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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (2 page)

De nuevo recorre el pasillo, que ahora está más desierto que hace veinte minutos, baja en el ascensor ocho, avanza por el pasillo hacia Talcahuano y sale por la puerta chica, saludando con una inclinación de cabeza a los custodios, camina hasta cruzar Tucumán, espera cinco minutos y se trepa como puede al 115.

Cuando el colectivo gira en la esquina de Lavalle, Chaparro tuerce la cabeza a la izquierda, pero naturalmente a esa distancia no alcanza a ver el cartel de El Candil. Hacia allí estará caminando ahora Irene, o mejor dicho la doctora, o preferentemente la jueza, para explicarles a los demás que el homenajeado se ha pirado. No será tan grave. Están todos reunidos y con hambre.

Se palpa el bolsillo trasero del pantalón, saca la billetera y la coloca en el interior del saco. Nunca lo han bolsilleado en los cuarenta años que lleva en ese trabajo, y no tiene la intención de padecer el primer hurto en su última jornada en Tribunales. Llega a la estación de Once y camina tan rápido como puede. Sale primero el del andén tres, a Moreno parando en todas. En los últimos vagones, los más cercanos al acceso, todos los asientos están ocupados, pero a partir del cuarto sobran los lugares. Se pregunta, como siempre, si los que se quedan de pie en los vagones de atrás lo hacen porque se bajan pronto, porque quieren estirar las piernas o porque son estúpidos. Igual agradece que lo hagan. Chaparro quiere sentarse del lado de la ventanilla, del lado izquierdo para que no lo moleste el sol de la tarde, y pensar en qué carajo va a hacer con su vida de ahí en adelante.

1

No estoy demasiado seguro de los motivos que me llevan a escribir la historia de Ricardo Morales después de tantos años. Podría decir que lo que le pasó a ese hombre siempre ejerció en mí una oscura fascinación, como si me diera la oportunidad de ver reflejados, en esa vida destrozada por el dolor y la tragedia, los fantasmas de mis propios miedos. Muchas veces me ha sorprendido advertir en mi espíritu cierta alegría culposa frente a los horrores ajenos, como si la circunstancia de que a otros les sucedan cosas espantosas fuera un modo de alejar de mi propia vida esas tragedias. Una suerte de salvoconducto nacido de cierta obtusa ley de probabilidades: si a Fulano le ha ocurrido semejante cosa, difícilmente les pase a los conocidos de Fulano, entre los que yo me cuento. No es que pueda ufanarme de una vida pletórica de éxitos. Pero en la comparación de mis desdichas con las de Morales salgo ganando. De todos modos, no se trata de contar mi historia sino la de Morales, o la de Isidoro Gómez, que es la misma pero vista del otro lado, vista del revés, o algo así.

No es eso solo lo que me conduce a escribir estas páginas. Aunque esa especie de asombro morboso tenga su peso y su parte. Supongo que la cuento porque tengo tiempo. Mucho, demasiado tiempo. Tanto tiempo que las minucias cotidianas que componen mi vida se disuelven velozmente en la nada monótona que me rodea. Estar jubilado es peor de lo que me había imaginado. Debería haber aprendido eso. No lo de estar jubilado, sino eso de que las cosas que tememos suelen ser peores cuando ocurren que cuando las imaginamos. Durante años vi a mis compañeros del Juzgado despedirse del trabajo con el cándido optimismo de que ahora sí, por fin, iban a disfrutar de su tiempo y de su ocio. Los vi partir convencidos de que ganaban poco menos que el paraíso. Y los vi regresar aniquilados, velozmente derrotados por el desengaño. En dos semanas, en tres a lo sumo, consumían todos los supuestos placeres que creían haber postergado durante sus años de rutina y de trabajo. ¿Y para qué? Para caerse por el Juzgado cualquier tarde, como quien no quiere la cosa, para sacar charla, tomar un café o hasta ofrecer una mano con alguna causa medio complicada.

Por eso, por tantas y tantas veces en que tuve frente a mí a esos tipos estragados por una vejez vacía, por tantas y tantas ocasiones en que vi sus ojos implorando un rescate imposible, es que me juramenté no caer en esas bajezas cuando me tocara el turno. Nada de tiempo al divino botón. Nada de excursiones nostálgicas a ver cómo andan los muchachos. Nada de espectáculos deplorables para conmover durante cinco segundos a los que tienen la suerte de seguir funcionando.

Pues bueno, hace dos semanas que estoy jubilado y ya me sobra el tiempo. No es que no se me ocurran cosas para hacer. Se me ocurren un montón de cosas, pero todas me parecen inútiles. Tal vez la menos inútil sea esta. Jugar un par de meses a ser escritor, como me decía Silvia cuando todavía me amaba. En realidad, estoy mezclando dos épocas distintas, y dos modos de llamarme. Cuando todavía me amaba, me prometía un futuro en el que sería escritor, un escritor probablemente famoso. Después, cuando ya su amor se había licuado en el tedio de nuestro matrimonio, hablaba de eso de jugar al escritor desde la torre de ironía y desprecio mordaz que había elegido para atrincherarse y lanzarme sus balas. No puedo quejarme, porque yo también debo haberle propinado vilezas semejantes. Una lástima. Que lo que quede de diez años de matrimonio sea sobre todo el inventario vergonzoso del daño que nos hicimos. Por lo menos con Silvia llegamos a discutir. En mi primer matrimonio, con Marcela, ni siquiera pudimos hablar de esas cosas. Bah, ni de esas ni de otras. Parece mentira. Compartí buena parte de mi vida con dos mujeres y de ambas conservo a duras penas un puñado de recuerdos borrosos. Esa misma lejanía en la que ambas quedan en mi memoria es una prueba más (como si hiciese falta) de lo viejo que estoy. He sobrevivido a dos matrimonios con tiempo suficiente como para perdurar en esta meseta de soltería esteparia. La vida es larga, a fin de cuentas.

Igual nunca me tomé demasiado en serio lo de ser escritor. Ni cuando Silvia me lo decía admirada, ni cuando después me lo escupía sarcástica. Sí llegué a soñar (porque ciertos sueños se imponen aun a los corazones más escépticos) con esa escena idílica del escritor en su estudio, preferentemente con un gran ventanal, preferentemente con vista al mar, preferentemente desde la altura de un peñasco castigado por la intemperie.

Se ve que el hábito no hace al monje. Porque no ha bastado que acomode el living de mi casa al estereotipo de «santuario de escritor escribiendo» (es un espanto, ese gerundio de escritor-escribiendo queda como una patada en el hígado, qué mal me veo). Y eso que está lindo, la verdad. Me faltan el mar y la borrasca, cierto. Pero tengo el escritorio ordenado. Una resma de hojas oficio casi flamante, a un costado. Un cuaderno de notas, sin ninguna nota, al otro lado. En medio la máquina de escribir, una imponente Remington color verde oliva, apenas más chica que un tanque de guerra pero con acero igual de grueso, como solían bromear en el Juzgado, años atrás.

Me acerco a la ventana, que tal como quedó dicho no se asoma desde un peñasco a la tempestad oceánica sino a un prolijo jardincito de cinco por cuatro, y miro hacia la calle. No pasa nadie, como siempre. Treinta años antes estas calles estaban pobladas de pibes y de gente. Pero ahora son un desierto. Los pibes se han ido, y los viejos se han metido adentro. Como yo mismo. Suena risueño: tal vez seamos unos cuantos los que tenemos el escritorio preparado para el berretín de escribir una novela.

En realidad y muy en el fondo, sospecho que esta página que porfío en llenar de palabras va a terminar también, como las diecinueve que la precedieron, echa un bollo en el rincón opuesto de la pieza. Porque a medida que descarto borradores no puedo evitar la tentación deportiva de arrojarlos, con un gallardo balanceo de muñeca y suerte despareja, al paragüero de mimbre que heredé ya no recuerdo de quién. Y me entusiasma tanto cuando encesto, y me envalentona tanto la minúscula frustración de mis tiros errados, que estoy casi más interesado en el próximo intento que en la remota posibilidad de que este sí sea, por fin, el inicio de la historia que supuestamente me propongo contar. Es evidente que estoy tan lejos de ser un escritor como de volverme basquetbolista a los sesenta años.

Durante varios días intenté encontrar respuestas a ciertas cuestiones cruciales de la obra antes de pretender escribirla, temiendo precisamente esto que me está pasando ahora: que se me evaporen los últimos restos de osadía en este correrme la cola delante de la máquina de escribir. Lo primero que pensé es que no tengo la imaginación suficiente como para escribir una novela. La solución que encontré fue escribir sin inventar nada, es decir, narrar una historia verdadera, algo de lo que yo hubiese sido, aunque indirectamente, testigo. Por eso decidí escribir la historia de Ricardo Morales. Por lo que dije al principio y porque es una historia que no necesita que yo le agregue nada, y porque sabiéndola cierta tal vez me atreva a contarla hasta el final, sin amedrentarme con la vergüenza de empezar a mentir para llenar baches, alargar la trama o convencer a quien la lea de que no la tire al cuerno apenas transcurridas quince páginas.

La primera dificultad concreta, una vez decidido el tema: ¿En qué persona gramatical voy a redactar esta cosa? Cuando hable de mí mismo, ¿diré «yo» o diré «Chaparro»? Es tétrico que este escollo baste para detener todo mi brío literario. Supongamos que elijo la tercera persona para el relato. Tal vez sea mejor, para no verme tentado a volcar impresiones y vivencias demasiado personales. Eso lo tengo claro. No pretendo hacer catarsis con este libro, o con este embrión de libro, hablando más exactamente. Pero la primera persona me queda más cómoda. Por inexperiencia, supongo, pero me queda más cómoda. ¿Y qué hago con las partes de la historia de las que no he sido directamente testigo, esas partes que intuyo pero no conozco a ciencia cierta? ¿Las cuento igual? ¿Las invento de pe a pa? ¿Las ignoro?

Vayamos por partes. Hagamos las cosas fáciles. Arrancaré en primera persona. Bastantes dificultades tengo como para buscarme otras. Y será mejor contar lo que sé y también lo que supongo, porque de lo contrario nadie va a entender un carajo. Ni yo mismo. Y otra cosa complicada, el léxico: en el renglón anterior resalta la palabra «carajo» como un cartel de neón en medio de las tinieblas. ¿Uso esas palabras burdas y soeces, o las elimino de mi lenguaje escrito? Cuántas dudas, carajo. Ahí está, de nuevo, el improperio. Al final tendré que concluir que soy un malhablado.

Y otra cosa, peor todavía: aun cuando tengo claro que voy a escribir la historia de Morales, esta tiene que empezar por el principio. Pero ¿cuál es ese principio? Aunque mis técnicas narrativas sean pedestres, soy capaz de advertir que el viejo recurso del «había una vez» no resulta adecuado al caso. ¿Y entonces? ¿Cuál es el principio? No es que esta historia no tenga un principio. El problema es que tiene como cuatro o cinco principios posibles y distintos. Un joven que se despide con un beso de su mujer, en el pasillo que da a la calle, antes de irse a trabajar. O dos tipos que dormitan sobre un escritorio y pegan un respingo cuando suena la campanilla estridente de un teléfono. O una chica recién recibida de maestra que posa para una foto grupal. O un empleado judicial, que soy yo, y que casi treinta años después de todos esos posibles principios recibe una carta manuscrita enviada por un remitente inverosímil.

¿Con cuál de todos estos voy a quedarme? Probablemente me quede con todos, elija uno cualquiera para arrancar y luego ubique los demás en el orden que me parezca menos azaroso, o a medida que los vaya escribiendo. Tal vez no importe tanto si fracaso. Ya llevo unas cuantas tardes dedicadas a esto. Y, en el peor de los casos, si destruyo un número suficiente de borradores, indefectiblemente voy a terminar mejorando mi tiro de larga distancia.

2

El 30 de mayo de 1968 fue el último día en que Ricardo Agustín Morales desayunó con Liliana Colotto, y durante el resto de su vida recordó no solo de qué charlaron, sino también qué tomaron, qué comieron, cuál era el color del camisón de ella y el efecto hermoso que producía un rayo de sol que le daba de costado, en la mejilla izquierda, ahí sentada en la cocina. La primera vez que Morales me lo contó pensé que estaba exagerando. Que no podía acordarse de semejante cantidad de detalles. Pero mi error de apreciación se debió a que todavía no lo conocía bastante e ignoraba que Morales, con esa cara de idiota redomado que tenía, era un tipo de una inteligencia, una memoria y una capacidad de observación como yo jamás en la vida había visto, ni volvería a ver. Había un motivo para que Morales tuviera semejante fidelidad en el recuerdo. Ese hombre recordaba así cada cosa que había tenido que ver con su esposa.

Más adelante, cuando Morales se permitiera hablarme de sí mismo, me tocaría escucharlo describirse como un tipo anodino, grisáceo, con un destino propio de esa criatura. Morales se catalogaba sin compasión como ese hombre que transita la familia, las escuelas y los empleos sin dejar huella alguna en los otros. Nunca había tenido nada bueno, ni nada especial, y siempre le había parecido justo. Así hasta Liliana. Porque ella había sido las dos cosas. Enormemente, lo había sido. Por eso atesoró esa mañana en su recuerdo, y no porque fuera la última. La guardó como había guardado todas las anteriores del año y pico que llevaban casados. Cuando después me contó con lujo de detalles todo lo que había pasado en ese desayuno, no hizo como el común de los mortales, que tratan de reconstruir desde vestigios casi ilusorios, o desde lo que recuerdan fragmentariamente de otras ocasiones similares, situaciones o sensaciones que han perdido para siempre. Morales no. Porque sentía que tener a Liliana era una felicidad abusiva, que nada tenía que ver con lo que había sido el resto de su vida. Y que, como el cosmos tiende al equilibrio, él tendría tarde o temprano que perderla para que las cosas volviesen a su orden debido. Cada uno de sus recuerdos con ella estaba teñido de esa sensación de naufragio inminente, de catástrofe a la vuelta de la esquina.

Jamás se había destacado en nada. Ni en la escuela, ni en los deportes, ni siquiera en la familia había merecido más que algún ocasional elogio por cualidades en el fondo intrascendentes. Pero el 16 de noviembre de 1966 había conocido a Liliana, y con eso había bastado para cambiarle la vida. Con ella, por ella, gracias a ella, él había sido distinto. Desde que la vio atravesar la puerta giratoria del banco, y preguntar a un custodio cuál era la cola para depósitos, y acercarse a la ventanilla cuatro con pasos cortos y firmes, sintió que esa mujer iba a cambiarle la vida. Aferrado a la certidumbre desesperada de que en esa mujer se jugaba su destino, Morales había osado sobreponerse a su timidez, sacarle conversación mientras contaba el dinero, sonreírle con toda la cara, mirarla a los ojos y sostener en ella la mirada, desear en voz alta que volviese pronto, revisar el archivo para averiguar a qué empresa pertenecía la cuenta corriente en la que había depositado, inventar un pretexto para llamar allí y recabar algún dato de esa joven.

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