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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (9 page)

El viejo abre el paquete de expedientes con dos movimientos de experto. Deja el lazo de hilo sisal a un costado para poder rehacer el paquete cuando el visitante haya terminado. Separa el expediente que han ido a buscar. Los tres cuerpos vienen unidos por un cordel blanco. Los apila meticulosamente sobre la madera y acomoda la silla en ese sitio.

—Aquí le dejo —la voz es cascada, más bien aguda; la voz de un hombre que se adentra decididamente en la vejez—. Cuando termine, deje nomás las cosas como están. Yo vengo y las ordeno. —Empieza a caminar hasta que se detiene y se da vuelta, como recordando algo—: Para salir tiene que avanzar en diagonal. En cada encrucijada doble una vez a la izquierda, una a la derecha, y así— acompaña sus palabras con un gesto vago del brazo —. Si escucha ruidos, no se preocupe: son estas ratas de mierda que andan por todos lados. Ya no sabemos qué ponerles: veneno, trampas… probamos de todo. Todos los días saco un montón de ratas muertas. Pero cada día son más, no menos. Igual no van a molestarlo. No les gusta la luz.

—Gracias —responde Chaparro, pero el viejo ya le ha dado la espalda y se pierde al girar al fondo del corredor.

Sastre

En la metódica costura de los lomos Chaparro identifica la mano experta de Pablo Sandoval; y, como siempre que cualquier nimiedad se lo trae a la memoria, vuelve a extrañarlo. El mejor empleado con el que ha trabajado. Rápido para aprender, estupenda redacción, una memoria prodigiosa. Un momento. Como siempre que lo recuerda, Chaparro advierte que acaba de cometer la misma injusticia de todas las otras veces. Ha iniciado su recuerdo de Pablo Sandoval como una evocación elogiosa a su mejor empleado. Y está mal. No porque ese recuerdo sea falaz. Por supuesto que Sandoval ha sido el mejor colaborador con el que Chaparro ha contado. Pero para hacerle justicia a Pablo Sandoval debe decir que ha sido un buen amigo que, además, fue un empleado excepcional.

La única precaución que debía tomar Chaparro cuando trabajaban juntos, al atardecer, cuando Sandoval juntaba sus cosas y lo saludaba con un «hasta mañana», era esperar unos minutos y asomarse por la ventana de la Secretaría. Si lo veía cruzando Tucumán hacia el lado de Córdoba todo estaba en orden: su empleado se dirigía a casa como un buen hombre y un mejor marido. Si, en cambio, pasaban los minutos y Sandoval no cruzaba por allí, Chaparro se preparaba para lo peor, porque su auxiliar había ido a tomar un subte que lo acercara a los bares mugrientos de Paseo Colón, con el irrevocable propósito de mamarse hasta el desmayo. Su jefe cerraba entonces la ventana y llamaba por teléfono a la mujer de Sandoval para avisarle que su marido iba a llegar más tarde, pero que él iba a acompañarlo. Ella suspiraba, agradecía y colgaba.

Seguía trabajando un rato, probablemente hasta que se hiciera de noche. Después salía por la entrada de guardia, sobre Talcahuano, y comía cualquier cosa en un café de Corrientes. Antes de la medianoche, tomaba un taxi hasta el Bajo y lo hacía detenerse, sucesivamente, en los tres o cuatro bares de siempre. Cuando lograba ubicar a Sandoval, le daba una palmada en el hombro, le hurgaba en los bolsillos para comprobar si le quedaba algún peso con qué pagar las últimas copas y ponía la diferencia. Después lo cargaba hasta el taxi y rumbeaban para la casa. Cuando se detenían ante la puerta, su esposa salía del zaguán y se apresuraba a pagarle al taxista. Chaparro no insistía, porque hubiese sido como violar un acuerdo tácito con ella y con el propio Sandoval. Por eso se limitaba a cargarlo y depositarlo en la puerta de calle, donde la esposa tomaba la posta, salvo que el estado de su marido fuese demasiado lamentable y obligase a Chaparro a llevarlo hasta la cama. Ella le sonreía triste y lo despedía con un «mil gracias».

Al día siguiente Sandoval faltaba al trabajo. Pero al otro volvía, con las ojeras profundas y el gesto estragado. Cuando estaba de ese ánimo sombrío, Chaparro sabía que no podía trabajar como siempre. Era inútil, como si de pronto el alcohol le hubiese borrado todas las marcas de la memoria y los insondables circuitos de la inteligencia. Entonces lo ponía a coser expedientes. Sin mediar palabra, le ponía sobre el escritorio el hilo blanco y la aguja colchonera, y el tipo solito se encaminaba hacia el estante correspondiente y empezaba a archivar que era un contento. Con ademanes de cirujano, con soltura de artista, con solemnidades de celebrante, Sandoval parecía un encuadernador consumado. Cuando terminaba con una causa, cada cuerpo parecía el tomo de una enciclopedia. A los tres o cuatro días, cuando lo peor de su depresión había pasado, el propio Sandoval se le acercaba sonriendo a devolverle el hilo y la aguja, como dándose de alta.

Murió a principios de los ochenta, mientras Chaparro estaba en San Salvador de Jujuy. Dejarle un abrazo a la viuda, y a Sandoval un postrer homenaje, fue impulso suficiente para que Chaparro se gastase sus buenos pesos en el pasaje de avión, asistiera al entierro y, sobre todo, dejara entre paréntesis por dos días su temor a terminar muerto a manos de un grupo de asesinos que, para peor, la estaban pifiando.

Ahora, cuando han pasado casi veinte años, Chaparro se olvida por un momento de lo que ha ido a hacer y tensa el hilo que recorre uno de los lomos. Lo suelta y comprueba que tiene la firmeza exacta. Es como si Sandoval le hubiese dejado ese recado tácito para que Chaparro lo recuerde también a él como uno de los actores de esa historia que ahora se empeña en contar. Y lo bien que hace.

Chaparro sonríe pensando que Sandoval y su espíritu sutil habrían apreciado ese encadenamiento de minucias, ese resucitar ínfimo, ese ingreso tangencial a un homenaje merecido por parte de su amigo y su jefe, dos décadas después, por el sendero sinuoso del elogio póstumo a sus virtudes de sastre.

Fojas

Chaparro sujeta el primero de los cuerpos y lo acerca hacia la luz de la lámpara. Tiene dos carátulas de cartón, sucesivas. La de abajo, en grandes letras hechas con marcador negro, dice «Liliana Emma Colotto s/homicidio», y los datos del Juzgado. La otra, la exterior, dice en cambio «Isidoro Antonio Gómez, homicidio calificado, art. 80 inc. 7 del Código Penal». Abre el expediente y, aunque no repara en ello, se topa con las mismas actuaciones policiales, las mismas declaraciones testimoniales, la misma pericia forense que revisó en agosto de 1968, cuando le ordenaron sobreseer sin procesados y él decidió hacerse olímpicamente el otario.

Avanza algunas páginas. Aunque se arrepiente casi de inmediato, no puede sustraerse al impulso de volver a mirar las fotografías de la escena del crimen. Treinta años después, Liliana Emma Colotto de Morales sigue tendida sobre el parqué del dormitorio, abandonada y desvalida, los ojos fijos y muertos muy abiertos, la piel cárdena en el cuello. Chaparro siente el mismo pudor que el día del asesinato, porque recuerda las miradas lascivas de los policías que rodeaban el cuerpo antes de que Báez los sacara carpiendo, y no está seguro de si su pudor tiene que ver con esas miradas o con evocar su propio deseo obsceno de perderse él también en la contemplación de ese cuerpo maravilloso que acababa de morir.

Avanza dando vuelta, una por una, las hojas de la autopsia pero no las lee, ni siquiera a saltos. Entrecierra los ojos y se concentra en el perfume a viejo que esas hojas sueltan en el aire quieto del Archivo. Llevan allí más de veinte años, encimadas, unas sobre las otras, y Chaparro no puede esquivarle el bulto a una imagen que lo seduce desde niño. Se imagina siendo él una de esas hojas. Una cualquiera. Se piensa aguardando años y años, en la más completa oscuridad, con el rostro pegado a la hoja de enfrente, inundado a perpetuidad por la lustrosa suavidad de la página contigua. Si uno es una de esas hojas —piensa Chaparro—, los pasos que a intervalos de meses o de años retumban en el pasillo no sirven para medir el tiempo. Alcanzan apenas para sondear la profundidad pavorosa de la soledad. De repente, sin aviso, sin síntomas que anuncien el cataclismo y le permitan prepararse, siente una sacudida. Otra. Otra más. Lo marea un súbito balanceo, ligeramente rítmico, como si alguien estuviese trasladando hacia algún sitio la uniforme masa de papel que a uno lo protege o lo aprisiona. De nuevo la quietud, pero un rumor de hojas que pasan de un lado a otro. Y de repente la herida enceguecida de la luz en el momento en que le toca a él, o a la página que él es, a la hoja en la que se ha convertido. No desaprovecha esta oportunidad de volver a ver el mundo, aunque la Creación se halle circunscripta a un rostro, un rostro de hombre, de hombre maduro, de pelo grisáceo, de ojos pequeños, de nariz aguileña, que apenas lo contempla y en seguida gira la cabeza hacia la página que sigue, esa que ha estado durante años y años con uno, contra uno, piel sobre piel, letras sobre letras. Y después, la mano ensombrece la superficie porque avanza hacia la esquina y levanta esa hoja vecina hacia uno y vuelven a fundirse en el instante exacto en el que la luz se extingue otra vez y uno comprende que acaba de iniciar otra eternidad de oscuridad y silencio.

A Chaparro lo acomete una absurda piedad mientras imagina la repentina esperanza y el catastrófico desengaño que sus manos generan en cada una de las hojas, a medida que avanza en su recorrida. Pero cuando llega a la foja 208, casi al principio del segundo cuerpo, se detiene porque ha llegado a destino.

Es un decreto de cuatro líneas, tecleado con su Remington, sin lugar a dudas. Las «e» se levantan un poco de la línea que forman las otras letras. Las «a» tienen la panza rellena porque la tecla está muy gastada.

Una comparecencia, falsamente fechada a mediados de agosto de 1968, en la que Ricardo Agustín Morales manifiesta tener datos relevantes para el esclarecimiento del hecho. Un poco más abajo, un decreto firmado por el juez Fortuna Lacalle ordenando ampliar su declaración testimonial.

A fojas 209, la declaración testimonial de Morales, con una fecha ficticia de principios de septiembre. Es un texto sensiblemente más largo que los otros, en el que por primera vez aparece el nombre de Isidoro Antonio Gómez. A fojas 210, un nuevo decreto de fecha 17 de septiembre ordena librar oficios a la Policía Federal y a la de la provincia de Tucumán solicitando la «averiguación de paradero y comparendo» del citado Gómez. Todo lleva las firmas del juez y el secretario. La de Fortuna Lacalle es enorme, presuntuosa, llena de firuletes inútiles. La de Pérez es pequeña y anodina, como su autor.

Chaparro mira la hora. Siente los ojos un poco irritados. Esa lámpara encendida, sola en medio de la oscuridad, le ha enturbiado la vista. Es casi mediodía, y el archivero va a ponerse nervioso si no lo ve salir pronto. Es difícil que en su libro cite textualmente estos tediosos despachos judiciales. Pero le han servido para volver al clima de esos días. A esos encuentros estériles que mantenía con Morales para no desahuciarlo de un plumazo, o para decirle en todo caso poco a poco que la causa estaba agonizando porque no había a quién echarle la culpa. Al calor insoportable de ese diciembre de infierno.

Chaparro se incorpora y emprolija los cuerpos de la causa uno sobre otro. No apaga la lámpara, porque teme desorientarse por completo si recorre ese pasillo a oscuras. Desanda el camino hacia la entrada haciendo el zigzag que el empleado le ha recomendado. Cuando le falta poco para llegar, se sobresalta al torcer uno de los últimos recodos. Allí, en uno de los pasillos estrechos, con las piernas estiradas y los ojos fijos en el anaquel de enfrente, está sentado el viejo. Chaparro siente la misma aprehensión helada que lo asaltaba cuando iban a casa de su tía Margarita, que era ciega de nacimiento. Al final de la visita, al anochecer y mientras los acompañaba hasta la puerta, la tía apagaba las luces a medida que avanzaban hacia la entrada, para no olvidarse ninguna encendida y «gastar electricidad al cuete». Cuando lo despedía tendiendo la cara absorta hacia él, para que la besara en la mejilla, el pequeño Benjamín veía la casa en tinieblas a las espaldas de la anciana. La imagen de su tía sentada, por ejemplo cenando, hundida en la negrura, o recorriendo a tientas el agujero sin fondo de las habitaciones, lo seguía hasta que tomaba el tren, en Floresta. Y lo aterraba.

Chaparro se despide del empleado con un lacónico «Buen día» y sale del Archivo casi corriendo. Sube a la planta baja del Palacio y poco después se alegra de recuperar la Buenos Aires aturdida de sol y de sonidos que lo espera en las escalinatas de Lavalle.

Tres horas después, si algún transeúnte atinara a pasar por la vereda de su casa de Castelar, podría escuchar, en el absoluto silencio de la calle, el tableteo frenético de una máquina de escribir, o ver por el ventanal la silueta de Chaparro inclinado sobre el escritorio y sobre esas teclas que trazan los párrafos de la que al parecer es la segunda parte de su historia. De todos modos, nadie lo escucha ni lo ve. La calle está desierta.

12

No me atreví a decirle que no, aunque tenía fundadas sospechas de que iba a pasar un mal rato.

Morales me lo había anticipado en nuestro último encuentro:

—Voy a deshacerme de las fotos —me había dicho, cuando casi estábamos despidiéndonos.

Le pregunté por qué, aunque al mismo tiempo que se lo preguntaba intuía que de todas maneras iba a decírmelo.

—Porque no puedo tolerar ver su rostro sin que ella pueda devolverme la mirada. Pero me gustaría compartirlas con usted antes de quemarlas. No sé por qué. Mostrárselas tal vez sea un buen modo de despedirme de las fotos.

Pude contestarle que no, que siempre odié mirar fotografías. Pero no tuve los reflejos necesarios, o estaba desarrollando con ese muchacho una tendencia a consentirlo, o me atacó la misma torpeza repentina de toda mi vida para oponerme a los pedidos de los demás. Lo cierto es que acepté.

Pactamos vernos tres semanas después. Estaba empezando diciembre. Yo tenía la causa cajoneada desde agosto, y más temprano que tarde me vería obligado a resucitarla, revisarla y sobreseerla sin procesar a nadie. Aunque me disgustara el panorama, la causa, Morales y yo mismo (hasta tal punto me había comprometido en aquel lío) íbamos rectamente a chocarnos contra una pared de cemento. Tal vez también por eso acepté lo de las fotos.

Salí del Juzgado con el tiempo justo y me apresuré la cuadra y media que me separaba del bar en el que siempre lo citaba. Morales ya había tomado posesión de una mesa doble y, con la parsimoniosa atención de un filatelista, armaba pilas con las fotos que iba extrayendo de una caja de zapatos de hombre. Me le acerqué sin prisa y por encima de su hombro entreví su despliegue de recuerdos sangrantes.

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