Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Cyllan. —La voz pausada del Sumo Iniciado interrumpió sus irritados pensamientos, y ella se volvió, aturdida, para mirarle. El le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. Siéntate, por favor. No tienes nada que temer.
Ella le dirigió una mirada fulminante y se sentó en el sillón que él le indicaba.
Keridil cruzó las manos y apoyó en ellas el mentón.
—Queremos darte la oportunidad de contar tu versión de esta triste historia —dijo—. Y espero que no nos consideres como enemigos, sino como amigos. Hay muchas cosas que ignoras acerca de los acontecimientos que han conducido a la actual situación, y es justo que las conozcas plenamente.
Cyllan le miró.
—¿Dónde está Tarod?
Sashka Veyyil tosió delicadamente y el regocijo se pintó en sus ojos.
—Tarod todavía vive —dijo Keridil—. Y ha cumplido su parte en el trato que hicimos. Espero que podamos persuadirte de que hagas lo mismo.
Ella hizo caso omiso de la observación.
—Quiero verle.
—Lo siento, pero esto es imposible. Como te he explicado antes…
—Keridil… —Sashka se levantó graciosamente y se le acercó por detrás, apoyando ligeramente las manos en sus hombros—. Permíteme que interceda en favor de esta muchacha. Dadas las circunstancias, ¿no crees que debes permitirle que vea a Tarod por última vez antes de que él muera?
Miró a Cyllan con ojos maliciosos.
—Eres muy bondadosa, amor mío.
Saltaba a la vista que el Sumo Iniciado no veía ningún motivo oculto en la actitud de Sashka, y Cyllan se preguntó cómo podía estar tan ciego a la duplicidad de ella. Pero si la joven noble esperaba alguna reacción de Cyllan a su deliberado recordatorio de la suerte inminente de Tarod, debió sentirse contrariada. Cyllan permaneció impávida. Pero, interiormente, aquella provocación fue como una cuchillada… y comprendió que no podía pedir la vida de Tarod en presencia de semejante público. La burla disimulada de Sashka, la fría hostilidad de los dos viejos, la mirada de ave de presa del médico… le decían que no podía hacerlo; las palabras se secarían en su lengua, pues su causa estaría perdida de antemano.
Keridil miró a Sashka, que volvió a sentarse.
—Veremos lo que se puede hacer…, pero hay tiempo sobrado para eso. Quiero oír tu relato, Cyllan, y quiero que comprendas que los del Círculo no somos enemigos tuyos. Queremos ayudarte en todo lo que podamos.
La mirada que recibió por su bienintencionada observación fue tan desdeñosa que hizo que se ruborizase involuntariamente. Reponiéndose, insistió:
—Tal vez podrías empezar diciéndonos cómo llegaste al Castillo. Desde luego, hemos oído la versión de Drachea, pero…
—Entonces no necesitáis la mía —dijo Cyllan.
—Sí que la necesitamos. Si hay que hacer justicia…
—¿Justicia? —Rió roncamente y añadió—: No tengo nada que decirte.
Uno de los viejos Consejeros se inclinó, hizo bocina con una mano y dijo al oído de Keridil:
—Si esa muchacha quiere mostrarse difícil, Sumo Iniciado, me parece inútil perder tiempo con ella. ¿No nos ha dado el joven Tannak toda la información que necesitábamos? Y debo añadir que las pruebas que ella nos presentase sólo podrían considerarse, en el mejor de los casos, como… dudosas.
Keridil miró de soslayo a Cyllan, que guardaba un silencio desafiante, sentada frente a él. A pesar de su lealtad a Tarod, sentía simpatía hacia ella y no podía dejar de admirar su firmeza. Creía, y no lo consideraba una presunción infundada, que si podía persuadirla a hablar, diría la verdad. Y quería oír lo que ella tuviese que decir.
Bajó la voz y murmuró:
—Comprendo tu punto de vista, Consejero Fosker, pero sospecho que la reticencia de esa muchacha se debe más a miedo que a hostilidad, lo cual no es de extrañar. Con el debido respeto, creo que tendríamos más posibilidades de éxito si yo la interrogase en privado.
El viejo Iniciado miró a su colega Consejero, el cual había oído también las palabras de Keridil y gruñó:
—Si el Sumo Iniciado lo cree prudente…
—Así es.
Fosker asintió con la cabeza.
—Está bien. Aunque debo decir que tengo poca fe en esta idea, Keridil.
Keridil sonrió débilmente.
—Confío en poder demostrar que te equivocas.
Cyllan observó cautelosamente cómo escoltaban los dos viejos a Sashka hasta la puerta. Había percibido un destello de resentimiento en los ojos de la joven cuando Keridil pidió que saliese, pero Sashka no protestó abiertamente. Cuando los otros hubieron salido, Grevard, que estaba apoyado en la pared, se separó de ésta.
—¿Quieres que salga yo también? —preguntó.
Keridil asintió con la cabeza.
—Te lo agradecería, Grevard.
El médico se detuvo al llegar a la altura de Cyllan y la observó con ojos críticos, entornando los párpados.
—Quiero verte de nuevo dentro de poco —le dijo severamente; después miró al Sumo Iniciado—. No ha comido nada. Tendremos que hacer algo para remediarlo, si debe conservar la salud. En cuanto haya podido dormir un poco, me ocuparé de esto.
—Gracias.
Keridil esperó a que Grevard hubiera salido y cerrado la puerta; después se retrepó en su sillón y suspiró. Había una jarra de vino y varias copas cerca de él, sobre la mesa; llenó dos de ellas y puso una delante de Cyllan. Esta no la tomó, y él dijo:
—No te comprometerás a nada por beber vino conmigo, Cyllan. Yo lo necesito y estoy seguro de que tú también. Ah… y no prestes atención a los bruscos modales de Grevard; no es más que afectación. Y ahora… ¿te sientes un poco mejor sin tantos desconocidos observándote?
Sonrió para alentarla y Cyllan recobró una pizca de su confianza perdida. El estaba intentando cerrar el abismo abierto entre ellos y, si podía doblegarse un poco ante él, o al menos simularlo, tal vez tendría alguna probabilidad de hacerse escuchar con simpatía.
Asintió con la cabeza y tomó la copa. El vino era suave y fresco e hizo que se diese cuenta de la sed y el hambre que tenía. Bebió más y Keridil hizo un gesto de aprobación.
—Así está mejor. Si podemos hablar sin hostilidad, creo que la entrevista será más agradable, ¿no te parece?
Cyllan contempló su copa.
—Yo no he pedido esta entrevista —dijo—. Y es verdad que nada tengo que decir que ya no sepas.
—Tal vez. Pero sigo queriendo oír la historia de tus labios. Quiero ser justo contigo, Cyllan. Tú no has hecho nada, al menos directamente, para perjudicar al Círculo, y me aflige pensar que me consideres tu enemigo.
El vino, tomado con el estómago vacío, se le estaba subiendo rápidamente a la cabeza. Cyllan levantó la mirada, pestañeó y, sin pensarlo, expresó con palabras los pensamientos que había pretendido reservarse.
—Pero tú eres enemigo de Tarod, Sumo Iniciado. Esto hace que seas también mi enemigo.
—No necesariamente. Si comprendieses lo que está detrás de todo este asunto…
—Oh, si ya lo sé. Tarod me contó toda la historia. —Hizo una pausa—. También me dijo que antaño fuiste su más íntimo amigo.
Keridil se rebulló incómodo en su sillón.
—Sí, lo fui. Pero esto sucedió antes de que descubriese la verdad acerca de él.
—Y rompiste aquella amistad sin pensarlo dos veces; la amistad y la lealtad no contaron para nada. —Sonrió tristemente—. No es de extrañar que Tarod esté tan amargado.
La flecha dio en el blanco y, no por primera vez, Keridil sintió algo parecido a vergüenza.
Cyllan apuró su copa y la tendió para que él le sirviese más vino. Empezaba a sentirse temeraria y, aunque sabía que el vino le estaba soltando peligrosamente la lengua, ya no le importaba. Keridil le llenó la copa sin hacer comentarios, y ella bebió un largo trago antes de dejarla sobre la mesa.
—Tarod fue leal —dijo furiosamente—. Fue leal al Círculo, y el Círculo le traicionó.
Keridil sacudió la cabeza.
—No lo comprendes. Lo que te haya dicho Tarod debe ser una imagen deformada de los hechos.
—¡Tarod no miente!
Keridil suspiró. La cosa iba a ser más difícil de lo que había esperado; había confiado en que, empleando la razón, podría convencerla de cambiar de opinión, pero la tarea parecía a cada momento más difícil. Cyllan no pensaba en su propia seguridad, no temía las represalias, su fidelidad a Tarod era inquebrantable, y el Sumo Iniciado comprendió que, por muy engañada que pudiese estar, le amaba. En vista de todo esto, ¿cómo podía hacerle aceptar que Tarod tenía que morir?
—Cyllan. —Apoyó ambas manos en la mesa, con las palmas hacia abajo, en ademán conciliatorio—. Por favor. Debes escucharme y tratar de ver las cosas como las veo yo.
La cólera se pintó en los ojos de ella, y replicó:
—¿Debo hacerlo, Keridil? Tú no querrás verlas como yo las veo; ¿por qué tendría yo que hacer concesiones, si tú te niegas a hacerlas? —Tomó su copa y bebió de nuevo, empezando a sentirse un poco mareada—. Me retienes como rehén, mientras te preparas para asesinar a Tarod. Sí, asesinar —repitió al ver que Keridil se disponía a protestar—. No es más ni menos que esto. Tarod no ha sido juzgado por sus presuntos delitos… ¡Oh, también yo vi los documentos! ¡Pero tú le condenas simplemente a muerte por conveniencia! —Escupió furiosamente la última palabra—. Si es ésta tu justicia, ¡no quiero saber nada de ella!
Keridil apretó los dientes, sintiendo que la cólera empezaba a sustituir el punzante sentimiento de culpabilidad.
—Si crees que esto es un asesinato —replicó a su vez—, tal vez podrás dedicar un pensamiento al Iniciado a quien mató Tarod a sangre fría en esta misma habitación. ¿Perdonas eso?
Cyllan sonrió fríamente.
—¿Te refieres al hombre que mató a Themila Gan Lin?
—¡Aquello fue un accidente! —Keridil se levantó y empezó a andar, furioso, de un lado a otro de la estancia. La muchacha retorcía todos sus argumentos en su propia ventaja; ahora le parecía que él era el prisionero y ella la inquisidora. Giró bruscamente sobre sus talones y la apuntó con un dedo—. Tu amante no es lo que tú quieres creer. ¡Ni siquiera es humano! Conspirar con el Caos es un delito que desde hace siglos no se ha cometido en esta tierra; pero tú, con tus ridículas y románticas ideas, ¡lo has perpetrado! El justo castigo es la muerte, y si no fuese porque te necesitamos como salvaguardia, yo… —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba perdiendo los estribos, y respiró profundamente—. No. No quise decir esto; lo siento.
—No deberías sentirlo —replicó Cyllan, echando chispas por los ojos—. Mátame, no me importa.
El sacudió la cabeza.
—No quiero hacerte daño. Cuando Tarod esté muerto, quedarás en libertad, libre de toda culpa. Cumpliré mi palabra, y saben los dioses que no te tengo mala voluntad. Pero si persistes en tu loca decisión de defender a un ser maligno, tampoco a ti podré ayudarte.
Ella volvió la cabeza.
—No quiero tu ayuda. No quiero nada de ti, salvo la libertad de Tarod.
—Sabes que esto es imposible. Tal vez un día, por la gracia de Aeoris, lo comprenderás.
El acceso de furor había pasado, dejando a Cyllan agotada y débil; y el vino estaba corroyendo su voluntad de luchar. En ese momento, se habría arrodillado delante del Sumo Iniciado y suplicado por la vida de Tarod; pero sabía, con horrible certidumbre, que con esto no conseguiría nada. Keridil era implacable, tanto en su odio como en su resolución, y nada de lo que pudiese hacer o decir ella le haría vacilar. Sintió que lágrimas de desesperación subían a sus ojos y se esforzó en contenerlas, pero Keridil vio el brillo delator en sus pestañas. Se acercó a ella, sabiendo que no podía consolarla, y sin embargo, fue impulsado por su intranquila conciencia a intentarlo; pero fue interrumpido por una discreta llamada a la puerta y, al abrirla, se encontró con una anciana que vestía el hábito blanco de Hermana de Aeoris.
—Oh…, discúlpame, Sumo Iniciado. —Sus ojos brillantes y agudos se fijaron en Cyllan—. Estoy buscando a Grevard; me dijeron que le encontraría aquí.
Keridil hizo un esfuerzo para no darle un bofetón.
—Estaba aquí, Hermana Erminet, pero se ha ido. ¿En qué puedo servirte?
—Se trata, sencillamente, de que tu prisionero debería ser atendido antes de que pudiese recobrarse de la última dosis que le administró Grevard —dijo vivamente la anciana. Cyllan levantó bruscamente la cabeza y miró a la Hermana, la cual le correspondió frunciendo el entrecejo—. Tengo entendido que es una precaución que no hay que olvidar —siguió diciendo la Hermana Erminet—. Pero si Grevard tiene trabajo en otra parte, yo cuidaré con mucho gusto de esto.
—Sí, sí. —Keridil estaba impaciente, contrariado por la interrupción y solamente deseoso de librarse lo antes posible de la importuna—. Haz lo que creas más adecuado, Hermana. Grevard agradecerá tu ayuda.
—Muy bien.
La anciana miró de nuevo a Cyllan, esta vez especulativamente. La cara de la joven estaba petrificada, como si hubiese visto un fantasma ancestral, y los rumores que había oído Erminet durante los últimos días en el Castillo empezaron a concretarse en su mente. Desvió la mirada, inclinó rápida y cortésmente la cabeza para despedirse del Sumo Iniciado, y salió.
Cyllan se quedó mirando la puerta cerrada hasta que la mano de Keridil sobre su hombro la devolvió a la realidad. Se echó bruscamente atrás, con el semblante furioso.
—Va a ver a Tarod… ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?
—Nada, y está bastante bien —dijo secamente Keridil.
—¡Quiero verle!
—Ya te he dicho que esto es imposible. —La inoportuna interrupción de la Hermana Erminet había puesto los nervios de punta al Sumo Iniciado—. ¿No crees que tengo bastante que hacer para ocuparme además de este maldito asunto? Pedí que te trajesen aquí con la esperanza de hacerte entrar en razón… ¡y empiezo a creer que ha sido una pérdida de tiempo!
Cyllan se mordió el labio inferior para contener las lágrimas.
—Discrepamos, Sumo Iniciado, en lo que es la razón. Y si crees que me persuadirás para que cambie de idea, ¡estás equivocado! —Le miró con ojos acusadores y despectivos—. A diferencia de otros, ¡yo cumplo mi palabra de honor!
Los labios de Keridil palidecieron mientras éste se dirigía a la puerta para abrirla y llamar a los guardianes de Cyllan, que esperaban a cierta distancia en el pasillo. Estos entraron apresuradamente y él señaló en dirección a Cyllan.
—¡Quitad a esa muchacha de mi vista! —dijo fríamente el Sumo Iniciado—. Le he dado una oportunidad…, ¡pero estoy perdiendo el tiempo con ella!