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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (11 page)

Por la mañana se levantaron temprano y se vistieron. Sus cotas de malla quedaron cubiertas con la capucha de los hábitos que llevaban los pandion en el interior de sus castillos. Con toda suerte de precauciones lograron sustraerse a la procesión matinal y salieron en busca de la mujer que había iniciado a generaciones enteras de caballeros pandion en las complejidades de lo que, comúnmente, llamaban secretos.

La hallaron sentada ante su habitual taza de té junto al fuego, en el piso superior de la torre sur.

—Buenos días, pequeña madre —la saludó Sparhawk desde el umbral de la puerta—. ¿Os importunaría nuestra compañía?

—De ningún modo, caballeros.

Kalten se aproximó a ella y, tras caer de rodillas, le besó la palma de ambas manos.

—¿Me concederéis vuestra bendición, pequeña madre? —le preguntó.

Con una sonrisa apenas esbozada, Sephrenia acercó sus manos a las mejillas del caballero para pronunciar después su bendición en estirio.

—No sé por qué, pero esto siempre me aporta una gran paz —aseguró Kalten al levantarse—, a pesar de que no comprendo todas las palabras.

—Veo que habéis decidido no acudir a la capilla esta mañana —les reprochó.

—No creo que Dios nos eche mucho de menos —arguyó Kalten, al tiempo que se encogía de hombros—. Además, podría recitar de memoria todos y cada uno de los sermones de los oficios de Vanion.

—¿Qué diablura planeáis para hoy? —preguntó Sephrenia.

—¿Diablura? —inquirió Kalten con inocencia.

—No intentábamos realizar ninguna travesura —explicó Sparhawk entre carcajadas—. Simplemente queremos llevar a cabo un asunto.

—¿En la ciudad?

Sparhawk asintió con la cabeza.

—El problema reside en que todo el mundo nos conoce en Cimmura, y hemos pensado que podríais ayudarnos a encontrar un disfraz.

—Me da la impresión de que vuestro argumento tiene algo de subterfugio —objetó, al tiempo que los observaba con expresión severa—. ¿En qué consiste exactamente ese asunto de que habláis?

—Deseamos encontrar a un viejo amigo —repuso Sparhawk—. Un tipo llamado Krager. Tal vez querría compartir con nosotros cierta información.

—¿Información?

—Él sabe dónde está Martel.

—No os lo revelará.

Kalten hizo crujir sus gruesos nudillos para evocar el desagradable sonido que producen los huesos al romperse.

—¿Os atrevéis a apostarlo? —preguntó.

—¿Es que no creceréis nunca? Sois un par de eternas criaturas.

—Por eso nos queréis tanto, ¿no es cierto, pequeña madre? —sugirió Kalten con una sonrisa.

—¿Qué tipo de disfraz nos recomendaríais? —le preguntó Sparhawk.

Sephrenia apretó los labios mientras los miraba.

—El de un cortesano y su escudero os convendría.

—Nadie podría confundirme jamás con un cortesano —objetó Sparhawk.

—He imaginado al revés la distribución. Puedo hacer que parezcáis casi un honesto escudero, y, cuando hayamos vestido a Kalten con un jubón de satén y ricemos sus largos cabellos rubios, puede hacerse pasar por un cortesano.

—El satén me sienta realmente bien —murmuró Kalten modestamente.

—¿Y por qué no podríamos transformarnos en un par de obreros corrientes?

—Los obreros se rebajan y humillan cuando se encuentran con un noble. ¿Vosotros seréis capaces de comportaros así?

—Tiene razón —concedió Kalten.

—Además, los obreros no llevan espadas, y me imagino que ninguno de los dos osaría adentrarse en Cimmura desarmado.

—Prevéis todos los detalles, ¿verdad? —observó Sparhawk.

—Bien —concluyó Sephrenia—. Veamos qué se puede hacer.

Enviaron a varios acólitos a buscar diversas prendas en diferentes lugares del castillo. Sephrenia consideraba su conveniencia: seleccionaba unas y descartaba otras. Como resultado final, los dos hombres sólo se parecían vagamente a los pandion que habían entrado en la habitación una hora antes. Sparhawk llevaba ahora una modesta librea, que contrastaba con el lujoso atavío de Kalten, y una espada corta. Su cara lucía una tupida barba, y una cicatriz púrpura, que recorría su nariz desviada, se prolongaba más allá del parche negro que cubría su ojo izquierdo.

—Esto me pica —se quejó, a la vez que alargaba la mano para rascarse la falsa barba.

—Mantened las manos quietas hasta que se seque el pegamento —indicó la mujer, dándole un ligero manotazo en los dedos—. Y poneos un guante para cubrir el anillo.

—¿De veras creéis que voy a llevar este juguete? —preguntó Kalten mientras esgrimía un espadín—. Quiero una espada, no una aguja de hacer calceta.

—Los cortesanos no llevan espada de hoja ancha, Kalten —le recordó.

Lo contempló unos instantes para juzgar su aspecto. El jubón era azul con nesgas y entredoses de satén rojo. Sus calzas eran también de color rojo, y sus pies se enfundaron en unas botas de caña baja, puesto que no habían logrado encontrar un par de zapatos de punta afilada, tan de moda en aquel entonces, que se ajustaran a la talla de sus enormes pies. Sobre su capa, de un rosa pálido, se esparcían los rubios cabellos recién rizados. Su disfraz se completaba con un sombrero de ala ancha adornado con una pluma blanca.

—Estáis precioso, Kalten —lo felicitó—. Creo que vuestro aspecto será perfecto… cuando os haya puesto el colorete en las mejillas.

—¡De ninguna manera! —exclamó, al tiempo que retrocedía.

—Kalten —dijo firmemente Sephrenia, señalando una silla—, sentaos.

—¿No queda más remedio?

—No. Ahora, sentaos.

—Si te ríes —advirtió Kalten en dirección a Sparhawk—, vamos a tener pelea, de modo que ni se te ocurra.

—¿A mí?

Dado que el castillo estaba constantemente vigilado por los agentes del primado Annias, Vanion sugirió una estrategia para encubrir su salida.

—Necesito trasladar algunos bultos a la posada —explicó—. Annias sabe que es de nuestra propiedad, con lo cual no perdemos nada. Esconderemos a Kalten en el fondo del carro y convertiremos a este bueno y honesto ciudadano en un conductor de carruaje. —Miró detenidamente el rostro y la barba de Sparhawk—. ¿De dónde demonios habéis sacado un pelo tan parecido al suyo? —preguntó con curiosidad a Sephrenia.

—La próxima vez que vayáis a las caballerizas no miréis muy de cerca la cola de vuestro caballo.

—¿Mi caballo?

—Era el único del establo con el pelo negro, Vanion. Francamente le corté muy poco.

—¿Mi caballo? —repitió, con tono ofendido.

—Todos debemos sacrificarnos de vez en cuando —afirmó la mujer—. Forma parte del juramento pandion, ¿lo recordáis?

Capítulo 5

El carro estaba desvencijado y el caballo cojeaba. Sparhawk se hallaba repantigado en el pescante. Sujetaba las riendas negligentemente con una mano, sin dedicar, en apariencia, demasiada atención a los viandantes que pasaban por la calle.

Las ruedas retemblaban y crujían cada vez que el carro topaba con una irregularidad en el pavimento.

—Sparhawk, ¿por qué tienes que atravesar todos los baches? —protestó la voz amortiguada de Kalten debajo de las cajas y los fardos apilados a su alrededor en la carreta.

—Cierra el pico —susurró Sparhawk—. Se acercan dos soldados eclesiásticos.

Kalten murmuró un par de selectos juramentos antes de volver a guardar silencio.

Los soldados ostentaban libreas rojas y porte desdeñoso. En las bulliciosas rúas, los artesanos y comerciantes se hacían a un lado para cederles el paso. Sparhawk tensó las riendas del rocín y detuvo el carro en el mismo centro de la calzada, para obligar a los guardias a rodearlo.

—Buenos días, compadres —saludó.

Le dedicaron una mirada airada mientras se desviaban.

—Quedad con Dios —agregó mientras se alejaban.

Los soldados simularon no haberle oído.

—¿Puede saberse qué pretendías? —preguntó Kalten en voz baja desde la carreta.

—Sólo trataba de comprobar la eficacia del disfraz —repuso Sparhawk a la vez que agitaba las riendas.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Funciona?

—No se molestaron en mirarme dos veces.

—¿Cuánto falta hasta la posada? Me ahogo debajo de estos bultos.

—No demasiado.

—Dame una sorpresa agradable, Sparhawk. Evita uno o dos baches, aunque sólo sea para variar.

El carruaje prosiguió su traqueteo.

Al llegar a la puerta de la posada, Sparhawk saltó del pescante y golpeó los sólidos tablones según el ritmo convenido. El portero apareció al cabo de un momento.

—Lo siento, amigo —dijo después de observar detenidamente al visitante—. La posada está llena.

—No vamos a quedarnos, caballero —replicó Sparhawk—. Únicamente traemos una carga de víveres del castillo.

El portero abrió los ojos de par en par y volvió a escrutar atentamente al hercúleo carretero.

—¿Sois vos, sir Sparhawk? —preguntó incrédulo—. No os había reconocido.

—Os confesaré que ésa era precisamente nuestra pretensión.

El caballero abrió la puerta y Sparhawk condujo el fatigado caballo hasta el patio.

—Ya puedes salir —informó a Kalten una vez cerrado el recinto.

—Ayúdame a quitarme todo esto de encima.

Sparhawk apartó unas cuantas cajas, de entre las que emergió, a fuerza de retorcerse, Kalten.

El caballero guardián contempló divertido al hombre rubio.

—Vamos, adelante, decidlo —lo incitó Kalten con tono beligerante.

—Ni soñarlo, caballero.

Sparhawk tomó una larga caja de la carreta y se la llevó al hombro.

—Id a buscar a alguien que os ayude a descargar el suministro —indicó al portero—. Lo envía el preceptor Vanion. Y ocupaos del caballo. Está cansado.

—¿Cansado? Más bien parece que está muerto —opinó el portero al considerar el lamentable aspecto del rucio.

—Se debe a sus muchos años. A todos nos llega la hora. ¿Está abierta la puerta trasera de la taberna? —inquirió, al tiempo que atisbaba hacia el umbral que había al otro lado del patio.

—Siempre lo está, sir Sparhawk.

Sparhawk esbozó un gesto afirmativo antes de dirigirse hacia allí en compañía de Kalten.

—¿Qué llevas en esa caja? —preguntó Kalten.

—Nuestras espadas.

—Buena idea. Pero ¿no resultará un poco difícil desenvainarlas?

—Después de que haya arrojado la caja sobre el empedrado, no —y, tras abrir la puerta, agregó con una reverencia—: Vos primero, mi señor.

Cruzaron un desordenado almacén para desembocar en una taberna de lastimoso aspecto. El cristal de la única ventana existente aparecía velado por el polvo de una centuria y la paja del suelo se mostraba enmohecida. La estancia olía a cerveza agria, vino derramado y vómitos. El bajo techo se hallaba revestido de telarañas y las toscas mesas y bancos, destartalados y vencidos. Había tan sólo tres personas en el local: un huraño tabernero, un borracho con la cabeza hundida entre los brazos encima de una mesa contigua a la puerta y una prostituta de aspecto desaliñado, vestida de rojo, que dormitaba en un rincón.

Kalten se encaminó a la puerta para vigilar el exterior.

—Todavía se percibe poco movimiento allá afuera —gruñó—. Tomemos una o dos jarras mientras esperamos a que despierte la vecindad.

—¿Por qué no desayunamos en su lugar?

—Es lo que acabo de sugerir.

Tomaron asiento en una de las mesas. El tabernero se aproximó sin demostrar haberse percatado de que se trataba de caballeros pandion y limpió superficialmente con un trapo sucio un charco de cerveza desparramado sobre el tablero.

—¿Qué deseáis? —preguntó con tono de pocos amigos.

—Cerveza —repuso Kalten.

—Traednos también un poco de pan y queso —añadió Sparhawk.

El tabernero se alejó con un gruñido.

—¿Dónde viste a Krager? —preguntó Kalten en voz baja.

—En la plaza que hay junto a la Puerta del Oeste.

—Es una de las zonas más miserables de la ciudad.

—Krager es una rata de alcantarilla.

—Tal vez deberíamos ir allí en primer lugar, aunque quizá nos lleve un tiempo localizarlo. Podría encontrarse en cualquier inmundo garito de Cimmura.

—¿Tienes algún asunto urgente que atender entretanto?

La prostituta de vestido rojo se puso en pie cansinamente y se acercó arrastrando los pies sobre la paja del suelo.

—Supongo que ninguno de estos dos elegantes caballeros estará interesado en gozar de un rato de diversión, ¿verdad? —preguntó con voz que denotaba un profundo tedio.

Le faltaba uno de los dientes delanteros, y su atuendo lucía un escote desmesurado. La mujer se inclinó con negligencia hacia adelante para que pudieran observar sus fláccidos pechos.

—Es demasiado temprano, hermana —rechazó Sparhawk—. Gracias, de todos modos.

—¿Cómo va el negocio? —inquirió Kalten.

—Tranquilo. Siempre es tranquilo por las mañanas —respondió con un suspiro—. ¿Acaso encontraréis la manera de ofrecer algo de beber a una muchacha? —inquirió esperanzada.

—¿Por qué no? —replicó Kalten—. Tabernero —llamó—, traed otra para la señora.

—Gracias, mi señor —dijo la prostituta al tiempo que miraba a su alrededor—. Este lugar resulta deprimente —comentó con resignación—. Si no fuera porque me desagrada trabajar en la calle, no lo visitaría. ¿Queréis saber una cosa? Me duelen los pies. ¿No resulta extraño en alguien de mi profesión? Lo normal sería que me resintiera de la espalda, aunque, gracias a Dios, todavía no he sufrido ese mal.

Después se volvió y se dirigió de nuevo con parsimonioso paso a la mesa de la cual se había levantado.

—Me gusta hablar con las prostitutas —afirmó Kalten—. Tienen una visión simple y clara de la vida.

—Extraña afición para un caballero de la Iglesia.

—Dios me contrató como guerrero, Sparhawk, no como monje. Lucho dondequiera que me lo ordene, pero el resto de mi tiempo me pertenece.

El bodeguero les llevó las jarras de cerveza y un plato con pan y queso. Permanecieron sentados mientras comían y charlaban tranquilamente.

Alrededor de una hora después el establecimiento había atraído a varios clientes más, en su mayoría trabajadores sudorosos que se habían ausentado de sus quehaceres y varios encargados de las tiendas aledañas. Sparhawk se levantó y se asomó a la puerta. Pese a que la angosta calleja no rebullía de tráfico, la transitaban suficientes personas como para garantizar un prudente anonimato. A continuación regresó a la mesa.

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