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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (9 page)

—¡Adepto Tarod! —La voz de Drachea, hizo que Cyllan saliese de su ensimismamiento y volviese la cabeza para verle bajar la escalera, contoneándose, y cerrar el paso a Tarod—. ¡Te estaba buscando!

Tarod se detuvo y miró indiferente al joven.

—¿De veras? —dijo.

Esta vez, la cólera de Drachea fue más fuerte que su pavor. Se detuvo a tres peldaños del pie de la escalera, de manera que los ojos de los dos estuvieron al mismo nivel, y dijo, furioso:

—Sí, ¡de veras! ¡Y creo que ya es hora de que me des una explicación! Acaban de decirme que estoy aquí prisionero, ¡y necesito saber qué quisiste decir con tal impertinencia!

Tarod miró brevemente a Cyllan, que se sonrojó. Después cruzó los brazos y miró a Drachea como si fuese un ser de una especie desconocida.

—He dicho a Cyllan la pura verdad —dijo con fría indiferencia—. Habéis venido aquí sin ser invitados y sin que yo haya intervenido para nada; si ahora tenéis que quedaros nada puedo hacer para impedirlo. Cree que lo lamento tanto como tú.

Drachea estaba muy lejos de darse por satisfecho.

—¡Esto es absurdo! Debo recordarte que no soy un campesino cuya ausencia pase inadvertida. Mi clan me estará buscando, se pondrá a la milicia sobre aviso. Te advierto que, si no me encuentran, ¡las consecuencias serán graves!

Tarod se pellizcó la nariz y suspiró irritado.

—Está bien. Si quieres marcharte, si crees que puedes hacerlo, vete. No soy tu carcelero y las puertas no están cerradas.

Drachea iba a replicar airadamente, pero se detuvo, perplejo. Miró a Cyllan y frunció el entrecejo.

—¿Qué dices tú? —preguntó, señalando hacia la puerta del Castillo.

—No, Drachea. Es inútil.

Sacudió la cabeza, sabiendo instintivamente lo que iba a ocurrir; sabiendo, también, que nada conseguiría si trataba de convencer a Drachea. Tenía que descubrirlo él.

El le dirigió una mirada furiosa y empezó a cruzar el patio. Cyllan esperó que Tarod se volviese a ella, dijese algo que destruyese la muralla de hielo que parecía haberse levantado entre los dos; pero él no se movió. Drachea llegó a la puerta y la empujó; ésta giró fácilmente sobre los grandes y engrasados goznes. Salió…

Y se detuvo. Incluso desde la distancia a que se hallaba pudo Cyllan percibir el miedo terrible que sintió Drachea al mirar más allá del Castillo y ver… nada.

Ella pudo verlo también cuando la gran puerta se abrió sin ruido. No era nieve, ni siquiera oscuridad, sino un vacío, un vacío tan absoluto que sintió vértigo con sólo mirarlo. Drachea lanzó un grito inarticulado y se echó atrás. Al soltar la puerta, ésta volvió a cerrarse automáticamente con un sordo ruido que sobresaltó a Cyllan.

El heredero del Margrave volvió despacio al sitio donde ellos esperaban. Su cara estaba muy pálida y las manos le temblaban como si tuviese fiebre. Al fin se detuvo, a cierta distancia de Tarod.

—¿Qué es eso ? —preguntó roncamente, y sus labios estaban grises.

Tarod sonrió maliciosamente.

—¿No tenías ganas de salir a averiguarlo?

—¡Maldito seas! ¡Allá fuera no hay nada! ¡Es como… es como la oscuridad de todos los Siete Infiernos! Ni siquiera se ve el promontorio. Cyllan —dijo, volviéndose a ella—. Cuando llegamos aquí, ¡había un mundo más allá del Castillo! La playa, la roca…, no eran una ilusión, ¿verdad?

—No…

Sin embargo, había habido aquella niebla, y la terrible impresión de que el mundo real estaba en alguna parte, lejos de su alcance…

Drachea se volvió de nuevo a Tarod y dijo, en tono casi suplicante:

—¿Qué significa esto?

Tarod, impertérrito, le miró fríamente.

—Ya te he dicho que no podéis salir del Castillo. ¿Me crees ahora?

—Sí…

—¿Y crees que no puedo cambiar las cosas?

—Yo… —Drachea vaciló y después dijo—: ¡Pero tú eres un alto Adepto del Círculo!

Tarod entornó los párpados.

—Lo era.

—¿Lo eras? Entonces, ¿has perdido tu poder?

Estas palabras eran un desafío provocado por el miedo. Tarod no respondió, pero movió ligeramente la mano izquierda. Cyllan sólo pudo ver durante un instante algo en su dedo índice, antes de que su silueta se volviese confusa con un aura oscura que parecía brotar de su interior, absorbiendo incluso aquella fantástica luz roja. El aire se volvió terriblemente frío al levantar Tarod la mano, mostrando la palma a Drachea.

Cyllan nunca sabría lo que vio Drachea y prefirió no imaginárselo. Pero él observaba fijamente, con ojos desorbitados y con la boca abierta en un rictus de puro terror. Trató de hablar, pero sólo pudo emitir un gemido atormentado; después cayó de rodillas sobre los escalones, se dobló y arqueó con un miedo ciego e impotente.

—Levántate —dijo Tarod con voz dura, y el aura oscura se desvaneció.

Cyllan miró fijamente al alto Adepto, horrorizada, horrorizada por su inhumana acción… y por la magnitud del poder que había conjurado con tanta facilidad. Ahora, solamente quedaba en los ojos verdes de Tarod un reflejo de algo maligno…, pero ella no lo olvidaría fácilmente.

Drachea se puso en pie tambaleándose y volvió la cabeza.

—¡Maldito seas…!

Tarod le interrumpió, hablando suavemente.

—Como has visto, tengo poder, Drachea, pero incluso mis facultades son insuficientes para romper la barrera y dejaros en libertad. ¿Empiezas ahora a comprender?

Drachea sólo pudo asentir con la cabeza, y Tarod le correspondió con una inclinación de la suya.

—Muy bien. Entonces tendrás tu explicación. —Se volvió para mirar a Cyllan—. Necesitará ayuda para llegar al comedor. Y tal vez puedas hacerle comprender que no tengo deseos de perjudicarle. Pero tenía que hacerle una demostración.

¿Estaba tratando de justificarse?, se preguntó Cyllan. Si lamentaba su comportamiento con Drachea, su voz no daba señales de ello. Cyllan se pasó la lengua por los secos labios, asintió con la cabeza y trató de asir el brazo de Drachea. Este la apartó irritado, le volvió la espalda y caminó con rígida dignidad hacia la puerta de doble hoja.

Las remotas y vagas sombras del gran comedor del Castillo empezaban a ser desagradablemente familiares para Cyllan. Al entrar, tuvo que reprimir un estremecimiento instintivo al ver las largas mesas vacías, la hueca chimenea, las pesadas cortinas que pendían sin que una ráfaga de aire las moviese. El Castillo parecía burlarse de la vida que había antes en él.

Tarod se acercó a la chimenea, mientras Drachea se detenía en una de las mesas, mirando fijamente la madera y pareciendo que descubría, en su fibra, algo que absorbía su interés. Su cara conservaba el color gris enfermizo producido por la desagradable demostración de Tarod en el patio, y en sus ojos centelleaba la ira. Cyllan se dio cuenta de que la impresión de aquella experiencia había calado muy hondo y se preguntó cuánto más podría aguantar Drachea. Ya había sufrido mucho y cualquier tensión ulterior podría hacerle cruzar la línea que separa la cordura de la locura.

La voz de Tarod interrumpió sus pensamientos.

—Siéntate Drachea. Tu orgullo es encomiable, pero ahora parece inútil. —Sus miradas se encontraron, chocaron, y entonces añadió Tarod—: Tal vez mi demostración fue precipitada… En tal caso, te pido disculpas.

Drachea le miró con mudo furor antes de sentarse bruscamente en un banco. Cyllan estuvo a punto de preguntar lisa y llanamente a Tarod por qué había resuelto demostrar su poder con tan cruel desprecio de las consecuencias; pero no tuvo valor para hacerlo. El respeto y la admiración que él le había inspirado al principio habían sido gravemente quebrantados por el incidente del patio; ahora se veía obligada a revisar las impresiones de los dos primeros encuentros, que parecían muy remotos. Se sentó en silencio al lado de Drachea. Bajo la mirada firme e impasible de Tarod, tuvo la inquietante sensación de que él y ellos eran adversarios que se enfrentaban en un campo de batalla.

Tarod les miraba, todavía reacio a hablar. Necesitaba saber los detalles del inexplicable torcimiento del Destino que les había hecho cruzar la barrera entre el Tiempo y el no-Tiempo, con la esperanza de que esto pudiese proporcionarle la clave que tan desesperadamente necesitaba para resolver su propio problema. Pero, para ello, tenía que explicarles la verdad de este problema. O al menos, la parte de la verdad necesaria para sus fines…

Todo dependía de una cuestión de confianza. Tarod había aprendido, por amarga experiencia, que confiar incluso en aquellos que declaraban profesarle una fiel amistad era un juego peligroso y destructor. Y si Cyllan y Drachea llegaban a descubrir todos los hechos ocultos de su historia, poco podría esperar, aparte de su enemistad. La semilla había sido ya sembrada: su airada reacción al desafío de Drachea en el patio no había sido más que un catalizador que había activado las ya inestables emociones del joven, pero había despertado un miedo que se estaba convirtiendo rápidamente en odio profundo. La opinión de Drachea importaba poco a Tarod, pero sería prudente no enemistarse más con él.

Cyllan era harina de otro costal. Sus pensamientos eran un libro cerrado para él; sin embargo, sus sentimientos para con ella eran más benévolos. Cyllan tenía una rara fuerza interior que él podía reconocer y apreciar…, pero incluso ella, si conocía toda la verdad, difícilmente se convertiría en una fiel aliada. Y chocando con la indiferencia con que consideraba la opinión o el destino final de ella, estaba una resistencia a dar cualquier paso que pudiese perjudicarla. La antigua deuda, que Tarod no había pagado, parecía despertar un sentido de honor y de conciencia que casi había olvidado, y esta sensación era incómodamente extraña.

Creyó que el camino más seguro era transigir, contarles la parte de verdad que necesitaban saber para poderles ser útil, pero omitiendo la historia completa. Sería bastante fácil, pues no era probable que incluso el arrogante y joven heredero del Margrave se atreviese a interrogarle sobre los asuntos del Círculo.

Habló tan bruscamente que Drachea se sobresaltó.

—Os prometí una explicación y yo no falto a mi palabra. Pero primero debo saber cómo llegasteis al Castillo.

—¿Debes? —repitió Drachea—. Creo que no estás en condiciones de exigirnos nada. Cuando pienso en el trato desconsiderado que hemos recibido desde que… —y se interrumpió cuando Cyllan, que había visto un fuerte destello de irritación en los ojos de Tarod, pisó con fuerza el empeine de su pie.

—Drachea, creo que debemos contar primero nuestra historia a Tarod —dijo, esperando que no fuese tan tonto como para dar rienda suelta a su mal genio—. En fin de cuentas, somos aquí unos intrusos.

Tarod la miró, visiblemente divertido.

—Aprecio tu consideración, Cyllan, pero no es una cuestión de cortesía —dijo—. Algún accidente os trajo al Castillo, y queréis marcharos. Como os he dicho, creo que esto es imposible, pero tal vez vuestro relato pueda demostrar que estoy equivocado. —Miró de nuevo a Drachea—. ¿Satisface esto al heredero del Margrave?

Drachea se encogió de hombros con irritación.

—Muy bien; esto parece bastante razonable. Y si Cyllan está tan ansiosa de complacerte, puede hablar en nombre de los dos.

Cyllan miró a Tarod, el cual asintió con la cabeza para alentarla. Así, empezó a contar lo del Warp y lo que siguió después con todos los detalles que pudo recordar. Pero al tratar de describir la aparición que habían visto delante de la taberna de La Barca Blanca, vaciló, y Tarod frunció el entrecejo.

—¿Una figura humana? ¿La reconociste?

—Yo… —le miró, con ojos confusos—. Creí que sí pero… ahora no lo sé, y no puedo recordarlo. Es como si, por alguna razón, se hubiese borrado de mi memoria.

Miró a Drachea, para que la ayudase, pero él sacudió la cabeza.

Tarod, frustrado, le hizo ademán de que continuara y escuchó atentamente su explicación de cómo habían sobrevivido al Warp y se habían encontrado en medio del mar norteño, donde el día se había convertido en noche.

—Pensé que ambos nos ahogaríamos antes de poder llegar a tierra —dijo Cyllan— y por eso llamé a los fanaani para que nos ayudasen. —Tragó saliva—. Si no me hubiesen respondido, habríamos muerto allí.

Miró de nuevo a Tarod y éste comprendió que estaba recordando un día de verano en la Tierra Alta del Oeste, cuando ella le había conducido a un peligroso acantilado para mostrarle donde podía encontrar la Raíz de la Rompiente. Entonces habían visto a los fanaani, oído su agridulce canto… El borró el recuerdo de su mente; ya no le interesaba.

—Prosigue tu relato —dijo.

Ella se mordió el labio y, sin más muestras de emoción, refirió el resto de la historia hasta el momento en que Drachea y ella habían alcanzado al fin la cima del promontorio y se habían encontrado delante del Castillo de la Península de la Estrella.

—No hay más que contar —dijo al fin—. Entramos en el Castillo y pensamos que no había nadie… hasta que te encontramos.

Tarod no dijo nada. Parecía perdido en sus pensamientos, hasta que Drachea no pudo aguantar más aquel silencio. Se retorció sobre el banco y descargó un puñetazo en la mesa.

—El Castillo de la Península de la Estrella, ¡abandonado! —dijo furiosamente—. Sin el Círculo, sin el Sumo Iniciado…, con sólo un Adepto que nos dice que el mundo exterior está fuera de nuestro alcance, y no da a nuestras preguntas una respuesta que tenga sentido. Una noche al parecer eterna, sin nada que anuncie la aurora… ¡Es insensato! —Se levantó. Estas primeras palabras parecieron abrir las compuertas de su locuacidad—. No estoy soñando —prosiguió, con voz cada vez más viva—, y no estoy, muerto, pues mi corazón sigue latiendo, ¡y ni siquiera los Siete Infiernos pueden ser como este lugar! Además —dijo señalando a Cyllan—, ella te conocía…, te reconoció. Tú vives; por consiguiente, también nosotros debemos de estar vivos.

—Oh, sí; yo vivo. —Tarod miró su mano izquierda—. En cierto modo.

Drachea se puso tieso.

—¿Qué quieres decir con eso de en cierto modo?

—Quiero decir que estoy tan vivo como puede estarlo cualquiera en un mundo donde no existe el Tiempo.

Drachea, que había estado paseando arriba y abajo junto a la mesa, se detuvo en seco.

—¿Qué?

Tarod señaló hacia una de las altas ventanas.

—Como has observado inteligentemente, no ha amanecido. Ni amanecerá. Dime una cosa. ¿Tienes hambre?

Perplejo por la pregunta, al parecer irrelevante, Drachea sacudió la cabeza con irritación.

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