—Allá abajo —señaló.
—Vos primero —indicó Sparhawk—. No deseo que guardéis mi retaguardia. Parecéis pertenecer al tipo de personas que pueden equivocarse al enjuiciar las apariencias.
El hombre bajó de mala gana los escalones cubiertos de fango y golpeó dos veces la puerta.
—Soy yo —llamó—. Sef. Un par de nobles quieren hablar con Platime.
Hubo una pausa, a la que siguió el ruido metálico de una cadena. Después se abrió la puerta y asomó por la abertura la cabeza de un hombre barbudo.
—A Platime no le gustan los nobles —anunció.
—Haré que cambie de opinión —intervino Sparhawk—. Salid del paso, compadre.
Tras contemplar la hoja de la espada que empuñaba Sparhawk, el hombre barbudo tragó saliva y les franqueó la entrada.
—Ya podéis avanzar, Sef —indicó Kalten al guía.
Éste traspasó el umbral.
—Venid con nosotros, amigo —invitó Sparhawk al portero cuando él y Kalten ya se encontraban dentro—. Nos gusta estar acompañados.
Las escaleras se prolongaban entre paredes de piedra enmohecida que rezumaba humedad. Abajo, se abría un amplio sótano de techo abovedado. Una fogata que ardía en un hoyo excavado en el centro de la estancia impregnaba el aire de humo. Junto a la pared se alineaban numerosos camastros de tosca construcción, cubiertos con jergones de paja, sobre los que se hallaban sentados varios hombres y mujeres vestidos con gran variedad de atuendos que bebían y jugaban a los dados. Justo detrás del fuego, un hombre de poblada barba y voluminosa barriga estaba recostado en una silla larga con los pies en dirección a las llamas. Lucía un jubón de satén de color naranja deslucido con diversas manchas en la pechera, y sostenía una jarra de plata con una de sus fornidas manos.
—Ése es Platime —señaló nerviosamente Sef—. Está un poco borracho, así que será mejor que seáis cautelosos, mis señores.
—Podemos arreglárnoslas —lo tranquilizó Sparhawk—. Gracias por vuestra colaboración, Sef. No sé qué habríamos hecho sin vos —añadió, al tiempo que ayudaba a Kalten a rodear la fogata.
—¿Quién es esta gente? —preguntó Kalten en voz baja mientras miraba a los hombres y mujeres que flanqueaban los muros.
—Ladrones, mendigos, probablemente incluso algunos asesinos, personajes de ese tipo.
—Tienes unas amistades muy selectas, Sparhawk.
Platime examinaba cuidadosamente una cadena con un colgante de rubí. Cuando Sparhawk y Kalten se detuvieron ante él, alzó sus nublados ojos para observarlos. Dedicó una especial atención al elegante atuendo de Kalten.
—¿Quién ha dejado entrar a estos dos? —bramó.
—Digamos que nos hemos permitido esa libertad, Platime —repuso Sparhawk. A continuación, envainó la espada y alzó el parche que le tapaba un ojo.
—Bien, pues ya podéis permitiros también la libertad de acompañaros hasta la salida.
—Me temo que no resultaría lo más adecuado en estos momentos —objetó Sparhawk.
El rollizo personaje de jubón naranja chasqueó los dedos y la gente sentada sobre los camastros se levantó de inmediato.
—No podríais luchar contra todos —advirtió Platime, señalando a sus cohortes.
—Últimamente acostumbramos pelear en clara situación de desventaja —sopesó Kalten; no obstante, puso su mano sobre la empuñadura de la espada.
—Vuestro atuendo y esa arma no están en concordancia —comentó Platime con los ojos entrecerrados.
—Así que todos los esfuerzos que dedico a mi atavío son vanos —suspiró Kalten.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó Platime con suspicacia—. Éste va vestido como un cortesano, pero no me parece que realmente se trate de una de esas mariposas sin alas que viven en palacio.
—Posee una visión penetrante, ¿no es cierto? —indicó Kalten a Sparhawk; a continuación respondió a Platime—: Somos caballeros pandion.
—¿Caballeros de la Iglesia? Sospechaba algo semejante. ¿Por qué lleváis esos ropajes?
—Nuestras identidades son relativamente conocidas en la ciudad —explicó Sparhawk—. Queríamos recorrer las calles sin ser reconocidos.
Platime lanzó una significativa mirada al jubón manchado de sangre de Kalten.
—Me parece que alguien ha descubierto vuestro disfraz —advirtió—, o tal vez frecuentáis malas compañías. ¿Quién os ha apuñalado?
—Un soldado eclesiástico —repuso Kalten, encogiéndose de hombros—. Por un afortunado azar, acertó la estocada. ¿Os importa si tomo asiento? Me siento agitado por un misterioso temblor.
—Que alguien le traiga un taburete —gritó Platime. Luego volvió a mirarlos a ambos—. ¿Por qué razón los soldados de la Iglesia se enfrentan con los caballeros de la Iglesia? —preguntó.
—Son asuntos de palacio —indicó Sparhawk, que trataba de restarle importancia—. A veces adoptan un cariz un tanto tenebroso.
—Tus palabras resultan muy ciertas. ¿Qué os ha traído aquí?
—Necesitamos un lugar donde refugiarnos temporalmente —informó Sparhawk, al tiempo que observaba a su alrededor—. Este sótano podría servirnos.
—Lo siento, amigo. Puedo compadecerme de un hombre que acaba de tener una escaramuza con los soldados eclesiásticos, pero este local se destina a los negocios y no hay sitio para los forasteros.
Platime dirigió la mirada al hombre que acababa de sentarse en el taburete que le había acercado un andrajoso mendigo.
—¿Habéis acabado con el hombre que os ha acuchillado?
—Lo ha matado él —respondió Kalten señalando a Sparhawk—. Yo he dado cuenta de otros, pero él ha soportado casi todo el peso de la pelea.
—¿Por qué no hablamos de negocios? —propuso Sparhawk—. Creo que debéis un favor a mi familia, Platime.
—No tengo ningún tipo de trato con nobles —sentenció Platime—, salvo con algún aristocrático cuello cortado en ciertas ocasiones, así que es poco probable que exista esa deuda.
—El favor al que me refiero no tiene nada que ver con el dinero. Hace mucho tiempo, los soldados de la Iglesia estaban a punto de colgaros y mi padre intervino para salvaros.
—¿Vos sois Sparhawk? —preguntó Platime mientras parpadeaba sorprendido—. No os parecéis mucho a vuestro padre.
—Es por la nariz —explicó Kalten—. Cuando se le rompe la nariz a un hombre, cambia completamente su apariencia. ¿Por qué iban a colgaros los soldados?
—Se trataba de un malentendido. Acuchillé a un tipo y, como no llevaba uniforme, desconocía que pertenecía a la guardia del primado. —Hizo un gesto de desprecio—. Además, todo lo que guardaban sus bolsillos eran dos monedas de plata y un puñado de cobre.
—¿Reconocéis vuestra deuda? —instó Sparhawk.
—Supongo que debo hacerlo —admitió Platime, a la vez que se estiraba de la barba.
—En ese caso, nos quedaremos en este lugar.
—¿Eso es todo lo que queréis?
—No. Buscamos a un hombre, un tipo llamado Krager. Vuestros mendigos recorren toda la ciudad. Me gustaría que nos ayudaran a localizarlo.
—Me parece plausible. ¿Podéis describir su aspecto?
—Opino que es preferible mostrároslo.
—Tu propuesta suena un tanto descabellada, amigo.
—Necesito sólo un minuto. ¿Tenéis una jofaina o algo similar y un poco de agua limpia?
—Creo que sí. ¿Qué os proponéis?
—Va a representar la imagen de Krager en el agua —indicó Kalten—. Es un viejo truco.
Platime pareció impresionado.
—Me habían dicho que los pandion conocéis la magia, pero no había asistido en mi vida a nada semejante.
—Sparhawk posee mayor habilidad para estas cosas que yo —admitió Kalten.
Uno de los mendigos trajo una jofaina descascarillada llena de un agua ligeramente turbia. Sparhawk la depositó en el suelo y se concentró un momento. Tras murmurar para sí las palabras estirias del hechizo, pasó lentamente la mano sobre el recipiente y apareció en él el rostro hinchado de Krager.
—Realmente es algo digno de ver —exclamó Platime, maravillado.
—No entraña grandes dificultades —comentó Sparhawk modestamente—. Pedid a vuestra gente que lo mire. No puedo retener la imagen indefinidamente.
—¿Cuánto tiempo podéis mantenerla?
—Diez minutos aproximadamente. Después se desintegra.
—¡Talen! —gritó el obeso dirigente—. Ven aquí.
Un niño desaliñado de unos diez años se acercó con desgana al grupo. Su túnica se mostraba sucia y harapienta, pero la cubría un chaleco de satén rojo confeccionado con las mangas recortadas de un jubón. Como era de esperar, esta última prenda presentaba varias rajas de cuchillo.
—¿Qué quieres? —inquirió con insolencia.
—¿Puedes copiarlo? —preguntó Platime al tiempo que apuntaba hacia la jofaina.
—Por supuesto, pero ¿por qué motivo iba a hacerlo?
—Porque te abofetearé como no obedezcas.
—Antes tendrás que atraparme, gordinflón, y yo corro más rápido que tú.
Sparhawk introdujo un dedo en un bolsillo de su jubón de cuero y sacó una pequeña moneda de plata.
—¿Aceptarías esto mientras tanto? —preguntó con la moneda en alto.
—Por ese precio realizaré una obra de arte —prometió el chaval con ojos relucientes.
—Sólo deseamos que lo plasmes cómo es en realidad.
—Lo que vos ordenéis, jefe —dijo Talen con mofa, al tiempo que parodiaba una reverencia—. Voy a buscar mis cosas.
—¿Sabrá hacerlo? —preguntó Kalten a Platime cuando el muchacho se hubo deslizado hasta uno de los camastros.
—No soy entendido en arte —se disculpó con un encogimiento de hombros—. Cuando no pide limosna o roba, se pasa el día haciendo dibujos.
—¿No resulta un poco joven para vuestras actividades?
—Sus dedos son los más ágiles de toda Cimmura —repuso Platime divertido—. Podría sacaros los ojos de las cuencas y no os percataríais de ello hasta que intentarais mirar algo.
—Gracias por advertírmelo —señaló Kalten.
—Quizá sea demasiado tarde, amigo. ¿No llevabais un anillo al entrar?
Kalten parpadeó, levantó su mano izquierda manchada de sangre y comprobó que el anillo había desaparecido.
—Con cuidado, Sparhawk —protestó Kalten con una mueca de dolor—. Duele de veras.
—Debo limpiarla antes de poner el vendaje —adujo Sparhawk mientras frotaba la herida de su amigo con un paño empapado en vino.
—Pero ¿tienes que apretar tan fuerte?
Platime rodeó contoneándose la humeante fogata para detenerse junto al camastro donde yacía Kalten.
—¿Se curará? —preguntó.
—Probablemente sí —respondió Sparhawk—. Se ha desangrado en ocasiones anteriores y siempre ha conseguido recuperarse. Siéntate —añadió en dirección a su compañero, con un largo retal de lino en la mano.
Kalten se incorporó con un gruñido y Sparhawk comenzó a rodearle el pecho con la tela.
—No lo ajustes de esa forma —rezongó Kalten—. También tengo que respirar.
—Deja de quejarte.
—¿Os perseguían los soldados de la Iglesia por algún motivo especial? —inquirió Platime—. ¿O sólo trataban de divertirse?
—Poseían sus razones —contestó de manera imprecisa Sparhawk, al tiempo que anudaba la venda—. Últimamente hemos logrado ofender seriamente al primado Annias.
—Una actividad ciertamente honorable. No conozco la opinión de los nobles respecto a él, pero el pueblo lo odia sin excepciones.
—Nosotros lo despreciamos con moderación.
—Entonces tenemos algo en común. ¿Cabe alguna posibilidad de que la reina Ehlana recobre la salud?
—Intentamos por todos los medios que así sea.
—Creo que ella constituye nuestra única esperanza, Sparhawk —afirmó Platime con un suspiro—. De lo contrario, Annias va a dirigir Elenia según su conveniencia, lo que tendría gravísimas consecuencias.
—¿Patriotismo, Platime? —inquirió Kalten.
—Aunque sea un ladrón y un asesino, no soy desleal a mi país. Profeso tanto respeto a la corona como cualquier persona de este reino. Incluso respetaba a Aldreas, a pesar de su debilidad. —Sus ojos adoptaron un brillo malicioso—. ¿Llegó a seducirlo realmente su hermana? —preguntó—. Han circulado toda clase de rumores al respecto.
—Es difícil saberlo a ciencia cierta —repuso Sparhawk, encogiéndose de hombros.
—Se volvió medio loca de rabia cuando vuestro padre obligó a Aldreas a casarse con la madre de Ehlana —comentó Platime con una risita—. Estaba totalmente convencida de que iba a contraer matrimonio con su hermano y controlar así el trono.
—¿No hubiera sido ilegal? —intervino Kalten.
—Annias aseguró que había hallado la manera de amoldarlo a las leyes. En todo caso, después de la boda de Aldreas, Arissa se escapó de palacio y unas semanas más tarde la encontraron en un sórdido burdel situado a orillas del río. Antes de que la sacaran de aquel lugar, casi todos los hombres de Cimmura habían pasado por su lecho. ¿Qué hicieron finalmente con ella? —preguntó mientras los miraba de reojo—. ¿Cortarle la cabeza?
—No —dijo Sparhawk—. Está enclaustrada en el monasterio de Demos. Allí son muy estrictos.
—Al menos podrá descansar. Por lo que he oído, a la princesa Arissa se la conocía por su intensa y agitada juventud. Podéis utilizar ése —añadió al tiempo que señalaba un camastro cercano—. He enviado a todos los ladrones y mendigos de Cimmura a la busca de ese Krager. Si pone un pie en la calle, lo sabremos dentro de una hora. Mientras tanto, podríais dormir un rato.
Sparhawk asintió y después se irguió.
—¿Estás bien? —preguntó a Kalten.
—Estupendamente.
—¿Necesitas algo?
—¿Qué te parece un poco de cerveza? Sólo para recobrar toda la sangre que he perdido, por supuesto.
—Por supuesto.
Era imposible determinar la hora puesto que el sótano no poseía ventana alguna. Sparhawk sintió un leve contacto y, tras despertarse de inmediato, agarró la mano que lo había rozado.
El joven de aspecto desaliñado, Talen, puso cara de decepción.
—Nunca registres un bolsillo cuando tiembles —se regañó—. Allá afuera hace una mañana de perros —agregó después de enjugarse la lluvia del rostro.
—¿Qué buscabas en mis bolsillos?
—Nada en especial, simplemente algo que pudiera ser útil.
—¿Serías tan amable de devolverme el anillo de mi amigo?
—Oh, sí. De todas maneras, sólo se lo quité para practicar. —Talen rebuscó dentro de su empapada túnica y sacó la joya—. Le limpié la sangre que tenía pegada —explicó, al tiempo que lo admiraba.