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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (12 page)

—Creo que ha llegado el momento de emprender nuestro camino —sugirió a Kalten, al tiempo que recogía la caja.

—De acuerdo —repuso éste.

Después de dar cuenta de la cerveza, se puso en pie con una ligera vacilación; el sombrero le colgaba casi de la nuca. Se tambaleó un par de veces antes de alcanzar la salida y prosiguió dando eses una vez en la calle. Sparhawk se había cargado nuevamente la caja a la espalda.

—¿No exageras un poco? —murmuró a su amigo cuando hubieron doblado la esquina.

—Sólo me comporto como el típico cortesano borracho. Acabamos de salir de una taberna.

—Ya nos hemos alejado de ella. Si continúas con tu conducta de borrachín, vas a llamar la atención. Me parece que es conveniente asumir una curación milagrosa.

—Has logrado estropear el lado divertido, Sparhawk —se quejó Kalten, al tiempo que dejaba de trastabillar y se enderezaba el sombrero en la cabeza.

Mientras continuaban por las bulliciosas callejuelas, Sparhawk se mantenía detrás en señal de respeto, al igual que se hubiera conducido un buen escudero.

Al llegar a otro cruce, Sparhawk sintió un familiar hormigueo en la piel. Entonces depositó su carga en el suelo para enjugarse la frente con la manga de la camisa.

—¿Qué sucede? —inquirió Kalten al tiempo que también se detenía.

—La caja es pesada, mi señor —explicó Sparhawk en voz alta para que lo oyeran los transeúntes—. Nos espían —añadió después en un susurro, escrutando entretanto los costados de la calle.

La silueta del encapuchado se recortaba en la ventana de una segunda planta, parcialmente oculta tras un grueso cortinaje verde. Le recordaba a la que lo había observado la lluviosa noche en que llegó a Cimmura.

—¿Lo has localizado? —preguntó quedamente Kalten mientras simulaba ajustarse el cuello de la capa.

Sparhawk exhaló un bufido al retomar nuevamente la caja.

—En una ventana del segundo piso, encima de la cerería.

—Pongámonos ya en marcha, escudero —dijo Kalten con un tono de voz más elevado—. El día es corto.

Al emprender el camino calle arriba, captó una fugaz y furtiva mirada procedente de la ventana de cortinas verdes.

—El tipo ése tenía un aspecto extraño, ¿no es cierto? —señaló Kalten cuando hubieron doblado la esquina—. En general, nadie lleva capucha en el interior de una casa.

—Tal vez deba ocultar algo.

—¿Crees que nos ha reconocido?

—Es difícil precisarlo. Aunque no estoy seguro, me parece que es el mismo que me vigilaba la noche en que llegué a la ciudad. No pude observarlo bien, pero entonces experimenté la misma sensación que ahora.

—¿La magia sería capaz de penetrar en estos disfraces?

—Cómodamente. La magia ve al hombre, no sus ropajes. Bajemos unas cuantas avenidas y, en caso de que decida seguirnos, intentaremos darle esquinazo.

—De acuerdo.

Casi al mediodía arribaron a la plaza cercana a la Puerta del Oeste, donde Sparhawk había descubierto a Krager. Una vez allí se separaron, tomando cada uno una dirección distinta. Describían detalladamente al individuo que buscaban y preguntaban por él a los tenderos del mercado. En uno de los ángulos del recinto, Sparhawk se reunió con su amigo.

—¿Ha habido suerte?

Kalten asintió.

—Allí hay un mercader de vino que afirma que un hombre que se ajusta a las características de Krager acude a su establecimiento tres o cuatro veces al día para comprar una jarra de vino tinto de Arcium.

—En efecto, ésa es su bebida predilecta —aseguró Sparhawk sonriente—. Si Martel se entera de que vuelve a beber, le meterá el brazo en la garganta hasta llegar al corazón y arrancárselo.

—¿Realmente puede hacerse eso con un hombre?

—Sólo si se posee un brazo lo bastante largo y se sabe dónde hay que buscar. ¿Te ha dicho el vinatero por qué lado suele entrar?

—Por aquella calle —indicó Kalten.

Sparhawk se rascó en actitud pensativa los pelos de caballo que componían su barba.

—Si te la arrancas, Sephrenia te propinará una azotaina.

De inmediato, Sparhawk apartó la mano de la cara.

—¿Ya ha ido a buscar su primera jarra de vino esta mañana? —preguntó.

—Hace dos horas aproximadamente.

—Seguramente la terminará pronto. Si bebe según sus anteriores costumbres, debe despertarse un tanto resacoso por las mañanas. —Sparhawk lanzó una ojeada a la plaza—. Apostémonos en aquel lugar donde no hay tanta gente y aguardémoslo allí. Tan pronto como haya dado cuenta del vino, vendrá a buscar más.

—¿No hay peligro de que nos vea? Nos conoce a ambos.

—Es tan corto de vista que apenas alcanza a distinguir la punta de su nariz. Si a ello le añadimos el alcohol, sería incapaz de reconocer a su propia madre.

—¿Acaso tiene una madre? —preguntó Kalten con burlona sorpresa—. Siempre había creído que se arrastró de debajo de un tronco podrido.

Sparhawk soltó una carcajada.

—Busquemos un sitio apropiado para esperarlo.

—¿Podemos escondernos? —inquirió Kalten, entusiasmado—. Hace siglos que no practico.

—Encontraremos una ocasión más propicia, amigo —repuso Sparhawk.

Avanzaron por la calle que había indicado el mercader de vino, y, un centenar de pasos más adelante, Sparhawk señaló la estrecha abertura de un callejón.

—Eso resultará apropiado —aseveró—. Instalaremos nuestro escondrijo allí y, cuando pase Krager, lo arrastraremos hacia adentro para mantener una conversación privada.

—Muy bien —se mostró de acuerdo Kalten, con una sonrisa maliciosa.

Cruzaron la travesía y se adentraron en el callejón. A ambos lados se desparramaban montones de desperdicios en estado de descomposición que mezclaban su hedor al de un urinario público situado un poco más allá. Kalten agitó una mano ante su rostro.

—Tus decisiones a veces dejan mucho que desear, Sparhawk —protestó—. ¿No podías haber elegido un entorno menos fragante?

—¿Sabes? —dijo Sparhawk—, lo que más he echado de menos durante tu ausencia ha sido tu larga sarta de quejas.

—Siempre hay que propiciar algún tema de conversación —repuso Kalten, encogiéndose de hombros.

Después sacó de su jubón azul un cuchillo curvado y comenzó a suavizar su hoja con la suela de su bota.

—Yo me encargo de él.

—¿De quién?

—De Krager. Yo lo atacaré primero.

—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

—Tú eres mi amigo, Sparhawk, y siempre debes dar la primicia a tus amigos.

—¿Tu argumento no es aplicable también a la inversa?

Kalten sacudió la cabeza.

—Tú me aprecias a mí más que yo a ti. Es algo natural, por supuesto. Yo soy más agradable que tú.

Sparhawk le clavó la mirada.

—Para eso están los amigos —agregó Kalten con aire zalamero—, para mostrarnos nuestras pequeñas limitaciones.

Al acecho y vigilando la calle, aguardaron desde la boca de la angosta rúa lateral. No constituía un lugar muy frecuentado, pues había escasas tiendas. Al parecer, los edificios estaban destinados al almacenamiento.

Transcurrieron un par de horas.

—Quizás haya bebido en exceso y se ha quedado dormido —apuntó Kalten.

—Eso no suele ocurrirle a Krager. Puede aguantar la bebida de todo un regimiento. Vendrá.

Kalten asomó la cabeza a la calle para escrutar el cielo.

—Va a llover —predijo.

—Hemos soportado la lluvia otras veces.

Kalten, tras dar un tirón a la pechera de su llamativo jubón, entornó los ojos.

—Pero Sparhawk —adujo Kalten, con un ceceo escandaloso—. Voz zabéiz como ze mancha el zatén cuando ze moja.

Sparhawk apenas podía silenciar el estallido de sus carcajadas.

Continuaron a la espera hasta que hubo pasado otra hora.

—Falta poco para la puesta del sol —indicó Kalten—. Tal vez haya encontrado otra vinatería.

—Esperemos un poco más —replicó Sparhawk.

El ataque se produjo sin previo aviso. Unos ocho o diez fornidos individuos cargaron contra ellos con las espadas en la mano. El espadín de Kalten emergió con un silbido de su funda al tiempo que Sparhawk empuñaba la espada corta. El hombre que guiaba a los agresores dobló jadeante su cuerpo al ser penetrado por el arma de Kalten. Sparhawk se adelantó a su amigo mientras éste se recobraba de la estocada. Tras contener la acometida de uno de los asaltantes, le clavó la espada en el vientre. Tiró violentamente de la hoja al desprenderla para ensanchar todo lo posible la herida.

—¡Abre la caja! —le gritó a Kalten cuando se enfrentaba a otra embestida.

El callejón, demasiado estrecho, no permitía que entraran más de dos personas a la vez; en consecuencia, aunque su espada era más corta, conseguía mantenerlos a raya. Oyó a su espalda el crujir de la madera producido por Kalten al romper de un puntapié la caja. A continuación, su compañero se apostó junto a él blandiendo su arma habitual.

—Ya la he rescatado —le dijo—. Ve a buscar la tuya.

Sparhawk se volvió para correr hacia la boca del callejón. Tras deshacerse de la espada de hoja corta, extrajo la suya de la caja y se apresuró a unirse al combate. Kalten había abatido a dos de los atacantes y hostigaba a los demás, quienes se veían obligados a retroceder. Sin embargo, pese a que se apretaba fuertemente con la mano izquierda el costado, la sangre manaba entre sus dedos. Sparhawk avanzó y, esgrimiendo la espada con ambas manos, cortó de un tajo la cabeza de uno y el brazo que blandía el arma de otro. Después, introdujo la punta de la espada en el pecho de un tercero, al que abandonó tambaleante contra la pared mientras la sangre le caía a raudales de la boca.

El resto de los agresores se dio a la fuga.

Sparhawk giró sobre sí mismo y observó cómo Kalten extraía fríamente su espada del vientre del hombre al que había sesgado el brazo.

—No los dejes detrás de ti de este modo, Sparhawk —advirtió su amigo—. Incluso un hombre con un solo brazo puede apuñalarte por la espalda. Además, no resulta un comportamiento ordenado: hay que finalizar un trabajo antes de pasar a otro —concluyó, con la mano aún comprimida sobre su flanco.

—¿Estás bien? —le preguntó Sparhawk.

—Sólo es un arañazo.

—Los arañazos no sangran de esa forma. Déjame echarle un vistazo.

La cuchillada recibida por Kalten era considerablemente larga, si bien no parecía profunda. Sparhawk rasgó la manga del jubón de una de las víctimas, la enrolló y la colocó sobre la herida de Kalten.

—Mantenlo ahí —indicó—. Apriétalo contra la herida para atajar la sangre.

—No es la primera vez que me pinchan, Sparhawk. Sé lo que debo hacer.

Sparhawk miró los cuerpos tendidos en el suelo.

—Deberíamos marcharnos —señaló—. El ruido podría haber alertado a algún vecino. ¿Has advertido algo particular en estos hombres? —preguntó mientras fruncía el entrecejo.

—Eran francamente ineptos —repuso Kalten con un encogimiento de hombros.

—No me refería a eso. Los hombres que se dedican a acorralar a la gente en callejones marginales no suelen cuidar especialmente su aspecto físico, y estos tipos lucen un impecable afeitado. ¡Qué interesante! —agregó, después de hacer rodar a uno de los cadáveres y abrirle la camisa.

El muerto llevaba como ropaje interior una túnica roja con un emblema bordado en el pecho.

—Un soldado eclesiástico —gruñó Kalten—. ¿Crees que Annias nos considera antipáticos?

—Probablemente. Salgamos de aquí. Tal vez los que han sobrevivido busquen refuerzos.

—¿Vamos al castillo o a la posada?

Sparhawk hizo un gesto negativo.

—Alguien ha descubierto nuestra verdadera identidad y Annias prevé que nos refugiaremos en uno de esos dos lugares.

—Posiblemente tengas razón. ¿Alguna sugerencia?

—Conozco un sitio relativamente cercano. ¿Te sientes con fuerzas para caminar?

—Puedo ir tan lejos como tú. Soy más joven, ¿recuerdas?

—Solamente te aventajo en seis semanas.

—Aun así soy más joven, Sparhawk. Un número más o menos no tiene importancia.

Se prendieron las espadas al cinto y salieron del callejón. Al andar, Kalten se apoyaba sobre el hombro de Sparhawk.

La calle en la que desembocaron transformaba progresivamente su apariencia a medida que avanzaban hasta conducirlos a un laberinto de callejuelas y vías sin pavimentar. Los edificios se hallaban en un estado ruinoso, y la gente con la que topaban, vestida con ropas casi andrajosas, caminaba sin parecer acusar la miseria circundante.

—Hemos penetrado en una madriguera de conejos, ¿eh? —señaló Kalten—. ¿Está muy lejos ese sitio? Empiezo a cansarme.

—Al otro lado de ese cruce.

Kalten exhaló un gruñido, al tiempo que se presionaba con fuerza el costado.

Prosiguieron la marcha. Las miradas que les dirigían los habitantes de aquellos tugurios eran hoscas, incluso hostiles. El atuendo de Kalten lo delataba como miembro de la clase dirigente y aquellos desheredados de la sociedad no frecuentaban a los cortesanos ni a sus sirvientes.

Al llegar a la intersección, Sparhawk condujo a su amigo por un cenagoso callejón. Cuando se hallaban a la mitad, salió de un portal un hombre corpulento que les cortó el paso con una pica herrumbrosa.

—¿Adónde os dirigíais?

—Necesito hablar con Platime —respondió Sparhawk.

—No creo que esté dispuesto a escuchar lo que tengáis que decirle. Lo más inteligente será que os alejéis de estos suburbios antes de que caiga la noche. La oscuridad propicia los accidentes.

—También acontecen antes de que oscurezca —espetó Sparhawk mientras desenvainaba la espada.

—Puedo hacer venir a una docena de hombres en un abrir y cerrar de ojos.

—Y mi amigo puede sesgaros la cabeza sólo en el tiempo en que tardáis en abrirlos —le advirtió Kalten.

El hombre dio un paso atrás con aprensión.

—¿Qué decidís entonces, compadre? —preguntó Sparhawk—. ¿Nos conducís hasta Platime o jugamos un rato a los espadachines?

—No tenéis derecho a amenazarme.

Sparhawk levantó la espada para que el hombre pudiera observarla bien.

—Esto me otorga todo tipo de derechos, compadre. Dejad la pica contra la pared y llevadnos hasta Platime. ¡Ahora mismo!

Acobardado, el hercúleo rufián, tras depositar su arma como le indicaban, los guió hasta el final del callejón, donde una escalera de piedra descendía hacia lo que parecía la puerta de un sótano.

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