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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (10 page)

Crujió la madera del piso y Morales se volvió a mirarme. Tenía calzados unos anteojos de bibliotecario y una lapicera entre los labios. Con una mueca a modo de saludo me indicó que me sentase enfrente. Cuando lo hice, noté que las pilas de fotos estaban dispuestas hacia mi lado, como si se tratase de una exposición doméstica en la que Morales se disponía a servirme de guía.

—Ya casi estoy listo —dijo, mientras sacaba un último manojo de fotos de la caja y empezaba a distribuirlas en las pilas que ya estaban frente a mí.

Cada vez que acomodaba una foto tomaba la lapicera que sostenía con la boca y tachaba uno de los renglones de una larga lista numerada. No cabía la menor duda de que era un tipo de una prolijidad escrupulosa. Mientras tildaba las últimas, advertí que la lista llegaba al número ciento setenta y cuatro, y temí que se me hiciera tardísimo para cenar. Me reprendí ligeramente por no haber llamado a Marcela antes de salir de la Secretaría. Conseguir un teléfono público al salir iba a ser un calvario, pero no podía dejar de avisarle de mi retraso. ¿Para qué agregar otro leño a la hoguera helada de nuestros desencuentros? No era que peleáramos. No. Diría que ni siquiera peleábamos, aunque solo yo parecía resentir esa situación de frialdad creciente.

—Se las pongo en orden. Estas primeras —dijo alargándome un primer grupo de fotografías— son de Liliana cuando era chica.

Noté que ya entonces era preciosa. ¿O yo la veía así porque recordaba con nitidez sus últimas imágenes, esas en las que en medio del horror su belleza seguía porfiando por abrirse paso? Las fotos de la niña eran las clásicas de aquella época. Unas cuantas tomas en el estudio del fotógrafo. Nada de instantáneas. La mejor ropa, el peinado más esmerado. Me imaginé a los padres haciendo morisquetas detrás del fotógrafo para generar esas sonrisas huidizas que probablemente se tornarían confusas después de cada fogonazo del flash.

—Estas son de Liliana ya jovencita. El cumpleaños de quince… esas cosas. Todavía no había venido a Buenos Aires, ¿sabe?

—No sabía que su esposa no era de aquí. ¿Usted tampoco es de acá?

—Yo sí. Yo me crié en Béccar. Pero Liliana es de Tucumán. De la capital, de San Miguel. Vino ya recibida de maestra, a vivir con unas tías.

Se notaba que la familia había comprado una cámara, porque las fotos ya no eran tan escasas. Un grupo de chicas en malla, acompañadas por una matrona de edad indefinible y de aspecto riguroso, a la orilla de un río. Dos chicas con delantales blancos portando la bandera argentina, una de ellas Liliana. Un perro blanco y peludo, petiso, jugando con una chica, por supuesto Liliana.

Las fotos del cumpleaños de quince. Unas cuantas de estas impresas en tamaño más grande. Liliana con un vestido claro y un collar de dos vueltas, maquillada de un modo algo artificioso, tal vez con demasiada sombra en los párpados. La foto al lado de cada mesa del salón, con cada grupo de invitados: un grupo de viejos venerables, seguramente abuelos y tíos abuelos, otra con un grupo de chicas, algunas repetidas de la foto en malla junto al río, otra con un grupo de muchachos encorsetados en trajes alquilados o prestados, otra con un conjunto de chiquilinas y chiquilines, sobrinos quizá. Las fotos del vals, en la pista improvisada delante de las mesas, con el papá, con el abuelo, con el hermano y luego con un sinnúmero de muchachos tal vez encandilados por la circunstancia de estar momentáneamente autorizados a posar la mano en la cintura de semejante belleza.

Un picnic en un lugar difícil de identificar, que bien podría haber sido Palermo, pero por la cara de Liliana, cara de dieciséis o a lo sumo diecisiete, debería ser todavía Tucumán, con un grupo de chicos y de chicas tirados en el pasto, cerca de un río o un arroyo.

—Estas son de nuestro noviazgo —aclaró Morales, alcanzándole otro pilón. Eran unas pocas. Morales agregó, en un tono como de disculpa—: No son muchas. Estuvimos solamente un año de novios.

Me alegré de la noticia. No quería pasar por desaprensivo, pero quería terminar cuanto antes con aquello, y todavía faltaba repasar muchas imágenes. Sentía lo mismo que cada vez que me ponía a mirar fotografías: una curiosidad sincera, un interés genuino por esas vidas insinuadas en el silencio perpetuo de esos cartones lustrosos; pero también una melancolía profunda, una sensación de pérdida, de nostalgia incurable, de paraíso perdido detrás de cada uno de esos instantes minúsculos llegados desde el pasado como polizones cándidos. Ya estaba agobiado por esa melancolía, y todavía me restaba ver buena parte del conjunto. Alargué los dedos hacia una, como si salir del libreto que Morales tenía preparado me devolviera una libertad que, de todos modos, me servía de bien poco.

—Esas son de cuando Liliana se recibió de maestra —Morales me ilustró sin asomo de rencor por lo que yo había temido que tomara por impertinencia—. Ejerció un año solo, antes de venirse.

Estas fotos eran recientes. Los peinados de las mujeres, las solapas de los trajes de los hombres, los nudos de las corbatas, tenían un aire de «hacía poco» que me resultaba menos nostalgioso. Se veía que en la familia de esa chica gustaban de festejar cosas. Siempre la mesa bien provista, algún adorno alusivo en la pared, un montón de sillas a los lados para darle sitio a la muchedumbre de amigos, familiares y vecinos que se repetían en cada ocasión.

No sé por qué reparé en lo que terminé reparando. Supongo que porque siempre me ha gustado ver las cosas un poco de costado, como prestando atención a los segundos planos. Dejé de voltear el grupo de fotos que tenía entre las manos y me quedé contemplando largo rato la que aferraba en ese momento. Una Liliana exultante, ataviada con un vestido claro y sencillo, liviano, probablemente veraniego, mostraba su diploma, de pie en medio de un círculo de chicas y chicos jóvenes. Alcé los ojos hacia Morales:

—¿Me puede pasar de nuevo las foros del cumpleaños de quince? —busqué que mi pedido sonase casual.

Morales me hizo caso, aunque me miró algo extrañado. Cuando me alcanzó las que le había pedido, no demoré demasiado en ubicar la que me interesaba: una de las fotos del baile, en la que Liliana posaba junto a un señor gordo, calvo y sonriente, probablemente un tío, y otra en la que bailaba con un muchacho que apenas se veía, pues tenía la mirada torvamente enfocada hacia abajo. Las dejé al tope de la pila, que acomodé junto a las del diploma.

—Ahora búsqueme por favor esas fotos de un picnic, en una especie de parque con muchos árboles que me estuvo mostrando antes. ¿Sabe a cuáles me refiero?

Morales asintió. No me dijo nada, y precisamente por eso me di cuenta de que percibía la confusa urgencia de mis palabras y no quería distraerme pidiendo una explicación por esas órdenes intempestivas. Cuando las tuve en las manos, seleccioné velozmente dos. Eran planos amplios, que abarcaban a todo el grupo.

—¿Qué pasa? —se atrevió Morales, con voz estrangulada por la duda, después de un largo minuto.

Yo había separado cuatro de las fotos, y ahora revisaba los pilones sin prestar atención a nada que no fuera la posibilidad de volver a encontrar un rostro repetido. Hallé otras dos que me interesaron. Tenía seis en las manos. Aparté las otras ciento sesenta y ocho con cierta brusquedad. Tal vez debería haberme explicado con Morales, o al menos hacerle un gesto que diera a entender que había escuchado su pregunta. Pero mi idea era tan repentina, y al mismo tiempo tan aventurada, que oscuramente temía que si la enunciaba en voz alta iba a desintegrarse sin remedio. Por fin, en lugar de responderle, le devolví otra pregunta:

—¿Conoce a este pibe? —hablé mientras terminaba de despejar la mesa de un manotazo, a riesgo de tirar todas las fotos al piso, y le puse delante, algo desordenadas por el apresuramiento, las seis que me habían sobresaltado.

Morales las contempló, obediente pero perplejo. Nunca hasta ese viernes a la tarde se había topado con esos rasgos, pero estaba condenado a seguir viéndolos frente a sí a perpetuidad, aunque tuviera los ojos cerrados. Como todo eso iba a pasar, pero Morales aún lo ignoraba, me respondió sencillamente:

—No.

Las giré hacia mí, tratando de no mancharlas con los dedos. En las dos fotos del picnic un muchacho de remera clara, pantalón oscuro y zapatillas, casi en el extremo izquierdo del grupo, ofrecía a la cámara un perfil de tez muy pálida, de nariz ganchuda, de pelo negro y crespo. El mismo pibe, sentado casi a oscuras junto a una mesa llena de platos con sobras y botellas medio vacías, alzaba los ojos hacia la pareja que bailaba el vals, más precisamente hacia esa Liliana de largo pelo lacio y maquillaje algo cargado que compartía el primer plano con un señor mayor. En la otra foto de la misma noche se veía mejor al joven con los brazos rígidos, extendidos hacia la muchacha, como queriendo y temiendo tocarla, y la vista clavada en el piso y no en su rostro, ni mucho menos en su escote promisorio.

La quinta era, seguro, en el living de la casa de ella. Diploma de maestra en el centro, sostenido con orgullo y con sonrisa sin límite por la misma chica de las otras fotos, aquí algo mayor. Conjunto de amigos (¿vecinos?) alrededor de la egresada, a la que flanquean un hombre y una mujer, seguramente orgullosos padres. El pibe en este caso a la derecha: de nuevo el pelo negro y encrespado, la misma nariz, idéntico gesto duro, la mirada que no busca la cámara sino a la chica cuya sonrisa ilumina la foto por todos lados.

Y la última, la mejor (por la desnuda sencillez con que proclamaba desde el silencio congelado la verdad que crecía ante mis ojos con dimensiones de certeza): el muchacho casi de espaldas a la acción (que nuevamente repite el conjunto en torno a la egresada, ahora sin el diploma) con la vista clavada en una repisa que tiene al lado, contra la pared. Sobre ese estante, casi a la altura de su nariz, un portarretrato lleno de la cara sonriente de la misma chica, obviamente Liliana Emma Colotto, pero con la ventaja adicional, para ese pibe que la contempla en éxtasis, de que allí sobre la repisa ella está totalmente expuesta, ajena, y a merced de ese muchacho absorto. Por eso ni siquiera se percata de que están sacando otra foto, con todos los amigos, familiares y vecinos mirando a la cámara menos él, porque él prefiere perderse en ese culto silencioso, a salvo de la mirada de los otros. No puede saber, claro, que otro tipo a mil quinientos kilómetros de allí, a varios años de distancia de entonces, sí lo está viendo mientras él la ve a ella. Que otro tipo que soy yo acaba de detectarlo casi por milagro, si queremos pensar que es bueno dar con la verdad, o con fatal perspicacia, si preferimos considerar que no siempre la verdad es el mejor puerto para nuestras incertidumbres, o con una suerte inadmisible, si nos limitamos a comprobar el delicado y aparentemente azaroso encadenamiento de los hechos.

Por un momento pensé que Morales estaría por completo ajeno a la revolución mental que me consumía. Pero cuando conseguí enfocar una mínima parte de mi atención en él, noté que hurgaba en su portafolios como un colegial aplicado. Sacó una especie de álbum de tapas duras con viñetas doradas. Lo abrió. No tenía fotos: las láminas de cartulina, separadas por hojas de papel manteca, estaban vacías. Tardé en advertir que cada lámina tenía varias marcas en las que la lustrosa superficie aparecía levemente despellejada, y entendí que Morales había arrancado las fotos para armarlas en las pilas que me había ofrecido. Pero entonces ¿qué estaba haciendo ahora? Con lo detallista que era, me parecía difícil que estuviese comprobando si se le había quedado alguna foto traspapelada. Pasaba hoja por hoja, con los ademanes precisos de quien no quiere equivocarse. El álbum era grueso. Llegando al final se detuvo en una página. Allí el papel manteca divisor estaba lleno de marcas sinuosas, hechas con lo que parecía tinta china. Al pie, en un rincón, había una lista de palabras que parecían nombres de personas.

Morales alzó los ojos hacia las fotos que acababa de mostrarle. Escogió una de las del picnic. Levantó el papel manteca de las marcas y le deslizó la fotografía debajo. Entonces entendí, cuando las marcas de tinta china se ajustaron a las siluetas de la foto. Encajaban perfectamente y cada una tenía escrito un número. Morales apoyó el dedo sobre la silueta que dejaba a duras penas adivinar la figura del perpetuo observador de Liliana.

—Diecinueve —murmuró.

Ambos dirigimos la vista hacia la nómina de los asistentes.

—Picnic en la quinta de Rosita Calamaro, el 21 de septiembre de 1962 —Morales leyó el encabezado, y después fue bajando con el índice derecho hasta el renglón que buscaba—. Número diecinueve: Isidoro Gómez.

13

Aunque ya la había leído dos veces, una cuando la recibió y otra en voz alta, Delfor Colotto decidió hacerlo una vez más mientras su mujer iba a hacer las compras, para asegurarse de haberla entendido bien. Se calzó los lentes y se sentó en la mecedora de la galería. Leía lentamente para no tener que acompañarse con los labios: estando en el jardín de adelante lo habría puesto incómodo que alguien lo viera.

Al concluir se sacó los anteojos y dobló la carta en sus pliegues originales. Era un papel suave y muy blanco, que contrastaba con la lija gruesa que era la piel de sus manos. La había entendido, pese a su temor inicial de que alguna de las palabras que cruzaban con trazos negros y elegantes las dos carillas le resultara demasiado confusa. «Imperiosamente» era la única que lo había puesto en aprietos. Tenía una idea de lo que podía significar, pero para estar seguro había echado mano al diccionario que la nena había dejado en casa y santo remedio: su yerno necesitaba ayuda… urgente, mucha, sí o sí. De ahí en adelante había entendido todo. Su yerno terminaba diciendo que «lo dejo en sus manos» porque estaba «seguro de que se le ocurrirá el mejor modo». Ese era el asunto espinoso que había tenido a Delfor Colotto en ascuas desde la llegada de la carta, dos días atrás: cuál sería ese mejor modo.

Se puso de pie. Quedándose ahí sentado lo único que iba a lograr sería ponerse más y más ansioso. Tal vez no fuera un buen plan, pero no se le ocurría otro. Su yerno debería haber sido más claro en esa carta. El hombre sentía que no había sido del todo sincero con él. ¿Lo consideraba poco digno de confianza? O peor, ¿pensaría que por no haber terminado la escuela era medio tonto? «Mejor no darse manija», pensó Colotto. Tal vez no le daba otros detalles para no ponerlo más nervioso todavía. En ese caso, hacía bien. Si ya así, con lo poco que sabía y lo mucho que se imaginaba, estaba como loco y apenas había pegado un ojo en dos noches. Capaz que sabiendo más, o confirmando lo que temía, era peor. Aparte, el yerno siempre le había caído bien, aunque eso de «siempre» quedara un poco grande porque ¿cuántas veces lo habían visto? Tres, cuatro veces lo más. Tanto no lo conocía, era cierto, pero al fin y al cabo no era culpa del pibe, caray.

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