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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (4 page)

5

Desde que di vuelta a la esquina se me empezó a enturbiar el estómago con la fanfarria estéril que despliega la policía en estos casos. Tres patrulleros, la ambulancia, una docena de canas yendo y viniendo sin nada que hacer pero sin la menor intención de retirarse. Como no estaba dispuesto a darles la satisfacción de advertir mi flojera, encaré con paso rápido mientras palpaba el bolsillo trasero del pantalón. Cuando el primer zumbo me salió al cruce, le puse delante de las narices la credencial y sin condescender a mirarlo le dije que era el prosecretario Chaparro del Juzgado de Instrucción n.° 41, y que me condujera ante el oficial a cargo del operativo. El uniformado actuó según la lógica de hierro que le permitía deslizarse sin dolor por la senda policial: todo lo que tenga una raya más que él en la manga debe ser obedecido, todo lo que tenga una raya menos debe ser basureado. Mi tono perentorio me ponía —aún ayuno de charreteras— en la primera categoría, de modo que, con una venia torpe, me pidió que lo siguiera «al interior».

Era una casa vieja, convertida en varios departamentos a los que se accedía por un pasillo lateral feo pero prolijo, que algunas macetas de malvones intentaban inútilmente decorar de tanto en tanto. En dos o tres ocasiones tuvimos que ladear el cuerpo para no chocarnos con más policías que salían del anteúltimo departamento. Calculé que en total los policías debían superar la veintena, y volvió a desagradarme ese placer morboso que muchos encuentran en la contemplación de la tragedia. Como en los accidentes ferroviarios, esos a los que tuve sí o sí que acostumbrarme por viajar todos los días en el Sarmiento. Nunca entendí del todo a los que se amontonan alrededor del tren detenido para espiar entre las ruedas y los rieles el cuerpo destrozado de la víctima y el trabajo sangriento de los bomberos. Alguna vez sospeché que en realidad lo que me molestaba era mi propia flojera. Y me obligué a aproximarme. Pero me horroricé sin retorno no tanto con el espectáculo atroz de la muerte sino con las expresiones jubilosas, festivas, de algunos de los curiosos. Como si se tratara de un espectáculo montado gratuitamente para su deleite, o como si debieran capturar hasta el último detalle para referir el asunto a sus compañeros de trabajo, miraban sin parpadear y con los labios algo separados en una media sonrisa absorta y embelesada. Pues, bueno, estaba seguro de encontrar, cuando cruzara el umbral, unas cuantas de esas miradas bajo las gorras azules.

Entré en una sala prolija, llena de adornos en el modular y en las paredes. El juego de comedor, cuya mesa y sus seis sillas se apelotonaban como podían entre esas paredes demasiado juntas, tenía poco que ver con los pequeños sillones de la sala, y ningún parentesco con el estilo de los adornos. «Recién casados», intuí. Avancé un par de metros hacia la puerta que daba al resto de la casa, pero me topé enseguida con una muralla azul de uniformes dispuestos en círculo. No había que ser demasiado inteligente para saber que allí yacía el cadáver. Algunos en silencio, otros lanzando comentarios en voz alta para demostrar su hombría ante la muerte, pero todos con los ojos clavados en el piso.

«El oficial a cargo, por favor». Hablé sin preguntar, buscando el registro exacto, un poco duro, un poco cansado, que sirviera para demostrarle a esa caterva de zánganos que me debían una módica pleitesía porque representaba a una instancia superior. Algo así como llevar al plano grupal la experiencia de mando-obediencia que había puesto en práctica con el morocho que me había salido al cruce en la vereda. Se volvieron a mirarme y me respondió la voz del oficial inspector Báez casi desde el fondo de la pieza. Estaba sentado en la cama matrimonial, como pude entrever cuando algunos policías se hicieron a un lado para dejarme pasar.

Igual no había modo de llegar hasta él, porque la cama ocupaba casi todo el recinto, y junto a ella yacía el cadáver, y cuando abrieron el surco supuse que si no quería pasar por blando tenía que detenerme a mirar a la muerta.

Sabía que era una mujer porque el policía que había llamado al Juzgado a las ocho y cinco me había comunicado, en esa extraña jerga que los policías emplean al parecer con cierto deleite, que se trataba de «un NN femenino joven». Esa supuesta neutralidad del lenguaje, esa suposición de que estaban hablando en términos forenses, a veces me causaba gracia, pero en general me producía fastidio. ¿Por qué no decir directamente, que la víctima era una mujer joven de la que aún, ignoraban el nombre, y que parecía tener poco más de veinte años?

Sospeché que había sido hermosa, porque más allá del feo color cárdeno que había tomado su piel mientras la estrangulaban, y de la deformación esperable en un rostro congelado en la crispación del horror y la falta de oxígeno, existía en esa chica una majestad que ni siquiera una muerte horrible había podido borrar. Tuve la certeza bochornosa de que el crecido número de policías que andaban pululando por ahí tenía que ver precisamente con eso, con que fuera hermosa y con que estuviese desnuda, tirada de mal modo boca arriba a los pies de la cama sobre el parqué claro del dormitorio, y con que a varios de los que estaban ahí les encantaba mirarla impunemente.

Báez se había puesto de pie y caminaba hacia mí por el costado de la cama matrimonial. Me estrechó la mano sin sonreír. Lo conocía lo suficiente para saber que le gustaba su trabajo, aunque no disfrutaba del dolor del que solía nacer ese trabajo. Si no había echado a los curiosos de azul era simplemente porque no había reparado en ellos demasiado, o porque los sabía parte del folclore policial, o un poco por las dos cosas. Le pregunté si habían llegado los de las pericias. El tiempo iba a demostrarme que jamás en la vida tendría la ocasión de conocer a otro policía que fuese por lo menos la mitad de honesto y lúcido que Alfredo Báez, pero esa mañana, entre todas las cosas que ignoraba, también ignoraba esa, de modo que me tomé la libertad de indignarme por el escaso cuidado que parecía poner en la preservación de las huellas de la escena del crimen. De haberlo conocido un poco más, habría entendido que lo que en Báez parecía indolencia era, en verdad, la resignada entereza del que está de vuelta en medio de una manada de pánfilos en eterno viaje de ida. Báez dio vuelta un par de hojas de su libreta y me informó de lo que llevaba averiguado hasta el momento.

—Se llama Liliana Colotto. Veintitrés años. Maestra. Casada desde principios del año pasado con Ricardo Agustín Morales, cajero del Banco Provincia. La vecina de atrás nos dijo que sintió gritos a las ocho menos cuarto. Se asomó por la mirilla. Su puerta, al ser la última, no está de costado sino de frente, y abarca todo el largo del pasillo. Vio salir a un muchacho petisito. Cree que morocho, o castaño oscuro. Ahí se puso un poco pesada tratando de distinguir a los morochos de los castaño-oscuros. Se ve que no tiene mucha gente para conversar, la vieja. Le llamó la atención, porque el marido sale muy temprano a la mañana. Siete y diez, siete y cuarto. Y ella los ruidos los escuchó después. EI que salió no cerró la puerta del departamento. Por eso la vieja esperó un segundo a que cerrara la de la calle y se asomó al pasillo. La llamó a la chica pero no le respondieron —Báez dio vuelta la última hoja—. Eso es todo. Bah, digamos que se asomó y vio a la chica desde la puerta, tirada acá donde usted la ve, muy quieta, y nos llamó.

—El que salió, ¿pudo ser el marido?

—Según la vieja, no. Le pregunté concretamente y lo negó. Dijo que el marido es rubio y alto, y este era petiso y de pelo muy oscuro. Aparte se salía de la vaina por hablar mal de la piba, con eso de recibir a un visitante veinte minutos después de que salió el marido. Igual todavía no fui a notificarlo. Si quiere, vamos juntos. Trabaja en la sucursal… por acá la tengo… Acá en Capital.

Se oyeron pasos en la entrada y algunos saludos murmurados.

—Ah, acá estás —dijo Báez a un hombre obeso que traía un portafolios en la mano—. Vení cuando quieras, que nosotros estamos al pedo.

Pareció que el otro no iba a contestar, porque se tomó su tiempo. Miró largamente el cadáver. Se puso en cuclillas. Volvió a pararse. Apoyó el portafolios sobre la cama y sacó algunos instrumentos y un par de guantes de goma.

—¿Por qué no te vas a cagar, Báez? —contestó por fin, aunque sin énfasis.

—Porque estoy acá como un boludo esperándote a vos, Falcone.

El médico pericial no creyó necesario seguir conversando. Se puso a trabajar revisando el cadáver. Le separó levemente las piernas con ademanes delicados, como si la mujer pudiera aún sentir y padecer esas acciones. Tanteó sobre la cama y tiró del maletín para volcarlo hacia su lado. Extrajo una especie de cánula y un tubo de ensayo. Levanté la vista para no impresionarme. Sobre la cómoda había un florero con flores artificiales y el retrato de un matrimonio mayor. ¿Los padres de él o de ella? Sobre la cama, un crucifijo. Sobre cada mesa de luz, un pequeño portarretrato con forma de corazón y la foto de un novio y una novia de gesto tenso, contenido.

Me los imaginé el día del casamiento, en el estudio del fotógrafo. A las claras se veía que no les sobraba el dinero, pero ella habría insistido en cumplir esos ritos iniciáticos. Me sentí un sinvergüenza por andar explorando la decoración y el pasado de esa mujer, casi como si la hubiese estado mirando a ella, desnuda y fría, sobre el piso del dormitorio. Falcone se puso por fin de pie resoplando.

—¿Y? —preguntó Báez.

—La violaron y la estrangularon. Después te lo confirmo, pero es una fija.

Falcone contestó mientras abría el ropero de segunda mano. Sacó una manta liviana, que se ve que los recién casados usarían en verano y por eso estaba prolijamente doblada en el estante. La extendió sobre el cuerpo de la chica con gestos veloces y certeros. Supuse que el médico viviría solo, o que su mujer lo obligaba a tenderse la cama. De todas maneras, le agradecí ese gesto de respeto.

—Los de huellas están en camino. ¿Quedará alguna o la manga de pajeros que me crucé en la puerta habrá toqueteado todo?

—Pará, Falcone, que no soy tan boludo —Báez se defendió pero parecía más aburrido que molesto—. Yo voy a ver al marido al laburo —se volvió hacia mí—: ¿Viene?

—Voy —acepté, tratando de que mi voz no sonara desesperada por rajar de una vez por todas. Cualquier cosa con tal de salir de ese sitio.

La puerta estaba bloqueada por tres o cuatro policías que charlaban en voz alta.

—¡A ver, carajo! —tronó Báez, que como todos los oficiales aprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para gritarles a sus subordinados, como si se tratase de un modo extraordinariamente eficaz y económico de convencerlos de ser humildes y sumisos—. ¡Se corren de acá y se van a hacer algo útil, me cacho! ¡Al que lo vea al pedo lo dejo guardado el fin de semana!

Los otros se dispersaron, obedientes.

6

Cuando entramos al banco tuve una sensación extraña. Era un gran salón cuadrado, con amplios y fríos paneles de mármol en las paredes. Del techo, altísimo, bajaban a intervalos regulares caños negros y escuálidos sosteniendo unas tulipas vetustas que iluminaban malamente la estancia. Una hilera continua de altos mostradores de fórmica gris rematados por paneles de vidrio separaba el área de los empleados del espacio destinado al público. Un ordenanza limpiaba, aburrido, los cristales a la altura de esos orificios circulares a través de los cuales los clientes se hacían oír. Yo odiaba los ambientes enormes, y pensé que debía ser espantoso trabajar todos los días en un sitio como ese. Hasta me resultó reconfortante evocar la Secretaría del Juzgado, con sus anaqueles atiborrados de expedientes desde el piso hasta el techo, sus pasillos mínimos, su desvaído aroma a maderas envejecidas.

Pero la sensación extraña tenía que ver con otra cosa. Apenas traspuse la puerta, siguiendo a Báez, abarqué de un rápido vistazo a la veintena de empleados, que, aunque a esa hora todavía no habían empezado a atender al público, ya lucían ensimismados sobre los escritorios. Era como si la horrenda noticia que traíamos aún no tuviese un destinatario fijo. No al menos mientras el custodio que nos había abierto la puerta no avanzara hasta el fondo, levantara la tapa de uno de los mostradores, pasase del lado del personal del banco y se dirigiese hasta el hombre indicado. Me preguntaba quién sería Morales, mientras pasaba la vista de unos a otros. Traté de recordar la foto nupcial de la mesa de luz de su dormitorio, pero no lo conseguí, tal vez por el apuro o por la aprensión con que la había mirado.

Sentía como si la tragedia todavía estuviese sobrevolando esas veinte vidas sin decidirse a posarse en ninguna. Era ridículo, claro, porque solo uno de esos hombres podía ser Ricardo Agustín Morales. Los demás no. Los demás estaban a salvo del horror que veníamos a comunicarle. Pero mientras el custodio no detuviese su marcha junto a uno de los hombres que trabajaban allí, todos (los jóvenes, al menos) se me antojaban blancos móviles, víctimas sujetas al azar espantoso de recibir (contra todas las posibilidades, más allá de todos los pronósticos, por encima de todas las certidumbres con que los seres humanos sobrellevamos cada día la angustia escalofriante de saber que todo lo que amamos puede extinguirse de un momento a otro) la noticia que desquiciaría su vida.

El custodio avanzó entre varios escritorios y se inclinó al oído de un muchacho joven que sumaba cheques en una gran máquina de calcular. Yo estaba por empezar a compadecerlo a la distancia cuando, como si los acontecimientos se acomodaran repentinamente a mi teoría de que el drama vacilaba antes de posarse en los hombros de su destinatario, el muchacho alzó la mano en dirección a una puerta que se abría en los fondos del amplísimo local, y fue como si ese gesto de extender el brazo hubiese salvado al muchacho que sumaba cheques del calvario inminente de haber perdido a su mujer de un modo espantoso.

Báez y yo seguimos el gesto del brazo y, casi como en un sincronizado movimiento teatral, la puerta del fondo se abrió para dejar ver a un hombre joven y alto, con el pelo engominado muy tirante hacia atrás, un bigotito serio, un saco azul y una corbata de nudo estrecho, que avanzó con los últimos latidos de su inocencia hacia el escritorio desde el que lo contemplaban, curiosos, el custodio y el empleado de los cheques.

El policía le indicó que lo buscábamos. «Ahora», pensé. «En este momento exacto este muchacho acaba de penetrar en un túnel sin fondo del que probablemente no salga en el resto de su vida». Alzó la vista hacia nosotros. Nos miró primero sorprendido, pero enseguida desconfiado. El custodio debía habernos presentado a ambos como policías. Siempre hacen lo mismo. Simplifican hacia la imagen más sencilla. Un policía es algo conocido por todo el mundo. Un prosecretario de un Juzgado de Instrucción en lo Criminal es una especie más exótica. De manera que ahí estábamos, con los cuchillos listos para hundirlos en la yugular del chico que nos miraba sin decidirse todavía a angustiarse.

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