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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (41 page)

¡Dioses! Por lo visto habían descubierto lo que había hecho Erminet… Alarmado, pero manteniendo inexpresivo el semblante, dijo Tarod:

—Esto no debes comentarlo con nadie, Hermana-Novicia. No quiero chismorreos con las otras muchachas, ¿me entiendes?

—Sí, señor. —La niña se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. ¿Puedo volver ahora a mi puesto?

Era fácil engañar a la muchacha; encontraría la manera de librarse de ella cuando se reuniese con Erminet.

—Deberías hacerlo —dijo—; pero quiero asegurarme de que la Hermana está donde debe estar. Si no hay novedad, considérate afortunada… ¡y otra vez no abandones tus deberes, sea cual fuere la razón!

—No, señor. Lo siento, señor…

Avergonzada y aterrorizada, la muchacha hizo otra torpe reverencia y echó a andar por el pasillo, con la linterna oscilando en su mano. Se detuvo ante la última puerta, hurgó torpemente con la llave en la cerradura y por fin consiguió abrirla. Una luz débil salió del interior y Tarod hizo un breve ademán a la Novicia para que se quedase donde estaba y entró en la habitación.

Erminet yacía en la cama; estaba durmiendo. Mirando por encima del hombro, para asegurarse de que la niña había comprendido su orden y no le había seguido, Tarod cruzó la habitación y se inclinó sobre la anciana, asiéndole una mano.

—Hermana Erminet…

No hubo respuesta, y encontró que aquella mano estaba flácida. La intuición le dijo la verdad, antes de que le mirase a la cara. Sonreía, con una sonrisa débil y reservada, y parecía extrañamente más joven: se habían suavizado las arrugas de sus mejillas y su piel estaba más tersa. Y sobre la mesilla de noche había varios frascos de su colección de pócimas, una botella de vino y una copa vacía.

Tarod se volvió y, olvidando toda precaución, gritó :

—¡Hermana Novicia!

La niña entró corriendo, alarmada por el tono de su voz.

—¿ Se… señor?

Tarod señaló el pequeño tocador del rincón.

—¡Trae aquel espejo! ¡Deprisa!

El espejo estuvo a punto de caerse de las manos de la chica, debido a su precipitación. Se acercó tambaleándose a Tarod, y éste le arrancó el espejo de las manos y lo puso delante de la cara de la Hermana Erminet. Nada empañó la superficie mientras él contaba los latidos de su propio corazón: siete, ocho, nueve… Después tiró el espejo y oyó cómo se estrellaba en el suelo, y el grito de espanto de la muchacha le llenó de ira y de desprecio. Se volvió a ella y, con voz grave y furiosa, le dijo:

—¿Ves ahora lo que has hecho?

La niña temblaba como una hoja, tapándose la boca con la mano.

—No está…, no puede ser, señor… ¡Sólo he estado ausente unos minutos!

—¡Y estos minutos han sido suficientes! Es… era una herbolaria muy experta. ¡Y tú la has dejado sola el tiempo suficiente para que se quitase la vida!

Avanzó hacia ella, casi sin saber lo que hacía, y la muchacha, al verle acercarse, lanzó un grito de espanto, se arremangó la falda y salió corriendo de la habitación como un animal asustado. Tarod se detuvo, escuchando su carrera, con los puños cerrados con tal fuerza que las uñas se hundían en las palmas. Después volvió temblando junto a la cama.

—Erminet…

Se sentó sobre la colcha y asió las dos manos de la anciana, como si su voz y su contacto pudiesen devolverle la vida. Pero sus ojos permanecieron cerrados y la sonrisa siguió fija en su semblante.

Sin duda había sabido lo que hacía… y había elegido una droga que actuase con tanta rapidez que nadie pudiese salvarla. Le consoló un poco pensar que no debió sentir dolor, sino que había muerto plácidamente y por su propia voluntad. Pero esto no cambiaba el hecho cruel de que había muerto por su causa.

Las lágrimas le escocían en los ojos, y estrechó los dedos exangües de la anciana hasta estar a punto de romperlos. Erminet había sido una verdadera amiga, había faltado a su deber en aras de una lealtad más personal. Y ésta era su recompensa… Descubierto su engaño, había sabido cuál sería su destino si la declaraban culpable de protegerle, y había preferido ahorrar trabajo al Círculo, morir dignamente, ya que había que morir, de la manera y en la hora que quisiese. Y su muerte, cruelmente inútil, aumentó el odio de Tarod contra Keridil y el Círculo, y contra su falso concepto de la justicia. Si podía vengarla…, pero ella no lo querría. Le había hecho prometer que no dañaría a nadie del Castillo, y él había faltado ya a esa promesa matando a dos hombres. No volvería a hacerlo. Al menos le debía esto.

Tarod se dio ahora cuenta de que había pasado algún tiempo desde que la Novicia había salido corriendo de la habitación, y comprendió que debía marcharse, si no quería que le encontrasen cuando la chica volviera con ayuda. El Círculo sabría a qué atenerse cuando ella describiese al Adepto de cabellos negros que había encontrado en el pasillo, y la caza se redoblaría para buscarle también a él. No temía mucho que volviesen a capturarle, pero sería una triste ironía que descubriesen a Cyllan antes de que él pudiese alcanzarla: Erminet habría muerto en vano.

Cruzó las manos de la vieja Hermana sobre el pecho y se inclinó para besarle la frente delicadamente. Su mano izquierda asía todavía la de ella; la levantó e hizo una breve señal sobre el corazón. Era una bendición, pero no una bendición que hubiese dado un siervo de Aeoris. Después se puso en pie y salió rápida y silenciosamente de la habitación.

El Sumo Iniciado recibió la noticia del suicidio de la Hermana Erminet con pena y con angustia, y reconociendo también, de mala gana, que esta acción era una sólida prueba de su culpa. Pero cuando se enteró, de labios de la llorosa Hermana-Novicia, de lo referente al misterioso Adepto con quien se había tropezado y al que no habían podido encontrar, empezaron a encajar demasiado bien las piezas de un feo rompecabezas.

De los cuatro hombres que había enviado para comprobar que Tarod estaba en su celda, el más joven vomitó violentamente cuando vio la carnicería del sótano y los otros tres tuvieron dificultades en dominar sus estómagos. Keridil había escuchado sus declaraciones reservadamente en su estudio, alegrándose de haber podido persuadir a Sashka de que se retirase a los aposentos de sus padres hasta la mañana. El no podría dormir, especialmente ahora que Cyllan no era el único enemigo con quien tenía que enfrentarse; al menos había podido ahorrarle esto…

—Quiero que se intensifique la búsqueda —dijo a Taunan Cel Ennas, que era el más experto espadachín del Círculo, cuando salieron por la puerta principal del Castillo y se detuvieron en lo alto de la escalera de caracol bajo la primera y pálida luz de la aurora—. Dobla la guardia en las puertas y asegúrate de que no sean abiertas sin mi autorización. —Encogió los hombros y miró a su alrededor, contemplando las altas paredes negras que de pronto parecían opresivas—. Saben los dioses que hay demasiados escondrijos en este maldito palacio. Pero les encontraremos, Taunan. Les encontraremos, ¡aunque para ello tengamos que derribar el Castillo piedra a piedra!

Taunan suspiró, pellizcándose el puente de la nariz en un intento de aclarar su visión. A pesar de su cansancio, comprendía que Keridil tenía razón; no podrían descansar hasta que hubiesen capturado a su presa. Sólo lamentaba no poder compartir la certidumbre del Sumo Iniciado sobre el éxito de su empresa.

—Es fácil olvidar que no tenemos que habérnoslas con un hombre corriente, Keridil —replicó cansadamente—. Tarod tiene la astucia del Caos y muchos de sus poderes.

—No sin la piedra-alma —le recordó Keridil—. Y sabemos que está en posesión de la muchacha.

Taunan hizo una mueca.

—¿Y si se encuentran los dos, antes de que les encontremos nosotros?

—No podemos permitir que esto suceda. Debemos aprehender a uno de ellos, no me importa cuál, antes de que puedan encontrarse. Si fracasamos en esto, sólo los dioses saben cuáles pueden ser las consecuencias. —Keridil observó el cielo que empezaba a iluminarse—. He convocado una reunión de los Adeptos superiores para dentro de una hora. Discutiremos los métodos ocultos que hemos de emplear, pero antes…

Se interrumpió, frunciendo los párpados.

—¿Keridil?

El Sumo Iniciado agarró un brazo de Taunan y dijo, con voz seca e inquieta:

—Taunan…, mira…

El viejo siguió la dirección de su mirada.

—¿Qué es? Yo no…

—Mira hacia el Norte. Y escucha.

Taunan respiró con fuerza al comprender, y se quedó mirando más allá de la imponente mole de la Torre del Norte. Parecía que amanecía otra aurora a lo lejos, desafiando a la del Este; el arco gris del cielo estaba teñido de un pálido y enfermizo espectro de colores que parecía desviarse, moverse, como un gran rayo de luz que girase lentamente. Soplaba un viento fresco desde el mar, pero además de su débil susurro, se oía otro sonido, muy lejano: un agudo y misterioso aullido, como si a cientos de millas de la costa se hubiese desencadenado un huracán que se acercaba rápidamente.

Las franjas de color se intensificaron lenta pero continuamente en el cielo, y mientras los dos hombres observaban, una viva raya anaranjada cruzó el cielo como una cicatriz, seguida de otra más pequeña y de un azul intenso.

—Va a ser muy malo… —dijo Keridil a media voz.

Taunan asintió con la cabeza; tenía seca la garganta. Incluso protegidos como estaban por el Laberinto que mantenía al Castillo en una dimensión en parte diferente a la del resto del mundo, un Warp era una experiencia terrible, y Keridil tenía razón: los oscilantes colores del cielo presagiaban que éste sería extraordinariamente fuerte. Taunan dominó el pánico turbador que estos fantásticos y mortíferos fenómenos producían en todos los hombres mujeres y niños, y trató de sonreír.

—Desafiaría incluso a Tarod a tratar de huir del Castillo durante un Warp.

Keridil le miró sorprendido; después su semblante se relajó y sonrió también.

—Tienes razón… y tal vez es la primera vez en la historia que los Warps van a soplar en nuestro favor. —Miró de nuevo hacia arriba y se estremeció—. Volvamos al interior. Por muy ventajoso que éste pueda ser, eso no significa que quiera observar su llegada.

Desde su escondrijo en un almacén contiguo a las caballerizas del Castillo, Cyllan vio los primeros cambios amenazadores en el cielo y sintió bajo sus pies la débil vibración que presagiaba el comienzo de la tormenta. Los gruesos muros apagaban los sonidos del Warp que se acercaba, pero no podían protegerla del miedo primordial que se apoderó de ella cuando observó, a través de una estrecha ventana, las franjas de color procedentes del Norte que se hacían cada vez más intensas. Presa de espanto, se acurrucó en un oscuro rincón y se cubrió la cabeza con la capucha, pero no podía librarse del miedo; aunque ahora no veía el horror que se acercaba, la vibración del suelo aumentó hasta que pareció transmitirse a sus huesos y a su alma.

Lamentó no haber elegido otro escondrijo. Había tratado de llegar a la Torre del Norte, pensando que, si Tarod estaba también libre, la buscaría allí; pero entonces casi se había dado de manos a boca con una de las patrullas que la buscaban, y sólo su buena suerte y su rápida intuición la habían salvado. Se había metido en las caballerizas como refugio más próximo, y ya no se había atrevido a salir de ellas.

Ahora, incluso sin el Warp que la tenía encerrada allí, la luz de la aurora habría hecho demasiado peligroso cualquier intento de moverse. En todo caso, la búsqueda parecía haberse intensificado y, aunque esperó que esto fuese señal de que Tarod había escapado también, no aliviaba su apurada situación inmediata. Él no pensaría nunca en buscarla aquí, y cuando había tratado, hacía unos minutos, de enfocar la mente y alcanzar el subconsciente de Tarod, sus propios pensamientos estaban demasiado confusos por el miedo al Warp y no había podido concentrarlos.

Una puerta situada en el fondo del almacén conducía directamente a las caballerizas, y había oído detrás de ella pataleos y resoplidos al percibir los caballos del Castillo la horrible tormenta que se acercaba. Salió de su rincón y se deslizó hacia aquella puerta, diciéndose que, precisamente ahora, nadie que estuviese en su sano juicio iría en busca de un caballo, y que la compañía de unos animales sería mejor que los terrores de la soledad cuando estallase el temporal. Trató de no mirar a la ventana al pasar, pero no pudo dejar de ver el extraño juego de la misteriosa luz sobre sus manos y su ropa. Tragándose la bilis que subió a su garganta, amenazando con ahogarla, entreabrió la puerta y miró por la rendija.

Altas y vagas formas se movían en la penumbra; caballos castaños y grises y alazanes, y uno negro, de ojos salvajes y blancos. El más próximo, un bayo muy grande, la vio y se echó atrás en su compartimiento, con las orejas gachas. Cyllan entró y se acercó a él, hablándole en voz baja para tranquilizarle. Estos animales del Sur eran más dóciles que los peludos ponies del Norte que había montado cuando hacía de vaquera, y el bayo se calmó rápidamente a su contacto y se arrimó a ella como agradeciendo la compañía humana. Cyllan recorrió la hilera, hablando sucesivamente a cada animal y alegrándose de poder desviar la mente de lo que ocurría en el exterior. Al fin los caballos se tranquilizaron un poco y llegó al final de la hilera.

Allí habían amontonado balas de paja en un rincón y se sentó encima de ellas, arrebujándose en su capa. Nada podía hacer, salvo esperar a que pasara el Warp… Temblando, se hundió más en la paja y trató de no pensar en la tormenta.

Las franjas espectrales de azul y naranja y verde que avanzaban en el cielo estaban tomando rápidamente matices oscuros y amenazadores de púrpura y lívido castaño, cuando un hombre salió como un torbellino de la torre de vigilancia de las puertas del Castillo y cruzó corriendo el patio. Subió de tres en tres los anchos peldaños de la escalinata, y cruzó la puerta principal en el momento en que un criado sorprendido iba a atrancarla. Después se detuvo, para cobrar aliento.

—¿Dónde está el Sumo Iniciado?

El criado, perplejo, señaló hacia el comedor, y el hombre se alejó corriendo.

Keridil estaba comiendo a toda prisa el desayuno que su mayordomo, Gyneth, le había persuadido de que tomase, cuando entró el portero.

—¡Señor! —jadeó el hombre, hinchando los pulmones—. ¡Jinetes! Están llegando por el puente…

—¿ Qué? —Keridil se puso en pie, apartando el plato a un lado—. ¿Precisamente ahora? ¡Maldita sea! ¡El Warp está a punto de caer sobre nosotros! ¿Quiénes son?

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