto, con quien más relación tuvo el Beduino, porque en esos momentos el PHN —o sea el Trasvase— se discutía a todas horas, ya que para Aznar constituía, en buena medida, el mascarón de proa de su segunda legislatura, gracias a lo cual estaba convencido de obtener gran cantidad de votos en Valencia y Murcia, abriendo así el camino para desmedidas urbanizaciones especulativas.
Ponía toda la ironía posible cuando le preguntaba en el hemiciclo y sacaba la correcta educación de los isleños cuando, por casualidad, coincidíamos en algún acto de tipo institucional.
Un día ganó de nuevo las elecciones autonómicas en su territorio y se me despidió cortésmente: «Si vas por Mallorca, no dejes de venir a saludarme». No hemos vuelto a vernos.
Con la que el Beduino se llevó muy bien fue con su sustituta, Elvira Rodríguez, que de experta en números con Rato, pasó a Medio Ambiente y el día de mi primera pregunta se pasó de tiempo, escaso para esos controles, y además confundió los afluentes de la margen derecha del Ebro con los de la izquierda.
Años después coincidimos en un programa de radio y se reía al explicarme los nervios con los que subió a la tribuna ese día, ya que era conmigo con quien se inauguraba como ministra.
Una tarde, ya lanzado Madrid hacia el verano, el ministro del Interior fue convocando a los distintos portavoces, y yo, como no veía claro lo que se estaba concluyendo de estas visitas y no me fiaba mucho de la personalidad política del señor Mayor Oreja, al que sólo conocía de los informativos, pedí el apoyo de Chesús Bernal, fundador y portavoz en las Cortes de Aragón de Chunta Aragonesista. Y los dos, como dos paletillos, uno del Jalón y otro del Ebro, atravesamos la vigilancia de la Guardia Civil en el paseo de la Castellana y entramos en el ministerio, coquetón y muy soleado aquella tarde.
Durante un buen rato estuvimos sentados en un saloncito que recordaba más el cuarto de estar de una dama de alto copete, que una sala de espera del Ministerio del Interior. En el fondo al Beduino todavía le chirriaban los recuerdos de la vieja represión franquista y los amargos tiempos en que ese ministerio, llamado de la Gobernación, le retiró el pasaporte y durante más de siete años lo obligó a permanecer dentro de las lindes fronterizas de este país.
Por fin el ministro nos recibió en su despacho y, ofreciéndonos asiento frente a él, fue desde el principio al asunto que en ese momento —y luego con el tiempo también— le obsesionaba, y que no era otro que los senderos subterráneos de ETA.
—Nació —nos aseguró— de una escisión del PNV y con el apoyo de los jesuitas.
Cuando comprobó que eso ya lo sabíamos, colocó unos folios encima de la mesa y comenzó a dibujar las conexiones actuales entre el Partido Nacionalista Vasco, los jesuitas y ETA.
Cuando le planteamos la duda sobre esa afirmación, se dedicó a resaltar actos y situaciones que muy bien se podían tomar como confirmación de su teoría, pero que, por su ambigüedad, también podían asimilarse con líneas totalmente ajenas a su aseveración.
Chesús y el Beduino, puros ignorantes de los sótanos de la política, escucharon las disquisiciones del ministro con verdadera atención, y Bernal tomó notas de cuanto nos iba diciendo, por lo asombroso del discurso y porque allí sospechábamos de teorías que, en breve, se impondrían en la calle como verdades absolutas.
ETA seguía asesinando, pero ni Chesús ni yo nos creímos una palabra de las teorías del ministro.
—¿Por qué nos lo ha contado a nosotros?
—Es posible que él piense que tenemos alguna relación con los independentistas del País Vasco y nos mande un aviso para navegantes y, al mismo tiempo, quiera que pasemos este informe a «nuestros supuestos aliados», para que entiendan todo el organigrama secreto que guardan el ministro y su ministerio.
—A estas alturas es muy infantil, ¿no?
—Sí, pero a él qué más le da. Su idea es cercar por todos los lados los flecos que se le escapan de los terroristas y acotarlos donde sea, aunque todo resulte como un viejo cuento de terroristas filmográficos.
La tarde se asentaba en una hermosa primavera y a esas horas Madrid sabía tan bien que ambos, superado el asombro, nos acercamos a la plaza de Santa Ana, donde, sosegados, nos enzarzamos en charla con viejos colegas que se descolgaban por allí.
Ninguno de los dos habló en ningún momento sobre el show de la tarde.
Durante toda la legislatura de la mayoría absoluta, los ministros se fueron sucediendo, y muchos ocuparon dos y hasta tres carteras sucesivas. Aquellos hombres y mujeres me parecieron, al principio, superhombres o supermujeres. Luego la realidad hacía sucumbir la altura de los excelentísimos, o excelentísimas, y los bajaba al mundo de los mortales, descubriendo que tras aquellas grandes carteras había poco mogollón. Y en algunos nada. Paso a transcribir mis notas, quizá mordaces, pero realistas:
Mariano Rajoy.
Me parece un tipo curioso que fuma puros habanos y, como buen gallego, encierra detrás de una sonrisa conejil, por lo indefinida, vagas intenciones que uno nunca sabrá adónde le quieren llevar.
Fue ministro de Administraciones Públicas, luego de Educación y más tarde del Interior —¡chúpate ésa!—, después vicepresidente primero y también ministro de Presidencia.
Un largo mareo me entra cada vez que pienso en cómo habrá ido de sede en sede, cambiando a los secretarios de Estado, a los subsecretarios y a toda la panda que su antecesor había colocado.
En el hemiciclo responde desde sus distintos «púlpitos» con certeza.
Apunto. No es nada tonto y lo veremos muy alto.
Rodrigo Rato.
Trabajé para su familia en su cadena de emisoras de radio y el haberlo hecho significaba que siempre que coincidíamos en comidas parlamentarias nos saludábamos con cordialidad.
Sólo fue ministro de Economía y vicepresidente segundo.
Un excelente parlamentario: irónico, seguro y directo. Me cae bien.
Añado a su buen hacer de parlamentario su entrañable desaliño en el vestir.
Le sobra cuello o le falta camisa. Nunca lo sabré.
Eduardo Zaplana
. ¡Qué difícil me resulta saber quién es este señor!
Ministro de Trabajo. Chaquetas cruzadas. Portavoz del PP y personaje que andaba siempre enturbiando las buenas o malas relaciones entre los diputados.
Está siempre moreno —¿de verde luna?— y me da envidia y un poco de tiritera ver cómo se quiere comer el mundo.
A veces a estos «hambrones» se les atraganta el cocido. En este caso la fideuá.
Ángel Acebes
. Siempre sonriente. Con una sospechosa sonrisa, que uno se pregunta por qué siempre está con ella. Es posible que sea «su paz interna» —eso creía yo cuando lo miraba en su escaño azul de ministro—, que le asciende desde su ideología religiosa como Legionario de Cristo, aunque a su líder espiritual lo hayan procesado por mirar tiernamente a los adolescentes.
Fue ministro de las Administraciones Públicas —curioso ministerio por el que comenzaron varios de estos ilustres barones—, para pasar a Justicia como el que no quiere la cosa, y más tarde ministro del Interior, heredero de Mayor Oreja y luego de Rajoy. ¡Hay que ver lo que saben! Asombroso. Igual amonestan a un fiscal que condecoran a un teniente de la Guardia Civil. Al fin y al cabo, parece que a estos personajes el espíritu santo que era su Aznar los elevó por encima de la mediocridad de los mortales. O séase, yo.
Francisco Álvarez Cascos.
Rudo fajador asturiano.
Pescador de salmones, y dicen que le gustan las señoras —también a mí— tanto como su dedicación a la política.
Había mandado mucho y me discutía las cercanías y me embestía cuando criticaba a su secretario de Estado, el floreciente miembro del Opus Dei señor Benigno Blanco.
Es cercano y saludaba efusivo a los diputados que se encontraba por los pasillos, por los trenes o en las inauguraciones falsas de autovías mudéjares que nunca llegaban a su destino.
Estoy seguro que en un chigre asturiano habríamos cantado, bebido sidra y comido cabrales hasta altas horas. Una penica, porque me da la sensación de que tiene marcha palillera, aunque su cargo de secretario general del PP le hace aparentar más ordenado que de ordinario.
Rafael Arias Salgado.
Hay personas que nacen ricas, se acercan a los círculos ricos y se dan el postín de emplearse en asuntos para ricos. Es el caso de Rafael Arias Salgado, hijo del famoso censor del franquismo y que a la hora de la democracia se apuntó al partido de los señoritos, para seguir siendo eso, señorito.
Cuando llegué al Congreso había perdido la cartera de Fomento y presidía, vaya miseria, la Comisión de Peticiones. Estuvo poco, y cuando desapareció —había nacido para rico, repito— surgió como gran preboste de los almacenes Carrefour.
Nunca nos envió, a los desgraciados diputados de su ex comisión, unas botellitas que es lo menos que uno hace cuando se despide de colegas, aunque no sean amigos.
Javier Arenas.
Me cae bien y, cuando estuvo en Zaragoza la noche dramática del asesinato de Jiménez Abad por los asesinos de ETA, al amanecer nos agradeció a los de la Chunta el que hubiésemos estado, toda la larga vigilia, acompañándolo.
Como otros, fue de todo: Trabajo, Asuntos Sociales, Administraciones Públicas —¡ojo al dato!— y Presidencia.
Siendo miembro de un partido nada «saludador», siempre te paraba y, sonriente, te preguntaba por temas que, aunque desconocieras, agradecías que alguien de ese corro pensara en ti. ¡Bolero!
Las Palacio.
De las Palacio me toca más de cerca la Ana que su hermana.
Ana era como un ser un poco extraterrestre y su actitud durante el atentado del 11-M, siendo todavía ministra de Asuntos Exteriores, confirmaría su extraterrestrismo.
Siempre me pareció una buena chica metida en un largo pasillo sin encontrar el final.
Federico Trillo.
Conocí a su padre cuando era gobernador civil de Teruel y conecté con sus primos, de los que fui profesor, y que eran unos tipos divertidos.
De él no me acordaba, porque creo que, como era un crío listo, lo mandaron a hacer el bachillerato a Murcia.
Una vez que le hice una interpelación por el tema de Bardenas, se inició con unos versos míos que hablan de Teruel, en los que nostalgio a los viejos amigos.
Un duro golpe en la barbilla para seguir discutiendo.
El Yak 42 lo enmerdó todo, y por mucho que él quiera ignorarlo, supongo que los muertos le deben rondar alguna vez por la cabeza, por muy segura que tengas la fe en tu religión.
Celia Villalobos.
Toda ella es un espectáculo. En Málaga, adonde me aseguraba que me iba a llevar a cantar, arrasó como alcaldesa, aunque la ciudad no creo que mejorase mucho con ella.
Nunca se sabrá quién la propuso para Sanidad, pero al poco dimitió. Sus análisis sobre la especialidad eran siempre como muy de broma y tirando más a chiste que a análisis serio.
Ana Pastor.
Sucedió a Celia Villalobos. Ha sido el único miembro del Gobierno que me invitaba a discutir en su sede ministerial sobre algunas enmiendas presentadas a una ley de su departamento. ¡Curioso! Y hasta emocionante.
En muchos momentos y actos en los que coincidimos, siempre nos saludábamos con gran cordialidad.
Miguel Arias Cañete.
Era como un ciudadano que anda por estos lares de ministro de Agricultura, porque era un gran terrateniente andaluz. ¡Lógico!
Como en el Mixto no había nadie que tuviese nada que ver con la agricultura, enterados de que tengo trescientos olivos —que no me dan una oliva ni media— me enviaron a los encuentros que Cañete hacía con los representantes de las comisiones de Agricultura.
Como vi que era un poco cachondeo, me abstuve de ser agricultor y de asistir a más reuniones, donde nunca se llegaba a ninguna conclusión efectiva.
Jesús Posada.
Se trata de un buen tipo: amable y educado. Siempre efusivo con todos. No parecía de la línea «austera» del PP. Se notaba que era de Soria, gente sobria.
José María Michavila.
Lo nombraron ministro de Justicia, supongo, porque era amigo de los Aznar.
Resultaba un ciudadano extraño, y me obsesioné con su mirada, pues siempre que hablabas con él parecía salirle de los párpados. Era una situación un tanto molesta, porque a veces te entraban ganas de golpearle en la espalda, para arrancarlo de esa especie de ensimismamiento.
Con los dos fiscales que tiene, puede dormir tranquilo: ¡vaya pareja!
Juan José Lucas.
Apareció como ministro de la Presidencia casi al final de la Legislatura y, cada vez que alguien le hacía una pregunta sobre organismos estatales, tomaba el Boletín Oficial e intentaba leerlo entero. Como no tenía tiempo, se cabreaba. Y es que él había sido el «padrino» del presidente, quien lo empujó y apoyó, siendo él presidente de Castilla y León. Nadie, hasta ahora, se ha atrevido a quitarle la palabra.