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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (30 page)

Se preguntó si Cyllan diría una última palabra, le suplicaría una vez más, mientras se la llevaban. Incluso ahora estaba dispuesto a ayudarla si podía…, pero ella conservó su semblante helado, inexpresivo, y ni siquiera le miró al pasar. La puerta se cerró detrás de ella, y Keridil, desengañado y furioso, levantó su copa de vino y la apuró de un trago.

Los empinados escalones que conducían al sótano del Castillo eran desiguales, y la luz vacilante de la linterna de la Hermana Erminet Rowald los hacía aún más peligrosos, sobre todo al ir ella cargada con su bolsa de hierbas y pociones. Sin embargo, había rechazado todo ofrecimiento de ayuda y convencido a Grevard de que podía desenvolverse sola.

El médico se había alegrado de que descargaran este peso de sus hombros, y su consentimiento resultó muy conveniente para lo que se proponía la Hermana Erminet. Más allá de la bodega, le había dicho él; después, la tercera celda a la derecha. La tarea era engorrosa, y requería tiempo… El olfato de Erminet captó olores mezclados de barriles mohosos, vino derramado, aire rancio y tierra, y se preguntó irónicamente cómo se podía esperar que un ser viviente prosperase en un ambiente tan desagradable.

Al llegar al final de la escalera, echó a andar con paso vivo por el largo y oscuro corredor. Un bultito gris plateado le pisaba los talones, confundiéndose con las sombras y, al acercarse a la tercera puerta, Erminet se detuvo para mirar al gato que la había seguido desde el cuerpo principal del edificio.

—Diablillo. —El afecto suavizó el tono normalmente agrio de la voz de la Hermana, y el gato levantó la cola—. ¡Aquí no encontrarás ninguna golosina!

El gato le respondió con un maullido de satisfacción y echó a correr delante de ella. Era uno de los numerosos retoños del gato mimado de Grevard, que vivía en estado medio salvaje en el Castillo y, por alguna razón inescrutable, se había aficionado recientemente a seguir a Erminet dondequiera que fuese, pegándose a ella como un amigo. A Erminet le divertía y complacía su predilección por ella; le había llamado Diablillo, y no del todo en broma; muchas personas desconfiaban de las facultades telepáticas de esas criaturas, y ella, cuando nadie la observaba, mimaba a Diablillo con comida de su propio plato.

El gato, acuciado por el mismo instinto telepático que permitía a los de su especie percibir de manera primitiva las emociones y los propósitos humanos, se detuvo delante de la puerta adecuada y miró a Erminet con curioso interés. No había guardias en la puerta (Keridil había tomado precauciones más arcanas) y Erminet sacó de la bolsa la llave que le había dado Grevard. Esta giró con dificultad en la cerradura y la Hermana entró en la mazmorra.

De momento, no pudo verle. La luz de la linterna era muy débil y las sombras engañaban a los ojos. Pero, al volverse después de cerrar cuidadosamente la puerta a su espalda, una figura se movió en la densa oscuridad del fondo de la cámara.

Tarod estaba sentado sobre lo que parecía un montón de harapos, apoyada la espalda en la húmeda pared, e incluso en la penumbra pudo ver la Hermana Erminet el brillo sarcástico de sus ojos verdes. Grevard se había descuidado: las drogas que le había administrado habían dejado de surtir efecto y el preso estaba en pleno uso de sus facultades. Pero tal vez esto sería ventajoso para ella…

—Una Hermana de Aeoris viene a atender mis necesidades. Es un gran honor —dijo Tarod súbitamente.

Erminet sorbió por la nariz. Había visto antes a ese hombre, o demonio o lo que fuese, en circunstancias parecidas, y aunque habían medido sus armas, sentía respeto y bastante simpatía por él. Aunque este pensamiento podía ser herético, censuraba la traición que había puesto a Tarod en este trance, y le disgustaba ver a un individuo antaño tan soberbio reducido a la impotencia. Y todavía le gustaba menos la naturaleza de una muchacha como Sashka Veyyil…

—Adepto Tarod. —Se acercó a él, al darse cuenta de que todavía no la había reconocido—. Veo que las pociones de Grevard no han conseguido embotar tu lengua.

Los ojos verdes se entornaron momentáneamente después lanzó Tarod una risa cansada y gutural.

—Bien, bien, Hermana Erminet. No esperaba volver a estar a tu cuidado.

Ella dejó la bolsa en el suelo y contempló a su paciente. Más demacrado que nunca, sin afeitar, lacios los cabellos y sucia la ropa… y con las delatoras arrugas de una enorme tensión en el semblante. Este aspecto la afectó y, para combatir estos importunos sentimientos, dijo bruscamente:

—No pareces mejor después de que te hayan dado este respiro.

—Gracias. ¿Te ha enviado Grevard para que me distraigas con tus observaciones?

—Grevard está demasiado ocupado atendiendo a las que, según me han dicho, son consecuencias de tu trabajo —replicó Erminet—. Sólo me han enviado para comprobar que estás y seguirás estando bajo el efecto de las drogas. —Frunció el entrecejo—. Yo diría que alguien ha descuidado sus obligaciones.

Tarod suspiró.

—Tal vez también te han dicho que aquí no represento una amenaza para nadie, tanto si estoy drogado como si no.

Esto era lo que Erminet había sospechado, y se adaptaba al cuadro que se estaba formando despacio en su mente.

—He oído rumores sobre un trato entre el Sumo Iniciado y tú —dijo, revolviendo el contenido de su bolsa—. Pero parecían inverosímiles y nadie se tomó el trabajo de explicarlos a una pobre vieja como yo; por consiguiente, los deseché como tonterías.

—Pues son verdad —dijo Tarod, mirando con disgusto la pócima que ella estaba preparando.

Erminet interrumpió su trabajo y le miró reflexivamente.

—Entonces te había juzgado mal. No me imaginaba que aceptases tan fácilmente la derrota.

Vio un destello de dolor en sus ojos, y el gato, que hasta entonces había estado tranquilamente sentado y lamiéndose, interrumpió lo que estaba haciendo para lanzar un débil maullido de protesta, como si sus sentidos telepáticos hubiesen captado alguna fuerte emoción. Entonces, Tarod dijo brevemente:

—Tengo mis razones, Hermana.

—¡Oh, sí…! —Erminet se pasó la lengua por los labios—. La muchacha…

Un súbito cambio en el ambiente se manifestó cuando Tarod se irguió con todos los músculos en tensión.

—¿Has visto a Cyllan?

Ella había esperado una reacción, pero no tan vehemente, y fingió indiferencia para disimular su sorpresa.

—Conque se llama Cyllan. Sí, la he visto hace menos de una hora. Es decir, si es aquella criatura de delicado aspecto, cabellos pálidos y ojos peculiares.

Tarod se crispó visiblemente.

—¿Dónde está?

—Tu ansiedad te delata, Adeptó. —Erminet le miró con expresión agria y divertida, pero se ablandó de pronto—. Estaba con el Sumo Iniciado en el estudio de éste…, y sí, recuerdo las circunstancias en que concedió una entrevista parecida a la Hermana Novicia Sashka Veyyil. —Recordaba la cara de Cyllan, la angustia y el furor de sus ojos; también recordaba la discusión que había escuchado desvergonzadamente antes de llamar a la puerta de Keridil—. Pero no debes temer nada a este respecto —añadió—. Si la muchacha hubiese estado armada, me imagino que habría encontrado al Sumo Iniciado con un cuchillo clavado en el corazón.

Tarod cerró los ojos.

—Entonces está viva y bien… Pensaba que Keridil no cumpliría nuestro pacto…

Erminet le miró, con ojos brillantes.

—¿Vuestro pacto? ¿Qué tiene que ver con esto la muchacha?

Tarod la miró a su vez, sopesándola para decidir si debía o no decirle algo más. La vieja se había mostrado una vez amable con él, a su manera peculiar; y a pesar del desprecio que sentía por el Círculo y la Hermandad, Tarod simpatizaba con ella y, aunque las dos mujeres habían sido polos opuestos en muchos aspectos, algo en el carácter de Erminet le recordaba a Themila Gan Lin.

—Cyllan es el quid de nuestro pacto, Hermana. Es un rehén que garantiza mi buen comportamiento. Si yo luchase contra la suerte que me impone el Círculo, Keridil la haría ejecutar en cuanto yo estuviese muerto.

Erminet estaba claramente impresionada y su acritud normal dio súbitamente paso a un sentimiento humanitario.

—¡Pero si no es más que una niña! Seguramente el Sumo Iniciado no…

—Ella se alió conmigo. Cualquier Margrave provincial la ahorcaría por menos.

Esto era verdad… Ahora nadie dudaba de la verdadera naturaleza de Tarod, aunque, en la soledad de la mazmorra, a Erminet le costaba creer que estaba hablando con un demonio del Caos. Hubiese debido sentir miedo de él, pero no lo sentía. A ella le parecía más bien una víctima de las circunstancias… y ésta era una condición que comprendía demasiado, aunque el recuerdo se remontase a cuarenta años atrás.

—Entonces estás dispuesto a morir para salvarle la vida… —dijo.

—Sí.

Dioses, pensó, ¿se estaba repitiendo una actitud propia de tiempos remotos? Se pasó la lengua por los secos labios.

—¿Y cuando te hayas ido? —preguntó.

—Keridil me prometió que la dejaría en libertad. —Los ojos de Tarod se nublaron—. No tengo más remedio que confiar en él. Así tendrá ella al menos una oportunidad.

Erminet dudó de que fuese prudente expresar lo que estaba pensando, pero no pudo romper su costumbre de toda la vida de ser brutalmente sincera.

—¿Estás seguro de que tu sacrificio vale la pena, Tarod? Ya te traicionaron una vez…

Por un momento, pensó que él iba a pegarle, pero la cólera se extinguió en sus ojos y solamente dijo:

—No seré traicionado por segunda vez, Hermana Erminet. No por Cyllan.

No… Recordando de nuevo lo que había oído, Erminet le dio la razón. Se sentó, olvidando sus pócimas, y su cara se contrajo súbitamente con una incómoda mezcla de confusión y dolor. El amor de Tarod por aquella extraña y pequeña criatura forastera, su resolución de perder la vida para salvar la de ella, la conmovía profundamente, despertando emociones que creía haber olvidado.

Permaneció sentada inmóvil durante lo que pareció un largo rato, atormentada por sus pensamientos, y sólo levantó la mirada cuando Tarod le tocó un brazo.

Estaba sonriendo, débil pero amablemente.

—Has dicho cuarenta años atrás, Hermana; pero no has olvidado lo que es amar, ¿verdad?

La cara del joven, sin duda envejecida y marchita ahora como la de ella, que la había desdeñado y sido causa de que tratase de suicidarse por amor, apareció de pronto claramente en la visión interior de la Hermana Erminet. El gato se levantó y corrió hacia ella, tratando de subir a su falda y lanzando débiles maullidos de pesar. Tarod le acarició la cabeza.

—Lo siento. No debí decir esto.

—Tonterías. —Erminet obligó a su voz a volver a su antigua brusquedad—. Los fantasmas no pueden dañar a nadie… —Rió, y su risa era seca, forzada—. No he llorado desde que entré en la Hermandad y no voy a empezar a hacerlo ahora, en todo caso, no por mí. —Le miró, con ojos brillantes—. Pero esto no impide que desee poder hacer algo por ti y esa muchacha.

Tarod apoyó la espalda en la pared.

—Podrías hacer algo por mí —dijo—. Si quieres.

—¿Qué es?

—Cuidar de que ella siga viva y bien.

Erminet pestañeó.

—¿Por qué no habría de ser así?

—Ella juró que se quitaría la vida. Ya lo intentó una vez, cuando fuimos capturados, para impedir que se cerrase aquel trato. Creo que lo intentará de nuevo y no confío en que Keridil lo impida. —Vaciló—. Si puedes hacerme este favor, Hermana, te lo agradeceré toda la vida… —Se interrumpió, riéndose de la ironía de sus palabras—. No, esto valdría muy poco. Di más bien que te daré las gracias.

Era una petición bastante modesta, y si el Sumo Iniciado o su propia Superiora, Kael Amion, lo desaprobaban, podían hacer lo que quisieran. Este pensamiento produjo en Erminet un escalofrío casi agradable.

—No necesito que me des las gracias —dijo a Tarod—. Haré lo que me pides, porque no quiero que se pierdan dos vidas cuando una puede ser suficiente. —De pronto, sonrió—. Bueno, he aquí una vieja cascarrabias tratando de consolarte.

—No eres tan cascarrabias como te gusta fingir.

—Sólo has visto mis puntos flacos. Pero verás la fuerza que tengo si no bebes esto. —Se agachó y tomó la pócima que había estado mezclando—. Grevard dice que es bastante para sumirte en la inconsciencia, de manera que todos nosotros podamos dormir esta noche tranquilamente en nuestras camas.

El sueño sería una bendición… El olvido era con mucho preferible a las largas horas en soledad, a la angustia de esperar dando vueltas a las ideas. Tarod tomó la pequeña copa de plata.

—Entonces, ¿trato hecho, Hermana Erminet?

—Eres demasiado aficionado a hacer tratos para tu propio bien —dijo ella, en un intento de sarcástica ironía—. Pero, sí; cumpliré mi promesa.

Le observó mientras él bebía el contenido de la copa; después dijo:

—Hablaré con la muchacha. Le diré que aún estás vivo…, aunque no puedo predecir si ella confiará en mí. Si yo estuviera en su lugar, no creería nada de lo que me dijesen.

Tarod miró reflexivamente al vacío durante unos momentos; después sonrió maliciosamente.

—Dale un mensaje de mi parte, Hermana. Pregúntale si recuerda su primera visita a la torre… y recuérdale que no tomé nada que ella no quisiera dar. —Sus ojos verdes se fijaron en los de Erminet—. Ella comprenderá.

Su mirada hizo que la anciana sintiese algo que casi era vergüenza. Asintió con la cabeza, con aire defensivo.

—Se lo diré.

Tarod se inclinó hacia adelante y la besó en la frente.

—Gracias.

Erminet sonrió débilmente.

—Nunca me había imaginado que sería besada por un demonio del Caos. Sería una buena historia para contarla a mis nietos, si los tuviese.

Diablillo, silencioso como una sombra, salió con ella de la mazmorra. Tarod oyó que la llave chirriaba en la enmohecida cerradura; después trató de ponerse lo más cómodo posible mientras esperaba que la droga surtiese efecto. Aunque el sótano estaba casi totalmente a oscuras sin la linterna de la Hermana Erminet, podía ver en la oscuridad, aunque, en realidad, no había allí ningún panorama digno de atención…

Se tumbó de espaldas, sin hacer caso del rayo de esperanza irracional que parecía brillar en su interior. Esperar era un ejercicio inútil. Una anciana, por muy buenas que fuesen sus intenciones, nada podía hacer más que llevar un mensaje; y durante los aniquiladores días transcurridos desde su captura, Tarod había resuelto conscientemente resignarse a lo que el destino había decretado para él. Había apagado las llamas de odio y cólera y venganza, sofocando deliberadamente todo sentimiento y todo pensamiento sobre el futuro. Si Cyllan tenía que sobrevivir, era cuanto él podía hacer.

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