Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—¡Oh, dioses…, ella no…, no es posible…!
Se tapó la boca con una mano.
Keridil llamó a dos Iniciados.
—Por favor, conducid a la Hermana Erminet Rowald a su habitación e impedid que salga de ella hasta que yo envíe a buscarla. —Y añadió, dirigiéndose a Erminet—: Creo, Hermana, que eres culpable de un acto que habría creído inverosímil en una persona de tu vocación. Espero que puedas demostrar que estoy equivocado, pero lo dudo mucho. Tendrás oportunidad de hablar cuando Cyllan Anassan haya sido aprehendida.
Saludó con una breve inclinación de cabeza a la vieja e hizo una seña a los Iniciados para que se la llevasen. Un silencio de pasmo se cernió en el comedor mientras los Iniciados conducían a la prisionera entre los invitados en dirección a la puerta; después, Keridil tomó una jarra de vino vacía y golpeó con ella la mesa para llamar la atención. Todos los rostros de los que estaban en la vasta estancia se volvieron hacia él.
—Amigos míos —dijo Keridil, con la cólera vibrando todavía en su voz—, lamento tener que poner prematuramente fin a esta velada, pero tengo que anunciaros un grave suceso y agradeceré la colaboración de todos los hombres y mujeres que sean capaces de prestármela esta noche.
A su lado, Sashka se acomodó en el sillón que tenía más cerca, bajando los ojos y sonriendo débilmente.
Se había perdido. Su aterrorizada huida a ciegas de la escena del trágico encuentro con Drachea le había llevado a una parte remota y oscura del Castillo, donde sólo había paredes negras y silencio. Su instinto la había conducido a lo largo de estrechos pasadizos y tramos descendentes de escalera, hasta que al fin estuvo segura de que sus perseguidores, si es que existía tal persecución, habían quedado muy atrás. Entonces se detuvo, se tambaleó y cayó agotada sobre el frío suelo de piedra.
Poco a poco, al ser sustituido el puro miedo por una calma peculiar, los fragmentos de lo que había sucedido empezaron a formar un recuerdo coherente. Había matado a Drachea. En los sombríos momentos que había pasado a solas en su habitación cerrada, había ansiado a menudo tener oportunidad de vengarse de él, y su imaginación se había desbocado. Ahora la fantasía se había convertido en realidad, y la realidad era sangrienta y fea y horrible. Sin embargo, no podía sentir remordimiento; su odio era demasiado fuerte, y el deseo de un justo castigo, demasiado grande.
Con un estremecimiento interior, recordó cómo la piedra del Caos había cobrado vida en su mano, el resplandor de aquella luz fría que había paralizado a Drachea. La piedra le había dado la oportunidad que necesitaba para atacar… y también había alimentado su odio, concentrándolo en un afán de destrucción y mutilación que había nublado su razón y la había convertido en una salvaje asesina. La piedra estaba ahora inactiva, reposando en su mano izquierda. Le dolían los dedos de tanto apretarla y tuvo que forzarlos a abrirse para poder mirar la gema en su palma. Parecía una joya sencilla; sin embargo el recuerdo de las sensaciones que había despertado en ella le producía un hormigueo en la carne. Empezaba a comprender los sentimientos ambiguos de Tarod, que la aborrecía y la necesitaba a un tiempo… Tenía razón; era una gema mortal. Y ahora comprendió por qué se había avenido Yandros a ayudarla.
Rápidamente, casi temiendo que la piedra pudiese afectarla más si continuaba llevándola en la mano, la introdujo debajo del corpiño de su vestido. Retiró la mano manchada de rojo y entonces se dio cuenta de que la sangre de Drachea la había teñido de los pies a la cabeza. La visión le produjo un ataque de repugnancia física, y por un instante, pensó que vomitaría; pero el espasmo pasó, al imponerse una vez más la fría lógica.
Lo hecho, hecho estaba, y fuese justo o injusto, no se arrepentía de ello. Drachea estaba muerto, nadie habría podido sobrevivir a tan furioso ataque, y ella había conservado su libertad, al menos de momento.
Pero la caza habría ya empezado, y lo más probable era que conociesen su identidad. No podía esperar salvarse de ser capturada mientras permaneciese en los confines del Castillo y, si la aprehendían, no tendría una segunda oportunidad, ni podría esperar clemencia. Moriría, ahorcada o más probablemente decapitada, y Tarod moriría también.
Tenía que llegar hasta él. Tenía que darle la piedra del Caos y suplicarle que la emplease en caso necesario, para salvarse los dos. Sin su fuerza y su poder, la red se cerraría y estarían perdidos; necesitaban la piedra, por muy mortífera que pudiese ser.
Vacilando, se puso de pie y se alisó el vestido, sin prestar atención a las manchas. Guardó el cuchillo en la manga, reacia a desprenderse de él, por si podía necesitarlo de nuevo. La suerte, y Yandros, habían estado con ella en una ocasión, pero no se atrevía a confiar en ellos por segunda vez. Si podía mantenerse en los corredores desiertos del Castillo hasta encontrar el camino del sótano donde estaba encarcelado Tarod, tanto mejor; pero mataría de nuevo, si tenía que hacerlo para alcanzar su meta.
Se cubrió los cabellos con la capucha de la capa corta y echó a andar por el pasillo.
Cyllan no habría sabido decir el tiempo que había pasado cuando, al fin, llegó a un lugar donde una empinada escalera descendía a los sótanos del Castillo, pero supo que estaba cerca de su meta. Recordando las instrucciones de la Hermana Erminet, reconoció el camino que conducía a los almacenes subterráneos y bajó apresuradamente la escalera hasta que una súbita e inquietante intuición la hizo detenerse. Tal vez había sido imaginación o un eco engañoso venido de alguna parte, pero creyó haber oído un ruido allá abajo, como de unos pies arrastrándose sobre un suelo de piedra. Conteniendo el aliento y dando gracias a los dioses por las prendas oscuras que la ayudaban a confundirse con las sombras, dio un paso cauteloso, y otro, y otro, hasta que llegó al pie de la escalera. Aquí, un estrecho túnel se cruzaba en su camino y Cyllan, adosándose a la húmeda pared, se asomó a la esquina, cubriéndose la mejilla con la capucha.
Tarod estaba en la tercera cámara, según le había dicho la Hermana Erminet. Y allí, delante de la puerta, había dos hombres. Uno de ellos estaba apoyado en la pared, silbando débilmente entre dientes, mientras tallaba un trocito de madera con la hoja de un cuchillo de terrible aspecto; el otro estaba sentado, contemplando el techo del túnel y sumido al parecer en sus pensamientos. Pero su aparente descuido era compensado por la espada de larga hoja que cada uno de ellos llevaba colgada del cinto. Habían sido enviados para custodiar la celda y Cyllan comprendió que no tenía manera de evitarles si trataba de alcanzar a Tarod.
Lentamente, sin ruido, retrocedió en la oscuridad, con la boca seca de miedo y de cólera. Era demasiado tarde: le estaban dando caza, y hubiese debido pensar que la primera acción de Keridil sería poner una guardia ante la celda de Tarod. Ahora habrían descubierto ya la desaparición de la piedra del Caos y redoblarían sus esfuerzos por encontrarla. Se maldijo en silencio; al extraviarse había perdido un tiempo precioso, y el Sumo Iniciado se le había adelantado. Sintió un nudo de furia y frustración en el estómago: tenia que hacer saber de alguna manera a Tarod que estaba libre, pues, mientras no estuviera seguro de ello, no haría nada que pudiese ponerla en peligro. Pero no había forma de hacerlo. Ni siquiera podía llegar a uno de los almacenes y esconderse en él con la esperanza de que cambiase la guardia y descuidasen a Tarod unos minutos; en el momento en que saliera de la escalera, la verían y la prenderían. Y no podía permanecer aquí, indecisa: era demasiado expuesto; bastaría con que un hombre bajase por la escalera y estaría atrapada. Y después de lo que le había ocurrido a Drachea, probablemente la mataría sin pensarlo dos veces…
Como un espectro, se volvió y subió la escalera para volver por donde había venido. Su mente trabajaba frenéticamente, pero no podía ver ninguna solución; sin embargo, tenía que encontrar una manera, tenia que encontrarla…
Una pequeña sombra se cruzó en su camino y Cyllan se estremeció violentamente, mordiéndose la lengua y a punto de perder el equilibrio y rodar por la escalera. La forma se detuvo también y después levantó la cabeza y lanzó un suave y curioso maullido. El agitado pulso de Cyllan se calmó al reconocer uno de los gatos telepáticos que moraban en el Castillo. Había encontrado ya a dos de ellos en su camino y había sentido que escudriñaban en su mente. Su telepatía se parecía un poco a la de los fanaani acuáticos, aunque no era tan aguda, y a punto estaba de seguir su camino cuando sintió que los delicados hilos de los pensamientos del animal penetraban en su mente y se mezclaban con los suyos. Vaciló y, de pronto, su visión interior le mostró una imagen confusa de la cara de la Hermana Erminet. El gato maulló, esta vez con tono apremiante…
—¿Qué quieres, pequeño? —murmuró Cyllan, temerosa de que el eco de su voz pudiese llegar al túnel—. ¿Qué estás tratando de decirme?
Se había agachado, y el gato se levantó sobre las patas de atrás y maulló de nuevo. Cyllan sintió que su corazón empezaba a palpitar con fuerza y trató de calmar sus pensamientos para dejar la mente abierta a los intentos de comunicación de aquella criatura.
—Dime, pequeño —dijo en voz baja—. Te escucho…
Diablillo, el gato adoptado por la Hermana Erminet, supo que había encontrado a la persona que buscaba. Había salido de la habitación de la anciana por el camino acostumbrado, a través de la ventana y a lo largo de un vertiginoso laberinto de cornisas increíblemente estrechas, hasta llegar al suelo, y entonces, siguiendo instrucciones que a duras penas podía comprender, se había dirigido al sótano.
El hecho de que las cámaras subterráneas del Castillo gustaran al gato, con su plétora de rincones inexplorados y de fascinantes olores, le había persuadido a realizar la misión que le había sido confiada; esto, y la inconfundible urgencia de su amiga humana en sus intentos de comunicación. Estaba durmiendo en su cama cuando ella había vuelto, y no le había gustado que le molestasen. Pero había percibido una mezcla de autoridad y de lisonja, y esto había despertado su curiosidad. La anciana quería que encontrase a alguien, y la mente de la criatura concibió una imagen de otro ser humano, de color gris y amarillo pálido y de ojos ambarinos que se parecían un poco a los suyos. Y las cámaras del sótano…, le gustaban las cámaras del sótano. Y así, cuando por fin su dueña se negó a darle de comer y a hablarle, cruzó de mala gana la habitación, saltó al antepecho de la ventana y salió a la noche.
Ahora había encontrado el objeto de su búsqueda e inmediatamente percibió una mente con la que podía comunicar mucho más fácilmente que con la de la Hermana Erminet. Y esta mente necesitaba una ayuda que comprendió que sólo él podía ser capaz de darle. Una mano se alargó en su dirección y le acarició la dura cabecita, y el ser humano empezó a proyectar la imagen de alguien a quien el gato conocía…
Cyllan no sabía la relación que tenía el gato con la Hermana Erminet, pero comprendió lo bastante de su naturaleza para agarrarse a esta débil esperanza como se agarra un náufrago a un madero. Ella no podía llegar hasta Tarod, pero podía hacerlo el animal. Nadie pensaría en detener a un gato en una de sus exploraciones secretas. Y si podía hacerle comprender el mensaje que quería que transmitiese y persuadirle de que encontrase el camino hasta Tarod, había una posibilidad —rezó fervientemente para que fuese más que una posibilidad— de que Tarod captase suficientemente el mensaje de la mente extraña y caprichosa de aquella criatura para darse cuenta de lo que se estaba tramando.
Se puso de rodillas y miró al gato a los ojos, abriendo sus pensamientos a su escrutinio mental. El animal sentía curiosidad, y esto era un buen comienzo. Proyectó una imagen de la cara de Tarod y vio que los bigotes del gato temblaban con interés; después, aunque no sabía si el felino podía comprender conceptos humanos, trató de inculcarle la idea de que estaba libre.
—Dile… —y repitió en silencio las palabras para reforzar lo que pensaba—. Dile, pequeño, que estoy en libertad. ¡Estoy en libertad!
Diablillo cerró y abrió los brillantes ojos en un largo y lento pestañeo. Si este gesto significaba algo, Cyllan no pudo interpretarlo. Después lanzó su peculiar y débil maullido, agitó la cola y, antes de que Cyllan pudiese detenerle o hablarle de nuevo, dio media vuelta, se alejó rápidamente, mezclándose con la oscuridad, y desapareció.
Ella se sentó contra la pared, sin saber qué pensar. No podía juzgar si el gato había comprendido el mensaje que había tratado de instilar en su mente, o si, en caso afirmativo, querría transmitirlo o, con la perversidad de los de su especie, se interesaría en otra cosa y olvidaría su misión. Pero dio gracias en silencio a la Hermana Erminet por su ingenio y su bondad al enviarle aquella criatura. Era una posibilidad remota, pero podía tener éxito, y por esto era más imperativo que encontrase un escondrijo donde pudiera estar a salvo hasta que supiese si el gato había dado su mensaje a Tarod. Si lo había hecho, la encontraría. La encontraría de alguna manera…
La escalera estaba en silencio; las profundas sombras, inmóviles. Cyllan se puso de pie y empezó a subir de nuevo, alerta a cualquier ruido o señal de movimiento. Si podía encontrar un refugio antes del amanecer podría esperar segura, al menos durante un tiempo, y pronto sabría el resultado. La espera sería un tormento… pero, al menos, volvía a brillar un destello de esperanza.
Tarod se despertó inquieto con el eco de un sueño en su mente y, durante un momento, sus sentidos estuvieron confusos. Después, cuando su visión se aclaró, recordó dónde estaba.
Había intentado no dejarse vencer por el sueño… Esta noche era la del banquete y la Hermana Erminet le había dicho que sería su única oportunidad de liberar a Cyllan. Sin embargo, no había recibido ninguna noticia y presumió que la noche debía estar ya muy avanzada. Había tantos posibles escollos en el plan de Erminet que temió que hubiese fallado algo, y el miedo le produjo una fuerte sensación de angustia en la boca del estómago. Se levantó, nervioso, estirando los rígidos miembros, y empezó a pasear de un lado a otro de la celda, maldiciendo que no hubiera una ventana que le permitiese ver el cielo y calcular la hora.
Había una copa vacía en el suelo —Erminet había hecho la comedia de traerle la dosis normal de la droga prescrita por Grevard, para no despertar sospechas— y tropezó con ella en la oscuridad, haciéndola rodar ruidosamente sobre las losas. Cuando cesó el ruido oyó un maullido apagado que procedía de las sombras a las que había ido a parar la taza, y Tarod giró en redondo, frunciendo los ojos verdes. Algo se movía allí, y un gatito gris plata salió de detrás de un montón de sacos viejos. Tenía la pelambre cubierta de polvo y telarañas en el bigote. Se detuvo, le miró y maulló en tono de resentimiento y de protesta.