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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (23 page)

Observó cómo se cerraba la puerta, esperó a oír las ligeras pisadas en la escalera y, entonces, cerró los ojos verdes y se concentró brevemente en el pequeño ejercicio de poder que la transportaría al pie de la gigantesca torre. Hecho esto, volvió a su mesa y se sentó. La única vela se hallaba en su palmatoria entre un montón de libros; Tarod pasó una mano sobre ella y brotó la conocida y misteriosa llama verde. Cuando ésta aumentó en intensidad, proyectando una fría radiación sobre las demacradas facciones, Tarod miró sin pestañear el centro de la llama y trató de desterrar la inquietud que roía como un gusano su interior.

Al bajar la escalera que conducía a la biblioteca del sótano, Cyllan sintió una mezcla de excitación, impaciencia y miedo. No temía la tarea que iba a realizar, pero sabía que, si tenía éxito, el futuro se convertiría en un territorio desconocido y tal vez peligroso. Al recobrar la piedra-alma, Tarod recuperaría su verdadera naturaleza y no se contentaría con permanecer en el Castillo sin tiempo. Se había negado a confesar directamente la verdad, pero Cyllan creía que, cuando tuviera la piedra en su poder, la emplearía para llamar de nuevo al Tiempo. La idea de lo que podría ocurrir cuando se enfrentara de nuevo con el Círculo le daba escalofríos; pero le conocía lo bastante para saber que no actuaría de otra manera. No podía existir en una eternidad inmutable; necesitaba vivir, y si vivir presuponía un riesgo, no vacilaría en correrlo. No había tenido valor para discutir con él, y sin embargo, el único temor que la roía como una grave enfermedad era el miedo a perderle. Ni siquiera con su alma recobrada era Tarod invencible, y si el Círculo prevalecía contra él, ella perdería su propia razón de existir.

Los súbitos y drásticos cambios, tanto en ella como en Tarod, se habían producido tan inesperadamente que no había tenido ocasión de tratar de estudiarlos y comprenderlos. Y, si había de ser sincera, no lo deseaba. A requerimiento de Drachea, se había convencido de que Tarod era malo, un enemigo del que había que desconfiar y al que había que frustrar, y Cyllan había luchado contra sus propios deseos e instintos, para reforzar aquella convicción. Pero nunca se había sentido a gusto con ella y, al romperse por fin la barrera entre ambos, los sentimientos que había tratado de sofocar se habían apoderado irremisiblemente de su ánimo. Poderosas emociones, largo tiempo reprimidas, habían encontrado su objetivo en un hombre que le despertaba un furioso deseo, un amor inextinguible y una fidelidad que nada podía quebrantar. Con razón o sin ella, había elegido su camino y, fuera lo que fuese lo que le reservaba el futuro, no se apartaría de él.

Bajó corriendo los últimos peldaños de la escalera y empujó la puerta que conducía a la biblioteca. El oscuro sótano estaba tranquilo y en silencio, y Cyllan se detuvo en el umbral, centrando su mente en Tarod, que esperaba en la torre. Al momento sintió que le contestaba una presencia que se unía a ella y calmaba su inquietud, y esto la reconfortó. Pasara lo que pasase, él estaría con ella…

Al cruzar la estancia hacia la puerta medio oculta que la llevaría al Salón de Mármol, el dobladillo de su falda se enganchó en uno de los libros tirados en el suelo, y esto la obligó a detenerse para desengancharla. No estaba acostumbrada a usar prendas como éstas, pues en todo el tiempo que alcanzaba su recuerdo sólo había llevado las camisas y los pantalones que le daba un primo o, en años recientes, alguno de los hombres de la cuadrilla de su tío. Pero Tarod le había dicho que merecía algo mejor, mucho mejor…, y había encontrado, sabían los dioses dónde, un vestido de seda rojo oscuro que le sentaba como hecho a medida. La sensación de la tela la fascinaba; el susurro que hacía al moverse, el contacto de la seda sobre sus piernas desnudas… Y cuando se lo había puesto para él, Tarod le había dicho que estaba muy hermosa. Nadie le había hecho nunca este cumplido, pero no dudaba de la sinceridad de Tarod. Para él, era hermosa, y esta convicción significaba para ella más de lo que habría podido expresar. Cyllan seguía recordando complacida sus palabras cuando llegó a la puerta baja, la abrió y miró a lo largo del pasillo desierto, con su luz peculiar teñida de plata. Después, haciendo acopio de valor se dirigió hacia la fuente de aquella luz y hacia el Salón de Mármol.

El plan de Tarod, tal como se lo había esbozado, era bastante sencillo. Sin la piedra-alma, nada podía hacer para invertir las fuerzas que habían detenido el Péndulo del Tiempo y encerrado al Castillo en esta extraña no-dimensión; pero la piedra había sido enviada al limbo junto con los moradores del Castillo. La única manera de resolver la paradoja era romper la barrera de uno de los más altos de los siete planos astrales y encontrar la piedra. Si la estratagema daba resultado, y Tarod había confesado que no estaba seguro del éxito, podría ser traída a través de las dimensiones, si la fuerza y la voluntad motivadoras eran lo bastante firmes. Tarod tenía la fuerza y la voluntad, pero el foco vital representado por el propio Salón de Mármol le había sido negado por el capricho del destino, que había hecho que quedase ligeramente fuera de sincronización con el Castillo al ser desterrado el Tiempo. Sin alma, no podía entrar allí…, pero sí podía hacerlo Cyllan. Y Tarod creía que las innatas facultades psíquicas de ésta serían suficientes para permitirle triunfar en su empeño, empleándola a ella como médium.

Cyllan no pretendía comprender la naturaleza de la facultad oculta que necesitaría Tarod para lograr su objetivo; solamente rezaba para que pudiese ser capaz de hacer lo que él quería de ella. Le había advertido que podía haber peligro, pero ella lo había rechazado tercamente; confiaba en él, quería ayudarle y estaba resuelta a representar su papel lo mejor posible.

Pero ahora, al alargar la mano para tocar la puerta de plata mate que se interponía entre ella y el Salón de Mármol, sintió un escalofrío de incertidumbre. Nadie sabía las verdaderas propiedades de este extraño y fantástico lugar; esto lo había visto claro en los documentos del Sumo Iniciado, y Tarod lo había confirmado. Si algo fallaba en el plan, si se manifestaba alguna fuerza con la que ni siquiera Tarod había contado, nadie podía predecir cuáles serían las consecuencias. El limbo… Cyllan se estremeció ante la idea y estuvo a punto de apartar la mano de la puerta.

No es vergonzoso tener miedo, le había dicho Tarod. No luches contra el miedo, ni pretendas que no existe. Tenía razón… Este sentimiento, en los umbrales de semejante empresa, era natural…

Respiró hondo y tocó la puerta con la mano. La puerta se abrió, y la niebla reluciente y cambiante envolvió a Cyllan cuando entró despacio en el Salón de Mármol.

Drachea estaba al abrigo de la entrada, siguiendo inquieto con la mirada el extenso patio. Parecía desierto, pero era imposible estar seguro; la luz carmesí era engañosa, y cualquiera de las mil densas sombras podía moverse sin previo aviso y convertirse en algo que no fuese sombra… Miró hacia la cima de la Torre del Norte y creyó percibir un débil destello en una alta ventana; pero también esto podía ser una ilusión.

Había llegado al patio por un camino deliberadamente sinuoso que le llevó al fin a una insignificante entrada lateral contigua a las caballerizas. Si Tarod le estaba vigilando, lo más probable era que fijase la atención en la puerta principal que, según podía ver Drachea, estaba abierta. Si se mantenía en la oscuridad, podría alcanzar su meta con poco peligro de ser visto… y así, tratando de calmar los latidos de su corazón, salió y se refugió en la sombra de la negra pared y empezó a andar furtivamente a lo largo de ella. No ocurrió nada alarmante; en una ocasión creyó percibir un movimiento confuso como si algo sensible se hubiese separado del pie de un contrafuerte y deslizado sobre las losas; pero sólo era fruto de su imaginación, y al fin llegó al abrigo de la columnata. Aquí podía confundirse fácilmente con las oscuras siluetas de las columnas y, moviéndose despacio y con cautela, llegar a la puerta que conducía a la biblioteca del sótano.

Cuando llegó a la escalera, su resolución flaqueó, pues se dio cuenta de que Tarod podía estar esperándole en la biblioteca, pero se obligó a rechazar esa idea. Si vacilaba ahora, viendo demonios en cada esquina, igual podía volver a su habitación y esperar a que la locura o la venganza de Tarod, o ambas cosas, viniesen a buscarle. Tenía que empezar su trabajo y nada ganaría con demorarlo.

Cautelosamente, aunque imaginándose que cada pisada sonaba como un trueno, empezó a bajar la escalera.

Cyllan estaba al pie del bloque macizo de madera negra situado en lo que se creía que era el centro exacto del Salón de Mármol. Tenía los ojos cerrados y sus labios se movían en silencio, en una ferviente plegaria a Aeoris para que la protegiese, aunque no se atrevía a especular sobre si el dios consideraría oportuno hacerlo, en vista de lo que ella se proponía realizar. Los nervios le atacaban el estómago, produciéndole una impresión de mareo, y aunque el instinto la apremiaba para que alargara las manos y las pusiese sobre el bloque, no se atrevía a tocarlo. Al pasar por delante de las siete estatuas negras y sin cara, que se alzaban misteriosas entre la niebla, había vacilado, y sólo repitiendo en silencio las palabras de Tarod había podido seguir adelante. Pero había llegado hasta tan lejos… por mor de él, por mor de ambos, que debía mirar al frente y no hacia atrás.

El silencio y la quietud eran absolutas. Una vez se había imaginado que oía el sonido lejano y amortiguado de una campana, y otra vez, el eco de una risa tenue, apagada, casi fuera del alcance del oído humano, había parecido flotar tembloroso en la niebla; pero estas ilusiones engañosas se habían desvanecido. Pero el propio Salón parecía vivo y expectante; sentía su tensión como una presencia física. El suelo de mosaico estaba frío bajo sus pies descalzos… Cruzó las manos y se esforzó en calmar su mente, en hacerse receptiva al contacto con Tarod.

Su presencia se manifestó de pronto y poderosamente en la mente subconsciente de Cyllan. Por un instante, vio la habitación oscura en la cima de la torre y creyó ver también los ojos verdes fijando la mirada en los suyos y brillando con una intensidad que la asustó. Entonces sintió que aquella voluntad que la guiaba empezaba a fundirse con la suya y tomaba el mando… Respirando despacio, superficialmente, alargó las manos como una sonámbula y las apoyó en la tosca superficie del bloque de madera. Al tocarla, una fuerte sensación de vértigo la alcanzó, como surgiendo de debajo del suelo, y se tambaleó y se mordió la lengua para no gritar de espanto. Esta sensación pasó, pero Cyllan supo que, detrás de sus párpados cerrados, algo había cambiado. La tensión se estaba transformando en una impresión de sueño, como si flotase libre del tiempo y del espacio. Quería abrir los ojos, pero le faltaba valor para hacerlo. Todo lo que la rodeaba no había sido hecho para que lo viesen o comprendiesen los mortales, y esta certidumbre le infundió algo parecido al pánico. Agitó mentalmente los brazos, buscando ciegamente un áncora, y casi en el mismo instante, la otra voluntad se impuso a ella y la sostuvo, librándola del terror. Sintió de nuevo en su mente la presencia de Tarod, pero era una presencia que trascendía humanidad, más poderosa que todo lo que ella había conocido. Por un momento, su propia voluntad se resistió, impulsada por el miedo, pero aquella presencia la apaciguó, la tranquilizó, y Cyllan se dejó eclipsar por ella, mientras Tarod la conducía a través de los planos hacia la meta común.

Con la espada desenvainada, Drachea penetró en el sótano y siguió cuidadosamente su camino entre los libros y manuscritos desparramados en el suelo. Se volvía rápidamente a cada paso, levantando la espada como para parar un ataque por la espalda, pero la precaución era inútil. No había nadie en la biblioteca.

Y sin embargo, tenía la convicción de que no todo estaba como debía estar. Notaba una anomalía, aunque no podía descubrir su causa. Drachea no era adivino, pero algo le ponía sobre aviso, incluso antes de llegar a la puerta baja de la pared del fondo y encontrarla abierta de par en par.

Pisó el umbral, lamiéndose los labios, vacilante. Por allí se iba al Salón de Mármol, el único lugar de todo el Castillo donde, según su propia confesión, Tarod no podía entrar. Sin embargo, la puerta estaba abierta, indicando que alguien había pasado recientemente por ella…, y el otro único habitante del Castillo era Cyllan…

El miedo irracional que le había inspirado el Salón de Mármol no significaba nada en comparación con la inesperada oportunidad de ajustarle las cuentas a Cyllan. Dejó la espada, consciente de su poca utilidad en el espacio reducido del pasillo, y desenvainó el cuchillo. La hoja brilló siniestra a la extraña luz, y Drachea avanzó, despacio y cautelosamente, hacia la puerta de plata.

Primero experimentó una terrible sensación de peso, como si los imponentes acantilados de la Tierra Alta del Oeste cayeran sobre ella y la aplastasen… Pero resistió, apremiada por la voluntad que se había entrelazado con la suya, y bruscamente cesó la presión, sustituida por el bálsamo de una fresca y clara corriente que la arrastró como a un pez en su curso. Oyó la misteriosa canción de los fanaani, pero pronto se extinguió, y en su lugar fue azotada por un alegre y caprichoso vendaval…, como una oleada de calor inflamado e inextinguible. Tuvo la impresión de que pasaba en medio del fuego, y rompió a gritar, hasta que de pronto el terrible dolor fue mitigado por una voz que hablaba a lo más hondo de su conciencia. Despacio, parecía decirle. Despacio…, poco a poco… Estoy contigo…

Y se hizo un silencio. Sintió como si pendiese ingrávida e inmóvil en la nada; sin embargo había turbación en su mente, inquietud, miedo…, la sensación de que algo esperaba debajo de ella…, y la voz habló de nuevo dentro de ella y dijo: Mira…

Era un mundo en negro y plata, sin el menor color que mitigase su austeridad. Cyllan se cernía incorpórea sobre un suelo cuyos mosaicos trazaban un complicado dibujo, y al mirar hacia abajo, vio un cuadro extraordinario, inmóvil.

Unos veinte o treinta hombres y mujeres estaban alineados en un círculo, vueltas las cabezas hacia un hombre que llevaba un grueso y sombrío traje de ceremonia y un aro en la cabeza que tenía un brillo frío. Sus brazos estaban extendidos y sostenía con ambas manos una pesada y amenazadora espada que reflejaba una luz que parecía inflamar el aire a su alrededor. La luz iluminaba su robusto cuerpo, y su cara, aunque joven y bella, reflejaba dureza en sus facciones.

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