Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II Online

Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (31 page)

Tenía los párpados pesados y se preguntó si soñaría. En ese caso, lo más probable era que fuesen sueños fragmentados, sin sentido; como si todo lo demás careciese ahora de significado. Tarod cerró los ojos. Brevemente, creyó ver, en su campo visual interior, una piedra preciosa de múltiples facetas, reluciendo como un ojo burlón, y desde muy lejos, alguien —o algo— parecía llamarle por su nombre con extraña urgencia. Sumiéndose en la confusión provocada por el narcótico, hizo oídos sordos a la llamada, la arrojó de su mente. Y la llamada se extinguió y no volvió a repetirse, y él yació inmóvil en la silenciosa oscuridad del sótano.

CAPÍTULO XII

L
os últimos rayos de sol habían iluminado brevemente la pared del Castillo, y la primera de las dos lunas asomaría pronto su cara picada de viruela por el Oriente. Brillaron antorchas en el patio; grupos de personas cruzaban el suelo enlosado y una risa ocasional llegaba hasta la ventana detrás de la cual estaba sentada Cyllan, que miraba impertérrita aquella actividad.

Estaba agotada por su discusión con Keridil Toln, aturdida por los efectos del vino, y sin embargo no podía dormir. Había tenido su única oportunidad de pedir clemencia para Tarod, por muy remota que fuese la esperanza de triunfar, y su genio había podido más que ella. Le había fallado, y ahora parecía que se le habían cerrado todos los caminos.

La invadía la cólera, un amargo resentimiento contra la justicia del Círculo, que podía condenar a uno de los suyos a una muerte terrible sin el menor escrúpulo. En la ceremonia intervenía el fuego, le había dicho Tarod; un fuego sobrenatural que no sólo quemaba la carne… Cyllan se llevó bruscamente una mano a la boca, para contener un espasmo de náuseas, al acudir odiosas imágenes a su mente, contra su voluntad, Cuando cesó el pasmo, tembló inevitablemente con la ira de la impotencia y con un miedo desesperado que hacía que tuviese ganas de gritar. Tarod moriría, mientras ella permanecía sentada en la horrible habitación, impotente hasta que la pusieran en libertad…, y entonces sería demasiado tarde.

Pero nada podía hacer. Keridil había cuidado de que no pudiese suicidarse y, con ello, anular el trato que había hecho con Tarod; éste no la abandonaría como ella le había suplicado; el Círculo era intratable. Su única posibilidad era, ahora, hincarse de rodillas y pedir a Aeoris un milagro.

Pero difícilmente se apiadaría Aeoris de una mujer que intercedía por un ser del Caos. Era más probable que el Señor Blanco se alegrase de la destrucción de Tarod, y Cyllan, sin reparar en que su pensamiento era blasfemo, sintió que su ira se dirigía contra el propio dios. No encontraría ayuda en él; era mejor apelar a Yandros, Señor del Caos, que había dicho que era hermano de Tarod…

Yandros. La idea la impresionó y le heló la sangre. Pero seguramente Yandros no permitiría que Tarod muriese, si tenía poder para intervenir.

Trató de desechar la idea como una locura. El propio Tarod había roto sus lazos con el Caos, desterrado a Yandros y hablado de éste como de un enemigo mortal.

Sin embargo, se dijo Cyllan, no podía haber un enemigo peor que aquellos que se habían propuesto aniquilar a Tarod. Tal vez Yandros podría ayudarla; tal vez no querría hacerlo. Pero como todas las otras puertas estaban cerradas, nada tenía que perder.

Se levantó, todavía temblando, y contempló durante un par de minutos la luna que se elevaba lentamente y la miraba a su vez con ojos malévolos. ¿Cómo podría llegar hasta un ente como Yandros? Las Hermanas viajeras que habían catequizado a los niños de su pueblo natal enseñaban que Aeoris oía las peticiones de los más humildes; que un corazón y un espíritu puros eran suficientes para conseguir la benevolencia del gran dios. Pero el corazón y el espíritu de Cyllan ardían de ira…, y suplicar al Caos era una cosa muy diferente. Si apelaba a Yandros, traicionaría su fidelidad a los Señores Blancos y se condenaría a sus ojos. Pero rechazar cualquier posibilidad que pudiese darle un mínimo rayo de esperanza era una traición todavía mayor…

Bajó la mirada para observar el patio, más allá de las antorchas encendidas y de los grupos de gente, hacia la alta mole de la Torre del Norte del Castillo donde Tarod había tenido su nido de águila. Sus ojos se empañaron al pensar en él, y dijo suavemente, como murmurando a un compañero íntimo:


Tarod
…, perdóname. No queda otro camino.

Cyllan se volvió y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Por tradición, todas las plegarias a Aeoris se formulaban estando el suplicante de cara al Este. Como Yandros era el enemigo por antonomasia de Aeoris, parecía adecuado que el peticionario mirase hacia el Oeste, y Cyllan reprimió una impresión instintiva de sacrilegio al volverse de espaldas al lugar por donde salía el sol. Cerrando los ojos, trató de formar una imagen en su mente, recordando la visión que había tenido en el Salón de Mármol, cuando las estatuas sin cara le habían manifestado su verdadero origen. Facciones duras, bellas pero crueles; boca sonriente y burlona; ojos sesgados e inteligentes… Pero el cuadro era confuso, la eludía. Se concentró más, respirando fuerte y ruidosamente en la silenciosa estancia, pero la imagen no quería tomar forma.

Si al menos tuviese sus piedras…, éstas la ayudarían, le permitirían enfocar su mente y sus deseos. Pero la bolsa estaba en alguna parte del Castillo, fuera de su alcance, y no se atrevía a pedirla para que no sospechasen de sus intenciones. Abrió los ojos y suspiró. No era una hechicera; sus facultades eran bastante limitadas, incluso con los preciosos guijarros; sin ellos, no podía hacer nada.

Entonces fijó la mirada en un cuenco que sus carceleros habían dejado sobre la mesa. En un esfuerzo por tentar su apetito y evitar así la desagradable necesidad de llamar a Grevard para que la obligara a comer, Keridil había enviado un plato de frutas de la provincia de Perspectiva de la abundante despensa del Castillo. Ella las había desdeñado, a pesar de su rareza y de que nunca le habían ofrecido tales exquisiteces en su vida; pero ahora se dio cuenta de que la fruta contendría huesos… y tal vez bastaría un sustituto si no podía tener sus propias piedras.

Tomó rápidamente el cuenco de encima de la mesa y partió una de las frutas. En su centro tenía un hueso duro y arrugado del tamaño de la uña del pulgar… Despreciando la pulpa, empezó a partir otras frutas hasta que tuvo una colección de una docena de huesos. No eran muchos, pero tal vez le bastarían… Lamió el zumo de sus dedos. Estuvo tentada de comer una o dos de las destrozadas frutas, pero, como sabía la importancia del ayuno en los ritos mágicos, dominó su impulso, y después se enjugó las palmas de las manos en la falda y agarró las piedras.

Esta vez, cuando cerró los ojos, la oscuridad detrás de sus párpados era absoluta. Y momentos más tarde experimentó la primera sensación de cosquilleo en la nuca, que se extendió a todo el cráneo. Dominando su excitación, enfocó la mente, sintiendo la áspera y dura superficie de los huesos en los dedos cerrados. Apenas consciente de lo que hacía, sus labios formaron un nombre y lo murmuraron en el silencio.

Yandros… Tenía las manos calientes, ardientes; las piedras parecían de hielo en comparación con ellas… y una cara empezaba a formarse en su visión interior, tomando forma y vida.

—Yandros…, escúchame, Yandros, óyeme, Señor del Caos…

El silencio de la habitación se hizo más profundo y el aire pareció coagularse a su alrededor, como si hubiese descendido una grande y oscura cortina. Cyllan podía sentir su pulso repicando con fuerza en todo el cuerpo; le ardían las manos, y también las piedras ardían ahora…


Yandros, Señor de la Noche, Maestro de la Ilusión, escucha mi ruego
… —Las palabras brotaban rápidas, inconscientemente, de su boca; ya no las elegía, sino que acudían de súbito a su lengua, como si hubiese despertado un antiguo recuerdo—.
Yandros, aunque fuiste desterrado, tus siervos todavía te recuerdan. Vuelve aquí, Maestro del Caos, ¡vuelve del reino de la Noche y ayúdame!

Fue como si las piedras se encendiesen en sus manos. Cyllan gritó de dolor y de espanto, y los huesos de las frutas se desparramaron por el suelo al arrojarlas ella con un violento movimiento reflejo. Se echó atrás y, en el mismo momento, un sordo estampido resonó en sus oídos.


¡Aeoris!

La invocación, aunque inadecuada, fue involuntaria, y Cyllan abrió los ojos.

Las sombrías paredes de su habitación no habían cambiado. Las piedras estaban en el suelo, formando un dibujo casual que no podía interpretar en absoluto y, al desvanecerse su fuerte calor, comprendió, afligida, que había fracasado. Yandros no podía o no quería responder a su llamada, y lo único que ella había experimentado había sido un engaño de su febril y desesperada imaginación.

Se levantó, volviendo la espalda a las piedras desparramadas, y se acercó a la ventana. La primera luna estaba ahora alta (cosa extraña, pues parecía que sólo habían transcurrido unos minutos) y su cara mellada, casi llena, se burlaba de su dolor. Abajo, en el patio, las antorchas se habían apagado, y el gigantesco rectángulo estaba vacío.

¿Lo estaba?
Cyllan miró de nuevo y se dio cuenta de que había unas figuras en el patio…, pero ninguna de ellas se movía. Eran como estatuas, como si se hubiesen petrificado en un momento de sus vidas. Parecían débilmente ridículas; una con un pie levantado en la acción de caminar; otra con un brazo alzado en una extravagante e interrumpida posición… Y la fuente había cesado de manar…

El instinto la puso sobre aviso una fracción de segundo antes de que oyese el suave pero amplificado sonido de una cerradura a su espalda. Giró en redondo. . .

Los contornos de una puerta suspendida en mitad de la habitación se desvanecieron ante sus ojos. Un ser estaba plantado delante de ella, y, con súbito pánico, advirtió que estaba tan lejos de ser humano que cualquier concepto que se formase de él parecía cosa de locura. Alto, lúgubre, con los cabellos de oro cayendo sobre los altos hombros, habría podido ser hermano gemelo de Tarod, de no haber sido por el hecho de que no había rastro de mortalidad en las bellas y crueles facciones, y de que la sonrisa de sus labios parecía mofarse de los conocimientos y las ambiciones humanas. Los ojos entrecerrados y felinos eran opalescentes y cambiaban de color bajo la engañosa luz de la luna.

Cyllan retrocedió hasta que su espina dorsal chocó contra el marco de la ventana. Luchaba por respirar, pero ningún aire llenaba sus pulmones. Aquel ser (demonio o dios, por llamarle de algún modo) avanzó hacia ella con graciosa naturalidad y, al moverse, los contornos de la habitación se alabearon y torcieron como si no pudiesen coexistir en el mismo espacio que él. Cyllan tuvo la impresión de que algo vasto le rodeaba, una dimensión desconocida que chocaba con las leyes naturales de este mundo. El estaba aquí y, sin embargo, no estaba; no era más que una manifestación de un ente cuya esencia, si la percibía, la llevaría al borde de la locura. Era el Caos…

Impulsada por una mezcla de terror, asombro y temerosa reverencia, Cyllan cayó de rodillas.


Yandros

—Levántate, Cyllan.

La voz de Yandros era argentina, pero su suavidad no alcanzaba a disfrazar del todo una amenaza implacable. Estremeciéndose, Cyllan obedeció, aunque todos sus instintos protestaban, y él caminó despacio a su alrededor, críticos sus ojos inhumanos y con aquella pequeña sonrisa flotando todavía en sus labios. Por fin se detuvo ante ella una vez más, y Cyllan sintió su escrutinio como un dolor físico cuando él la miró de arriba abajo.

—Has elegido condenarte al llamarme —dijo Yandros con indiferente regocijo—. Admiro tu valor. O tu locura.

Cyllan cerró los ojos con fuerza y se recordó que Tarod no había temido a aquel ser. Ella había llamado a Yandros por su libre voluntad; si éste resultaba ser un amo cruel, debía aceptar las consecuencias. Con un esfuerzo, se obligó a hablar.

—No tenía elección. Quieren matar a Tarod y yo no puedo ayudarle. —Dominando su miedo, miró aquellos ojos siempre cambiantes—. Tú eres mi única esperanza.

El Señor del Caos hizo una sarcástica reverencia.

—Me halagas. ¿Y por qué crees que puede interesarme salvar a un hombre que ha jurado fidelidad a Aeoris?

La estaba poniendo a prueba, con la perversidad que ella hubiese debido prever. Cyllan se pasó la lengua por los resecos labios.

—Porque una vez llamaste hermano a Tarod.

Yandros siguió mirándola durante unos momentos y ella no se atrevió a imaginar lo que estaría pensando. Después, Yandros avanzó y apoyó una mano en la cabeza de ella. Cyllan se estremeció interiormente al sentir el frío contacto de sus dedos; sintió un nudo en el estómago, pero se mantuvo firme.

—Y estás dispuesta a poner tu alma en peligro para salvarle… Un sentimiento muy noble, Cyllan. —La voz argentina era todavía desdeñosa, pero su tono era casi afectuoso—. Parece que hicimos bien al traerte al Castillo.

Ella le miró sin acabar de comprender.

—¿Me trajiste… tú?

Yandros rió en voz baja, con una risa que la hizo estremecerse.

—Digamos que fuimos el instrumento de tu llegada. Podemos estar en el exilio, pero algunas de las fuerzas que sirven a nuestra causa permanecen todavía en esta tierra.

Ella comprendió de pronto.

—El Warp…

—Dices bien: el Warp. Ni siquiera Aeoris y sus corrompidos hermanos pudieron librar del todo al mundo de su viejo enemigo. —Yandros sonrió—. Y cuando encontramos también un mortal dispuesto a servirnos, nuestras ambiciones empiezan a tomar forma… y esto nos complace.

Así pues, ella había sido un muñeco, un instrumento manipulado por el Caos desde el principio… Cyllan empezó a sentirse mareada al comprender lo que implicaban esas palabras y recordó lo que Tarod le había dicho sobre las maquinaciones del Señor del Caos. Yandros quería desafiar el régimen del Orden, llevar de nuevo el mundo a la vorágine de la que le había salvado Aeoris hacía tantos siglos… Y veía a los dos como peones en el trascendental juego.

Pero fuera cual fuese la maldad de Yandros, fuera cual fuese el destino que había proyectado para el mundo, a Cyllan ya no le importaba. Sólo él podía ayudarla a salvar a Tarod de la aniquilación, y ningún precio era demasiado elevado para esto.

El Señor del Caos la miró, leyendo claramente lo que ella estaba pensando. Por fin, casi con amabilidad, dijo:

Other books

Portrait of a Disciplinarian by Aishling Morgan
A Cold Heart by Jonathan Kellerman
Tempt Me by Shiloh Walker
We the Underpeople by Cordwainer Smith, selected by Hank Davis
Frog Music by Emma Donoghue
Black Mountain by Kate Loveday
Plantation Doctor by Kathryn Blair


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024