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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (8 page)

Irene siguió respondiendo así durante toda la vida, como este día de agosto, treinta años después de su primer encuentro, cuando él termina de dar vueltas por su casa, de rondar el teléfono, de levantar el tubo y de volver a colgarlo veinte veces, hasta que finalmente decide —o no puede evitar, lo que en Chaparro es más bien el modo en que germinan las decisiones profundas— llamarla a su despacho, y recibe ese «¿Hola?» que le hace saltar el corazón en el pecho.

Coartadas y partidas

Benjamín Chaparro va directamente al despacho de la jueza. No pasa por su Secretaría, ni por la n.° 18. Está tan turbado por la inminencia de ver a Irene que tiene la sospecha de que, si se cruza con cualquier conocido, todo el mundo se percatará de que el amor le desborda por las orejas. Golpea dos veces. La voz de Irene lo invita a pasar. Asoma la cabeza con ese gesto involuntario y tímido que, a solas, aborrece. El rostro de ella se ilumina con una sonrisa cuando lo ve.

—Adelante, Benjamín. Pasá.

Chaparro avanza, sintiendo que comienza a incendiarse. ¿Se habrá puesto colorado? La mira intentando que no se le note que está igual de maravillado que la primera vez. Es alta, y tiene el rostro angosto. De joven era un poco huesuda. Los años, ¿los hijos?, la han redondeado leve y provechosamente. Se saludan con un beso en la mejilla. Recién cuando se sientan, uno a cada lado del amplio escritorio de roble, Chaparro suelta el aire que viene conteniendo desde el instante anterior al beso. Ahora puede respirar tranquilo: al no haberlo olido, es posible que el perfume de ella no lo mantenga en vilo las próximas dos o tres noches. Sonríen sin hablar, algo avergonzados, como si se sorprendiesen el uno al otro en un acto divertido pero censurable. Chaparro demora el momento de pronunciar sus primeras palabras, porque la ve ruborizarse y eso lo hace sentir extrañamente feliz. Pero cuando ella lo mira al fondo de los ojos, y parece interrogarlo por detrás de todas sus coartadas, él siente que ha perdido la iniciativa y que es preferible volver al libreto mental que ha traído redactado.

Le cuenta lo que necesita, y para justificar el pedido le resume un poco en qué anda con el asunto de «su libro». Le refiere (y se entusiasma mientras lo hace) una síntesis de esa historia que ella conoce apenas superficialmente, por comentarios del propio Chaparro y de los otros dinosaurios del Juzgado. Cuando termina, Irene lo mira divertida.

—¿Querés que les pegue un llamado a los del Archivo?

—Si podés… me gustaría —Chaparro traga saliva.

—No hay problema, Benjamín —ella frunce ligeramente el ceño—. Pero mira que te conocen más a vos que a mí.

«Mierda», piensa Chaparro. ¿Tan inocente es su coartada?

—Lo que pasa es que se trata de una causa del tiempo de ñaupa, ¿sabes? —a Chaparro se le queman los papeles.

—Sí, lo sé. Alguna vez me contaste de ese asunto. La causa llegó después de que me mandaste ascendida al Juzgado 11, ¿cierto?

¿Hay una segunda intención por detrás de ese «me mandaste ascendida»? Si la hay, Irene es más perspicaz de lo que Chaparro quiere suponer. En 1967, más precisamente en octubre, dos semanas después de que se la presentaran como meritoria, y cuando Chaparro había abandonado definitivamente su pretensión de que atendiese el teléfono como Dios manda, soñó con ella. Se despertó temblando. Era un hombre casado, y por entonces todavía porfiaba por convencerse de que tenía un buen matrimonio con Marcela. Trató de olvidar el asunto pero volvió a soñar con ella las cinco noches siguientes. La última vez la imagen de Irene era tan vivida, y el fulgor de su piel desnuda resultaba tan convincente, que a Chaparro le dieron ganas de llorar cuando despertó y descubrió que no había sucedido de verdad. Esa mañana llegó al Juzgado y decidió purgar su alma del amor que empezaba a consumirlo. Telefoneó a todos los colegas con los que tenía cierta confianza. Les habló maravillas de una meritoria que estaba dando sus primeros pasos en la Justicia, que estudiaba Derecho y que merecía un cargo rentado. Chaparro era ya entonces un muchacho respetado en el ambiente, probablemente querido. Unos meses después lo llamó uno de ellos para ofrecerle un puesto de pinche «para la chica». Chaparro interrumpió el silencio de radio en el que se había sumergido con ella durante todo ese tiempo para comunicarle la buena nueva. Irene se puso contentísima, y a él esa alegría le dolió en algún lado. Que no lamentara irse significaba que no dejaba nada en la Secretaría. Nada que fuese a extrañar. Se dijo que era lógico. Estaba de novia con un muchacho que estudiaba Ingeniería, amigo de uno de sus hermanos mayores. Chaparro ya se había sentido mal delante de Marcela por ese amor arrebatado que empezaba a consumirlo. Saberse no correspondido, además de infiel, lo hacía sentirse solo. Se dijo que era mejor así. Arrancar de cuajo una planta que, de todos modos, no tenía brotes ni futuro.

Eso fue en marzo de 1968, poco antes de que llegase la causa de Morales. Desde entonces la perdió de vista. Tribunales tenía esa rara lógica. Alguien que trabaja dos pisos más abajo pasa a vivir en otra dimensión, poco menos. Hasta 1976 no tuvo noticias de ella, pero en febrero de ese año le llovió como secretaria: se había recibido de abogada y la habían nombrado. Tampoco entonces era un buen momento para que Chaparro se atreviese a nada. Era un hombre libre, porque se había separado de Marcela varios años antes, pero el día que volvieron a verse Irene traspuso la puerta de la Secretaría precedida por una considerable panza de seis meses de embarazo. Chaparro se desayunó entonces (porque no había querido saber nada de ella, porque sentía que así se preservaba, que se ahorraba el estiletazo de aceptar que ella tenía una vida que él se estaba perdiendo) con que ella se había casado dos años antes con el antiguo estudiante devenido ingeniero y que estaba esperando a su primogénito.

Cuando Irene retornó de su licencia por maternidad, era Chaparro el que había partido. A ella le resultó sorprendente que su prosecretario hubiese aceptado una vacante en el Juzgado Federal de San Salvador de Jujuy, pero le explicaron a media voz que se lo había sugerido el juez Aguirregaray en persona. Aunque Irene no era muy ducha en cuestiones políticas, identificó con facilidad la entonación torva y conspirativa del comentario: evidentemente Chaparro corría algún tipo de peligro si se quedaba en Buenos Aires en el frío invierno de 1976.

En los años siguientes, ambos recibieron noticias fragmentarias de la suerte corrida por el otro. Chaparro supo que Irene siguió subiendo los peldaños del escalafón: fiscal en 1981, secretaria de Cámara unos años después. A su vez, ella se enteró de que él había vuelto a Buenos Aires en 1983, cuando el Proceso agonizaba. Llegaba casado con una jujeña de la que habría de separarse tiempo después. Esos, los años de la década de los ochenta, marcaron la época en la que más desconectados estuvieron: cruzaron apenas un par de conversaciones fugaces en algún encuentro callejero. Irene se enteró de que la jujeña de Chaparro se llamaba Silvia y de que no tenían hijos. Él supo que Irene seguía casada con el ingeniero y que sus tres nenas crecían sin sobresaltos.

Volvieron a encontrarse unos años más tarde, en 1992. Hacía tiempo ya que Chaparro había atravesado su segunda separación, y se había convencido de que el mejor modo de terminar sus días sería en una circunspecta soledad. Evidentemente no estaba hecho para el matrimonio. Tenía más de cincuenta años. Tal vez era un buen momento para prescindir de las mujeres. Estaba preparado para no necesitarlas. Para lo que no estaba listo era para que a principios de ese año el juez Alberti se jubilara e Irene llegase nombrada como nueva jueza.

Al encontrarse frente a frente, en el mismo despacho en el que ahora están sentados, los dos sonrieron, como veteranos de una guerra en la que todos los demás eran reclutas bisoños. «Ya nos conocemos», había dicho Irene, sonriendo, y Chaparro había sentido que los veinticinco años que lo separaban de la seguidilla de sueños que le habían sacudido el alma hasta los cimientos se hacían polvo sin dejar vestigios. Esa mujer no tenía derecho a ejercer esa sonrisa. Pero todavía era «de Arcuri», con lo que el ingeniero seguía casado con ella, y ese era el tipo de obstáculo que Chaparro no estaba dispuesto a intentar sortear. No a esa altura de su vida, por lo menos. De manera que la saludó con un apretón de manos y un espantoso «Qué dice, doctora» que estableció una prudente distancia entre los dos. Ella aceptó ese límite y se trataron con una cortesía distante durante los dos años siguientes, aunque se veían ocho o nueve horas por día, cinco días a la semana.

Una mañana cualquiera Irene pasó sin preámbulos a tratarlo de vos. Con su naturalidad de roda la vida, simplemente un lunes le dijo «Qué tal, Benjamín. Necesito que me ayudes con la excarcelación de los Zapata, ¿podés?». Chaparro pudo. Y así habían seguido las cosas en los años siguientes, hasta que él le anunció que se jubilaba. ¿La había sorprendido la noticia? El optimista empedernido que habitaba en Chaparro quiso insinuarle que la cara de ella se había transformado en una mueca de tristeza contenida y sorpresa mal disimulada. Pero no había motivo para eso. Se suponía que todo el mundo en el Juzgado estaba al tanto. ¿La perturbaba entonces que se fuera?

De todos modos, Chaparro cortó esas elucubraciones desde la raíz. Se preguntó —no pudo evitarlo— si valía la pena confesarle la verdad a esa mujer a la que amaba y se respondió que no, que de ningún modo. Declararle su amor a esa mujer, ¿no era reconocer que la había amado durante casi treinta años? ¿No era confesar que se había pasado la vida queriéndola en la lejanía? ¡No! Podía contestar con enjundia. De hecho, apenas habían compartido algún tiempo juntos, en esa ponchada de tiempo. Pero en lo más recóndito de su alma Chaparro sabía que nunca había dejado de amarla, y que una mezcla de azar, sentido común y cobardía la habían mantenido siempre ajena. Era dueño de su silencio. Si hablaba, terminaría hundido en el pantano de la compasión de ella. Estaba decidido a evitarle y a evitarse cualquier frase al estilo de «pobre Benjamín, yo no sabía…». De solo pensarlo a Chaparro se le nublaba la vista de rabia y de vergüenza. Que su amor muriese con él, pero que no se ensuciara.

—Benjamín… ¿no es esa causa?

Chaparro se sobresalta. Irene lo mira, sonriente, interrogativa, y él se pregunta cuánto tiempo habrá estado con cara de bobo. En realidad, no puede haber sido mucho. Está tan acostumbrado a pensar en esa historia, que ama y que le duele, que por lo menos la piensa rápido.

—Sí, sí. Esa causa.

—Bueno, ahí los llamo.

Irene demora un segundo, sosteniéndole la mirada, antes de buscar en su agenda el número del Archivo. Por fin a Chaparro se le destrenzan las tripas cuando ella baja los ojos hacia la libreta y el teléfono. Se comunica y saluda con la familiaridad de siempre, mientras pide hablar con el director. Tiene los ojos bien abiertos, y sonríe con esa expresión algo absorta de quien habla con alguien sin verlo. Así como está, de perfil, vuelta casi hacia la ventana, Chaparro puede observarla a su antojo. De todos modos, se contiene. Sabe por experiencia que, después de un rato de mirarla, lo gana la angustia de no poder arrebatarla en sus brazos y besarla minuciosa e infatigablemente. Termina siendo preferible mirar para otro lado.

—Ya está, Benjamín —dice cuando cuelga—. Ningún problema. En el Archivo te conocen hasta las baldosas.

—¿Es un cumplido o un chiste por mi vejez, doctora?

Ella se pone seria. Solo sus ojos siguen sonriendo, levísimamente.

—¿Debo suponer que hasta que vuelvas a necesitarnos no vas a asomar la nariz por estos lados?

«Si es por necesitarte, no podría salir de esta oficina por el resto de mi vida». Esa es la respuesta que le daría Chaparro si tuviera las agallas.

—Cualquiera de estos días me pego una vuelta, Irene —contesta en voz alta, porque no las tiene.

Ella no responde. Se incorpora del asiento, le acerca la cara y le da un beso lleno y sonoro en la mejilla izquierda. Chaparro siente el espesor de sus labios, el roce ínfimo de su pelo, la tibieza de su cuerpo inminente y una maldita fragancia silvestre que se le va directo al cerebro, a la memoria, al deseo de tenerla y a un insomnio de tres noches con sus días.

Archivo

Entrar en el Archivo General le ocasiona siempre la misma sensación. Al principio un efecto opresivo, como si estuviese ingresando en un sepulcro. Pero después, una vez dentro de esa especie de mazmorra muda y oscura, caminar por esos pasillos estrechos y flanqueados por estanterías gigantescas y abarrotadas de legajos le genera un infrecuente sentimiento de seguridad, de cobijo.

Unos pasos delante de él camina el empleado que le sirve de guía. Chaparro piensa cuán fácil nos resulta detectar el paso del tiempo en la decadencia física de quienes tenemos alrededor. Conoce a ese hombre desde hace… ¿cuánto? ¿Treinta años? Seguro que está excedido de la edad de jubilarse. Cojea levemente de la pierna izquierda. A cada paso la suela de su mocasín deja un ligerísimo eco como de papel de lija sobre las baldosas. ¿Por qué sigue trabajando? Chaparro supone que después de tantos años de custodiar esa silenciosa catacumba, en la que todos los sonidos mueren en los anaqueles atiborrados, el mundo exterior debe haberse convertido, para ese hombre, en una especie de estallido atronador, turbio y desagradable. Pensar que ese hombre no está tal vez en una cárcel, sino en un refugio, lo tranquiliza.

Al rato de andar, y cuando Chaparro ya está por completo desorientado en ese laberinto en penumbras, el viejo se detiene frente a un anaquel exactamente igual a los otros mil que previamente han dejado atrás y levanta la vista por primera vez. Hasta entonces ha avanzado sin voltear la vista ni una sola vez hacia los lados, girando de tanto en tanto a derecha e izquierda con la circunspecta determinación de un ratón acostumbrado a las tinieblas. Alza los brazos hacia un estante que parece estar fuera de su alcance. Suelta un mínimo quejido al estirar sus coyunturas gastadas. Tira de un paquete de expedientes identificado con un número de cinco cifras. Cuando lo captura, reemprende la marcha. Chaparro lo sigue hasta el final de ese pasillo y gira tras él hacia la derecha. Si todos los corredores están escasamente iluminados, este se encuentra casi a oscuras. Tanto que Chaparro se detiene en un intento de que sus ojos se habitúen a la oscuridad, porque teme llevarse por delante las estanterías, perdido en ese pozo de límites negros. Los pasos del archivero siguen alejándose hasta que dejan de oírse, como si acabara de internarse en un mar de niebla. Después de unos segundos en los que a Chaparro está a punto de atraparlo la angustia súbita de la soledad, siente un chasquido lejano: el viejo acaba de encender un velador que se apoya sobre una mesa desnuda. Una silla destartalada completa el mobiliario del «rincón de lectura» que el otro parece estar acondicionándole. Camina hacia allí casi contento de escapar del agujero insondable del corredor.

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