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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (7 page)

Se quedó un minuto en silencio, como si recordase alguna noche como esa.

—Pero esto… —torció la boca en una mueca de disgusto—, esto es una estafa.

Dejé la vista un largo rato clavada en el rostro de Morales, que seguía vuelto hacia la calle con expresión defraudada. Tendía a creer que mi trabajo me había vuelto inmune a las emociones. Pero ese muchacho que se desparramaba en la silla con el desvalimiento de un espantapájaros, y que miraba abatido hacia la calle, acababa de ponerle palabras a algo que yo había sentido desde chico. Fue en ese momento cuando tomé conciencia, creo, de que Morales me recordaba mucho, o demasiado, a mí mismo, o al «mí mismo» que habría sido si, exhausto, me hubiese cansado de aparentar la seguridad y la fortaleza que me calzaba todas las mañanas, al instante siguiente de despertar, como si fuese un traje o, peor aún, un disfraz. Supongo que por eso decidí ayudarlo en todo lo que me fuera posible.

11

Aunque sabía que el momento de archivar esa causa iba a llegar, intenté posponerlo a través del mecanismo más antiguo y más inútil que conocía: borrarlo de mi mente cada vez que me asaltaba su recuerdo. Y por eso, por la futilidad de mis resistencias y por la inevitabilidad de las circunstancias, el momento llegó con una puntualidad rigurosa que me desbarató esas jugarretas de negación y aplazamiento.

Estaba sentado en mi rincón de la Secretaría, un día de fines de agosto, despachando una excarcelación. Advertí que el secretario Pérez se aproximaba con una causa en la mano. Cuando la dejó caer sobre el vidrio de mi escritorio, el expediente hizo un ruido fláccido.

—Te dejo el homicidio de Palermo para sobreseer —dijo antes de volver a su despacho.

En la jerga que gastábamos allí, «dejarme el homicidio» era pedirme que despachara una resolución, el «de Palermo» aludía a la zona del hecho, porque no teníamos detenidos con cuyo apellido identificarla, y el «para sobreseer» tenía que ver precisamente con la resolución que Pérez me pedía que despachase: tres meses de trámite sin hallazgos positivos, ningún dato para proseguir el sumario hacia ningún lado. Palo y a la bolsa. Adiós al caso. Mil veces había redactado medidas como esa, o las había ordenado a mis subordinados en las causas más sencillas. Pero aquí me resistía, porque no se trataba para mí del homicidio de Palermo, sino de la causa por la muerte de la mujer de Ricardo Agustín Morales, a quien yo me había propuesto ayudar en lo que pudiera. Y hasta ese momento la verdad era que había podido bastante poco.

Aparté la causa en la que había estado trabajando y acerqué hacia mí el expediente de carátula azul. «Liliana Emma Colotto s/homicidio». Di vuelta las hojas. Me encontré con el resultado previsible. El acta inicial de la policía, con la declaración del oficial que había llegado en primer lugar a la escena del crimen, alertado por la vecina del fondo. La descripción del hallazgo del cuerpo. La solicitud de las pericias. La nota dejando constancia de haber avisado al Juzgado de Instrucción, o sea a mí. A mí recibiendo la noticia medio dormido sobre el amplio escritorio del despacho del juez, con el cornudo de Romano festejando a los saltos a mi lado. Las declaraciones que Báez había recabado entre los testigos. Las fotos de la escena del crimen. Las pasé rápido, aunque creí reconocer la punta de mi zapato muy cerca de la mano de la víctima, en uno de los planos oblicuos que tomaban el cadáver desde la derecha. Volví rápidamente las hojas de la autopsia —esas descripciones me asqueaban—, pero me detuve en sus conclusiones.

Violación… muerte por estrangulamiento… ¿y esa tercera conclusión? Se me había pasado por alto al recibir la pericia, unas semanas atrás. Aunque no pareciera posible, esa historia era capaz de multiplicar el dolor más allá de la muerte. Seguí leyendo el resto de la causa repentinamente angustiado, aunque no volví a dar con otro dato inesperado. Venía la parodia bestial de Romano y Sicora con los albañiles: las dos hojas escuálidas de las «manifestaciones espontáneas» en las que el turro de Sicora fraguaba, a golpes, la confesión de los pobres tipos. Después, la copia de mi denuncia ante la Cámara por los apremios ilegales y las pericias sobre las lesiones de los dos detenidos.

Me acordé de Romano, como me ocurría cada vez que veía su escritorio vacío. Lo habían sumariado y suspendido preventivamente, apenas hecha mi denuncia. Al principio había temido que sus empleados me guardasen rencor: a fin de cuentas éramos todos compañeros del mismo Juzgado. Pero mis relaciones con ellos siguieron siendo tan cordiales que hasta me pregunté si secretamente no me agradecían haberles sacado a ese palurdo de encima. Seguí avanzando, aunque quedaban muy pocas fojas. La remisión de la causa desde la comisaría hasta el Juzgado, las declaraciones de los mismos testigos en nuestra Secretaría, donde se habían limitado a ratificar lo que ya habían dicho. Por último, algún informe forense complementario (algo del estudio sobre las visceras que no agregaba nada y que, de todos modos, salteé, aprensivo).

Cuando di vuelta la última hoja leí, escrita en lápiz en el margen, la fecha de ese día. La había anotado Pérez, siguiendo las expresas directivas del juez: «Toda causa que llega desde la comisaría sin sospechosos ni autores conocidos, hay que limpiarla en dos meses. Máximo tres». Ojalá Fortuna hubiese sostenido ese principio por metódico. Pero no, lo hacía simplemente por mediocre. Su verdadero lema era «cuantas menos causas, mejor». Por eso la manía de archivar las causas sin procesados cuanto antes, sin importar que fueran hurtos u homicidios.

Me imagine el paso siguiente. Debería colocar una hoja con membrete en la máquina, el encabezado de rigor y una resolución de diez líneas, dictando el sobreseimiento en la causa, sin procesados, y encomendando a la policía que continuara con la pesquisa para dar con los culpables. Eso para guardar las apariencias. En los hechos era un módico certificado de defunción para el expediente: la causa al archivo y hasta nunca.

Revisé de nuevo todo el legajo. Verdaderamente no había nada por ningún lado. Aunque Fortuna fuese un chanta y Pérez un alcahuete estaban en lo cierto, mierda. Llegué a la autopsia y de nuevo me detuve en las conclusiones. Me pregunté si Morales sabría aquello de lo que yo acababa de enterarme. Supuse que no. Pensé en esa mujer joven y hermosa. Joven, hermosa, violada, muerta y abandonada sobre el parqué del dormitorio.

A Morales tenía que decírselo. Tenía la certeza de que en el alma de ese hombre existía un inmenso lugar para guardar el dolor, pero no para almacenar el engaño. No obstante, comunicarle aquello y al mismo tiempo decirle que la causa estaba muerta en el archivo era demasiado cruel como para que pudiese tolerarlo.

Del primer cajón del escritorio saqué una goma. Borré prolijamente la fecha escrita en el margen de la última hoja, y la cambié por otra para la que faltaban tres meses más, con la delicadeza algo titubeante de quien imita la letra de otra persona. Me incorporé y abandoné el expediente en uno de esos estantes en los que sabía, por experiencia, que nadie iba a poner un dedo durante décadas salvo una expresa orden mía en contrario. Ni el juez ni el secretario iban a preguntar por esa causa. Volví al escritorio y pasé un largo rato mordisqueando el capuchón de la birome y pensando cuál sería la mejor manera de explicarle a Morales que, en el momento de ser violada y asesinada, su mujer tenía casi dos meses de embarazo.

Teléfono

Chaparro sabe que se arrepentirá de llamarla, pero, como todo lo que tiene que ver con ella, también la posibilidad de escuchar su voz lo atrae con una fuerza irresistible. Por eso ha estado avanzando paso a paso, y arrepintiéndose de hacerlo momento a momento, desde el instante en que alumbró la idea hasta que la oye levantar el auricular.

Comienza diciéndose que necesita saber un dato puntual del sumario. ¿Es cierta esa necesidad? Primero se responde que sí, porque después de treinta años un montón de datos menores (fechas, lugares, el encadenamiento preciso de ciertos detalles) conservan apenas un registro borroso en su memoria. Pero en seguida se objeta que semejante prurito es obsesivo, desmesurado. ¿Importa tanto saber si la causa ha estado inactiva durante cinco meses o durante seis? No está documentando una prisión preventiva, sino narrando una tragedia de la que ha tenido el dudoso honor de ser una mezcla de testigo y protagonista. Tanta rigurosidad es, entonces, innecesaria. Pero ese razonamiento tan equilibrado no lo sustrae a la minúscula obstinación de revisar la causa. Demora dos días, durante los cuales apenas consigue pergeñar un par de páginas inservibles, hasta ser capaz de confesarse que la idea de revisar el expediente lo cautiva solo porque le da una excusa cristalina y aséptica para visitar a Irene.

Ella sabe —él se lo ha contado— que está «escribiendo su libro». Bien. Es natural que un escritor necesite cotejar un par de datos tan antiguos. Macanudo. La causa está en el Archivo General, en el subsuelo del Palacio. ¿Qué mejor atajo para facilitarle a Chaparro el acceso al viejo expediente que un llamado informal de la jueza de instrucción del Juzgado en el que se ha tramitado esa vieja causa? Redondo. Tendrá la oportunidad de tomar un café con Irene y de darse aires de escritor en acción. A ella le gusta ese proyecto en el que lo ve embarcado. E Irene se pone más hermosa todavía cuando habla de algo que la entusiasma. Por lo tanto, excusa perfecta. ¿Por qué, entonces, se pone tan nervioso, y retrocede justo antes de decidirse a llamarla? Precisamente porque todo es un pretexto. En el fondo es así de simple. Todo es, al cabo, una coartada para estar cerca de ella. Y Chaparro se siente morir ante la mínima posibilidad de quedar expuesto delante de la mujer a la que ama.

Él conoce a la gente del Archivo. La mayoría ha entrado al Poder Judicial después que él. Si se presenta en la mesa de entradas y pide ver un expediente, difícilmente vayan a ponerle objeciones. Y aun en ese caso, siempre tiene la posibilidad de pedirle al pibe García, el secretario, que llame desde el Juzgado para que le allanen el camino. ¿Qué sentido tiene entonces recurrir a Irene?

Ninguno, salvo tener cinco minutos a solas con ella con una coartada sólida detrás de la cual guarecerse. Sin una pantalla así, no puede. Aunque quiera, no lo logra. Le da terror empezar a incendiarse desde las tripas hacia fuera, atropellarse en las palabras, largarse a tiritar y a sudar frío.

Es ridícula su vergüenza. Sobre todo tratándose de dos personas grandes. ¿Por qué no decirle sencillamente la verdad? Visitarla en su despacho sin pretextos, y darle a entender lo que siente. Son adultos. Debería bastar con algunas medias palabras, algún gesto mundano que a ella le dé a entender su interés, y que Irene se imagine el resto.

¿Por qué no puede hacer eso? Porque no. Por eso. Porque lleva tantos años callándoselo que Chaparro prefiere que lo entierren con la verdad a cuestas antes que soltar de mal modo una versión edulcorada, dietética, digerible de lo que siente por ella.

No puede presentarse y decirle con naturalidad: «Mirá, Irene, quería que supieras que te amo con locura desde hace unas tres décadas, con ciertos períodos menos virulentos durante los muchos años en que no trabajamos juntos».

Chaparro deambula como un autómata por la cocina y el comedor. Abre y cierra cincuenta veces la heladera. Está tan enroscado en su disyuntiva que, aunque en casi todos sus paseos, tarde o temprano, se detiene frente al escritorio, es incapaz de advertir que esas hojas desparramadas son, pese a todos sus pronósticos fatalistas, el embrión de su dichoso libro.

Mira el teléfono por centésima vez, como si el aparato pudiera ayudarlo a decidirse. Súbitamente da un par de pasos hacia él, y las pulsaciones se le aceleran. Ya está arrepentido de lo que va a hacer antes de marcar los tres primeros números, pero sigue adelante, porque está decidido a materializar su deseo al mismo tiempo que se arrepiente de su decisión, en esa mezcla de cinismo y esperanza que es el sello de su vida.

Marca el directo del despacho de ella. No tiene el menor interés en que sus antiguos empleados se enteren del llamado. Atienden al tercer timbrazo.

«¿Hola?» Es la voz de Irene. A Chaparro vuelve a sorprenderlo esa casi imperceptible señal de independencia de criterio en la mujer a la que adora: todo el mundo, apenas ingresa en Tribunales, copia de sus compañeros la burocrática fórmula de responder el teléfono identificándose con un monocorde «Juzgado» o «Secretaría», o, en el colmo de la amabilidad, le agrega un «buen día». Irene no.

Desde su primer día en el Poder Judicial decidió iniciar sus conversaciones con ese «¿Hola?» cálido y familiar, como si estuviese atendiendo un llamado de su abuelita. Chaparro lo sabe porque fue su primer jefe. Acababan de ascenderlo a oficial primero cuando Irene ingresó como meritoria a la Secretaría. En una decisión de la que luego se arrepentiría a medias, no la tuteó cuando se la presentaron. Lo habían educado en un respeto severo por las mujeres, aun por las jovencitas recién salidas del secundario que se aproximaran tendiéndole la mano y saludándolo con un lacónico «Encantada». Por eso le lanzó un «Cómo le va, un gusto tenerla con nosotros». Chaparro tenía entonces veintiocho años, diez más que su nueva empleada, y estaba convencido de que un jefe debe mantener siempre claras las jerarquías con los subordinados. Había titubeado un poco al mirarla a los ojos, porque esa chica miraba al fondo de los ojos de uno, y era como si le embocara una pedrada certera en las propias órbitas con sus iris negrísimos. Salió del paso soltando enseguida la mano que ella le había tendido y derivando de inmediato en el escribiente la tarea de instruirla en sus labores básicas. Como estaban de turno y tapados de trabajo, la pusieron a atender el teléfono. Al cuarto o quinto «¿Hola?» de la nueva meritoria, Chaparro había creído oportuno explicarle, desde el más estricto virtuosismo tribunalicio, que era infinitamente más útil que su expresión al levantar el teléfono fuese «Secretaría 19» en lugar de ese otro saludo tan coloquial y doméstico, porque ahorraba en la conversación el tiempo que debería emplear su interlocutor en sobreponerse a la sorpresa de su excentricidad y en verificar que había efectivamente llamado a un Juzgado. Ya antes de terminar su exposición Chaparro se había sentido un idiota, aunque no estaba seguro si por la estupidez intrínseca de su recomendación o por el gesto púdicamente divertido con el que lo miró Irene, quien pese a todo asintió un par de veces, como aceptando la observación. No obstante, cuando tres minutos después el teléfono volvió a sonar, ella contestó con un «¿Hola?» tan familiar y tan escasamente jurídico como todos los anteriores. No había osadía en su voz. No la animaba ni el más minúsculo desafío. Tal vez por eso Chaparro no pudo enojarse y dio el asunto por terminado.

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