El cortesano retrocedió nerviosamente, mientras miraba de reojo a los soldados que se desplazaban a lo largo de los puestos para comprobar si los toldos estaban completamente cerrados.
—Insisto en conocer el motivo de vuestro regreso —continuó con un tono pretendidamente autoritario.
—¿Insistir? ¿Vos? —La voz de Sparhawk estaba cargada de desprecio.
El otro hombre volvió a observar rápidamente a los soldados en busca de un posible apoyo y después se irguió con aire fanfarrón.
—Voy a hacerme cargo de vuestra persona, Sparhawk. Exijo que me deis una explicación sobre vuestra presente situación —espetó, agarrando a Sparhawk del brazo.
—No me toquéis —masculló Sparhawk y se deslizó de aquel contacto con un manotazo.
—¡Me habéis golpeado! —jadeó el cortesano, al tiempo que se tomaba la mano con una mueca de dolor.
Sparhawk agarró al hombre por los hombros y lo acercó violentamente hacia sí.
—Si osáis ponerme nuevamente las manos encima, os sacaré las entrañas. Y ahora, apartaos de mi camino.
—Llamaré a la guardia —advirtió el petimetre.
—¿Y cuántos minutos de vida creéis que os quedarán después de hacerlo?
—No podéis amenazarme. Tengo amigos influyentes.
—Pero ellos se encuentran ausentes, ¿no es cierto? Sin embargo, yo estoy aquí —aseveró Sparhawk, y lo empujó asqueado a un lado antes de alejarse caminando.
—Los pandion ya no podéis mantener vuestros despóticos modales. ¡Ahora existen leyes en Elenia! —chilló tras él el patético personaje—. Voy a informar de inmediato al barón Harparín. Le comunicaré que habéis regresado a Cimmura y le contaré que me habéis golpeado y amenazado.
—Bien —replicó Sparhawk sin volverse—. Hacedlo así.
Continuó su marcha mientras sentía cómo la irritación y la frustración crecían en su interior; incluso necesitó apretar con fuerza los dientes para lograr controlarse. Entonces tuvo una idea. Era algo mezquino e infantil, pero que de algún modo le parecía apropiado. Se detuvo y enderezó la espalda, murmuró con voz queda unas palabras en estirio y sus dedos trazaron unas intrincadas formas en el aire. Titubeó unos segundos para tratar de recordar la traducción de carbunclo. Finalmente se decidió por forúnculo y completó el encantamiento. Se giró suavemente, miró al fastidioso importuno y liberó el conjuro. Después continuó a través de la plaza sonriendo levemente para sus adentros. Sin duda era un comportamiento un tanto ruin, pero Sparhawk a veces tenía reacciones de este tipo.
Entregó una moneda al tendero para pagarle la vigilancia de
Faran
y, tras saltar sobre su lomo, cabalgó por la explanada del mercado bajo la brumosa llovizna. Su apariencia era simplemente la de un hombre de elevada estatura envuelto en una tosca capa de lana que conducía un caballo ruano de mala catadura.
Una vez fuera del recinto, halló las calles nuevamente oscuras y vacías; únicamente en los cruces presentaban goteantes antorchas que crepitaban bajo la lluvia y despedían un mortecino resplandor anaranjado. Los cascos de
Faran
resonaban en la desierta callejuela. Sparhawk se agitó levemente sobre su montura. Experimentaba una sutil sensación, una especie de cosquilleo en la piel de los hombros y en la nuca; no obstante, reconoció aquella sensación de inmediato: alguien lo espiaba, y su vigilancia tenía un carácter hostil. Sparhawk volvió a agitarse, mas intentó conferir a su movimiento la apariencia del mero acomodamiento del viajero cansado tras largas horas de cabalgata. Sin embargo, su mano derecha, oculta bajo la capa, aferró la empuñadura de su espada. La opresiva percepción de algo malevolente se incrementaba, hasta que, más allá de la vacilante antorcha del siguiente cruce, en las sombras, vio una silueta cubierta con un atavío gris con capucha que se adaptaba tan bien a la oscuridad y a la lluvia reinantes que metamorfoseaba casi completamente al espía.
El ruano tensó su musculatura y enderezó las orejas.
—Ya lo he visto —dijo Sparhawk a modo de respuesta.
Continuaron por el empedrado del suelo y atravesaron la mancha de tenue resplandor que indicaba la proximidad de otra calleja. Tras este lapso, los ojos de Sparhawk volvieron a adaptarse a la oscuridad, pero el encapuchado se había esfumado, aunque no sabía si por alguna arteria aledaña o por una de las puertas que bordeaban la angosta vía. El presentimiento de ser observado había desaparecido y la calle había dejado de representar un paraje peligroso.
Faran
prosiguió el martilleo de las herraduras sobre los húmedos adoquines.
La posada adonde se dirigía Sparhawk se hallaba en un discreto callejón. La parte delantera de su patio central estaba protegida por un portón de sólidos tablones de roble. Sus recios muros se elevaban singularmente y una desamparada linterna aportaba una débil iluminación al desvencijado letrero de madera que se balanceaba al compás de la húmeda brisa nocturna. Sparhawk acercó a
Faran
a la puerta y, después de inclinarse hacia atrás, golpeó decididamente con el pie las ennegrecidas planchas, mas puso un cuidado especial en mantener un peculiar ritmo al percutir repetidamente sobre ellas.
Aguardó.
Al poco la puerta se abrió con un crujido y apareció la borrosa figura de un portero ataviado de negro. Éste asintió brevemente con la cabeza para luego dejar el paso libre a Sparhawk. El fornido caballero se adentró en el patio azotado por el temporal y desmontó lentamente. Una vez cerrada y atrancada la puerta, el hombre que había abierto la puerta bajó su capucha y quedó al descubierto un yelmo de acero. A continuación, giró sobre sí mismo e hizo una reverencia.
—Mi señor —saludó respetuosamente a Sparhawk.
—La noche es ya muy cerrada para intercambiar formalidades, caballero —respondió Sparhawk, pero se inclinó brevemente a su vez.
—La formalidad es el origen de toda gentileza, sir Sparhawk —replicó irónicamente el portero—. Intento practicarla siempre que se me presenta la ocasión.
—Como os plazca —se encogió de hombros Sparhawk—. ¿Querréis ocuparos de mi caballo?
—Desde luego. Vuestro escudero, Kurik, se encuentra aquí.
Sparhawk hizo un gesto afirmativo al tiempo que desataba las dos pesadas bolsas de cuero que colgaban de la falda de su silla.
—Las subiré yo, mi señor —se ofreció el portero.
—No es necesario. ¿Dónde está Kurik?
—La primera puerta al final de las escaleras. ¿Deseáis cenar?
—Solamente un baño y un lecho cálido —repuso Sparhawk.
Después se volvió hacia el caballo, que dormitaba de pie con una de las patas traseras ligeramente levantada, de modo que el casco reposaba sobre la punta.
—Despierta,
Faran
—dijo al animal.
Éste abrió los ojos para dirigirle una hostil mirada.
—Ve con este caballero —le ordenó con firmeza Sparhawk—. No intentes morderlo, darle patadas ni aplastarlo contra el pesebre con la grupa, y tampoco se te ocurra pisarlo.
El enorme ruano agachó brevemente las orejas y soltó un suspiro.
Sparhawk prorrumpió en carcajadas.
—Dadle unas cuantas zanahorias —aconsejó al hombre.
—¿Cómo podéis tolerar a este bruto de humor destemplado, sir Sparhawk?
—Somos tal para cual —contestó Sparhawk—. Ha sido una agradable cabalgata,
Faran
—agregó en dirección al caballo—. Gracias, y que duermas bien.
Faran
le dio la espalda.
—Mantened los ojos abiertos, caballero —advirtió Sparhawk al portero—. Alguien me espiaba cuando me encaminaba hacia aquí y tuve la impresión de que no lo hacía por mera curiosidad.
—Haré lo posible, mi señor —aseguró el caballero, con el rostro ensombrecido.
—Bien.
Sparhawk se volvió y cruzó las brillantes y mojadas losas del patio para subir las escaleras que conducían a la galería cubierta del segundo piso de la posada.
Aquel establecimiento constituía un secreto celosamente guardado, hasta el punto de que muy pocos lo conocían en Cimmura. Aunque ostensiblemente similar a las demás hosterías, aquel edificio estaba regentado por los caballeros pandion, sus propietarios. Éstos lo utilizaban para proporcionar un refugio seguro a cualquiera de los miembros de la orden que, por algún motivo, fueran reacios a hacer uso de las instalaciones de su castillo, emplazado en las afueras de la ciudad.
Arriba, Sparhawk se detuvo y llamó con los nudillos a la primera puerta, la cual se abrió tras unos segundos. El hombre que se hallaba en su interior era corpulento y tenía el cabello gris y una barba toscamente recortada. Su chaleco, calzas y botas eran de cuero negro. De su cintura pendía una pesada daga, sus muñecas estaban rodeadas de un puño de acero y sus musculosos brazos y hombros quedaban al descubierto. Su aspecto no resultaba agradable, y sus ojos poseían la dureza del ágata.
—Llegáis tarde —dijo simplemente.
—Algunas interrupciones por el camino —replicó lacónicamente Sparhawk mientras penetraba en la caldeada cámara alumbrada con velas.
El hombre cerró la puerta y corrió estrepitosamente el cerrojo. Sparhawk lo observó de cerca.
—Confío en que estos años no hayan sido malos para ti, Kurik —le dijo al compañero a quien no veía desde hacía una década.
—Pasables. Quitaos esa capa mojada.
Sparhawk dibujó una mueca, descargó las alforjas y deshizo el nudo de la empapada prenda.
—¿Cómo están Aslade y los muchachos?
—Crecen —gruñó Kurik al tiempo que tomaba la capa—. Mis hijos están cada vez más altos, y mi mujer, más gorda. Le sienta bien la vida de campesina.
—Te gustan las mujeres rellenitas, Kurik —recordó Sparhawk a su escudero—. Por eso te casaste con ella.
Éste gruñó nuevamente y observó con aire severo la delgada silueta de su señor.
—No os habéis preocupado de comer, Sparhawk —le acusó.
—No me sirves de madre, Kurik.
Sparhawk se dejó caer sobre una pesada silla de roble. Después escudriñó a su alrededor. La estancia tenía el suelo y las paredes de piedra. El techo era bajo y estaba sostenido por recias vigas negras de madera. Uno de los ángulos lo ocupaba una chimenea arqueada en la que crepitaba un fuego, llenando la pieza de luces y sombras danzantes. Sobre la mesa ardían dos velas y, además, dos estrechos camastros se adosaban a la pared. Sin embargo, el primer blanco de la mirada de Sparhawk fue la percha metálica situada junto a la ventana, de la cual pendía una armadura completa, esmaltada, de resplandeciente color negro. Apoyado en uno de sus lados, se hallaba un amplio escudo negro con el emblema de su familia labrado en plata sobre su superficie: un halcón con alas llameantes y una lanza en las garras. Junto al escudo descansaba una gran espada de ancha hoja con empuñadura de plata.
—Olvidasteis engrasarla antes de iros —se quejó Kurik—. Tardé una semana en quitarle la herrumbre. Dadme un pie. —Se inclinó para quitar a Sparhawk sus botas de montar—. ¿Por qué tenéis que andar siempre por el barro? —rezongó mientras sacudía las botas junto al fuego—. Os he preparado el baño en la habitación de al lado —informó—. Desnudaos. Quiero ver esas heridas.
Sparhawk suspiró con cansancio y se levantó. Se desvistió con la paradójicamente suave ayuda de su brusco escudero.
—Estáis empapado de pies a cabeza —señaló Kurik, pasando su callosa y áspera mano sobre la húmeda espalda de su señor.
—La lluvia a veces produce tales consecuencias.
—¿Hicisteis que os visitara algún cirujano? —preguntó el ayudante, al tiempo que rozaba levemente las amplias cicatrices púrpura que surcaban los hombros y el costado izquierdo de Sparhawk.
—Las examinó un médico. No existía ningún cirujano a mano, así que dejé que sanaran por sí solas.
—Se nota —apuntó Kurik con un gesto afirmativo—. Id a meteros en la bañera. Os iré a buscar algo de comer.
—No tengo hambre.
—Eso es inadmisible. Parecéis un verdadero esqueleto. Ahora que habéis regresado, no permitiré que vayáis por el mundo de esa manera.
—¿Por qué me riñes, Kurik?
—Porque estoy enfadado. Me disteis un susto de muerte. Habéis estado ausente durante diez años y apenas he tenido noticias de vos. Además, las pocas que recibí eran malas. —La mirada del rudo sirviente se suavizó por un momento, y luego Kurik le propinó un tosco apretón en el hombro, con el que, sin duda, hubiera derribado a un hombre de más liviana condición—. Bienvenido a casa, mi señor —agregó con voz entrecortada.
Sparhawk abrazó rudamente a su amigo.
—Gracias, Kurik —dijo con voz igualmente trémula—. Me alegro de volver a estar aquí.
—Bien —zanjó Kurik, con el rostro nuevamente impertérrito—. Ahora id a bañaros. Apestáis.
A continuación giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Sparhawk se dirigió sonriendo a la habitación de al lado. Había representado el papel de otro hombre, de un hombre llamado Mahkra, durante tanto tiempo, que poseía la certeza de que ningún baño lograría borrar de su cuerpo aquella doble identidad. Sin embargo, constituía un placer relajarse y dejar que el agua tibia y el tosco jabón desprendieran de su piel el polvo de aquella seca tierra arrasada por el sol. Sumido en una especie de sopor, mientras lavaba sus delgados miembros plagados de cicatrices, rememoró los últimos años, bajo el nombre de Mahkra, en la ciudad de Jiroch, en Rendor. Recordó la pequeña y fresca tienda donde, como un plebeyo más, Mahkra había vendido aguamaniles de cobre amarillo, dulces de caramelo y perfumes exóticos, a salvo del sol que reflejaba su brillo cegador en las blancas paredes de la calle. Evocó los ratos de incesante charla en la diminuta bodega de la esquina, donde Mahkra había bebido por horas el agrio y resinoso vino de Rendor al tiempo que sondeaba delicada y sutilmente a los clientes en busca de la información que luego transmitiría a su amigo y compañero pandion, sir Voren. Eran noticias relacionadas con el reavivamiento de la fe eshandista en Rendor, los secretos arsenales de armas ocultos en el desierto y las actividades de los agentes del emperador Otha de Zemoch. Trajo también a la memoria las dulces y oscuras noches pobladas por el persistente aroma de las lilas, la malhumorada amante de Mahkra y el despertar de los días, cuando, tras levantarse, observaba a través de la ventana a las mujeres que iban a los pozos bajo la luz acerada del sol del alba. Lanzó un suspiro.
—¿Y quién eres ahora, Sparhawk? —susurró para sí—. Con toda seguridad, ya no eres un comerciante de cobre, dátiles azucarados y perfumes; pero ¿vuelves a ser un caballero pandion? ¿Un mago? ¿El paladín de la reina? Tal vez no. Quizá tan sólo un hombre apaleado y cansado con unos cuantos años de más y cicatrices que recuerdan las múltiples escaramuzas.