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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (3 page)

Tiempo después, cuando ya podían considerarse oficialmente novios, Liliana le había confesado que esa temeridad, ese metódico arrojo de perseguirla sin resignarse a negativas, le había agradado hasta el punto de decidirla a aceptar finalmente sus invitaciones. Y que al conocerlo mejor, y conocer su timidez, su cortedad, su eterna vergüenza, había entendido más profundamente esa valentía inusual como la mejor prueba de un amor verdadero. Liliana decía que un hombre que es capaz, por el amor de una mujer, de cambiar su forma de ser, es un hombre que merece ser correspondido. Ricardo Morales tampoco olvidó esa conversación, y decidió seguir siendo así para siempre y para ella. Nunca se había sentido digno de nada, y mucho menos de semejante mujer. Pero supo que iba a aprovechar mientras pudiera. Hasta que el hechizo se rompiera y todo volviese a ser ratones y calabazas.

Por todo eso Morales recordaría para siempre que el 30 de mayo de 1968 Liliana tenía puesto el camisón verde agua, y se había recogido el pelo en un rodete sencillo del que escapaban algunas hebras de pelo castaño, y el sol que entraba oblicuo por la ventana de la cocina le daba en la mejilla izquierda y se la encendía y la volvía aún más hermosa, y que habían tomado té con leche y comido tostadas con manteca, y que habían hablado de qué muebles quedarían mejor en la sala, y que él se había levantado de la mesa para traer desde el comedor unos planitos que había estado haciendo para distribuir los muebles de la manera más armoniosa posible, y que ella se había reído de su manía de planificar todo, y lo había mirado profundamente y le había sonreído y le había dicho que no se tomara tanto trabajo con esos muebles viejos, pobrecito, porque más temprano que tarde tendrían que transformar la sala en dormitorio, y él, lento y distraído o mejor, obnubilado en la adoración de esa mujer de otra galaxia, no habría de reparar en la indirecta, aunque sí atinaría a tomarla de la cintura para caminar juntos hasta la puerta de calle, para besarla lentamente en el umbral, para decirle adiós con la mano al salir, sin saber que era para siempre.

Cine

Benjamín Chaparro acciona varias veces el espaciador de la máquina de escribir para liberar la hoja. La toma por los bordes, apenas con las puntas de los dedos, y la apoya como si fuera una granada sin espita sobre las otras dieciséis o diecisiete que también se han salvado de volar hacia el cesto hechas un bollo. Lo enternece ligeramente advertir que las hojas escritas forman ya un mínimo espesor, un cierto cuerpo.

Se incorpora, satisfecho. Dos días atrás estaba desesperado por la certeza de que jamás podría escribir su libro, ahogado en la nebulosa del principio. Ahora ese principio está escrito. Bien o mal, pero escrito. Eso lo pone contento, aunque también siga ansioso. Pero ansioso por seguir, por contar lo ocurrido con esas personas. Se pregunta si esta será la sensación que tienen los escritores cuando narran. Esa módica omnipotencia de jugar con las vidas de sus personajes. No está seguro, pero, si es así, la sensación le agrada.

Consulta el reloj y ve que son las siete de la tarde. Le duele la espalda. Ha estado ahí sentado casi todo el día. Decide premiarse y festejar el envión inicial. Busca la billetera sobre un estante, revisa que tenga algún dinero y se va al cine. Lo que más disfruta del programa no es tanto ver tal o cual película, sino saber que después va a contárselo a Irene, cuando la vea. Se lo comentará de refilón, como de costado, como quien no quiere la cosa. Y ella le preguntará por la película. Les gusta hablar de cine. Tienen gustos parecidos. Y algo le dice a Chaparro que a Irene le agradaría que pudiesen ir juntos. No pueden, claro. No corresponde. Y tal vez sea idea de él, a fin de cuentas. ¿De dónde saca eso de que a ella le gustaría acompañarlo? De su propio deseo de que a ella le guste. ¿Tiene acaso alguna certeza? Ninguna. Nunca. Jamás.

3

Cuando sonó el teléfono del despacho del juez, el 30 de mayo de 1968 a las ocho y cinco de la mañana, yo estaba tan cansado que incorporé el ruido de los timbrazos a lo que estaba soñando, y recién al cuarto o quinto repique atiné a abrir los ojos. No levanté enseguida el auricular, como si mi ingreso en la vigilia hubiese sido demasiado traumático como para completarlo de inmediato sosteniendo una conversación telefónica.

De todos modos, pronto me distrajeron los saltos y los gritos que Pedro Romano se puso a dar a mi alrededor. Festejaba ese llamado y yo, con cierta lógica perversa, aceptaba mi parte en su festejo poniendo cara de fastidio mientras me restregaba los ojos antes de atender. Acabábamos de pasar la noche allí, en el despacho del juez, de a ratos repantigados en los sillones amplios de cuero oscuro, de a ratos dormitando con la cabeza y los brazos apoyados sobre el escritorio. Al empezar a saltar, Romano había pateado la bandeja con los platos de la cena, y una de las tazas que habíamos usado como vasos había salido rodando hasta el pie de la biblioteca. Demoré todavía un segundo más en atender, y lo dediqué a insultar para mis adentros al imbécil del juez, que porfiaba en hacernos pernoctar allí durante la quincena en la que estábamos de turno. Una semana le tocaba a la Secretaría de Romano, la otra semana a la mía, pero ¿cómo resolver el problema del décimo quinto día? El idiota de Fortuna Lacalle había decidido, salomónicamente, jodernos la vida a los dos. Las causas se repartían según la comisaría de origen, salvo las de delitos graves, digamos los homicidios. Esas causas debían repartirse, el décimo quinto día del turno, entre las dos Secretarías del Juzgado según la hora de notificación que nos hiciera la policía. Romano festejaba con los brazos en alto al grito de «ocho y cinco, Chaparrito, ocho y cinco», porque si sonaba el teléfono del despacho del juez a esa hora era precisamente para avisar de un homicidio, y lo que festejaba Romano era ni más ni menos que fueran más de las ocho, porque las horas impares eran suyas, y las horas pares mías, y acababa de librarse de un expediente denso y complicado por cinco escasos minutos.

Ahora que lo pienso, ahora que lo escribo, puedo advertir con qué profundo cinismo nos movíamos. Casi como si se tratara de un desafío deportivo. En ningún momento nos deteníamos a pensar que si sonaba ese teléfono, cinco minutos antes o cinco minutos después de las ocho, era porque acababan de matar a alguien. Para nosotros era una simple competencia de oficina: laburás vos o laburo yo. A ver quién es el más piola, a ver quién tiene más suerte de los dos. Había sido Romano. Y aunque en esa época yo todavía no lo aborrecía, porque faltaba un tiempo, no demasiado largo, para que empezara a demostrarme que era un ser despreciable, sentí un ardiente deseo de partirle el teléfono en la cabeza. En lugar de eso puse cara de superado, carraspeé para aclararme la garganta, levanté el auricular y dije, gravemente: «Juzgado de Instrucción, buenos días ».

4

Baje las escalinatas de la calle Talcahuano puteando mi destino. En esa época todavía me cuestionaba —me reprochaba, más bien— no haber terminado mis estudios de Derecho. Y en ocasiones como esa mis reproches sonaban bastante convincentes. Si hubiese terminado mis estudios —me decía—, ya podría ser, con veintiocho años de edad y diez de experiencia en el Riero, secretario de un Juzgado, y no seguiría estancado, empantanado, clavado con chinches en ese Juzgado de Instrucción maldito como prosecretario. Y más adelante fiscal, ¿por qué no? O defensor oficial, qué tanto. ¿No estaba cansado de ver transitar por las filas judiciales a un ejército de otarios que hacían carrera, que ascendían, que volaban, que podían despegar de sitios como el mío? Lo estaba. Seguro que lo estaba.

«Complejo de oficial primero». Mi dolencia debería tener nombre científico. «Dícese del empleado judicial que, por no tener título de abogado, queda limitado en el escalafón a ser el jefe administrativo de una Secretaría, y ejerce un importante poder sobre escribientes, pinches y meritorios, pero nunca, en la puta vida, superará esa posición jerárquica, y por lo tanto se cargará meticulosamente de frustración viendo cómo otros, a veces más capaces y otras muchas infinitamente más boludos, lo sobrepasan como meteoros hacia el estrellato tribunalicio». Linda definición, para las publicaciones especializadas en materia forense. Tal vez me la rechazarían por lo de «puta vida» o lo de «más boludos». O, más probablemente, porque quienes dirigen esas publicaciones sí son abogados.

Adalberto Rivadero, el primer oficial primero que tuve como jefe cuando entré como meritorio, me dijo una verdad suprema: «Mira, Chaparrito: los Juzgados son como islas; podés caer en Tahití o en Sing-Sing». La cara de ese antiguo maestro, que me miraba desde la grisácea veteranía que yo mismo padezco ahora, me indicaba a las claras que él se sentía más un habitante de esta última. «Y otra cosa, pibe —agregaba mirándome con la tristeza de quien sabe que dice la verdad, pero que sabe también que esa verdad es inútil—, la isla depende del juez que te toque. Si te toca un tipo piola, estás salvado. Si te toca un hijo de puta, el asunto se complica. Pero lo peor son los boludos, Chaparro. Ojo con los boludos, muchacho. Si te toca un boludo, estás frito».

Esa máxima de Adalberto Rivadero, que merecería un lugar de privilegio, en letras de bronce, junto a la estatua de ojos vendados que preside el Palacio de Justicia, me machacaba la cabeza mientras bajaba las escalinatas tratando de orientarme sobre qué colectivo me convenía tomar. Porque el 30 de mayo de 1968 yo sabía que estaba perdido. Trabajaba en un Juzgado que había sabido funcionar bien, pero que ahora estaba en manos de un boludo. Y un boludo de la peor especie: un boludo con ansias de rápidos ascensos. Porque el boludo que se siente en la cúspide de sus posibilidades tiende a reducir al mínimo sus acciones. Intuye, oscuramente al menos, que es un boludo. Y si se considera en la cima, se siente satisfecho. Y por lo tanto teme. Teme que los demás noten a simple vista que es un boludo. Teme mandarse una macana que les demuestre a los demás, si no lo han advertido, que es un boludo. Y se llama a sosiego. Disminuye al extremo sus movimientos y deja que la vida le pase por el costado. Y sus empleados, por lo tanto, pueden trabajar tranquilos, hacer lo que saben, y hasta combinar sus conocimientos con la inacción de su líder y hacerlo parecer inteligente o, al menos, un poco menos boludo.

Pero el boludo que quiere ascender suma dos dificultades: por empezar se siente pletórico de energías, lleno de entusiasmo, desbordante de iniciativas. Energías, entusiasmo e iniciativas que le brotan como un manantial, y que desea exhibir sin tapujos frente a sus superiores, para que ellos adviertan por fin que tienen entre sus manos un diamante desperdiciado en un cargo inferior al de sus merecimientos morales e intelectuales. Y aquí entra a tallar la otra dificultad: esta categoría particular de boludo suma, a la osadía, la inconciencia. Porque si atesora el sueño de ascender es porque se siente con méritos como para hacerlo, y puede llegar a sentirse hasta injustamente tratado por la vida y por el prójimo por negarle esa aspiración que considera intrínsecamente legítima. La inconciencia y el empuje, entonces, tornan peligroso al boludo. Lo colocan en el estatus de amenaza no tanto para sí como para terceros. Los terceros que precisamente están bajo sus órdenes. Uno de los cuales, pongamos por caso, tiene que abandonar la tibia hospitalidad de la Secretaría nada menos que para concurrir a la escena de un crimen. Y por eso, justamente, desciende los escalones de la entrada de Talcahuano con un rosario de insultos en los labios.

Ese era yo, el damnificado que en el más íntimo de sus fueros sospecha que el único boludo de la historia no es el juez que desea quedar como un niño aplicado frente a sus superiores de la Cámara de Apelaciones, sino que a ese boludo hay que agregar este otro boludo que por pusilánime, por cómodo, por distraído, no terminó sus estudios de Derecho y en consecuencia jamás en la vida va a ascender más allá de prosecretario, y que por lo tanto es como un tren que llegó a la terminal y tiene enfrente uno de esos grandes parantes de madera y hierro, una señal inequívoca de que hasta acá llegaste, macho. Vía muerta, ramal terminado, eso es todo. Y de acá en adelante verá desfilar a un sinnúmero de secretarios que le darán órdenes que deberá acatar porque son sus superiores y son abogados, y a un sinnúmero de jueces que les darán órdenes a los secretarios que se las transmitirán a uno, como esta que yo estaba cumpliendo, justamente. La que decía que en cada causa de homicidio que surgiera mientras estuviésemos de turno el oficial primero de la Secretaría a la que le toque debía concurrir a la escena del crimen a supervisar la tarea policial.

Una sola vez, la primera, me atreví a consultar con mi excelso magistrado, y tratando de no parecer arrogante, cuál era la utilidad de semejante diligencia, siendo la Policía Federal la encargada de instruir la primera etapa del sumario. Y su Señoría me respondió que no importaba, que él quería que se hiciera. Y esa fue toda la respuesta, y yo me sentí, en el silencio subsiguiente, una rata pordiosera, que debe callar lo que todos los presentes saben. Que tu nuevo juez es un imbécil y que los secretarios no van a decir nada. Que el secretario de la n.º 18 no piensa oponerse porque ha detectado, con creces, que su nuevo jefe es un boludo de raza y en consecuencia se dispone a mover todas las influencias posibles para zarpar hacia otra isla en la que soplen mejores vientos. Y que Julio Carlos Pérez, el de la n.° 19, es decir el tuyo, tu jefe inmediato, difícilmente note que el juez es un boludo porque él también lo es, y en grado superlativo, y por lo tanto estás perdido. ¿Qué te queda entonces? Nada. No te queda nada. O te queda, cuanto mucho, rezarle una novena a san Calixto para que el boludo mayor logre lo que se propone y ascienda a camarista pronto, y tal vez allí se calme, se sienta realizado, y pase a esa otra categoría de boludo consumado, realizado, pacífico y contemplativo que puebla algunos de los despachos más ilustres de la Justicia.

Pero eso no había ocurrido, y yo estaba ahí. Preguntándole a un quiosquero qué colectivo podía dejarme bien en Niceto Vega y Bonpland, empezando a marearme preventivamente frente a la escena que me tocaría presenciar, tratando de darme ánimos aunque más no fuera por el lado del pudor y diciéndome que no podía flaquear delante del montón de canas que iban a estar apelotonados en esa casa, aunque me diera una impresión horrible ver un cadáver, un cadáver reciente, un cadáver nuevo, un cadáver nacido no de la ley natural de la vida y de la muerte sino de la decisión rotunda y salvaje de un asesino que andaba suelto por ahí, mientras yo sacaba el boleto, lo guardaba para rendirlo como gasto a la vuelta, me sentaba más bien al fondo porque tenía para rato hasta Palermo, y seguía puteando entre dientes por no haber tenido la módica disciplina, la minúscula entereza, la modesta fuerza de voluntad que habría necesitado para recibirme de abogado.

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