Sparhawk contempló el cielo y estiró las riendas del caballo negro que le había correspondido en suerte. El animal se encabritó y arañó el aire con sus patas delanteras.
—Oh, basta ya —le ordenó Sparhawk, irritado.
—Es un gran entusiasta, ¿no os parece? —apuntó Sephrenia.
—Pero no muy inteligente. Representará una alegría para mí reunirme con Kalten y recuperar a
Faran
.
—¿Por qué nos detenemos?
—Se aproxima el anochecer, y aquel bosquecillo de allí parece libre de maleza. Podemos asentar el campamento allí. —Entonces alzó la voz para llamar a alguien de atrás—. ¡Sir Parasim! —gritó.
El joven caballero de cabello color miel avanzó a su encuentro.
—¿Sí, mi señor Sparhawk? —inquirió con su suave voz de tenor.
—Pasaremos la noche aquí —le informó Sparhawk—. Cuando lleguen los carromatos, disponed la tienda de Sephrenia y ocupaos de que disponga de cuanto necesite.
—Desde luego, mi señor.
El cielo había adoptado una fría tonalidad púrpura mientras Sparhawk supervisaba el asentamiento del campamento y distribuía las guardias. Caminó entre las tiendas y las vacilantes llamas que hacían las veces de cocina. Luego se reunió con Sephrenia junto a la pequeña fogata que crepitaba frente a su tienda, que quedaba ligeramente apartada del resto. Esbozó una sonrisa al ver su sempiterna olla de té encima del trípode metálico que había colocado sobre el fuego.
—¿Algún detalle divertido, Sparhawk? —preguntó.
—No —repuso éste—. En realidad, no —y, tras volverse hacia los imberbes caballeros que revoloteaban para preparar la cena, agregó como hablando para sí—: Parecen tan jóvenes…, apenas unos muchachos.
—Así son las cosas, Sparhawk. Los viejos toman las decisiones y los jóvenes las ejecutan.
—¿Fui yo tan joven alguna vez?
—Oh, sí, querido Sparhawk —respondió entre risas la mujer—. No podríais recordar a aquellos dos adolescentes, vos y Kalten, que acudieron a mi primera clase. Sentí como si me hubieran encargado de un par de niños.
El semblante de Sparhawk expresó pesar.
—Supongo que con eso habéis contestado sobradamente a mi pregunta, ¿no creéis? —espetó mientras acercaba las manos al calor de la lumbre—. Hace frío esta noche. Tengo la impresión de que se me diluyó la sangre durante mi estancia en Jiroch. La verdad es que no he encontrado la temperatura de mi agrado desde que regresé a Elenia. ¿Os ha traído Parasim la cena?
—Sí. Es un muchacho encantador, ¿no os parece?
—Probablemente se ofendería si os oyera referiros a él de esa forma —comentó Sparhawk con una carcajada.
—Es la pura verdad, ¿no?
—Por supuesto, pero se sentiría molesto igualmente. Los caballeros jóvenes son siempre muy sensibles.
—¿Le habéis escuchado cantar alguna vez?
—Una. En la capilla.
—Tiene una voz gloriosa.
Sparhawk hizo un gesto afirmativo.
—No me parece apropiado que pertenezca a una orden militar. Un monasterio normal se acoplaría mejor a su temperamento. —Miró alrededor y después salió del círculo de luz, arrastró un tronco junto al fuego y lo cubrió con su capa—. No es el asiento idóneo —se disculpó—, pero resulta más cómodo que el suelo.
—Gracias, Sparhawk —aceptó ella con una sonrisa—. Sois muy amable.
—Supongo que aún conservo algunos modales. Me temo que éste representará un duro viaje para vos —añadió, mientras la miraba gravemente.
—Podré soportarlo, querido.
—Seguramente, pero no pretendáis alardear de un coraje innecesario. Si os fatigáis o tenéis frío, no dudéis en hacérmelo saber.
—No temáis por mí, sobreviviré. Los estirios somos gente muy curtida.
—Sephrenia —dijo él entonces—, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta que los doce caballeros que se hallaban en la sala del trono con vos comiencen a perecer?
—Es imposible de prever, Sparhawk.
—Me refería a si percibiréis en cada caso cuándo sucede.
—Sí. De momento, deben entregarme sus espadas a mí.
—¿Sus espadas?
—Las espadas fueron los instrumentos del hechizo y simbolizaban la carga que ha de transferirse.
—¿No hubiera sido más aconsejable distribuir esa responsabilidad?
—Yo lo establecí así.
—Tal vez os hayáis equivocado.
—Tal vez, pero la decisión fue mía.
—Deberíamos tratar de hallar un remedio en lugar de cabalgar a través de medio reino de Arcium —estalló con furia, luego comenzó a caminar con impaciencia de un lado a otro.
—También este asunto es importante, Sparhawk.
—No podría soportar perderos a vos y a Ehlana —aseguró—, ni a Vanion tampoco.
—Todavía disponemos de tiempo, querido. Sparhawk dejó escapar un suspiro.
—¿Estáis confortablemente instalada, entonces? —inquirió.
—Sí. Tengo cuanto preciso.
—Tratad de conciliar un sueño reparador. Partiremos temprano. Buenas noches, Sephrenia.
—Que durmáis bien, Sparhawk.
Al despertar Sparhawk, el amanecer comenzaba a bañar con su luz el bosque. Al vestirse la armadura se estremeció con el frío contacto de las láminas. Luego salió de la tienda que compartía con cinco caballeros más y contempló el campamento dormido. Delante de donde descansaba Sephrenia crepitaba nuevamente una fogata y su vestido blanco relucía bajo la luz plomiza del alba.
—Os habéis levantado muy temprano —la saludó mientras se acercaba a ella.
—Igual que vos. ¿Cuánto falta para llegar a la frontera?
—Si no encontramos ningún contratiempo, entraremos en Arcium hoy mismo.
En aquel momento, de algún lugar de la espesura llegó hasta ellos un peculiar sonido, similar al de una flauta. La melodía se escuchaba en un tono quedo; sin embargo, no era triste, por el contrario, parecía imbuida de una serena alegría.
Sephrenia abrió los ojos de par en par y realizó un gesto característico con la mano derecha.
—¿Será un pastor? —apuntó Sparhawk.
—No, no se trata de un pastor —afirmó la mujer, al tiempo que se erguía—. Venid conmigo, Sparhawk —añadió mientras se alejaba del fuego.
El cielo se aclaraba por momentos. Se dirigieron al prado que se extendía al sur de su asentamiento, guiados por el extraño sonido. Encontraron al centinela que Sparhawk había apostado allí.
—¿Lo habéis oído vos también, mi señor Sparhawk? —preguntó el caballero de negra armadura.
—Sí. ¿Habéis podido concretar quién es o de dónde procede?
—No sabría decir quién la produce, pero la melodía parece originarse en aquel árbol que hay en el centro del prado. ¿Queréis que os acompañe?
—No. Quedaos aquí. Ya lo averiguaremos nosotros.
Sephrenia, que se había adelantado ya unos pasos, se encaminaba hacia el lugar indicado.
—Será mejor que me dejéis aproximarme a mí primero —aconsejó Sparhawk al alcanzarla.
—No entraña ningún peligro, Sparhawk.
Cuando llegaron al pie del árbol, el caballero escrutó su umbrío ramaje y descubrió al misterioso músico. Era una niña de unos seis años, de cabello oscuro y liso y grandes ojos negros como el azabache. Una guirnalda de hierbas trenzadas le rodeaba la frente. Sentada en una rama, tocaba una rudimentaria flauta de pan idéntica a la utilizada habitualmente por los pastores de cabras. A pesar del frío, llevaba únicamente un vestido de lino con un cinturón, que dejaba al descubierto sus brazos y piernas. Los pies, desnudos y manchados de hierba, colgaban cruzados, y su dueña parecía haber hallado un equilibrio perfecto sobre la mínima superficie que la sostenía.
—¿Cómo ha llegado aquí? —inquirió Sparhawk, desconcertado—. No existe ninguna casa ni ningún pueblo en los alrededores.
—Creo que nos esperaba —repuso Sephrenia.
—Eso es absurdo —adujo él—. ¿Cómo te llamas, pequeña? —añadió en dirección a la niña.
—Dejadme preguntar a mí —intervino Sephrenia—. Es estiria, y los niños estirios suelen ser tímidos.
Entonces se bajó la capucha y habló en un dialecto desconocido para Sparhawk.
La pequeña apartó de sus labios la tosca flauta, y su sonrisa trazó en su rostro un diminuto arco sonrosado.
Sephrenia le formuló otra pregunta con una suave e insólita entonación.
La niña agitó la cabeza a modo de negación.
—¿Vive en alguna casa oculta en el bosque? —preguntó Sparhawk.
—No, no tiene su hogar en las proximidades —respondió Sephrenia.
—¿Acaso no habla?
—Prefiere no hacerlo.
—Bien, no podemos dejarla aquí —reflexionó Sparhawk tras escrutar los alrededores—. Ven, pequeña —dijo, y ofreció sus brazos a la niña.
Ésta le dedicó una sonrisa y saltó de la copa del árbol a sus manos. Resultaba una criatura muy liviana y su pelo olía a hierba y a bosque. Se abrazó confiada al cuello de Sparhawk y luego arrugó la nariz al percibir el olor de su armadura.
Al depositarla en el suelo, se acercó inmediatamente a Sephrenia, tomó las menudas manos de la mujer entre las suyas y las besó. Entre ellas pareció establecerse algún tipo de comunicación exclusivamente estiria, un contacto que Sparhawk no alcanzaba a comprender. Sephrenia la tomó en sus brazos y la apretó contra su seno.
—¿Qué vamos a hacer con ella, Sparhawk? —preguntó con inusitada preocupación.
Su semblante denotaba la importancia que, por alguna razón desconocida, aquel encuentro revestía para ella.
—Supongo que deberemos cuidar de ella hasta que hallemos a alguien a quien confiarla. Volvamos al campamento y buscaremos alguna prenda que le sirva de abrigo.
—Y también algo para desayunar —añadió Sephrenia.
—¿Te apetecería, Flauta? —interrogó Sparhawk a la pequeña, la cual sonrió a la vez que asentía.
—¿Por qué la has llamado así? —inquirió Sephrenia.
—Algún nombre debemos darle, al menos hasta que averigüemos el suyo, si es que lo tiene. Regresemos junto al calor del fuego —propuso, y se encaminó hacia las tiendas.
Cruzaron la frontera con Arcium cerca de la ciudad de Dieros y, para evitar una vez más el contacto con los habitantes de la zona, avanzaron paralelamente a la carretera que cubría el rumbo este, prudentemente alejados de la frecuentada ruta. El paisaje del reino de Arcium se distinguía netamente del de Elenia. En contraste con la tierra vecina del norte, Arcium poseía la apariencia de un reino amurallado; los muros flaqueaban los caminos y parcelaban los pastos, a menudo según oscuros motivos. Las paredes eran altas y gruesas, y Sparhawk, con frecuencia, se veía obligado a efectuar largos rodeos con sus hombres para sortearlas. Esta circunstancia le trajo a la memoria el irónico comentario realizado por un patriarca eclesiástico del siglo veinticuatro, quien, tras haber viajado de Chyrellos a Larium, se había referido a Arcium como «el jardín de piedra del Señor».
Al día siguiente se adentraron en un gran bosque de abedules, despojados ya de sus hojas por el invierno. A medida que se aproximaba al corazón de la gélida floresta, Sparhawk comenzó a percibir el olor del humo y, al poco trecho, divisó un oscuro manto tendido entre los desnudos troncos blancos de los árboles. Ordenó a la columna que se detuviera y se adelantó para investigar.
Había recorrido aproximadamente una milla cuando topó con un grupo de rudimentarias chozas estirias. Todavía eran pasto de las llamas y a su alrededor yacían numerosos cadáveres. Mientras profería múltiples blasfemias, Sparhawk volvió grupas y espoleó al airoso caballo negro para reunirse nuevamente con su tropa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sephrenia, que había reparado en su lúgubre semblante—. ¿De dónde proviene esa humareda?
—Un pueblo estirio se asentaba en aquel lugar —replicó él sombríamente—. Ambos sabemos qué significa ese humo.
—Ah —suspiró Sephrenia.
—Será mejor que permanezcáis aquí con la niña hasta que les hayamos dado sepultura.
—No, Sparhawk. Este tipo de tragedias forman parte de su herencia racial. Todos los estirios conocen su existencia. Además, tal vez yo pueda ayudar a los supervivientes, si queda alguno.
—Como os plazca —repuso lacónico Sparhawk antes de reemprender bruscamente la marcha de la columna, imbuido por una profunda ira.
Rastrearon algunas huellas del desesperado intento de defensa realizado por los desventurados estirios, quienes finalmente habían sucumbido ante la superioridad numérica y los brutales métodos empleados por sus atacantes. Sparhawk organizó la distribución de las tareas: algunos de sus hombres se encargaron de cavar las fosas y otros de apagar el fuego.
Sephrenia se acercó. Al cruzar el atestado claro su rostro mostraba una mortal palidez.
—Sólo hay algunas mujeres entre los muertos —informó—. Seguramente el resto huyó a los bosques.
—Tratad de convencerlas para que regresen —indicó Sparhawk.
Después dirigió la mirada a sir Parasim, el cual sollozaba tristemente mientras excavaba una sepultura. Era evidente que aquel joven caballero no estaba emocionalmente preparado para realizar aquel tipo de labor.
—Parasim —ordenó Sparhawk—, acompañad a Sephrenia.
—Sí, mi señor —respondió Parasim, al tiempo que dejaba caer la pala.
Por fin los muertos fueron confiados a la tierra, y Sparhawk murmuró una breve plegaria elenia sobre sus tumbas. Probablemente no resultaba lo más adecuado para los estirios, pero era cuanto podía hacer.
Una hora más tarde, regresaron Sephrenia y Parasim.
—¿Ha habido suerte? —inquirió Sparhawk.
—Las hemos encontrado —repuso la mujer—, pero se niegan a salir de la espesura.
—Es comprensible —aceptó él—. Intentaremos recomponer alguna de estas casas para que puedan guarecerse del frío.
—No perdáis el tiempo, Sparhawk. Jamás volverán a este lugar. El motivo radica en uno de los dictados de la religión estiria.
—¿Os dieron alguna pista de la dirección que tomaron los elenios responsables de la matanza?
—¿Qué tramáis, Sparhawk?
—Castigarlos, y sólo ejecutaría una de las leyes de la religión elenia.
—No. Si ésas son vuestras intenciones, no os revelaré hacia dónde se han encaminado.
—No pienso dejar impune este acto de barbarie. Sois libre para ocultármelo; sin embargo, si no tengo otra opción, comenzaré a buscar su rastro.
Sephrenia lo miró indefensa, luego sus ojos adquirieron un aire de picardía.
—¿Hacemos un trato, Sparhawk? —propuso.
—Os escucho.