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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (22 page)

Tarod sintió como si algo le atenazase los pulmones y la garganta. La silueta de Cyllan se recortaba contra el melancólico fulgor de más allá de la ventana; solamente un débil resplandor rojo de sangre teñía sus rubios cabellos, y él quería acercarse a ella, tocarla, abrazarla. Su vacilante confesión le había pasmado; sin embargo, sabía que sus palabras habían brotado del corazón, aun a riesgo de provocar su burla o su desprecio. Había confiado en él, y él se imaginó que durante toda su dura vida pocas veces se había visto justificada su confianza. Todavía estaba insegura; la posición de sus pequeños hombros delataba su resolución de no parecer débil…, pero había desnudado su alma. Y él, aunque no tenía alma y se había creído incapaz de sentir, estaba dominado por una fuerza que no podía ni quería combatir. Las emociones se agitaban dentro de él como una marea implacable: esperanza, melancolía, un doloroso afán de ser realmente capaz de vivir de nuevo. Había reprimido estos sentimientos, temeroso de lo que podían significar y adónde podían conducirle. Pero ya no podía controlarlos.

Cyllan soltó de pronto una risa ahogada.

—Todavía no comprendo por qué —dijo.

—¿Por qué?

—Por qué me salvaste la vida.

Él avanzó y apoyó las manos en sus hombros.

—¿No lo sabes? —dijo suavemente y se inclinó para besarla en la cara.

Ella respondió afanosamente, casi de un modo infantil, pero después se puso rígida y se apartó.

—Por favor, Tarod…, no. A menos que… a menos que lo quieras de verdad.

Tarod comprendió, y el recuerdo de cómo le había mirado tan a menudo Sashka, hermosa, ávida e incitante, acudió a pesar suyo a su mente. Lo expulsó de él. Sashka estaba muerta; desde hacía tiempo, muerta para él…

—Lo quiero de verdad. —La atrajo hacia sí, su boca se posó en la de ella y su cuerpo respondió al calor que de ella emanaba—. Lo quiero de verdad, Cyllan…

El deseo estaba satisfecho, pero la emoción permanecía. Yacían juntos en el lecho de Tarod, descansando Cyllan la cabeza en el brazo de él. Ninguno de los dos había sentido necesidad de hablar, y ahora parecía que Cyllan estaba dormida, respirando tranquila y regularmente.

Tarod la observó. Se sentía en paz como nunca y, sin embargo, esta paz estaba matizada por una tristeza a la que, hasta ahora, había sido incapaz de enfrentarse. Le habían impresionado los sentimientos que esta muchacha extrañamente valerosa y fiel había despertado en él, pero sabía que no había nada ilusorio o fugaz en su amor por ella y en el de ella por él. Y sin embargo, a pesar de la floración de estos sentimientos, se daba cuenta de un profundo vacío en el fondo de su corazón, de una sombra oscura y fría que enturbiaba su recién encontrada felicidad.

¿Podía haber un futuro para ellos? Aquí, en esta extraña dimensión donde nada cambiaba nunca, podían existir por toda la eternidad si así lo querían. Pero para un hombre sin alma, incapaz de darse por entero, sería una existencia engañosa porque nunca podría llenarla realmente. Tarod quería ser de nuevo un hombre completo; conocer los dolores y las alegrías del hombre completo. Sin alma, sólo estaba vivo a medias…, pero recobrar su alma sería enfrentarse una vez más con todas las implicaciones de su verdadera naturaleza…

Suspiró y Cyllan abrió los ojos.

—¡Tarod! —Le tocó ligeramente el brazo, soñolienta, y después frunció el entrecejo—. Algo te conturba…

Leía demasiado bien en él.

—Pensamientos vanos —dijo él.

—Cuéntamelos. Por favor.

El la atrajo más hacia sí.

—Estaba pensando en el futuro. —Sonrió, pero no alegremente—. Desde que fue desterrado el Tiempo, he existido aquí sin preocuparme de todo lo que había dejado atrás. Pero ahora… todo ha cambiado. Cuando perdí mi alma, pensé que había pasado más allá de la humanidad. Me equivocaba. Y sin embargo soy una cáscara, una concha…, con un núcleo frío que no puedo romper. No puedo darme a ti de la manera que habría podido hacer antaño; no puedo amarte con el alma, porque no la tengo. Pero si probara a volver atrás, si consiguiese…

—Tarod…

Percibiendo su aflicción, Cyllan trató de interrumpirle, pero él le impuso silencio colocando un dedo sobre sus labios.

—No. Tengo que decirlo. Tú sabes en qué me he convertido, Cyllan. Pero, ¿sabes lo que era antes?

El antiguo miedo volvió a reflejarse en los ojos de ella, y él sintió como si le clavasen un cuchillo en las entrañas. Cyllan todavía no había comprendido del todo, y temía que, cuando lo comprendiera, fuese incapaz de enfrentarse a la verdad sin repugnancia. Pero no podía ocultársela. Ella había estado dispuesta a jugar; también debía estarlo él.

—Antaño —dijo— yo tenía un anillo. En el anillo había una piedra, una piedra preciosa. Aprendí que aquella gema era una fuente de poder, pero ignoraba su verdadera naturaleza… hasta que me fue revelada por Yandros.

—Yandros… —Esta palabra produjo un estremecimiento atávico en Cyllan, que dijo, en tono indeciso—. El Sumo Iniciado decía que era…, que es… un Señor del Caos…

—Sí.

—Y la piedra…

Sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de boca de él.

—La piedra era el vehículo de mi alma. —Se lamió los labios repentinamente secos—. También ella es del reino del Caos.

Cyllan se incorporó, luchando al parecer con algún conflicto interior; después se volvió bruscamente hacia él y le asió la mano, mientras recobraba la voz en su aflicción.

—¡Pero tú no eres un demonio! Eres de este mundo, eres humano…

—Cyllan… —Le estrechó los dedos, conmovido por su lealtad, pero sin encontrar en ella verdadero alivio—. No soy humano. No del todo…, aunque saben los dioses que tardé mucho tiempo en descubrirlo.

—Entonces, ¿qué eres?

Tarod sacudió la cabeza.

—No lo sé, Cyllan, no lo sé. Tengo sentimientos humanos, reacciones humanas; pero poseo poderes que ningún mortal podría tener. El Círculo dice que soy un demonio. Y Yandros… —La miró con ojos vacilantes—. Yandros me llamó hermano.

Cyllan no dijo nada y, cuando él la miró de nuevo, tenía la cabeza inclinada de modo que no pudo verle la cara. Sin duda se estaba esforzando por asimilar todo lo que él le había dicho. Había esperado que negase las acusaciones formuladas contra él por el Círculo; pero él había confesado que, aunque deformadas, eran esencialmente verdaderas. La idea de que este hombre pudiese estar emparentado con un Señor del Caos la aterrorizaba… y sin embargo, dijera lo que dijese el catecismo que había aprendido en su infancia, no podía rechazarle; no podía volverse contra él en aras de un principio abstracto.

—Si recobrara la piedra-alma —dijo Tarod—, se fortalecerían mis lazos con el Caos. Pero, sin ella, no puedo vivir realmente, ni puedo alcanzar la plenitud contigo, que es todo lo que ansío. —Sonrió tristemente—. ¿Puedes comprender esta paradoja?

Cyllan le miró.

—¿Es una paradoja, Tarod? A pesar de todo lo que la piedra pudiese haber hecho de ti, ¡eres humano! Fuiste un alto Adepto, un servidor de nuestros dioses, cuando tenías tu alma. No eras un demonio… ¿Por qué habría de cambiar esto si la recobrases?

El rió amargamente.

—El Círculo no lo aceptaría.

—Entonces, ¡al diablo con el Círculo! Si no supieron ver la verdad cuando la tenían ante sus ojos, ¡eran unos imbéciles!

El se volvió a mirarla, inseguro de sí mismo.

—¿Tienes realmente tanta fe en mí, Cyllan?

—Sí —dijo sencillamente ella.

La ironía de su fidelidad inquebrantable, comparada con la hostilidad de aquellos que habían sido presuntamente sus iguales y sus amigos durante la mayor parte de su vida, era tranquilizadora. Durante su existencia solitaria en el Castillo sin tiempo, Tarod había vuelto la espalda a su antigua fidelidad a los Señores del Orden, porque con la traición del Círculo el Orden le había fallado. Pero el despertar de una humanidad reanimada le había hecho sentir de nuevo el amor a su mundo. Quería volver a ser parte de aquel mundo, un mundo en el que Yandros y los suyos no representaban el menor papel.

Miró el aro torcido del anillo en su mano izquierda.

—Podría ser peligroso que se recobrase la piedra. Era la clave del plan de Yandros para combatir el régimen de Aeoris, y podría ser que abriera la puerta…, que el Caos pudiese amenazar de nuevo al mundo.

—Tú luchaste antes contra el Caos. Incluso el Sumo Iniciado lo reconoció. Sus documentos dicen que desterraste a Yandros…

—Sin embargo, Yandros no acepta fácilmente la derrota. —Tarod sonrió débilmente—. Como sabes muy bien, a costa mía.

Cyllan se inclinó hacia adelante y le rodeó con sus brazos, y apretó su cuerpo contra el de él.

—Yandros no me preocupa —dijo resueltamente—. Es una sombra, y yo no temo a las sombras. Lo único que me importa es que has perdido una parte de ti mismo y quieres recobrarla. Esto es lo que cuenta.

Tarod la miró y alargó una mano para acariciar sus pálidos cabellos.

—¿No temes al ser que podría resultar de ello?

—No. —Le besó con fuerza—. No lo temo.

CAPÍTULO IX

D
rachea pasaba lenta y rítmicamente la mano a lo largo de la hoja de la espada, inclinado sobre ésta en una de las más apartadas habitaciones vacías del Castillo. Había enjugado cuidadosamente la sangre de Cyllan, pero esto no era suficiente; necesitaba pulir el acero hasta que tuviese un brillo cegador, borrar todo posible rastro de ella. Pureza, se decía una y otra vez, con malévola ferocidad; la espada debía ser absolutamente pura para que él pudiese blandirla de nuevo: no podían quedar en ella huellas de aquella bruja de rostro pálido.

El recuerdo de la frustración y la ira que había sentido al verse privado de su víctima hacía brotar un sudor frío de la frente de Drachea. Al abalanzarse sobre Cyllan, seguro de que iba a matarla, había sido momentáneamente cegado por una brillante aureola que se había materializado alrededor de ella viniendo de ninguna parte, y cuando se extinguió el breve destello, ella había desaparecido. No le cabía duda de que Tarod era el responsable de esto, aunque no sabía si su habilidad habría sido suficiente para mantener viva a Cyllan. Si ésta vivía, sería otro adversario con el que tendría que contar; pero las cuentas que tenía que saldar con ella y con su diabólico amante podían esperar. Ahora tenía que pensar en cosas más apremiantes.

Drachea dejó de pulir la espada, la observó con ojos críticos y, sintiéndose satisfecho, la puso casi con veneración sobre la cama antes de levantarse y acercarse a la ventana. Durante su búsqueda de un escondrijo seguro, había encontrado nueva ropa que creía más adecuada para su noble condición de heredero de un Margrave y campeón del Círculo contra el enemigo común. Plantado junto a la ventana, echó atrás la corta capa ribeteada de piel que cubría el jubón de terciopelo verde oscuro y la camisa de seda gris y el pantalón, tratando de ver su propia imagen en el cristal. Este le devolvió un reflejo deformado y eso le irritó, volvió atrás y tomó de nuevo la espada, levantándola y comprobando su equilibrio. No era el arma ideal (Cyllan le había fallado en esto, como en otras tantas cosas), pero le serviría. También había encontrado un cuchillo, que podía resultar un arma más útil. El cuchillo enfundado pendía ahora de su cinto; deslizó la espada en su funda junto a aquél, la ajustó sobre la cadera y decidió que estaba listo.

Drachea no se hacía ilusiones sobre sus perspectivas si se enfrentaba con Tarod y le desafiaba a solas; su última experiencia en manos del Adepto había estado a punto de hacerle perder la razón, y por nada del mundo quería repetirla. Si tenía que vencer a Tarod necesitaría ayuda, y la única posibilidad de conseguir esa ayuda era encontrar la manera de deshacer el hechizo que había detenido el Tiempo y hacer que el Círculo volviese al mundo. Entonces le correspondería aplicar el justo castigo, y nada podía ser más satisfactorio para él. Si Cyllan vivía, aprendería a lamentar su alianza con el Caos, y sonrió al pensar en la satisfacción que sentiría al obligarla a presenciar la destrucción final de Tarod.

Pero gozar ahora con su triunfo era prematuro: tenía que hacer un largo camino para alcanzar la victoria. Y el primer paso era buscar la piedra del Caos, que podía ser el arma más valiosa de todas. Con ella en la mano, estaría en condiciones de negociar con Tarod…, un negocio que redundaría en su propio favor.

Drachea echó una última mirada a la habitación, lamentando no haber podido compartir ese momento con alguien que admirase su valor y le desease suerte. Pero no importaba; a su tiempo recibiría la gratitud del Círculo como su campeón y salvador, y ellos cuidarían de que fuese debidamente recompensado.

Salió de la habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y se dirigió a la escalera.

—Cyllan. —Tarod apoyó delicadamente las manos en sus hombros y ella le miró—. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

Ella sonrió con animación.

—Sí, estoy segura. —Puso una mano sobre la izquierda de él, sintiendo los afilados bordes del anillo roto en su palma—. Tú no puedes entrar en el Salón de Mármol, y yo sí. Si la piedra puede ser encontrada, la encontraré. —Se puso de puntillas para besarle—. Confía en mí.

—Sí. Pero estoy inquieto. —Sus ojos verdes e intranquilos se fijaron en un punto detrás de ella—. Me persuadiste de que tuviese clemencia con Drachea… Sigo creyendo que fue un error.

—No.

Cyllan sacudió enérgicamente la cabeza, recordando lo mucho que le había costado disuadirle de ir en busca del joven y matarlo. No sabía por qué Drachea le inspiraba compasión; había traicionado su confianza y, si sus posiciones se invirtiesen, él no vacilaría en matarla a ella. Pero, mezclado con su desprecio, había un elemento de piedad; la venganza no cabía en su manera de pensar, y ver morir a Drachea sin una buena razón habría pesado siempre sobre su conciencia.

Tarod pensaba de modo diferente. El trato que Drachea había dado a Cyllan era por sí solo suficiente para provocar su ira, y nada deseaba más que mandarle al infierno y acabar con él. Por Cyllan había prometido contener su mano, pero, en el fondo de su corazón, se preguntaba si no tendría que lamentar esta promesa.

—Drachea no puede dañarnos —dijo Cyllan—. No cuenta para nada, Tarod. No le temo.

El vaciló y después sonrió, aunque había todavía un poco de duda en sus ojos.

—Entonces, ve —le dijo—. Y si en cualquier momento me necesitas, te oiré y estaré contigo. —La besó, pareciendo reacio a dejarla marchar—. Que los dioses te protejan.

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