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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (38 page)

—No vine aquí para estudiar, Sparhawk, sino para ejercer de profesora.

—Debí sospecharlo. ¿Cómo va vuestra relación con Bevier?

—Aparte de que me ha privado casi por completo de la libertad de decisión, bien. Además, no ceja en su intento de convertirme a la fe elenia —respondió la menuda mujer, con tono ligeramente cáustico.

—Sólo trata de protegeros, y de salvar vuestra alma.

—Supongo que bromeáis.

Sparhawk prefirió no continuar con aquel tema.

Los alumnos y miembros de la universidad de Borrata paseaban con aire contemplativo entre los cuidados parterres del recinto bellamente ajardinado.

—Perdonad, compadre —interrumpió Sparhawk a un joven ataviado con un jubón verde—, ¿podríais indicarme dónde se encuentra el colegio médico?

—¿Estáis enfermo?

—Yo no, un amigo.

—Ah. Los médicos ocupan aquel edificio de allí —respondió el estudiante, al tiempo que señalaba una estructura achaparrada de piedra gris.

—Gracias, compadre.

—Espero que vuestro amigo se mejore pronto.

—También lo deseamos nosotros.

Al penetrar en la maciza construcción, hallaron a un corpulento hombre vestido con hábito negro.

—Dispensad, señor —le dijo Sephrenia—. ¿Sois médico?

—En efecto.

—Estupendo. ¿Disponéis de un momento para atendernos?

—Lo siento —respondió tras haber mirado detenidamente a Sparhawk—. Estoy ocupado.

—¿Podríais remitirnos a uno de vuestros colegas?

—Probad en cualquiera de estas puertas —repuso el médico, y a continuación se alejó con un gesto de despedida.

—Una actitud un tanto insólita en un curandero —comentó Sparhawk.

—Toda profesión cuenta con unos cuantos miembros gandules —replicó Sephrenia.

Después de cruzar la antecámara, Sparhawk llamó a una puerta pintada de oscuro.

—¿Quién es? —inquirió una voz cansina.

—Necesitamos consultar a un médico.

—Oh, de acuerdo —respondió la voz al cabo de una larga pausa—, pasad.

Sparhawk abrió la puerta y cedió el paso a Sephrenia.

El individuo sentado ante el desordenado escritorio que ocupaba el cubículo presentaba profundas ojeras en torno a sus ojos y su aspecto indicaba que habían transcurrido semanas desde la última vez que se afeitara.

—¿Cuáles son las características de vuestra enfermedad? —se dirigió a Sephrenia, con un tono de voz rayano en la extenuación.

—Yo no soy la enferma —contestó la mujer.

—¿Él, entonces? —inquirió, a la vez que apuntaba hacia Sparhawk—. Parece poseer una constitución bastante robusta.

—No —explicó Sephrenia—. Él tampoco es el paciente. Venimos en nombre de una amiga.

—No acostumbro realizar visitas fuera de la facultad.

—No pretendemos pediros que lo hagáis —puntualizó Sparhawk.

—Nuestra amiga vive bastante lejos —informó Sephrenia—. Pensamos que si os describíamos su estado, tal vez podríais aventurar una sugerencia respecto al mal que la aqueja.

—Detesto las sugerencias —la atajó—. ¿Qué síntomas presenta?

—Muy similares a los de la epilepsia —respondió Sephrenia.

—Entonces, ésa es la enfermedad que padece. Vos misma habéis establecido el diagnóstico.

—No obstante, existen algunas diferencias.

—Bien. Describidme esas peculiaridades.

—Tiene fiebre, bastante elevada, y suda profusamente.

—Esas características se excluyen mutuamente. La piel se mantiene seca cuando existe fiebre.

—Sí, ya lo sé.

—¿Tenéis algún tipo de formación médica?

—Estoy familiarizada con ciertos remedios populares.

—Según mi experiencia, la medicina popular mata a más personas de las que sana —aseguró el médico, airado—. ¿Qué otras observaciones habéis realizado?

Sephrenia describió meticulosamente la dolencia que había conducido a Ehlana a un estado de coma.

Sin embargo, el doctor no parecía prestarle demasiada atención, sino que, por el contrario, examinaba detenidamente a Sparhawk. En su semblante se dibujó un repentino interés, y sus ojos entornados adoptaron una expresión taimada.

—Creo que convendría que volvierais a visitar a vuestra amiga. Los síntomas que habéis expuesto no corresponden a ninguna enfermedad conocida —afirmó con un tono seco, casi brusco.

Sparhawk tensó la musculatura y apretó sus puños, pero Sephrenia le puso la mano sobre el brazo.

—Gracias por dedicarnos parte de vuestro tiempo, instruido señor —se despidió conciliadoramente—. Vamos —añadió hacia Sparhawk.

—Hemos topado con dos elementos idénticos —murmuró Sparhawk cuando se hallaban nuevamente en el corredor.

—¿Cómo?

—Me refiero a que ninguno de los dos conocía los buenos modales.

—Tal vez resulta habitual.

—No os comprendo.

—La gente que imparte enseñanzas comparte ciertas actitudes arrogantes.

—Vos nunca os mostrasteis soberbia.

—Porque controlo mis inclinaciones. Probad en otra puerta, Sparhawk.

En el transcurso de las dos horas siguientes, hablaron con seis médicos, y cada uno de ellos, tras observar cuidadosamente el rostro de Sparhawk, se excusó con el argumento de ignorar la naturaleza de la enfermedad.

—Esta situación comienza a ser sospechosa —gruñó el caballero al salir de otro consultorio—. Me dirigen una mirada y, de pronto, se vuelven estúpidos. ¿Poseo una imaginación demasiado suspicaz?

—Yo también he reparado en esa coincidencia —replicó pensativamente la mujer.

—Ya sé que mi cara no puede alardear de belleza, pero nunca hasta ahora había provocado ataques de idiotez.

—Vuestro rostro es perfectamente normal, Sparhawk.

—Además, sirve para cubrir la parte delantera de mi cabeza. ¿Qué otra utilidad debería tener?

—Los galenos de Borrata parecen mucho menos avezados de lo que nos habían inducido a creer.

—¿Opináis que nos hemos dedicado a perder el tiempo?

—Todavía no hemos acabado. No abandonéis la esperanza.

Finalmente llegaron ante una pequeña puerta sin pintar, adosada contra un tosco nicho. Sparhawk dio unos golpes en ella.

—Marchaos —respondió alguien que articulaba con dificultad las palabras.

—Necesitamos vuestra ayuda, sabio doctor —declaró Sephrenia.

—Id a importunar a otro. En estos momentos estoy ocupado emborrachándome.

—¡Es el colmo! —rugió Sparhawk mientras empuñaba la manilla y empujaba.

Al hallar la puerta cerrada con llave, irritado, la abrió de un puntapié que desencajó el marco.

El hombre sentado en el minúsculo cubículo parpadeó mientras los observaba. Era de baja estatura, tenía la espalda encorvada, los ojos acuosos y un aspecto generalizado de dejadez.

—Llamáis con mucha insistencia, amigo —afirmó antes de lanzar un eructo—. Bien, no os quedéis plantados ahí. Pasad.

Apenas si lograba mantener la cabeza erguida. Su atuendo era casi andrajoso y los mechones de su fino cabello gris apuntaban en todas direcciones.

—¿Tiene algún ingrediente especial el agua de estos parajes que induzca a la gente a comportarse de modo tan grosero? —preguntó agriamente Sparhawk.

—No sabría responderos —replicó el descuidado sujeto—. Nunca bebo agua —explicó, y, a continuación, sorbió ruidosamente de una desconchada jarra.

—Evidentemente.

—¿Vamos a pasarnos el resto del día con el intercambio de insultos o preferís informarme acerca de vuestro problema? —atajó el médico al tiempo que escrutaba con ojos de miope el rostro de Sparhawk—. De modo que vos sois el personaje —apuntó.

—¿El personaje?

—El individuo con quien se supone que no debemos hablar.

—¿Seríais tan amable de explicaros?

—Hace pocos días apareció un hombre y prometió que cada médico de este edificio recibiría cien monedas de oro si vos partíais sin conseguir la información que buscabais.

—¿Cuál era su aspecto?

—Tenía porte de militar y el pelo blanco.

—Martel —dijo Sparhawk a Sephrenia.

—Deberíamos haberlo sospechado inmediatamente —indicó la estiria.

—No os descorazonéis, amigos —exclamó de forma expansiva el desordenado hombrecillo—. Habéis hallado el doctor más capacitado de Borrata. —Esbozó una mueca—. Todos mis colegas emprenden vuelo hacia el sur en otoño en compañía de los patos. Cuá, cuá, cuá. Ninguno de ellos podría proporcionaros una respuesta médica cuerda. El hombre de pelo blanco apuntó que describiríais algunos síntomas. Tengo entendido que en algún lugar existe una dama gravemente enferma, y vuestro amigo, al que habéis denominado Martel, prefiere que no recobre la salud. ¿Por qué no desbaratamos su propósito? —sugirió, y se dispuso a tomar un largo trago de la jarra.

—Vuestra profesión debe enorgullecerse de que seáis uno de sus miembros, doctor —lo felicitó Sephrenia.

—No. Simplemente soy un viejo borrachín de mente retorcida. ¿Queréis saber por qué razón estoy dispuesto a socorreros? Porque me divertiré enormemente al escuchar los gritos angustiados que mis colegas lanzarán cuando adviertan que todo ese dinero se les escapa de las manos.

—Supongo que constituye un motivo honrado como cualquier otro —comentó Sparhawk.

—En efecto —acordó el ligeramente achispado médico; con sus ojos de miope miró la nariz de Sparhawk—: ¿Por qué no os la hicisteis enderezar cuando se rompió? —inquirió.

—Estaba ocupado con otros asuntos —respondió Sparhawk, a la vez que se tocaba la nariz.

—Puedo arreglárosla, si lo deseáis. Sencillamente, volvería a quebrarla con un martillo y después podría ponerla en su sitio.

—Ya me he acostumbrado a ella, pero gracias, de todos modos.

—Como queráis. Bien, ¿cuál es la descripción de los síntomas?

Una vez más, Sephrenia detalló los datos.

El doctor permaneció sentado mientras se rascaba la oreja y entornaba los ojos. Tras la exposición, buscó desordenadamente en un montón de papeles apilados sobre el escritorio y entresacó un grueso libro cubierto con unas gastadas tapas de piel. Durante unos momentos lo hojeó y luego lo cerró de golpe.

—Lo que pensaba —anunció triunfalmente, antes de volver a eructar.

—¿Y bien? —inquirió Sparhawk.

—Vuestra amiga fue envenenada. ¿Ha muerto ya?

—No —respondió Sparhawk, al tiempo que sentía una tenaza en el estómago.

—El desenlace está próximo —explicó el médico, encogiéndose de hombros—. Se trata de un raro veneno procedente de Rendor que, invariablemente, tiene unos efectos fatales.

—Voy a regresar a Cimmura a arrancarle las entrañas a Annias. —Hizo rechinar los dientes—. Con un cuchillo de hoja embotada —añadió.

El diminuto médico de aspecto lamentable mostró un repentino interés.

—Hacedlo así: realizad una incisión lateral justo debajo del ombligo y luego tumbadlo boca abajo. De esa manera se vaciará totalmente —sugirió.

—Sin duda.

—No vaciléis en darle muerte. Detesto a los envenenadores.

—¿Existe algún antídoto? —preguntó Sephrenia.

—Ninguno, que yo sepa. Os podría indicar que acudáis a varios colegas que conozco en Cippria, pero vuestra amiga habrá fallecido antes de que logréis regresar.

—No —disintió Sephrenia—. Hemos logrado preservar su vida temporalmente.

—Me gustaría saber cómo lo habéis hecho.

—La dama es estiria —aclaró Sparhawk— y tiene acceso a ciertas prácticas infrecuentes.

—¿Magia? ¿De veras tiene efectos prácticos?

—A veces sí.

—De acuerdo. En ese caso, tal vez dispongáis de tiempo. —El desastrado doctor rasgó una esquina de las hojas dispersas sobre su escritorio e introdujo una pluma en un tintero casi seco—. Los dos primeros nombres corresponden a un par de expertos de Cippria bastante aceptables —informó mientras garabateaba en el papel—. La última palabra es el nombre del veneno. —Entregó el retazo de hoja a Sparhawk—. Ahora salid de aquí, para que pueda continuar con el entretenimiento anterior a que propinaseis un puntapié a mi puerta.

Capítulo 16

—Porque vuestra apariencia no podría confundirse fácilmente con la de un rendoriano —les aseguró Sparhawk—. Los extranjeros suscitan mucha atención en aquella región, la cual, en muchas ocasiones, se transforma en suspicacia hostil. Yo puedo hacerme pasar por un nativo en Cippria, y Kurik no despertaría recelos. Las mujeres rendorianas llevan velo, con lo que el aspecto de Sephrenia no representa ningún problema, pero, lamentablemente, el resto de vosotros deberá quedarse atrás.

Se hallaban reunidos en una amplia estancia del piso superior de la posada cercana a la universidad. La habitación carecía de mobiliario, aparte de los bancos adosados a las paredes, y su estrecha ventana no tenía cortinas. Sparhawk acababa de relatar su conversación con el achispado médico, de la que había destacado el que, de nuevo, Martel había recurrido a otro tipo de presión y había soslayado la confrontación física.

—Podríamos ponernos algo en el cabello para cambiarle el color —protestó Kalten—. ¿No pasaríamos más inadvertidos de esa forma?

—Es una cuestión de aspecto, Kalten —explicó Sparhawk—. Podrías teñirte de verde y la gente descubriría enseguida tu procedencia elenia. Con los demás ocurriría lo mismo. Todos tenéis la apostura de caballeros y uno tarda años en desprenderse de ella.

—Entonces, ¿queréis que permanezcamos aquí? —inquirió Ulath.

—No. Podéis acompañarnos hasta Madel —decidió Sparhawk—. Si nos acaeciera algún imprevisto en Cippria, podría haceros llegar un mensaje con mayor rapidez.

—Me parece que olvidas algo, Sparhawk —señaló Kalten—: Martel merodea por estos parajes y probablemente nos espía constantemente. Si salimos a caballo de Borrata ataviados con armadura, estará informado de nuestra partida antes de que hayamos recorrido dos millas.

—Peregrinos —gruñó crípticamente Ulath.

—No comprendo vuestra sugerencia —dijo Kalten mientras fruncía el entrecejo.

—Si trasladamos nuestras armas en un carromato y nos vestimos con ropajes sombríos, podemos unirnos a un grupo de peregrinos sin que nadie se moleste en pasar dos veces la mirada sobre nosotros. —Se volvió hacia Bevier—. ¿Conocéis bien la ciudad de Madel? —preguntó.

—Nuestra orden posee un castillo allí —repuso éste—. De vez en cuando la visito.

—¿Existe algún santuario o lugar sagrado?

—Varios. Sin embargo, no suelen ser visitados en invierno.

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