—Decidme, ¿cuántos años tenéis, Sephrenia? —inquirió Sparhawk con una mueca.
—¿Por qué motivo especial los pandion siempre hacéis la misma pregunta? —replicó ella mientras lo miraba con resignación—. Sabéis que no voy a responderos. ¿Podéis aceptar simplemente el hecho de que os aventajo en edad sin indagar más allá?
—También sois mayor que yo —agregó Vanion—. Cuando tenía la edad de los muchachos que vigilan mi puerta, fui vuestro discípulo.
—¿Y realmente tengo aspecto de ser tan enormemente vieja?
—Mi querida Sephrenia, sois tan joven como la primavera y tan sabia como el invierno. Por otra parte, sabéis que nos habéis abocado a la ruina a todos, ya que, después de conoceros a vos, la más bella de las doncellas no logra seducirnos.
—¿No es encantador? —preguntó sonriente a Sparhawk—. Ciertamente no existe otro hombre que utilice unas palabras tan zalameras.
—Probad a poneros ante él cuando hayáis fallado un tiro con la lanza —replicó agriamente Sparhawk.
Después agitó los hombros; su gesto acusaba el peso de la armadura.
—¿Qué más podéis contarme? He permanecido fuera mucho tiempo y ansío conocer las novedades.
—Otha empieza a movilizarse —le informó Vanion—. Las noticias llegadas de Zemoch indican que quiere avanzar por el este hacia Daresia y el imperio Tamul, pero mantengo serias dudas al respecto.
—Yo puedo explicaros muchas cosas más —añadió Sephrenia—. Los reinos occidentales se han visto atestados de repente por un gran número de vagabundos estirios que acampan por los caminos y pregonan sus toscas mercancías, pero las agrupaciones estirias locales no los reconocen como miembros integrantes. Con algún oscuro objetivo, el emperador Otha y su cruel amo nos han inundado de espías. Azash ha impulsado a los zemoquianos a atacar las tierras de Occidente en anteriores ocasiones. Debe de haber algo oculto que anhela desesperadamente, por lo que va a buscarlo a Daresia.
—Los zemoquianos se han alzado con anterioridad —restó importancia Sparhawk— y nunca llegaron a conquistar nada.
—Me parece que éste representa un intento más serio —mostró su desacuerdo Vanion—. En otras ocasiones, cuando reunía sus fuerzas, siempre lo hacía en la frontera; tan pronto como las cuatro órdenes militares se desplazaban a Lamorkand para enfrentarse a él, desarticulaba sus ejércitos. Sólo trataba de ponernos a prueba. Sin embargo, esta vez ha agrupado a sus tropas en las montañas, como si deseara mantener en secreto sus maniobras.
—Dejemos que se acerque —declaró en un tono desafiante Sparhawk—. Detuvimos su avance hace cinco siglos y volveremos a hacerlo cuando llegue el momento.
Vanion sacudió la cabeza.
—No queremos que se repita lo acontecido tras la batalla del lago Randera. Las consecuencias fueron cien años de hambre, pestes y un total desmembramiento social. No, amigo mío, no deseamos que eso suceda.
—Si podemos evitarlo —puntualizó Sephrenia—. Soy estiria y conozco incluso mejor que vosotros, los elenios, la profunda maldad que desencadena el dios mayor Azash. Si vuelve a atacar los reinos de Occidente, debemos frenarlo a cualquier precio.
—Ése es uno de los cometidos esenciales de los caballeros de la Iglesia —comentó Vanion—. Por el momento, únicamente podemos vigilar los pasos de Otha.
—Acabo de recordar algo —indicó Sparhawk—. Al entrar ayer por la noche en la ciudad, vi a Krager.
—¿Aquí, en Cimmura? —preguntó Vanion con sorpresa—. ¿Creéis que podría acompañar a Martel?
—Probablemente no. Krager habitualmente actúa como recadero de Martel. Adus es quien no puede permanecer alejado de su amo. —Entrecerró los ojos antes de proseguir—. ¿Qué noticias llegaron a vuestros oídos sobre el incidente de Cippria? —preguntó.
—Supimos que os enfrentasteis con Martel —repuso Vanion—, y prácticamente nada más.
—Os relataré otros detalles interesantes —explicó Sparhawk—. Cuando Aldreas me envió a Cippria, tenía órdenes de presentarme ante el cónsul de Elenia, un diplomático que, por azar, es el primo de Annias. Me mandó visitarlo una noche, a altas horas. Al dirigirme hacia el lugar indicado, Martel, Adus y Krager, junto con un buen número de asesinos a sueldo, me acorralaron en un callejón. A menos que alguien les hubiera informado, no podían conocer mi itinerario. Si añadimos el hecho de que Krager ha regresado a Cimmura, donde pesa sobre él una condena de muerte, podríamos sacar algunas conclusiones sugerentes.
—¿Creéis que Martel trabaja para Annias?
—Es harto probable, ¿no os parece? El primado desaprobó que mi padre obligara a Aldreas a abandonar la idea de casarse con su hermana, y posiblemente pensó que podía actuar con mayor impunidad aquí, en Elenia, si la familia Sparhawk se extinguía en un oscuro callejón de Cippria. Por supuesto, Martel cuenta con motivos propios para detestarme. Creo que cometisteis un error, Vanion; hubiéramos soslayado muchos problemas de no haberme ordenado retirar mi desafío.
—No, Sparhawk —respondió Vanion—. Martel había sido un hermano de nuestra orden, y me desagradaba que tratarais de mataros uno a otro. Por otra parte, no podía tener la certeza de quién iba a ganar. Martel es muy peligroso.
—También lo soy yo.
—No estoy dispuesto a arriesgar innecesariamente vuestra vida, Sparhawk. Sois un miembro demasiado preciado para ello.
—Bien, dejemos de discutir sobre el pasado.
—¿Qué planes tenéis?
—Se me ha ordenado que permanezca en el castillo, pero seguramente vagaré un poco por la ciudad para ver si puedo volver a encontrar a Krager. Si consigo establecer alguna conexión entre él y cualquier persona que trabaje para Annias, podré dar respuesta a unas cuantas cuestiones candentes.
—Tal vez deberíais esperar —aconsejó Sephrenia—. Kalten está a punto de llegar de Lamorkand.
—¿Kalten? Hace muchísimo tiempo que no lo veo.
—Sephrenia tiene razón —se mostró de acuerdo Vanion—. Kalten es un eficaz luchador en las callejuelas angostas, y los pasajes de Cimmura pueden encerrar tantos peligros como los callejones de Cippria.
—¿Para cuándo esperáis su regreso?
—Supongo que no se demorará mucho —repuso Vanion encogiéndose de hombros—. Incluso podría aparecer hoy mismo.
—En ese caso, esperaré.
Sparhawk tuvo entonces una idea y se puso en pie mientras sonreía a su profesora.
—¿Qué tramáis, Sparhawk? —preguntó la mujer, con suspicacia.
—Oh, nada —replicó.
Comenzó a pronunciar palabras en estirio y a agitar los dedos ante él. Una vez trazado el hechizo, lo liberó y alargó la mano. Siguió una vibración prolongada, un languidecer de las velas y una disminución del fulgor de las llamas en la chimenea. Cuando la luz adquirió de nuevo su intensidad normal, tenía en la mano un ramo de violetas.
—Para vos, pequeña madre —ofreció con una leve inclinación—, como muestra de mi amor.
—Oh, gracias, Sparhawk. —Sonrió al tomar las flores—. Siempre fuisteis el más considerado de mis alumnos. Aunque pronunciarais mal
staratha
—añadió con aire de crítica—. Habéis estado a punto de llenaros las manos de serpientes.
—Ya practicaré —prometió.
—Hacedlo.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¿Sí? —inquirió Vanion.
La puerta se abrió para dar paso a uno de los jóvenes caballeros que la custodiaban.
—Afuera hay un mensajero de palacio, lord Vanion. Dice que le han ordenado hablar con sir Sparhawk.
—¿Qué querrán ahora? —murmuró éste.
—Hacedlo entrar —indicó Vanion al joven.
El rostro del mensajero le resultó conocido. Sus rubios cabellos lucían todavía elegantemente rizados. Su jubón azafrán, sus mangas de color lavanda, los zapatos marrones y la capa verde manzana continuaban formando una pésima combinación. No obstante, la cara del joven petimetre mostraba un nuevo embellecimiento. La punta de su prominente nariz estaba adornada con un inflamado forúnculo que parecía muy doloroso. El cortesano trataba infructuosamente de ocultar la excrecencia con un pañuelo de encaje.
—Mi señor preceptor —dijo, con una airosa reverencia en dirección a Vanion—, el príncipe regente os envía sus saludos.
—Hacedme el favor de devolvérselos —replicó Vanion.
—Tened por seguro que lo haré, mi señor —aseveró el florido personaje antes de girarse hacia Sparhawk—. Mi mensaje es para vos, caballero —declaró.
—Desvelad, pues, su contenido —respondió Sparhawk con exagerada formalidad—. Estoy ansioso por escucharlo.
El lechuguino ignoró su ironía y, tras sacar un pergamino de su jubón, comenzó a leer con tono grandilocuente.
—Por real decreto, Su Alteza os ordena viajar sin tardanza a la casa principal de los caballeros pandion en Demos y consagraros allí a vuestros deberes religiosos hasta el momento en que estime conveniente volver a requerir vuestra presencia en palacio.
—Ya veo —comentó Sparhawk.
—¿Habéis comprendido el mensaje, sir Sparhawk? —preguntó el cortesano, al tiempo que le ofrecía el pergamino.
Sparhawk no se dignó a prestarle atención.
—Lo habéis leído claramente. Habéis cumplido vuestro cometido de manera honorable. —Miró de reojo al perfumado personaje—. Si no os incomoda recibir consejos, compadre, deberíais hacer que os examinara un cirujano. Si no os abren ese forúnculo, continuará creciendo hasta un punto en que seréis incapaz de ver algo delante de vuestras narices.
El petimetre mostró desagrado al oír la palabra «abrir».
—¿De veras lo creéis así, sir Sparhawk? —preguntó con tono lastimero mientras bajaba el pañuelo—. ¿Una cataplasma tal vez…?
—No, compadre —aseguró Sparhawk con falsa conmiseración—. Puedo garantizaros que sin duda una cataplasma no producirá efecto alguno. Tened valor, amigo. La cirugía es la única solución.
El hombre adoptó un aire melancólico, hizo una reverencia y salió de la habitación.
—¿Fuisteis vos quien le hizo ese regalo? —inquirió Sephrenia suspicazmente.
—¿Yo? —repuso Sparhawk con disimulo.
—Alguien se lo ha provocado. Esa erupción no resulta natural.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Qué barbaridad!
—¿Y bien? —dijo Vanion—. ¿Vais a obedecer las órdenes del bastardo?
—Desde luego que no —resopló Sparhawk, indignado—. Tengo demasiados asuntos pendientes aquí, en Cimmura.
—Incitaréis su ira.
—¿Qué importa?
El cielo había tomado nuevamente un cariz de amenaza cuando Sparhawk salió del castillo y bajó al patio acompañado del ruido metálico de su armadura. El novicio emergió del establo para guiar a
Faran
. El paladín lo miró pensativo: tendría unos dieciocho años y era de elevada estatura; sus nudosas muñecas asomaban por la manga de la pardusca túnica, que, evidentemente, le venía pequeña.
—¿Cómo os llamáis, muchacho? —le preguntó Sparhawk.
—Berit, mi señor.
—¿Cuáles son vuestras ocupaciones en este lugar?
—Todavía no me han asignado ninguna función específica. Me limito a intentar ser de alguna utilidad.
—Bien. Volveos.
—¿Mi señor?
—Quiero tomar vuestras medidas.
Berit pareció desconcertado, pero obedeció. Sparhawk calculó en palmos la anchura de sus hombros. Pese a su aspecto esquelético, en realidad se trataba de un fornido joven.
—Sois la persona adecuada —anunció Sparhawk.
Berit se giró estupefacto.
—Vais a emprender un viaje —le comunicó Sparhawk—. Recoged vuestras pertenencias mientras voy en busca del hombre que os acompañará.
—Sí, mi señor.
Sparhawk se aferró a la silla y montó de un salto a lomos de
Faran
. Berit le entregó las riendas y el caballero espoleó al ruano. Al cruzar el patio, respondió a los saludos de los centinelas que hacían guardia en la entrada. Después cruzó el puente levadizo y se encaminó a la Puerta del Este.
En las calles de Cimmura reinaba ahora un gran trasiego. Los trabajadores, que acarreaban grandes fajos envueltos en tejido de arpillera de color fangoso, se apartaban para permitir el paso de los viandantes que transitaban las angostas callejuelas, y los mercaderes, con sus convencionales ropajes azules, permanecían en las entradas de las tiendas con sus abigarradas mercancías apiladas en torno a ellos. Periódicamente, pasaba un carro que traqueteaba sobre el empedrado. Junto a la intersección de dos estrechas calles, una cuadrilla de soldados eclesiásticos, vestidos con libreas escarlata, avanzaba al paso con cierta arrogante precisión. Lejos de dejarles la vía libre, Sparhawk arremetió hacia ellos sin aminorar la marcha. Los militares se separaron a regañadientes y se hicieron a un lado hasta que el caballero hubo pasado.
—Gracias, compadres —dijo Sparhawk con donaire.
No recibió respuesta alguna.
—He dicho gracias, compadres —repitió al tiempo que se volvía.
—No hay de que… —repuso uno de ellos lúgubremente.
Sparhawk permaneció quieto y aguardó.
—… Mi señor —añadió el soldado a desgana.
—Así está mejor, amigo —concedió Sparhawk antes de reemprender su camino.
La puerta de la posada estaba cerrada, y el caballero golpeó sus tablones con el puño protegido por el guantelete. El portero que le abrió no era el mismo que lo había recibido la noche anterior. Sparhawk descendió de su montura y después le entregó las riendas de
Faran
.
—¿Volveréis a necesitarlo, mi señor? —inquirió.
—Sí. Saldré de nuevo enseguida. ¿Seréis tan amable de ensillar el caballo de mi escudero, caballero?
—Desde luego, mi señor.
—Os lo agradezco. —Sparhawk puso una mano sobre el cuello de
Faran
—. Compórtate —le previno.
El ruano desvió la mirada con porte altanero.
Sparhawk subió las escaleras y llamó a la puerta de la habitación que se hallaba en el piso superior.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido? —preguntó Kurik tras abrir.
—No ha estado mal.
—En cualquier caso, habéis salido con vida. ¿Habéis visto a la reina?
—Sí.
—Sorprendente.
—Digamos que insistí para que me lo permitieran. ¿Quieres recoger tus cosas? Regresas a Demos.
—Eso implica que no me acompañaréis.
—En efecto, me quedaré aquí.
—Supongo que tendréis vuestros motivos.
—Lycheas me ha ordenado volver al castillo principal. Mi intención es desacatar su mandato, pero deseo poder desplazarme por Cimmura sin que rastreen mis pasos. En el castillo hay un joven novicio cuya estatura es aproximadamente la misma que la mía. Le vestiremos mi armadura y haremos que monte a lomos de
Faran
. Entonces ambos os dirigiréis a Demos en un alarde de gran obediencia. Mientras mantenga su visera bajada, los espías del primado creerán que sigo sus disposiciones.