Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Levantó los brazos, y la luz carmesí que se filtraba por la ventana pareció teñir de sangre la hoja de la espada. Con los ojos desorbitados por la certidumbre de su muerte inminente, Cyllan se echó frenéticamente a un lado al descender la espada. El aliento brotó ruidosamente de sus pulmones mientras caía al suelo; después irguió el cuerpo e hizo un convulsivo movimiento para agarrar la puerta. Esta estaba entornada, y su impulso la abrió de par en par. Salió rodando, e intentó ponerse de pie antes de que Drachea consiguiese alcanzarla. Oyó un rugido, como de toro embravecido, vio la espada sibilante como un colmillo gigantesco, y la luz que resplandecía a lo largo de su hoja, trató de escabullirse… y sintió un dolor terrible en las costillas cuando la punta de la espada se hundió en la carne.
Lanzó un grito bestial que sofocó el aullido de triunfo de Drachea. Al extraer éste la espada, sintió de nuevo un terrible dolor y se llevó la mano al costado, sabiendo que debía manar sangre y tratando de detener la hemorragia, pero impulsada sobre todo por la voluntad ciega de escapar. Sintió, más que vio, a Drachea que se arrojaba de nuevo encima de ella, y Cyllan, rodando sobre la espalda, golpeó furiosamente con ambos pies. Por pura casualidad, dio en el blanco; oyó un gruñido y un golpe sordo y no se detuvo a comprobar el efecto de su ataque, sino que se puso de pie y echó a correr.
Ante ella estaba la escalera, oscilando ante sus ojos nublados por el dolor y el espanto. Sabía que corría en zigzag, perdiendo su ventaja, pero no podía hacerlo en línea recta. Sangre caliente y pegajosa caía sobre su mano al compás de los latidos de su corazón, y trató de reír a carcajadas. No podía morir; aquí no existía el Tiempo; no podía morir desangrada sin la ayuda del Tiempo…
La lucidez volvió a su mente y se dio cuenta de que estaba apoyada en la barandilla de la escalera, riendo como una loca. Un débil tictac resonó en el suelo a sus pies. Lo producía la sangre que brotaba de la herida infligida por Drachea y que iba menguando su fuerza…
—
¡Zorra del demonio!
Oyó aquel grito enloquecido detrás de ella, acompañado de pisadas presurosas, y la impresión la trajo de nuevo a la realidad. Se lanzó hacia adelante y estuvo a punto de caer de cabeza por la escalera. Se salvó al poder agarrarse a la barandilla; después, medio tambaleándose y medio arrastrándose, llegó a la puerta de doble hoja que daba al patio. Drachea corría detrás de ella y reducía la distancia; podía oír su voz gritando que se detuviese, y estos gritos la espolearon. Parte de su mente, que parecía observar entre la niebla desde lejos, le decía que la huida era inútil, que con ella no haría más que prolongar lo inevitable. La pérdida de sangre pondría fin a su carrera. Y entonces él caería sobre ella dispuesto a matarla…
Cyllan desterró esa idea y, obstinadamente, siguió su carrera vacilante. La puerta se abrió ante ella y, al salir corriendo, tropezó y rodó por la escalinata hasta el patio. Al ponerse dolorosamente en pie, vio manchas rojas en las losas detrás de ella, dejando un rastro que incluso un niño podía seguir, y en medio de su desesperación, vislumbró un rayo de esperanza.
Tarod…, si pudiese llegar hasta Tarod…
Ahogó furiosamente esta voz interior. Tarod, no, nunca… No podía, no quería saber nada de él…
Un chasquido le hizo comprender que Drachea había llegado a la puerta, y le oyó reír, seguro de su triunfo. Ciegamente, se lanzó tambaleándose hacia la fuente, aferrándose a la insensata idea de que podría romper algún trozo de la delicada tracería de piedra y emplearlo como arma contra él. Chocó contra la taza de la fuente y el dolor la dejó sin aliento, y se derrumbó agarrándose a un pez impasible tallado en piedra, al caer. Las veloces pisadas se oían más cerca, resonando en sus oídos; entonces, Cyllan se retorció y golpeó con un brazo que se estaba debilitando cada vez más, mientras escupía un torrente de insultos y maldiciones de vaquero a la cara de su perseguidor, pero sabiendo que estaba perdida.
Una luz blanca brilló delante de los cerrados párpados y unas manos la agarraron. Gritó desafiadora, tratando de soltarse…
—¡Cyllan!
El iba a matarla, y luchó con las pocas fuerzas que le quedaban, tratando de dar patadas, de morder, de luchar hasta el fin.
—
¡Cyllan!
No era la voz de Drachea… Abrió los ojos, sorprendida, y su cuerpo se puso rígido.
La niebla gris nublaba todavía su visión, pero pudo ver a través de ella los cabellos negros como el ala de un cuervo, las duras facciones, los ojos verdes. Unos dedos fríos tocaron su cara ardiente, y oyó que Tarod decía con una voz que parecía llegar de muy lejos:
—Tranquilízate. Estás a salvo… El no puede alcanzarte, no puede tocarte. Conmigo estás a salvo, Cyllan…
Ella trató de hablar, pero se quedó sin respiración al aumentar terriblemente su dolor. Su mano agarró convulsivamente los cabellos de él; él la sujetó con fuerza, y su voz fue ahora más amable de lo que ella había creído posible.
—Tranquilízate, Cyllan. Ya no podrá hacerte más daño. Duerme… Yo te curaré. Ahora duerme…
Sus palabras eran como un bálsamo, y Cyllan se aferró a ellas. Tarod seguía sujetándole la mano, y sintió que su dolor se estaba mitigando y que sus sentidos se apaciguaban en un cálido reflujo, hasta que una tranquila oscuridad lo envolvió todo.
—Drachea… ¡No!
Las palabras brotaron confusas de los labios de Cyllan. Había estado soñando y, en su sueño, Drachea se había vuelto contra ella; tenía una cara diabólica y blandía una espada que brillaba como plata fundida sobre un fondo rojo de sangre. Se retorció convulsivamente y oyó el suave ruido de un almohadón al caer al suelo. Entonces una mano poderosa le sujetó un hombro, empujándola hacia atrás y obligándola, delicada pero firmemente, a estarse quieta. Al darse cuenta de que no estaba sola con su pesadilla se calmó, y sintió que sus músculos se relajaban poco a poco.
—Cyllan. El sueño se ha acabado. No tienes nada que temer.
Despierta a medias, había esperado oír la voz de Drachea, y el tono inesperado pero familiar de aquellas palabras hizo que abriese los ojos, con súbita alarma.
Estaba en la habitación de la cima de la torre, yaciendo en el largo diván. Tarod estaba sentado a su lado y le acariciaba delicadamente la frente con una mano. Cyllan levantó la suya y le agarró los dedos en un mudo ademán de gratitud que hizo que una débil sonrisa se pintase en los labios de Tarod; después, todavía confusa, trató de articular unas palabras.
—Pensaba que era… —Entonces recordó y respiró con fuerza—. ¡Oh, dioses! Drachea…
—Drachea intentó matarte —le dijo Tarod, y la suavidad de su tono fue contrarrestada por la cólera fría que expresaban sus ojos—. Fue una suerte que yo te encontrara antes de que pudiese terminar lo que había empezado.
Ahora recobró del todo la memoria y empezó a sentirse mareada.
—Entonces, aquella luz… —murmuró—. Eras tú…
Miró su propio cuerpo. Ya no sentía dolor (sólo ahora se daba cuenta de ello) y no había el menor rastro de sangre. La herida que le había infligido Drachea se había cerrado como si nunca hubiese existido. Levantó rápidamente la mirada y la fijó de nuevo en la de Tarod, sin comprender, y él dijo en voz baja pero irónica:
—Sí, es más de lo que habría podido hacer ningún curandero. Hay ocasiones en que un poder como el mío tiene sus ventajas.
Cyllan tragó saliva.
—Gracias…
Tarod iba a rechazar instintivamente su agradecimiento, pero se contuvo. Esa reacción podría ser fácilmente mal interpretada, y estaba ansioso de no confundirla. Alargó una mano hacia una mesa que había a su espalda, tomó una copa y se la ofreció.
—Bebe esto —dijo y sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor—. No te vigorizará, puesto que aquí la comida y la bebida son irrelevantes, pero te calentará. Y me imagino que no has probado un buen vino desde la investidura del Sumo Iniciado.
Le estaba recordando su segundo encuentro, cuando él la había defendido contra el vinatero truhán, y asomaron lágrimas a los ojos de Cyllan. Esta pestañeó para contenerlas, furiosa consigo misma por mostrarse conmovida, y tomó la copa. Mientras sorbía el vino, sus ojos ambarinos miraron por encima del borde, con incertidumbre, a Tarod, y al fin preguntó:
—¿Por qué me salvaste?
—¿Por qué?
Pareció sorprendido por la pregunta y ella asintió con la cabeza.
—No me debes nada. Cuando… nos separamos… pensé…
—¿Que éramos enemigos? —dijo Tarod, terminando la frase—. No, Cyllan. No siento enemistad por ti; en realidad… —Se interrumpió y, por un instante, la incertidumbre se pintó en sus ojos verdes; pero pudo dominarse y sacudió la cabeza—. Puedes juzgarme como te parezca adecuado. Viste los documentos del Sumo Iniciado y mucho de lo que se dice en ellos corresponde a la verdad, tal como Keridil la veía. —Entornó los ojos—. No puedo negar lo que soy y, si me miras como a un enemigo, no puedo esperar nada mejor. Pero, demonio o no, te salvé la vida porque quería… protegerte. —Encogió los hombros—. Tal vez esto te parezca una palabra vana. Si es así, puedes interpretarla como te plazca.
Demonio o no… Cyllan percibió ironía en su voz y sintió un nudo en la garganta, producido por una emoción que no se atrevía a permitir que se apoderase de ella. Fuera lo que fuese en realidad, Tarod no era un demonio. Este término era más adecuado para Drachea, que se había vuelto contra ella, la había condenado sin previo juicio y se había erigido en juez y verdugo.
Cyllan había resuelto no llorar nunca, y menos en presencia de Tarod, pero tuvo la terrible impresión de que estaba a punto de perder su aplomo y echarse a llorar. Su aliado la había traicionado; su enemigo la había salvado la vida, y los viejos sentimientos, que había hecho todo lo posible para sofocar desde su llegada al Castillo, estaban saliendo de nuevo a la superficie.
Su mano empezó a temblar y Tarod tomó la copa de ella. La dejó sobre la mesa y después asió de nuevo los dedos de Cyllan, pero esta vez con mucha suavidad.
—¿Por qué trató Drachea de matarte? —preguntó.
Ella se mordió el labio. No quería pensar en lo que había ocurrido, pero tenía que enfrentarse con ello… y tenía que decir la verdad. Al menos le debía esto a Tarod.
—El… descubrió que yo había estado aquí —dijo, en voz tan baja que las palabras eran apenas audibles—. Estaba… me estaba regañando porque no me halló a su lado cuando empezó a recobrarse de… —se interrumpió, tragó saliva y prosiguió, haciendo un esfuerzo— de lo que le había sucedido. A mí me irritó su injusta actitud y le dije… le dije… —y esta vez no pudo terminar.
El empezó a comprender.
—Entonces, sacó la conclusión de que eras… digamos ¿una víctima complaciente?
Ella asintió con la cabeza. El recuerdo de la cara contraída de Drachea, de su injusticia, de su crueldad, asomó del rincón oscuro de la mente donde había tratado de encerrarlo y, con él, surgió una cólera ardiente y amarga. Incapaz de sofocarla, dijo, atragantándose con las palabras:
—Me llamó ramera y serpiente y…
Y de pronto, el dique que se había esforzado en mantener firme se rompió. Cyllan se cubrió la cara con ambas manos y estalló en lágrimas: la emoción contenida había destruido el dominio que tenía de sí misma. Sintió que los brazos de Tarod la rodeaban y se apretó contra él, ocultando el rostro en los revueltos cabellos negros. El no dijo nada, solamente la retuvo, y el alivio de poder llorar sin miedo de rechazo o de desprecio fue como un bálsamo para Cyllan.
Finalmente, la tormenta de llanto amainó. Tarod no hizo nada por soltarla y, en definitiva, fue ella quien se desprendió de sus brazos, poniéndose dificultosamente de pie y caminando hacia la ventana. Se enjugó la cara con ambas manos, dejando tiznajos en las mejillas, y dijo en tono confuso:
—Disculpa.
—No tienes que disculparte de nada. He conocido a muchos Adeptos que habrían llorado con menos motivo.
Ella sacudió la cabeza.
—No; no me refiero solamente a esto.
Quería mirarle, leer la expresión de sus ojos, pero no se atrevía a hacerlo por miedo de lo que podría ver. Respiró hondo, consciente de que debía decir lo que sentía, ahora o nunca. Si había juzgado mal a Tarod, su error la heriría profundamente. Pero sentía que nada tenía ya que perder, y la emoción le dictaba lo que la razón había sido en definitiva incapaz de reprimir.
—Fui muy injusta contigo —dijo a media voz—. Creía que eras un enemigo, indigno de confianza, y me alié con Drachea porque creía pensaba que creía en la causa que defendía él. El quiere destruirte. Y yo pensaba que tenía razón. —Se echó a reír y se le quebró la voz—. Digo que soy vidente y no pude ver la verdad que tenía ante los ojos. O al menos… no quería reconocerla. Pensaba que Drachea era más inteligente que yo.
—¿Y ahora? —preguntó suavemente Tarod, al ver que ella no decía más.
—Ahora… no lo sé. Drachea cree que soy una campesina imbécil y tal vez esté en lo cierto. Pero sólo puedo juzgar por lo que veo, no por lo que me dicen.
Las palabras fluían ahora rápidamente y, con ellas, un miedo creciente que parecía roerle el alma. Se lo estaba jugando todo; si perdía, no se lo perdonaría nunca. Pero el instinto, y la emoción, le decían que confiara en el juego y creyese que, en el peor de los casos, Tarod la comprendería.
—Ojalá yo hubiera escuchado mi voz interior —dijo—. Porque… no creo que seas el demonio que dicen que eres. Y no quiero ser tu enemiga.
Entonces se hizo un largo silencio. Después, Cyllan oyó el débil ruido que hizo Tarod al moverse y pensó que se había plantado detrás de ella, aunque no se atrevió a volverse para verlo.
—Has leído la declaración del Sumo Iniciado —dijo él.
—No, no la he leído. Me la leyó Drachea. —Sonrió, pero sin pretender que él viese su sonrisa—. No sé leer.
La voz de él no mostró sorpresa, ni diversión, ni compasión. Se limitó a decir lisa y llanamente:
—No puedo negar la verdad contenida en aquel documento, Cyllan. Podría rebatir la interpretación, pero los hechos son bastante reales.
Ella se encogió de hombros.
—¿No te repugna esto?
—No. Si aquellos papeles describiesen a un desconocido, tal vez le condenaría, porque no sabría nada de él: pero no describen al hombre que conocí en la Tierra Alta del Oeste, ni al Adepto que me recordó en el festival…, ni al hombre que me ha salvado la vida. —Suspiró—. Pensaba que te tenía miedo. Pero… creo que más bien tenía miedo de mis propios sentimientos.