Kurik lo miró de hito en hito.
—Perdona.
Sparhawk prendió la vaina al macizo tachón de acero de la correa y la movió hasta colocarla en su flanco izquierdo. Kurik ató la extensa capa negra a las placas de los hombros de la armadura y, tras concluir su tarea, retrocedió para mirar a Sparhawk de pies a cabeza y evaluar su apariencia.
—No está mal —aseveró—. Os llevaré el escudo. Será mejor que os apresuréis. En palacio se levantan temprano; así disponen de más tiempo para intrigar.
Salieron de la habitación y bajaron las escaleras. La lluvia casi había cesado, quedaban tan sólo algunas gotas intermitentes que, azotadas por las rachas de viento, caían al sesgo sobre las losas del patio de la posada. No obstante, el cielo del amanecer permanecía cubierto de jirones de nubes, pese a que una amplia franja de amarillo pálido se abría paso por el este.
El portero sacó a
Faran
del establo, y él y Kurik ayudaron a montar a Sparhawk.
—Tened cuidado cuando lleguéis al palacio, mi señor —le advirtió el escudero con el tono formal que utilizaba cuando no se hallaban solos—. Los guardas habituales probablemente son neutrales, pero Annias cuenta con una tropa de soldados eclesiásticos en su interior. Cualquiera que lleve una librea roja es vuestro enemigo en potencia.
Sparhawk ciñó el escudo.
—¿Vas a ir al castillo a ver a Vanion? —preguntó al escudero.
—Tan pronto como abran las puertas del lado este de la ciudad —afirmó éste.
—Seguramente me dirigiré hacia allí cuando termine mi visita a palacio, pero tú debes regresar aquí y esperarme. —Esbozó una sonrisa—. Tal vez tengamos que abandonar la ciudad a toda prisa.
—No seáis vos quien fuerce tal desenlace, mi señor.
—Todo en orden, caballero —dijo Sparhawk al portero, al tiempo que tomaba las riendas de sus manos—. Abrid la puerta e iré a presentar mis respetos al bastardo Lycheas.
El portero soltó una carcajada mientras empujaba los batientes.
Faran
emprendió un trote altivo; levantaba exageradamente los cascos para descargarlos luego y producir un estruendoso repiqueteo sobre los mojados adoquines. El enorme caballo poseía un peculiar olfato para percibir las ocasiones de lucimiento, y siempre se pavoneaba de manera escandalosa cuando Sparhawk montaba a sus espaldas aderezado con la armadura al completo.
—¿No estamos los dos ya un poco viejos para exhibiciones? —preguntó Sparhawk secamente.
Faran
ignoró sus palabras y prosiguió su elaborada marcha.
Había poca gente en las calles de Cimmura a esa hora, en su mayor parte despeinados artesanos y soñolientos tenderos. El pavimento se hallaba mojado y las ráfagas de viento impulsaban los carteles de madera, que se bamboleaban entre crujidos. La mayoría de las ventanas tenían los postigos cerrados, si bien, de tanto en tanto, un dorado resplandor de bujía señalaba la morada de ocasionales madrugadores.
Sparhawk advirtió que la armadura había comenzado a exhalar aquel familiar perfume que derivaba de la mezcla de acero, aceite y arnés de cuero impregnados de su propio sudor durante años. Casi había olvidado aquel olor en las calles requemadas por el sol y las tiendas inundadas de especias fragantes de Jiroch; aún más poderosamente que la visión de los familiares parajes de Cimmura, aquella sensación lo convencía de que se hallaba realmente en casa.
De vez en cuando salía algún perro a la calzada para ladrar a su paso, pero
Faran
lo ignoraba desdeñosamente mientras trotaba sobre los adoquines.
El palacio estaba emplazado en el centro de la ciudad. Era un edificio majestuoso, de talla muy superior a la de los que lo rodeaban, con altas y puntiagudas torres rematadas por ondeantes pendones de brillante colorido. Hacía tiempo, uno de los reyes de Elenia había ordenado revestir las paredes exteriores de piedra caliza blanca; sin embargo, a causa del clima y del persistente humo que recubría la ciudad en determinadas épocas del año, ésta había adquirido un sucio color gris veteado.
Las amplias puertas del palacio se hallaban patrulladas por media docena de soldados vestidos con la librea azul oscuro que los identificaba como miembros de la guarnición regular.
—¡Alto! —gritó uno de ellos al acercarse Sparhawk.
A continuación, avanzó hacia el centro de la entrada con la pica levemente izada. Sparhawk pareció no haber acusado su orden y
Faran
se aproximó al hombre.
—¡Os he ordenado que os detengáis, caballero! —insistió el guarda.
Entonces uno de sus compañeros se adelantó y, tras tomarlo del brazo, lo apartó a un lado.
—¡Es el paladín de la reina! —exclamó el segundo guarda—. No debes cortarle nunca el paso.
Sparhawk llegó al patio central y desmontó con movimientos algo torpes debido al peso de la armadura y al estorbo del escudo. Un centinela se acercó con la pica en alto.
—Buenos días, compadre —saludó Sparhawk con parsimonia.
El guarda titubeó.
—Vigilad mi caballo —le indicó el caballero—. No creo que me demore en exceso.
Después le entregó las riendas de
Faran
y comenzó a ascender la ancha escalinata en dirección a la pesada puerta doble que daba acceso al palacio.
—Caballero —lo llamó el guarda.
Sparhawk se limitó a continuar su subida sin volver la espalda. En el rellano superior había dos guardas también ataviados con librea azul, a su juicio, de edad avanzada, a los cuales creyó reconocer. Uno de ellos abrió los ojos de par en par y su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Sed bienvenido, sir Sparhawk —saludó, mientras abría la puerta al caballero de negra armadura.
Sparhawk le respondió con un guiño y entró; las mallas que cubrían sus pies y las espuelas repiquetearon sobre las pulidas losas. Tras haber franqueado la entrada, encontró a un funcionario de palacio de cabellos rizados y engomados vestido con un jubón de color castaño.
—Deseo hablar con Lycheas —anunció Sparhawk con voz neutra—. Llevadme hasta él.
—Pero… —La faz del hombre había palidecido ligeramente, sin embargo, se sobrepuso y, paulatinamente, adoptó una expresión arrogante—. ¿Cómo habéis…?
—¿No me habéis oído, compadre? —inquirió Sparhawk.
Su interlocutor se echó hacia atrás.
—A… al momento, sir Sparhawk —tartamudeó.
Enseguida se giró y empezó a abrirse camino por el amplio corredor central. Le temblaban ostensiblemente los hombros. Sparhawk advirtió que no lo conducía a la sala del trono, sino a la cámara del consejo, donde el rey Aldreas se reunía habitualmente con sus consejeros. Los labios del fornido caballero esbozaron una sonrisa al abrazar la conjetura de que la presencia de la joven reina sentada en el trono bajo una bóveda de cristal debía de tener un efecto descorazonador sobre las pretensiones que albergaba su primo de usurparle la corona.
Al llegar a la puerta de la cámara la hallaron guardada por dos hombres ataviados con la librea roja de la Iglesia, dos soldados del primado Annias. Ambos cruzaron automáticamente las picas para impedirles la entrada a la estancia.
—El paladín de la reina viene a ver al príncipe regente —les informó el funcionario con voz inquieta.
—No nos han dado orden de admitir al paladín de la reina —declaró uno de ellos.
—Ahora la tendréis —aseveró Sparhawk—. Abrid la puerta.
El funcionario de jubón castaño hizo amago de escabullirse, pero Sparhawk lo agarró del brazo.
—No he prescindido de vuestros servicios todavía, compadre —le advirtió.
Entonces dirigió la vista a los centinelas.
—Abrid la puerta —repitió.
La decisión quedó en suspenso durante un largo momento, mientras los guardas observaban a Sparhawk y luego se intercambiaban tensas miradas. Después, uno de ellos tragó saliva y, tras bajar la pica, alargó torpemente la mano hacia la manecilla.
—Deberéis anunciarme —indicó Sparhawk al hombre cuyo brazo mantenía aún firmemente sujeto bajo el guantelete de su mano—. No es nuestro deseo provocar sorpresa en los presentes, ¿no es así?
El gomoso personaje tenía la mirada extraviada. Dio un paso adelante, hacia la puerta abierta, al tiempo que se aclaraba la garganta.
—El paladín de la reina —dijo, engarzando bruscamente las palabras—. El caballero pandion, sir Sparhawk.
—Gracias, compadre —asintió Sparhawk—. Ahora podéis iros.
El funcionario se retiró.
La cámara del consejo poseía grandes dimensiones y estaba tapizada de telas de tonalidad azul. Anchos candelabros que flanqueaban las paredes sumaban su luz a las velas dispuestas sobre la larga mesa de madera pulida que ocupaba el centro de la estancia. Alrededor de ésta se encontraban sentados tres personajes con sendos documentos delante, y un cuarto se había incorporado de la silla.
El hombre que se hallaba de pie era el primado Annias. El eclesiástico había adelgazado a lo largo de los diez años transcurridos desde la última vez que lo viera Sparhawk, y su demacrado rostro presentaba una tez grisácea. Los cabellos, atados a la nuca, mostraban una abundante profusión de hebras plateadas. Llevaba una larga casaca negra sobre la que destacaba el colgante que pendía de una gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello, y que revelaba su cargo de primado de Cimmura. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, delataban el asombro y la prevención que había provocado en él la entrada de Sparhawk.
El conde de Lenda, un anciano de unos setenta años, de pelo blanco, iba ataviado con un jergón de color gris pálido y sonreía abiertamente con sus chispeantes ojos azules, que resaltaban en su arrugada faz. El barón Harparín, un reconocido pederasta, estaba sentado con la estupefacción pintada en la cara; su atuendo era un auténtico derroche de colores irreconciliables. A su lado había un obeso individuo vestido de rojo, al cual Sparhawk no pudo reconocer.
—¡Sparhawk! —exclamó con sequedad Annias tras reponerse de la sorpresa—. ¿Qué hacéis aquí?
—Tengo entendido que me buscabais, Su Ilustrísima —repuso Sparhawk—. Pensé que así os ahorraría toda molestia.
—Habéis quebrantado vuestro exilio —lo acusó Annias con enfado.
—Ése es uno de los asuntos que debemos tratar. Me han dicho que Lycheas, el bastardo, ejerce como príncipe regente hasta que la reina recobre la salud. ¿Por qué no le mandáis aviso de que venga y así evitaremos repetir las mismas cosas dos veces?
Annias abrió los ojos, sobrecogido por el ultraje.
—Eso es lo que es Lycheas, ¿no es cierto? —apostilló Sparhawk—. Sus orígenes distan mucho de ser un secreto, por lo cual no es necesario andarse con remilgos. Si no recuerdo mal, la cuerda de la campanilla se encuentra por ahí. Dadle un tirón, reverendo Annias, y enviad a alguno de vuestros aduladores a buscar al príncipe regente.
El conde de Lenda reía entre dientes y Annias descargó sobre él una furiosa mirada mientras se dirigía a los cabos que colgaban de la pared opuesta. Su mano dudó entre ambos.
—No os vayáis a equivocar, Su Ilustrísima —le advirtió Sparhawk—. Podrían producirse diversos y terribles acontecimientos si apareciera una docena de soldados en lugar de un sirviente.
—Adelante, Annias —urgió el conde de Lenda—. Mi vida ya se aproxima a su fin y no me importaría irme al más allá con el regusto de algo excitante.
El primado apretó las mandíbulas y tiró de la cuerda azul en lugar de la roja. Instantes después se abrió la puerta y entró un joven vestido con librea.
—¿Desea algo Su Ilustrísima? —preguntó, al tiempo que se inclinaba ante Annias.
—Comunicad al príncipe regente que requerimos su presencia aquí de inmediato.
—Pero…
—¡De inmediato!
—Sí, Su Ilustrísima —musitó el sirviente mientras se alejaba.
—¿Veis lo sencillo que ha sido? —dijo Sparhawk a Annias.
A continuación se acercó al conde de Lenda y, tras retirar su guantelete, tomó la mano del anciano.
—Tenéis buen aspecto, mi señor —saludó.
—¿Queréis decir que todavía vivo? —bromeó el conde—. ¿Cómo estaban las cosas por Rendor, Sparhawk?
—Calientes, secas y muy polvorientas.
—Siempre lo han sido, muchacho. Siempre.
—¿Vais a contestar a mi pregunta? —inquirió Annias.
—Por honor, Su Ilustrísima —respondió devotamente Sparhawk levantando un brazo—, no hasta que llegue el príncipe regente. Debemos tener presentes las buenas maneras, ¿no lo creéis así? —Arqueó las cejas—. Decidme —agregó, casi como si se tratara de una ocurrencia tardía—, ¿cómo está su madre?; de salud, me refiero. No pretendo que un religioso dé fe de los talentos carnales de la princesa Arissa, pese a que prácticamente la totalidad de los habitantes de Cimmura podría testimoniar acerca de ellos.
—Vais demasiado lejos, Sparhawk.
—¿Queréis dar a entender que lo desconocíais? Por el amor de Dios, amigo, deberíais tratar de manteneros al corriente de los acontecimientos.
—¡Qué rudeza! —exclamó el barón Harparín, dirigiéndose al individuo ataviado de rojo.
—No es el tipo de encanto que os seduciría a vos, Harparín —comentó Sparhawk—. Según me han comentado, vuestras inclinaciones son de otro tipo.
Se abrió la puerta y entró en la habitación un joven de cabello rubio terroso, labios fláccidos y tez plagada de espinillas. Llevaba una toga adornada con piel de armiño y una pequeña corona de oro.
—¿Queríais verme, Annias?
Su voz poseía un carácter nasal, casi gimoteante.
—Un asunto de Estado, alteza —repuso Annias—. Necesitamos que emitáis vuestro juicio sobre un caso que merece el cargo de alta traición.
La reacción del muchacho consistió en un estúpido parpadeo.
—Éste es sir Sparhawk, que ha violado deliberadamente las órdenes de vuestro tío, el rey Aldreas. Este caballero fue exiliado a Rendor, y allí debía permanecer hasta que no fuera llamado mediante decreto real. Su propia presencia en Cimmura lo declara culpable.
Lycheas retrocedió visiblemente ante el caballero de fría expresión y negra armadura, con los ojos dilatados y la boca abierta de par en par.
—¿Sparhawk? —preguntó acobardado.
—El mismo —confirmó el caballero—. Sin embargo, me temo que el buen primado ha exagerado ligeramente. Cuando asumí mi condición de paladín hereditario de la corona, formulé un juramento que me obligaba a defender al rey, o a la reina, en cualquier momento en que su vida peligrara. Dicho juramento tiene prioridad sobre cualquier mandato, regio o no, y la situación de la reina claramente entraña peligro.