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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (27 page)

Tarod asintió brevemente con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. —Después levantó la cabeza y dirigió a Keridil una mirada fría y cruel—. Pero debes cumplir el trato al pie de la letra. Si alguien pusiera las manos sobre ella contra su voluntad…

—Nadie abusará de ella. —Keridil esbozó una desagradable sonrisa—. Dudo de que ningún hombre viviente tuviera la intención de acostarse con una sierva del Caos.

Tarod hizo caso omiso de la ofensa.

—Y cuando yo esté muerto… —vaciló al oír un grito ahogado de Cyllan—. Cuando yo esté muerto, será puesta en libertad. —Miró a la muchacha—. Ella no tiene poder. No será ninguna amenaza para ti.

—Será puesta en libertad, sin sufrir el menor daño.

Tarod asintió de nuevo con la cabeza.

—No te daré la mano para cerrar el trato. Pero considéralo cerrado.

Keridil suspiró. Por un instante, se había preguntado si la fidelidad de Tarod flaquearía ante la decisión que había de tomar, pero su instinto no le había engañado. Dio mentalmente gracias a Aeoris por la flaqueza quijotesca del carácter de Tarod que le hacía sacrificarse en aras de un altruismo personal, cualidad admirable en ciertas circunstancias, pero que a menudo resultaba equivocada. Sin embargo, al volverse se dio cuenta de una ligera inquietud en su interior que podía ser un sentimiento de vergüenza. Lo rechazó con impaciencia y habló a sus compañeros Adeptos.

—Nada ganaremos permaneciendo más tiempo aquí. Si nuestro amigo Drachea Rannak —y se inclinó en dirección a Drachea— está en lo cierto en lo que nos ha contado, encontraremos bastante desarreglado el Castillo. Habrá que poner orden en muchas cosas, y también mucho que explicar. —Señaló a Tarod—. Encerradle y custodiadle muy bien. Más tarde veré qué otras precauciones hemos de tomar.

—¿Y la muchacha? —preguntó un Adepto.

—Llevadla a una habitación y cuidad de que esté cómoda. Pero tenedla bajo vigilancia. —Keridil se volvió a Drachea—. Si quieres acompañarnos…

Cyllan no protestó cuando los Adeptos la condujeron hacia la puerta de plata. Tarod permaneció inmóvil, observándola, y al pasar por delante de él, Cyllan se detuvo de pronto y le miró.

—Tarod —dijo con voz terriblemente tranquila—, no dejaré que esto te ocurra. Voy a matarme. No sé cómo, pero encontraré la manera, lo juro. No voy a permitir que mueras por mí.

—No, Cyllan. —Trató de tocarla, olvidando momentáneamente que tenía las manos atadas a la espalda—. Tienes que vivir. Por mí.

Ella sacudió violentamente la cabeza.

—Sin ti, ¡no tendré nada para lo que vivir! Lo haré, Tarod. No quiero permanecer en el mundo si significa… esto. —Desprendió una mano que tenía asida a su guardián, el cual no lo impidió confuso y vacilante, y tocó cariñosamente la cara de Tarod. Este le besó los dedos y volvió la cabeza.

—Lo ha dicho en serio, Keridil. —Sus ojos estaban llenos de dolor—. Impídeselo. Ya sabes cuál es la alternativa.

Y antes de que Cyllan pudiese hablar de nuevo, echó a andar en dirección al pasadizo.

Fue una extraña procesión la que subió la escalera de caracol que llevaba al patio del Castillo. Keridil iba el primero, con Drachea pisándole los talones, y detrás de ellos subía Tarod bajo la estrecha vigilancia de cuatro Adeptos. Cyllan y su escolta les seguían, mientras que el resto de Adeptos de alto rango cerraban la marcha.

Al acercarse a la puerta del patio, Cyllan tuvo un presentimiento de lo que iba a ver. Aunque parezca extraño, había llegado a apreciar el Castillo tal como lo conocía; la misteriosa luz carmesí se adaptaba bien a las antiguas piedras de los muros, y el silencio tenía una paz que por muy tenebrosa que fuese, era mejor que el bullicio de una residencia humana. Y había allí recuerdos que hicieron aflorar las lágrimas en sus ojos al subir los últimos peldaños y salir finalmente a la noche.

El resplandor carmesí había desaparecido. En su lugar, se cernía una oscuridad densa y gris; el fulgor verdoso de un cielo nocturno iluminado por el reflejo de una de las lunas se proyectaba ahora en las altas paredes. Un débil susurro llegó a sus oídos y vio brillar el agua de la adornada fuente que captaba y reflejaba la pálida luz de las estrellas. El Castillo parecía mirar como un animal indiferente y ciego, sin una sola lámpara o antorcha que iluminase alguna de sus innumerables ventanas, y había un olor a mar en la brisa nocturna.

Keridil aspiró profundamente el aire.

—Vamos —dijo a media voz—. Si no me equivoco, falta una hora o más para que amanezca. Nos reuniremos en el salón.

Cruzaron en silencio el patio y subieron la escalinata de la puerta principal. Mientras caminaban por los corredores del Castillo, sus pisadas resonaron con un sonido hueco. Cyllan miró a su alrededor y todo le pareció turbadoramente distinto. De vez en cuando miraba a Tarod, que caminaba delante de ella, y en una ocasión trató de emplear sus facultades psíquicas para establecer contacto mental con él, pero él no le respondió.

Se sentía amargada y afligida. Cuando la victoria estaba literalmente a su alcance, se había frustrado su empeño, y se culpaba de ello, ya que su compasión mal empleada había permitido que Drachea Rannak siguiese con vida. Ahora, sólo un inmenso vacío se extendía ante ella. Pero encontraría la manera de hacer lo que había prometido. Y cuando estuviese muerta, Tarod podría ejercer libremente su venganza…

Las puertas del comedor se abrieron con un chirrido de protesta de sus goznes y Keridil observó la cámara desnuda y desierta. Le impresionó profundamente ver el Castillo tan vacío y abandonado y, para calmar su inquietud, se hizo locuaz.

—Despertad a los criados y que enciendan el fuego —ordenó—. Enviaremos recado a las cocinas para que se prepare comida…, ¡ah! que alguien tenga la bondad de ir a buscar a mi mayordomo Gyneth, pues le necesito aquí. —Se volvió a mirar a Tarod—. Buscad el lugar más seguro para él, con preferencia en los sótanos, donde no hay ventanas. Más tarde tomaré las últimas decisiones. En cuanto a esa muchacha… —Miró reflexivamente a Cyllan durante unos momentos y después hizo una seña a su escolta—. Venid conmigo.

Cyllan miró por encima del hombro y vio cómo se llevaban a Tarod por una puerta lateral antes de que la empujasen a ella hacia la escalera que conducía a la galería de encima de la enorme chimenea. En el fondo de la galería, una pequeña puerta conducía a otro laberinto de pasillos y escaleras, y por fin llegaron a un estrecho corredor en la planta más alta del Castillo. Keridil abrió la puerta de una habitación situada en el extremo del pasillo, miró a su interior y satisfecho, hizo ademán a los guardianes de Cyllan para que la hiciesen entrar.

La habitación era pequeña y escasa pero cómodamente amueblada. Una cama, un solo sillón tapizado, una mesita y gruesas cortinas de terciopelo en la ventana. En el suelo, alfombras tejidas a mano, y Cyllan permaneció en silencio en medio de la estancia, mirando a su alrededor.

Keridil se dirigió a la ventana y apartó las cortinas, descubriendo una reja de hierro delante del cristal. Después sacó un cuchillo del cinto y, con dos rápidos golpes, cortó los cordones que sujetaban las cortinas. Por último, se plantó delante de Cyllan.

—Entiéndeme bien —dijo sin brusquedad—. La ventana está enrejada, de manera que no podrás abrirla y saltar por ella, ni romper el cristal ni emplearlo para cortarte las muñecas. Ya no hay cordones en las cortinas con los que puedas ahorcarte. Y la lámpara será colocada a tal altura que no puedas alcanzarla; por lo tanto, no creas que puedas prenderte fuego y morir de esta manera.

Cyllan solamente le miró, echando chispas por los ojos.

—Considérate una huésped distinguida del Círculo —siguió diciendo Keridil—. Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, quedarás en libertad y, si entonces quieres quitarte la vida, ya no será de mi incumbencia. —Hizo una pausa antes de sonreír en un intento de mitigar su fría expresión—. Aunque creo que sería un trágico error.

—Puedes creer lo que quieras —dijo furiosamente Cyllan.

—Querré hablar contigo cuando haya atendido a ciertos asuntos más urgentes. Todavía tengo que oír tu versión de la historia, y quiero ser justo.

Esto provocó una reacción. Cyllan rió sarcásticamente.

—¿Justo? —repitió—. ¡Tú no sabes el significado de esta palabra! Tarod me lo había dicho ya, Sumo Iniciado, y no quiero saber nada de tu concepto de la justicia.

Keridil suspiró.

—Como quieras. Tal vez con el tiempo comprenderás, y espero que sea así. No siento rencor contra ti, Cyllan… te llamas así, ¿verdad? Y por mi parte, cumpliré el trato que he hecho con Tarod.

Ella sonrió amargamente.

—También lo cumpliré yo.

—No lo creo. Bueno, podrías tratar de morirte de hambre, es verdad; pero nuestro médico Grevard tiene unos cuantos métodos para solucionar estos casos y puede mantenerte viva tanto si quieres como si no. Por tanto, vivirás y prosperarás. Si comprendes y aceptas esto ahora, nos entenderemos mucho mejor.

Cyllan se acercó a la ventana, encogiendo los hombros.

—Quiero ver a Tarod.

—Eso es imposible. —Keridil se acercó a la puerta y habló en voz baja a los dos Adeptos—. Permaneced de guardia hasta que encuentre a alguien que os releve. No crucéis la puerta a menos que sea absolutamente necesario, pero, en todo caso, no dejéis que ella se acerque a vuestras espadas, o se matará antes de que podáis impedirlo. —Se volvió a mirar a la pequeña y desafiadora figura junto a la ventana—. Es un rehén valioso, aunque sólo los dioses saben cuál será su valor hasta que este sea puesto a prueba. —Dio una palmada en el hombro a cada uno de los hombres—. Estad alerta.

Cyllan oyó que la puerta se cerraba con llave detrás de ella y se encontró sola en la habitación a oscuras. Sus ojos se habían adaptado a la penumbra, y empezó a pasear arriba y abajo del dormitorio, buscando algo con que poder realizar su plan autodestructor. Quería morir; quería librar a Tarod de la responsabilidad que había asumido; pero Keridil había sido precavido y allí no había nada que pudiese servirle. Ni siquiera había almohadas en la cama, aunque dudaba de que hubiese podido asfixiarse con ellas. No había manera.

Por fin renunció a su búsqueda y se sentó en la cama, cruzando las manos sobre la falda y tratando de impedir que la desesperación se apoderase de ella. Se preguntó dónde habrían llevado a Tarod, cómo se sentiría éste, si sería capaz de persuadir a Keridil de que la dejase verle, al menos una última vez antes de… Irritada, rompió el hilo de estos espantosos pensamientos. No iba a darse por vencida; todavía no. Mientras él viviese, habría esperanza. Y encontraría la manera de encender y alimentar esta esperanza… Fuera como fuese, la encontraría.

Sus palabras habían demostrado su valor —lo había dicho Keridil— pero, en la soledad de su habitación, sonaban a huecas. Cyllan se esforzó en mantenerlas vivas en su mente, pero era una lucha desigual. Y por fin, cediendo a sus sentimientos más profundos, rompió a llorar, en silencio, desesperadamente, mientras las primeras luces de la aurora aparecían más allá de su ventana.

El comedor era un torbellino de actividad y alegraba el corazón de Drachea que, después de lavarse y refrescarse y devorar un buen desayuno, se había sentado en un banco cerca de la enorme chimenea. La leña ardía con fuerza, desterrando el frío, y Drachea se hallaba rodeado de hombres y mujeres que no habían dejado en toda la mañana de acosarle a preguntas y de alabarle y de mostrarle su gratitud, hasta que se sintió embriagado de tanta admiración.

A pocos pasos de él, el Sumo Iniciado estaba sentado a una mesa separada con los miembros más ancianos del Consejo de Adeptos, o al menos, con los que habían sobrevivido a la terrible experiencia. Encontrarse con que el regreso del Tiempo se había cobrado un precio había sido un triste descubrimiento. Siete de los más ancianos moradores del Castillo, entre ellos el alto Adepto que se había derrumbado en el Salón de Mármol, habían muerto; sus corazones no habían podido resistir la impresión, cuando el Péndulo había anunciado su presencia en su mundo con la fuerza de un terremoto. Otros necesitaban cuidados médicos, y Drachea había observado cómo Grevard, el médico del Castillo y según se decía uno de los más competentes del mundo, andaba atareado de un lado a otro, atendiendo a casos urgentes, ayudado solamente por dos auxiliares y por una mujer anciana y de cara caballuna que vestía el hábito blanco de las Hermanas de Aeoris.

Hacía una hora que un grupo de hombres de la provincia de Shu había llegado al galope y cruzado el Laberinto que aislaba al Castillo de todos, salvo de los Iniciados, y entre ellos había un pálido mensajero del propio Margrave, que traía una súplica de éste al Sumo Iniciado para que le ayudase a encontrar a su desaparecido hijo y heredero. Keridil había enviado inmediatamente a un jinete para llevar la buena noticia a Shu-Nhadek, y había pensado que el Círculo podía esperar una visita personal de Gant Ambaril Rannak para darle las gracias. La perspectiva no le gustaba en absoluto, pues recordaba que el padre de Drachea era un ordenancista remilgado, y con todo lo que tenía que arreglar le molestaba toda interrupción innecesaria. Pero había formalidades que no podían evitarse: Drachea debía permanecer en el Castillo al menos hasta que pudiese celebrarse una sesión plenaria del Consejo de Adeptos, ante la cual pudiese presentar sus pruebas de manera adecuada. Y, aunque tenía que confesarse que no acababa de gustarle aquel joven arrogante, Keridil era consciente de que Drachea merecía un reconocimiento formal del servicio que había prestado.

Había tenido la oportunidad de oír toda la historia, al menos un esbozo de ella, y el cuadro era inquietante. De no haber sido por la intervención de Drachea Tarod habría recobrado la posesión de la piedra-alma, y la idea de los estragos que habría podido causar era espantosa. Sin embargo, Tarod estaba ahora seguramente encerrado en una de las mazmorras del Castillo y, en cuanto terminara Grevard su trabajo y pudiese descansar un poco, le enviaría a comprobar que se habían tomado las precauciones adecuadas.

Keridil se pellizcó la punta de la nariz con el índice y el pulgar, al notar que se le hacían confusos los papeles que tenía ante él. Tenía necesidad urgente de dormir, pero todavía no podía tomarse este respiro. Estaban llegando mensajeros, al parecer a cada minuto, y él empezaba solamente a darse cuenta de la gran alarma que la inexplicable desaparición del Círculo había provocado en todo el país. La primavera estaba ya adelantada; había habido tiempo sobrado para que surgiesen y cundiesen los rumores, y tendría que hacer un gran esfuerzo para difundir la noticia de que todo estaba ahora en orden. Tenía que enviar un informe al Alto Margrave y a la Superiora de la Hermandad; tenía que calmar temores y especulaciones… La lista parecía interminable, y la perspectiva de realizar este trabajo, desalentadora.

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