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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (12 page)

BOOK: El secreto de sus ojos
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Báez sopesaba sus propios argumentos. Por fin continuó:

—Sí. Seguro que la encaró y rebotó como una Pulpo. Por eso se llamó a cuarteles de invierno. Pero de repente le llega el dato de que se casa. No está listo para eso, pero tampoco puede reaccionar. ¿Qué es reaccionar para ese pibe? ¿Cómo hacerlo? Deja pasar el tiempo. Pero es al pedo. No se la olvida. Al contrario. Junta bronca. Junta rabia. Empieza a sentirse estafado. ¿Cómo es eso de que «la Liliana» se esté por casar con un porteño al que recién conoce? ¿Y él? ¿Está pintado, él? Se pasa los días pensando en eso, como usted me cuenta. O como la madre del pibe le cuenta al tipo que usted le mandó. Todo el día en la cama mirando el techo. Y al final toma una decisión. ¿Al final o al principio? ¿Se pasa los meses pensando si la revienta o no, o desde el principio está convencido de matarla pero demora en juntar el valor como para llevarlo a cabo? No tengo idea, y dudo que la tenga nunca. El asunto es que recién cuando tenga del todo claro el panorama se va a tomar el Estrella del Norte a Buenos Aires.

Báez levantó el teléfono y agitó varias veces la horquilla. Se asomó el ordenanza y le pidió más café.

—¿Y sabe qué? Me jugaría lo que no tengo a que el pibe, si es nomás el que buscamos, se toma su tiempo para instalarse. Busca una pensión. Consigue laburo. Y recién después se ocupa de la mina. Se para un par de días en la esquina de la casa para conocer las rutinas de los recién casados. Las de puertas afuera, porque las de puertas adentro puede intuirlas, y le revuelven las tripas y tal vez hasta se pregunte si no será mejor liquidarlos a ambos. ¿Se imagina lo que puede sentir un tipo al ver a otro que sale feliz cada mañana de la cama de la mujer que desea como loco? De manera que ahí va, la mañana del hecho. Ve salir a Morales, espera cinco minutos y se manda por el pasillo. La puerta de calle, la general, está abierta todo el tiempo porque los albañiles del departamento tres están sacando escombro en carretilla. Ah, no. Estoy hablando boludeces. Ese día los albañiles no fueron. Así que toca el timbre y la chica le contesta por el portero. ¿Cómo no va a salir a abrirle, más allá de su sorpresa? ¿No es su amigo del barrio desde que son chicos? ¿No han compartido un montón de cosas juntos? Es probable que mientras gira la llave ella recuerde, con un lejano rastro de culpa, el modo en que tuvo que desilusionarlo cuando él se le declaró, hace unos años. Seguro que es extraño que caiga a verla sin avisar, siendo que no vino ni siquiera al casamiento, pero no por eso va a dejarlo parado en la puerta. Cierto es que está en camisón, pero tiene el salto de cama puesto y bien ajustado todavía. Y es joven. Una mujer más grande tal vez habría considerado impropio abrir la puerta con ese atuendo. Pero ella no es tan formal. No tiene por qué serlo. Igual al pibe todo eso le importa poco. El asunto es que abra, que diga «qué sorpresa, Isidoro», y que le franquee la entrada dándole un beso en la mejilla. Por eso la vecina no escucha golpear la puerta del departamento contiguo. Porque Liliana salió a abrirle la puerta de calle, y ahora lo acompaña hasta adentro. Pobrecita.

Báez apagó el cigarrillo y pareció dudar sobre si encender otro de inmediato. Desistió.

—¿Ya viene decidido a violarla o se le da por improvisar? De nuevo no tengo idea. Aunque me inclino a suponer que lo tiene masticado desde hace rato. Este muchacho no hace las cosas a tontas y a locas. Está cobrando una deuda. Ni más ni menos. De modo que cogérsela contra su voluntad ahí nomás, sobre el piso del dormitorio, es para él saldar una deuda vieja. Y estrangularla con sus propias manos es tomar revancha por el despecho de haberlo ignorado, de haberlo dejado solo y triste en el barrio, para burla de amigos y enemigos. Acá sigo suponiendo, pero este tal Isidoro se me antoja que no tolera que se rían de él. Eso sí lo saca de quicio. ¿Después? Después nada. ¿Cuánto puede haber demorado? Cinco, diez minutos. No ha dejado sus huellas por ningún lado. Apenas los rayones en el parqué, alrededor del cuerpo de la mujer, que ha tratado de zafarse antes de que se le agotaran las fuerzas. Pero hasta en esas marcas se toma el trabajo de pasar una franela que encuentra en un estante, no sea cosa que haya quedado alguna huella (no tiene por qué saber que los yeguarizos de la Policía Federal que van a iniciar el procedimiento pisan por todos lados, y arruinan cualquier vestigio que él haya podido pasar por alto). Y el picaporte no lo limpia porque recuerda no haberlo tocado. ¿Sabe por qué se lo digo? Para que se fije qué tipo de persona es este muchacho. En el picaporte encontramos huellas del matrimonio Morales, de adentro y de afuera. De modo que tuvo la serenidad, o el cinismo (llámelo como quiera), mientras andaba con la franela en la mano, de decidir tranquilamente qué lugar limpiar: el piso alrededor del sitio en el que se había montado a la pobre mina, sí; el picaporte que recordaba no haber tocado, no. ¿Y sabe qué hace después?

Se detuvo, como si realmente me estuviera interrogando a mí, pero no era el caso. Tampoco era que estuviera luciéndose. Nada de eso. Báez no desperdiciaba inteligencia en esas imbecilidades.

—¿Sabe qué me costaba imaginar, de joven, cuando me metí en esta milonga de laburar en Homicidios? No los actos criminales en sí. No el acto bruto de aplastar una vida. A eso me acostumbré enseguida. Sino los actos posteriores a ese crimen. No digo el resto de la vida del asesino. No. Pero digamos las siguientes dos o tres horas. Yo me imaginaba que todos los homicidas debían quedar temblorosos, desesperados por el horror de su acto, fija la memoria en el momento de arrancar la vida de otro ser humano —Báez resopló, en una especie de sonrisa, como si recordase algo gracioso—. Más o menos como el muchachito de Dostoïevski, ¿sabe cuál le digo? El de Crimen y castigo. Ese sí que siente remordimientos: «Maté a la vieja. ¿Cómo hago para seguir viviendo?» —Báez me miró, como si de repente se acordase de algo—. Perdone, Chaparro, si me puse torpemente didáctico. Estoy seguro de que leyó la novela que le digo. Pero es la costumbre de estar rodeado de bestias, ¿sabe? Imagíneselo al oligofrénico de Sicora, por poner un caso, charlando de literatura. No. No se gaste. Es imposible. Pero bueno, a lo que quería llegar es a que no es tan común lo de la culpa y el remordimiento. Nada que ver. Uno se encuentra tipos capaces de pegarse un tiro por la culpa, guarda. Pero también se topa con otros que se van al cine y a comer pizza. Bueno. Me parece que este pibe pertenece al segundo grupo. Pero como es un martes a la mañana seguro que se va a laburar como si tal cosa. Camina hasta la parada y se toma el colectivo. Capaz que al bajar compra el Crónica. ¿Por qué no?

Ahora sí Báez encendió otro cigarrillo. Un poco más arriba hablé de las oscilaciones de mi estado de ánimo, y escribí que había llegado a mi entrevista con el policía en el cenit de mi euforia. En veinte minutos esa euforia se me había hecho añicos. Pero no solo me sentía derrotado por los hechos, cosa bastante habitual en mí. También me sentía culpable. En lugar de haberlo llamado a Báez apenas tuve la ocurrencia, para que él determinase la mejor manera de aproximarnos al fulano, había hecho lo que se me había cantado: me había dejado llevar por mi ataque de iniciativa, me los había agarrado de cadetes al pobre viudo y a su pobre suegro, y los había hecho patear el hormiguero al reverendo pedo.

Intenté, pese a todo, serenarme. ¿No podía ser que Báez estuviese exagerando? ¿Y si Gómez era mucho menos lúcido de lo que él suponía? ¿Y si en todos esos meses había bajado la guardia? Al fin de cuentas: ¿qué pruebas tenía Báez para sus hipótesis? Ni más ni menos que lo que yo acababa de contarle.

Y otra cosa: ¿si el tal Gómez no tenía nada que ver? Con cierto despecho pueril deseé que la pista de ese fulano fuera nada más que un espejismo. Me puse de pie. Báez me imitó y nos estrechamos la mano.

—Supongo que mañana tendremos alguna novedad.

—De acuerdo —respondí, tal vez con una sequedad innecesaria.

—Yo lo llamo.

Salí casi ofuscado, o por lo menos incómodo. Volví a Tribunales caminando. Aunque fuese ruin, estaba más preocupado en ese momento por no quedar como un chambón que por agarrar al hijo de puta que había hecho aquello, fuese Gómez o cualquier otro forajido.

Poco antes de las siete de la tarde sonó el teléfono de la Secretaría. Era Báez.

—Acá lo tengo a Leguizamón con el encargo.

—Lo escucho —era ridícula esa actitud mía de niño ofendido, pero no podía abandonarla. Además, no estaba listo para el llamado. Pensaba que iban a demorar hasta el día siguiente.

—Bueno. Empecemos con la mala noticia. Isidoro Gómez desapareció hace tres días de la pensión de Flores en la que estaba parando desde fines de marzo. Desapareció es una forma de decir: pagó hasta el último día y se fue sin informar su próximo domicilio. Con el trabajo, lo mismo. Localizamos la obra: un edificio de quince pisos, sobre Rivadavia, en pleno Caballito. El capataz le dijo a Leguizamón que era un pibe fenómeno. Bah, muy callado y a veces antipático, pero cumplidor, prolijo y abstemio. Una joyita. Pero que el otro día llegó a la mañana y le dijo que se volvía a Tucumán porque tenía a la madre muy enferma. El capataz le pagó el proporcional de la quincena y le dijo que si quería presentarse cuando volviera que lo hiciese, porque estaba muy conforme con él.

Se hizo un silencio. Aunque yo estaba con ganas de revolear la máquina de escribir, el portalápices, la causa en la que estaba trabajando y el teléfono, me mordí los labios y esperé.

—En fin. Lo bueno es que podemos pensar que a lo mejor este es el tipo. Y que se rajó porque supo que lo andaban rastreando. Leguizamón me trajo un dato piola: el capataz tenía guardadas las tarjetas de fichaje del reloj del personal, en el obraje. ¿Sabe cuántas veces llegó tarde en los ocho meses que laburó en esa obra? Dos. Una por diez minutos. La otra, dos horas y media. ¿Sabe cuándo? El día del hecho.

—Entiendo —al fin pude responder. Mi tono ya no era cortante. Nunca había sido mal perdedor—. Le agradezco la información, Báez. Ahora me ocupo de poner al día la causa con estas cosas y le aviso qué papeles necesito que me mande.

—De acuerdo, Chaparro. Buenas tardes.

—Buenas tardes. Y gracias —agregué, como completando un desagravio.

Iba a colgar cuando volvió a llegarme la voz del otro lado.

—Ah, una duda —el tono de Báez parecía dubitativo—. ¿Cómo se le ocurrió que podía ser ese muchacho? Ya sé que la idea le vino por el asunto de las fotos, pero: ¿por qué particularmente reparó en él? Porque le digo que se trató de una buena movida, Chaparro. Se lo digo francamente. A lo mejor dio con el culpable, quién sabe.

Evidentemente era un buen tipo. ¿Era sincero en el elogio o quería disminuirme la sensación de culpa y de ridículo? Pensé bien qué iba a contestarle.

—No sé, Báez. Supongo que me llamó la atención el modo en que miraba, eso de mirar a una mujer adorándola a la distancia. No sé —repetí—. Supongo que, cuando no se pueden decir las cosas, las miradas se cargan de palabras.

Báez tardó en contestar.

—Entiendo. Yo no podría haberlo expresado mejor. Usted es bueno usando las palabras, Chaparro. Tendría que ser escritor, ¿sabe?

—No me joda, Báez.

—No lo jodo. Se lo digo en serio. Bueno, lo llamo en estos días, cuando reciba sus despachos.

Colgué el teléfono y el chasquido de la horquilla retumbó en el silencio del Juzgado. Miré la hora. Era tardísimo. Levanté de nuevo el auricular y disqué el numero del banco en el que trabajaba Morales. Le dejé dicho al custodio que por favor, apenas llegase a la mañana, le avisara de pasar urgente por el Juzgado porque tenía que firmarme una declaración. Me prometieron pasarle el mensaje.

De nuevo el sonido de la horquilla. Caminé hasta el archivero en cuyo estante más alto había camuflado, varios meses atrás, la causa de Morales. Tironeé, en puntas de pie, y atajé el expediente que vino a mis manos en medio de una estampida de polvo. Volví a mi escritorio. No lo revisé desde el principio. Fui directamente a la última actuación. Era del mes de junio y se ordenaba agregar al expediente un informe complementario de la autopsia: el del estudio de las vísceras. Miré el cuadrante de mi reloj para verificar el casillero del calendario. Coloqué una hoja con membrete del Poder Judicial de la Nación y empecé a teclear una fecha ficticia del mes de agosto.

No le había mentido a Báez al responder su última pregunta, pero no le había dicho toda la verdad. Era cierto que me había llamado la atención la forma de mirar de Gómez, y que la había interpretado como un mensaje silencioso y fútil para una mujer que no podía o no quería entenderlo. Lo que no le dije a Báez fue que si yo reparé en esa forma de mirar era porque también había escudriñado a otra mujer del mismo modo. Ese anochecer caluroso de diciembre de 1968, como tantas veces en el año que llevaba de haberla conocido, lamenté profundamente no estar casado con ella.

16

«Lo único que le pido a Dios es que Sandoval hoy no se venga en pedo», pensé esa mañana al entrar al Juzgado. Casi no había dormido la noche anterior. No solo había vuelto a casa tardísimo (me dio culpa, porque Marcela me había esperado despierta), sino que había tardado una barbaridad en dormirme. ¿Qué pasaría si el juez se avivaba de que yo intentaba tomarlo por idiota? ¿Valía la pena correr semejante riesgo? Los nervios me hicieron saltar de la cama tempranísimo. Debía tener una expresión atroz, porque mi mujer se percató de que algo me ocurría y me preguntó al respecto durante el desayuno.

Hoy, treinta años después, lo recuerdo y me es difícil considerarme el autor de semejante plan. ¿Qué me impulsaba a meterme en semejante apuro? Supongo que la sensación de culpa. Y la incertidumbre: si Gómez no era el culpable ¿para qué armar el barullo que me disponía a provocar? Pero, si era el asesino, ¿cómo podría mirarme en el espejo desde entonces hasta el día de mi muerte sin sentirme un cobarde por privilegiar mi seguridad y mi trabajo?

Mi problema práctico no arrancaba desde la búsqueda infructuosa de Isidoro Gómez sino desde antes: desde el momento en que me había hecho el otario para evitar sobreseer la causa, varios meses atrás. En aquel momento yo había pensado que, cuando el culpable cayera detenido, el juez iba a sentirse tan satisfecho que no iba a molestarse por el inexplicable cajoneo de la causa. Al contrario. Una adulación suficientemente histriónica y empalagosa, atribuyéndole a él los méritos de la captura, lo haría abandonar cualquier prurito.

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