Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (9 page)

Evasivas. Evasivas y falsedades hasta tal punto que ahora, cuando rememoro esos hechos —lo hago en pleno 2008—, todo sigue en un enmarañado bodrio, en el que se esconden las responsabilidades de unos y de otros.

Iraq

Desde el 11 de septiembre de 2001, fecha en que las Torres Gemelas de Nueva York volaron por los aires, Iraq entró en el ojo desgarrado de los violentos de la Casa Blanca, de los guerreros del Pentágono y de los más importantes monopolios petrolíferos, que veían en el hundimiento de Saddam Hussein una gran puerta abierta para sus negocios. La ministra de Exteriores, por aquellos días la señora Ana Palacio, llegó a asegurar que con la caída del régimen de Iraq descendería el precio del petróleo. Yo le pregunté:

—Y la sangre de los iraquíes, ¿a cuánto va a ir a partir de ahora?

Por toda respuesta, el desprecio; pero me gustaría que al cabo de tantos años, cuando el precio del petróleo se ha disparado y la sangre de inocentes ha reventado estadísticas, esta amable señora volviese a comparecer en el Congreso, o, al menos, ante algún tribunal de ética. No lo hará. Como no lo han hecho ni sus jefes ni sus aliados.

Ese suceso y sus consecuencias nos iban a envolver a todos en una dinámica insospechada. Los sucesos internacionales se aceleraron y ya el 18 de octubre de 2001 se solicitó la comparecencia urgente del presidente del Gobierno ante el Pleno de la Cámara, para informar, tras el inicio de las operaciones de respuesta militar a los atentados del 11 de septiembre, de las nuevas perspectivas de la crisis internacional, de la contribución que el Gobierno había previsto aportar a dichas operaciones y de los mecanismos que, en su caso, pensaba establecer para obtener el máximo nivel de consulta y consenso parlamentario.

Las huidas dialécticas, como respuesta a estas solicitudes de comparecencia, eran habituales, pero ante el avance brutal de los acontecimientos y las reiteradas solicitudes, el 5 de febrero de 2002 el señor Aznar compareció, a petición propia, para explicar cuál iba a ser la próxima actitud de España y su Gobierno en la crisis y guerra de Iraq.

Frente a la posición en que nos encontrábamos, cuando las mentiras sobre armas de destrucción masiva habían alcanzado cotas increíbles, un ejemplo de lo cual fue la información dada por el señor Arístegui asegurando que esas armas se montaban en unos camiones fotografiados por aviones espías, al señor Aznar no le quedó más remedio que dar la cara. Y puso la más dura, desoyendo la dignidad de un pueblo que en masa se estaba lanzando a la calle para gritar «no a la guerra».

Esto dije yo aquella tarde de amarga memoria:

—Señora presidenta, señor presidente: hemos oído esta tarde muchos argumentos en contra de la guerra, que compartimos desde Chunta Aragonesista. Han dicho «no a la guerra» el Parlamento Europeo y los gobiernos francés y alemán; UNICEF y Médicos sin Fronteras nos recuerdan las dramáticas circunstancias de la posguerra; el Ayuntamiento de Zaragoza y las Cortes de Aragón aprueban rechazar el uso de la base aérea para el ataque de Iraq; el mundo del espectáculo, recuperado por fin el compromiso social que siempre debería tener la cultura, se lo ha recordado; se lo han recordado los ciudadanos que están ahí, fuera del hemiciclo, y los que se han manifestado ya en Oslo, Nueva York o Porto Alegre, así como los que piensan hacerlo el día 15 de febrero o los ciudadanos anónimos que recogen firmas usando el correo electrónico por todo el mundo. Usted, señor presidente, parece olvidarlos; los ignora.

»Como usted es amante de la poesía, voy a leer unos fragmentos de un poema escrito por un gran poeta español en los años cincuenta, cuando también los clarines de la guerra anunciaban ya un nuevo desastre:

Mataos:

Pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en su cuna.

Invadid contraqueteo vuestro

Los talleres los navíos las universidades

Las oficinas espectrales donde tanta gente languidece

Triturad toda rosa hollada al noble pensativo

Preparad las bombas de fósforo y las nupcias del agua con la muerte.

Que ha de aplastar a las dulces muchachas paseantes

En esa misma hora que sonríe

Por una desconocida ciudad de provincias

Pero dejad tranquilo al estudiante

Que lleva en su corazón un estío secreto.

Inundad los periódicos las radios los cines las tribunas

De entelequias estructuras incompatibilidades

Pero dejad tranquilo al obrero que fumando un pitillo

Ríe con los amigos en aquel bar de la esquina.

Asesinaos si así lo deseáis

Exterminaos vosotros: los teorizantes de ambas cercas

Que jamás asiréis un fusil de bravura

Pero dejad tranquilo a ese hombre tan bueno tan vulgar

Que con su mujer pasea en los económicos atardeceres.

Esperan otra cosa.

Los parieron sus madres para vivir con todos

Y entre todos aspiran a vivir tan sólo esto

Y de ellos ha de crecer

Si surge

Una raza de hombres con puñales de amor inverosímil

Hacia otras aventuras más hermosas.

El presidente permaneció impertérrito, como si ese poema no fuese con él. El tiempo iba a demostrar lo que a gritos denunciaba mi hermano Miguel en el año cincuenta, cuando los rusos y los yanquis se disponían de nuevo —como dice en otro poema— a hacernos la Pascua.

Cuando tomó la palabra el portavoz del PP, señor De Grandes, la tensión había llegado a su punto álgido, o eso pensábamos, porque fue superado con la posterior intervención del señor Aznar, que en una buena prueba de cinismo negó la realidad cuando ésta, tan dura, permanecía al borde de la calle, como sucedió con las grandes manifestaciones en defensa de la paz y en contra de la marrullería de un Gobierno que hacía, en esos momentos, de la mentira su norte.

Y de esa tensión surgió la nueva petición de comparecencia del presidente el 18 de marzo, a cuyo discurso contesté con estas palabras:

—Señora presidenta, señorías, señor presidente. Señor Aznar, después de escucharle sigo teniendo las mismas dudas, las mismas preguntas que tenía cuando hace ya más de un mes vino aquí para explicarnos sus motivos para poner en marcha la guerra.

»La primera pregunta es que no acierto a entender qué hacemos nosotros en la primera línea de este combate, señor presidente. Las demás preguntas son resumen de lo escuchado, leído y visto estos días en las calles, en la radio o en la prensa. ¿Por qué no escucha a los ciudadanos que libre, pacífica, masiva y democráticamente han salido a la calle diciendo no a la guerra?¿Por qué menosprecia a los que queremos la paz y apostamos por el diálogo como manera de solucionar los conflictos?¿Por qué ahora Saddam sí es un tirano a derrocar cuando desde 1996, tras su llegada a la Moncloa, usted intensificó sus relaciones comerciales con ese Gobierno?¿Por qué dijo aquí mismo, señor Aznar, en su discurso de investidura del año 2000, que trabajaría decididamente por hacer realidad una Europa reforzada, cohesionada y abierta, y ese deseo se quebró en las Azores?¿Por qué nos dijo, hace apenas unas semanas, que buscaría el consenso internacional para solucionar esta crisis, cuando hemos visto cómo sólo ha buscado refugio en los brazos de Bush?¿Por qué nos mintió, señor Aznar?¿Por qué hay un criterio distinto de actuaciones, según sea el país que incumpla las resoluciones de la ONU?¿Por qué ha contribuido, junto a Blair y Bush, a dar por finalizado el derecho internacional vigente?¿Por qué no dar más plazo de tiempo al Gobierno de Iraq antes de empezar una guerra en la que habrá miles de víctimas inocentes y millones de refugiados?¿Qué papel va a jugar en este conflicto la base militar de Zaragoza?¿Qué nos espera después de este ataque preventivo?¿Quiénes serán los próximos en recibir un ataque militar? Señor Aznar, en su última comparecencia, usted, indignado, no quiso responder a varios diputados cuando le dijeron que tenía más que decidido su apoyo a la guerra. ¿Qué nos va a decir ahora?

»Quiero acabar con unas palabras que dediqué a la memoria de Víctor Jara, asesinado por una dictadura que supongo usted sabe muy bien cuál fue. Hoy me gustaría que fuesen un homenaje al pueblo iraquí:
"Repito estas palabras / con voz que se me escapa / a sitios donde crecen / el crimen, la amenaza, la fiera soledad / de los que a hierro matan"
.

»Nada más, señora presidenta, señor presidente.

Dice el Diario de Sesiones que hubo aplausos, y ahora, cuando transcribo aquella comparecencia, me quedo alucinado al leer lo que dije. El Beduino siempre fue un inconsciente y aquel texto supongo que elevó las facturas de agravios del PP hacia mi persona. Sé que nunca iba a llegar a nada, pero me quedé tranquilo y ahora, con el desastre de esa guerra, con los miles de muertos, con el éxodo de millones de iraquíes, me alegro de haber sido un transgresor de lo políticamente correcto y haberles hablado a aquellos jefes sobre el crimen que estaban desatando.

¡A la mierda...!

Entre el 5 de febrero de 2003 y el 18 de marzo del mismo año, las tensiones fueron excesivas en el Congreso y en la calle: las manifestaciones eran cada vez más numerosas y acentuaron los nervios y la irritación del Gobierno y sus diputados. Se organizaban recitales en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza y en muchos lugares de España para gritar: «¡No a la guerra!».

En esa situación un día me tocó participar en una interpelación al ministro de Fomento en relación con LOS PLANES DEL GOBIERNO PARA SOLVENTAR, ADECUADAMENTE, LOS PROBLEMAS QUE SE ESTÁN PRODUCIENDO EN EL ÁMBITO DE LAS INFRAESTRUCTURAS PÚBLICAS EN ARAGÓN.

Lo escribo con mayúsculas como lo hace el Diario de Sesiones.

Interpelaciones, con lo pobres que estábamos en cuanto a cupos y turnos, no podíamos rechazar ninguna. Eran tan escasas que el día que te correspondía, la preparabas como si de una tesis doctoral se tratase.

Eran ya las últimas horas de una tarde dura y cruda por los asuntos tratados en el Pleno y las primeras de una noche en la que en el hemiciclo apenas quedaban diputados, si bien algunos, ya en las interpelaciones anteriores, habían demostrado su espíritu «combativo» cuando, bajo la presidencia de Margarita Mariscal de Gante, mucho más relajada que la ex alcaldesa zaragozana, subí a la tribuna y aclaré: «Señor ministro —era Álvarez Cascos—, la presente interpelación fue presentada el pasado 20 de febrero, pero por esas cuestiones de las mayorías y de las minorías no ha entrado dentro del cupo correspondiente hasta la fecha de hoy en el Pleno».

Aclarado este punto, que desconocía y que conocí gracias a la intervención de la letrada Mercedes Araujo, que nos sacaba del hondón de la burocracia con una sencillez que yo admiraba, solté un discurso de esos «patrióticos reivindicativos» que el Beduino llevaba mascullando desde hacía años en contra de las persuasivas divagaciones del señor secretario de Estado, don Benigno Blanco, que, con un cinismo perfecto, auguraba la desaparición de trenes convencionales y el beneficio con la puesta en funcionamiento del AVE, para desesperación de los clientes de las estaciones intermedias, que no aparecían en los grandes planes del Gobierno de Aznar.

Mi intención, frente a la actitud siempre brusca del señor ministro —en otra ocasión llegó a llamarme «cigarra», por lo de cantor, y a ponerse él de hormiguita laboriosa—, era la de conocer los planes que tenía el Gobierno en relación con mi pequeño país.

Como de costumbre, el señor ministro salió por peteneras y comenzó un ataque a los gobiernos socialistas del señor González, acusándolos de todos los males existentes hasta la llegada al Gobierno del Partido Popular. Con una oratoria exaltada se pavoneó de los beneficios que recibirían los lugares por donde no iba a pasar el AVE.

Cuando le pregunté por los trenes de cercanías me aseguró que eso ya no se llevaba. «Ya no existen», dijo.

—¿Y los rótulos de «cercanías» en Chamartín?

—Eso es que todavía no han retirado los carteles.

En esta polémica andábamos. También me dio fechas para la inauguración de la autovía Zaragoza-Teruel, cuando desde las bancadas de los populares empezó a crecer un murmullo, llamémoslo rumor tal y como dice el Diario de Sesiones, que aumentó cuando le respondí al ministro y le aseguré que la autovía no la iban a inaugurar en 2004.

Cuando le confirmé que iba mucho a Teruel, desde esas bancadas, en las que permanecían escasos diputados, de esos que podríamos llamar los hooligans, cuyo único objetivo es desconcertar a quien está en la tribuna, aumentaron los rumores.

Cuando afirmé y reafirmé que iba a Teruel, los de la «movida» comenzaron a removerse y a intentar desconcertarme recordándome, cada vez de una manera más ofensiva, mi trabajo televisivo en la serie de
Un país en la mochila
, y alguno hasta me dijo: «Canta, cantautor de las narices».

Y ahí salté. No pude más. La tensión acumulada esos días con la violencia contra Iraq y las largas sesiones de enfrentamientos dialécticos con un muro de duro cemento humano me lanzaron a la dialéctica de la descalificación por encima de todo.

Transcribo lo que consta en el Diario de Sesiones, aunque, como más de una vez dije, harían falta micrófonos de ambiente para que los radioescuchas y los televidentes oyesen expresiones que conducen a actitudes que, sin ser oídas las razones, hacen pensar que uno está loco, es un mal hablado o, por no saber qué añadir, sale por los cerros de Úbeda.

Dije:

—¿No puede uno hablar aquí o qué? Coño, a ver si no puede uno hablar aquí. A la mierda, joder. —Rumores—. Estoy hablando con el ministro y no con ustedes. —

Continúan los rumores—. Ustedes están habituados a hablar siempre porque aquí han controlado el poder toda la vida y ahora les fastidia que vengamos aquí a poder hablar las gentes que hemos estado torturados por la dictadura. Eso es lo que les jode a ustedes, coño, y es verdad, joder. A la mierda.

Reconozco que no fue una pieza de oratoria perfecta, pero gran parte del país, que estaba ya harta de los desaires de los populares, del despotismo desilustrado de muchos de sus ministros y de la brutal desfachatez de Aznar, tomaron este polémico «discurso» como un «a la mierda» de ese nefasto personaje que, durante ocho años, gobernó este país con el cinismo de pactar con vascos y catalanes, arrumbarlos en las cunetas, casar a su niña en El Escorial como si fuese una princesita y crear un enfrentamiento entre comunidades por valoraciones económicas distintas.

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