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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (14 page)

Y después la nada. Porque después del rechazo no habrá lugar ni siquiera para estos ratos robados a su vida, tomando café en su despacho, hablando de bueyes perdidos, fingiendo que se trata ni más ni menos que de una simple charla de buenos compañeros —ex compañeros— de trabajo. Irene parece disfrutar esos encuentros esporádicos. Pero una vez que él cruce la línea del decoro a ella no le quedará otro camino que pedirle que no vuelva a verla.

Chaparro, mientras prepara el mate, se encuentra sumergido, de repente, en el mismo deseo culpable de tantas otras veces, aunque de inmediato se llame a sosiego. Una Irene repentinamente viuda… ¿no podría enamorarse de él? Nada le asegura semejante cosa. Así que mejor dejar en paz al pobre ingeniero, que siga disfrutando de su vida y de su mujer, mal rayo lo parta.

Acomoda sobre el resto de la pila la última hoja mecanografiada, y aprecia el espesor. No es poco, para ese primer mes de trabajo. ¿O ya es un mes y medio? Puede ser. El tiempo pasa rápido gracias a este asunto. Lo asalta una duda recurrente: ¿qué título le pondrá a su novela? No sabe. No tiene la menor idea.

Chaparro siente que no es bueno para los títulos. En un primer momento pensó en ponerle un título a cada capítulo, pero ahora ha renunciado a semejante pretensión. Si no se le ocurre un nombre para el conjunto, mucho menos se le ocurrirá para cada apartado. Y ya lleva escritos dieciséis y le faltan muchos más.

Otra cosa lo preocupa: su nombre al pie del título. «Benjamín Miguel Chaparro». Queda como una patada, lo mire por donde lo mire. Para empezar, ¿no advirtieron sus padres que la última sílaba de su primer nombre y la primera del segundo forman una rima redundante y desagradable? Mín-mi. Es espantoso. Y además eso de los nombres con significado. Porque también eso, y con los dos. El «Benjamín», solo, ya presenta un escollo. Benjamín no sirve para roda la vida. Está bien para un chico, para el más chico de varios hermanos. ¿A cuento de qué se lo pusieron a él, hijo único? Y lo de la edad es determinante. Una cosa es ser un benjamín de siete o de ocho años, pero ¿un benjamín de sesenta? Es ridículo. Pero no bastó con esa macana. Porque llamar chaparro a un humano que se yergue un metro ochenta y cinco por encima del piso suena a contrasentido. De manera que el libro de Benjamín Chaparro (aún eliminado el cacofónico Miguel) puede sonar, para el público incauto, como el libro del muchacho joven y petisito. ¿O él es un enroscado y la gente es más simple en sus apreciaciones? Pero puede darse que algún lector lo interprete de ese modo. Y después va él y se presenta. Y resulta que el Benjamín Chaparro, es un urso de estatura respetable y sesenta pirulos. Suena contradictorio.

Tal vez una solución sea firmar la novela con un seudónimo. No. De ninguna manera, se responde de inmediato. Si llega a publicarla, aunque sea pagando de su bolsillo una edición económica, quiere que su nombre aparezca en la portada, por más ridículo que ese nombre suyo sea. El motivo es sencillo. Para que Irene lo vea.

17

No bien terminé de ponerle los sellos a la orden de averiguación de paradero de Isidoro Antonio Gómez, no bien ubiqué el expediente en el casillero de prófugos, no bien lo puse al tanto a Morales de las buenas nuevas, me sentí tan conforme con mi valiente intervención, y tan a salvo de las esquirlas de esa tragedia, que retorné a mi rutina de jefe ecuánime, de marido a las siete en casa, de lectura del diario a la noche, de funcionario judicial solvente, y casi me olvidé de esa causa.

Es cierto que a los pocos meses me rozó un coletazo desagradable del asunto. Tuve que declarar en la investigación contra Romano y el policía Sicora, por los apremios ilegales a los albañiles. La declaración en sí fue un trámite: apenas ratificar mi denuncia inicial y aclarar un par de detalles. Me extrañó (me disgustó) que pusieran a un pinche a llevar ese sumario: una mala señal, como si en ese Juzgado dieran por sentado que la causa iba a una vía muerta y estuvieran limitándose a guardar las formas. ¿Qué necesitaban para procesar a esos dos atorrantes? Tenían mi declaración, las de un par de policías de la seccional y la pericia médica sobre las lesiones de los dos pobres tipos. Pese a la desconfianza que me produjo, decidí esperar. El juez era Batista, un tipo al que consideraba honesto, y a quien conocía un poco por haber trabajado con él en alguna feria de enero. Además, como ya dije, el envión de compromiso virulento con todo el proceso se me había pasado.

Tiempo después el propio Batista me citó a su despacho. Me recibió sonriendo, me estrechó calurosamente la mano y, cuando nos sentamos, me dijo que lo que iba a decirme era absolutamente confidencial, y que por favor no lo divulgara porque los dos nos jugábamos el puesto. «La pucha», pensé. ¿Qué podía ser tan serio? Supongo que el juez estaba incómodo, porque después de dudar un momento me vomitó todo el asunto en el menor tiempo posible, como si quisiera desembarazarse rápido de algo molesto y sucio. Así que me informó sin atenuantes que le había llegado la orden «de arriba» (y completó la imagen señalando con el dedo índice el techo de su despacho, pero queriendo significar… ¿qué?, ¿la Cámara?, ¿la Corte?, ¿el gobierno?), para frenar todo el asunto y sobreseer sin procesados. Agregó que no podía ser mucho más explícito, pero que al parecer ese muchacho… Romano, el compañero mío, tenía una banca grande, bien arriba. Al decir lo de la «banca grande» Batista se había tocado el hombro izquierdo con dos dedos de la mano derecha. No era ni la Cámara ni la Corte. El gesto significaba inequívocamente «milico de alto rango». Súbitamente me vino a la memoria su suegro, coronel de infantería, y entendí. Qué ingenuidad la mía, no haber tomado en cuenta semejante parentesco a la hora de denunciarlo. Qué bárbaro. Si necesitaba algo para terminar de hastiarme de Onganía y su ballet, era esto.

—¿Quiere que le cuente algo más? —me había preguntado Batista.

Dije que sí, sobre todo porque el juez tenía cara de querer contarlo.

—Tuve que citarlo a declarar. Usted sabe —yo asentí—. Y, como ya me habían avisado —Batista miró hacia lo alto—, preferí tomarle declaración yo mismo.

«Todos somos cobardes», pensé, «solo es cuestión de que nos atemoricen lo suficiente». A mí me había tomado la ratificación de la denuncia un pinche con cara de quinceañero. Al guacho ese, yerno del coronel, le tomaba declaración el propio magistrado y sudando la gota gorda.

—No sabe, Chaparro. Qué ínfulas. Las ínfulas que tenía ese tipo. Entró en el despacho como si me estuviese haciendo un favor, como si me estuviese regalando una porción inapreciable de su valiosísimo tiempo. Cuando le empecé a preguntar sobre la causa, se despachó a hablar pestes de cuanto le vino en gana. No tanto contra usted, no crea. La emprendió sobre todo contra los dos pobres tipos a los que había mandado moler a golpes. Que negros de acá, que ladrones de allá, que zorros de tal otro lado. Que había que matarlos a todos y cerrar las fronteras. Le digo la verdad: la mayor parte de las atrocidades que dijo, por no decir todas, no las mandé volcar en su declaración escrita porque no me dejaba más remedio que meterlo en cana por apología del delito, fíjese.

La pregunta que se imponía, a esa altura era «¿Y por qué no lo hizo, doctor?». Pero no la formulé. Me reventaba el hígado que ese malparido se saliese con la suya, pero yo también, a mi modo, era un cómodo y un pusilánime, después de todo.

—Igual, cuando le pregunté específicamente por los dos albañiles, negó toda vinculación con el hecho y el asunto quedó ahí. Lo que llegué a decirle también fue que si la causa penal era sobreseída resultaba muy probable que el sumario interno quedara trunco y la Cámara de Apelaciones le levantara la suspensión laboral que le habían impuesto de oficio.

«Magnífico», pensé, «vuelvo a tenerlo de compañerito».

—Pero, para mi sorpresa, lo tomó con total displicencia y me contestó que no creía poder dedicarse de nuevo a un trabajo de escritorio. Que eran tiempos de pasar a la acción, porque la patria estaba en peligro, rodeada de enemigos, de ateos, de comunistas y de no sé qué más. Así que lo frené en seco, lo hice firmar la declaración y lo despache. No me quedaban ganas de preguntarle cuáles eran sus planes para el futuro.

La entrevista con Batista me dejó un sabor amargo por la sensación de injusticia, de siniestra impunidad con que me salpicó. Pero tampoco entonces alcancé, ni de lejos, a entrever las consecuencias que esos hechos iban a tener sobre la historia que estoy narrando, y sobre mi propia vida.

Releo esto de «mi propia vida». ¿Qué era mi propia vida en 1969? Marcela me había propuesto, en esa época, que tuviéramos un hijo. No me lo preguntó. Fue como si extrajera, en voz alta, un corolario de lo que venía pensando. «Podríamos tener un hijo», soltó, durante una cena. Estábamos viendo el «Noticiero 13». La miré y advertí que hablaba en serio. Me puse de pie y apagué el televisor: siempre había pensado que cosas así merecían otro clima, otro marco. Pero algo seguía sin funcionar. ¿Cuál era el problema con ella? ¿Por qué no me entusiasmaba la idea de ser padre? «Ya llevamos cuatro años de casados. Y el departamento terminamos de pagarlo el mes que viene», agregó, viendo mi expresión.

Marcela hablaba desde una lógica demoledora. Nos habíamos conocido en lo de mi prima Elba. Habíamos estado dos años de novios. Un crédito del Banco Hipotecario, un dos ambientes en Ramos Mejía, la luna de miel en Mar del Plata, una linda vajilla del Emporio de la Loza. El paso siguiente era el que ella me estaba proponiendo, si esa frase dicha en tono acuoso podía ser considerada una propuesta. Yo era el desubicado. La razonable era ella.

No pude responder sino con algunas evasivas. Marcela respetó esa distancia. No sé si por sumisa, por fría o por acostumbrada. Se atuvo a que le respondiera cuando quisiese. Aún hoy me asalta, de tanto en tanto, la certeza angustiante de que perdí la oportunidad de tener un hijo. Estuve a punto de escribir «de trascenderme en un hijo» o «de perpetuarme». ¿Es eso tener un hijo? Nunca voy a saberlo. Es otra de las preguntas que me llevaré, intactas, a la tumba.

18

Si ese atardecer de agosto de 1969 en el que me crucé con Ricardo Morales yo demoraba el regreso a casa era, sobre todo, para no verme obligado a responder a la pregunta (o a la propuesta, o a la iniciativa, o no sé cómo llamarla) de mi mujer sobre aquello de «tener un hijo». No sabía qué decirle, porque no sabía qué decirme antes a mí mismo. Cuando abandoné el Juzgado ese día, no tomé el 115 en la parada más próxima, la que estaba sobre Talcahuano. Crucé caminando la plaza Lavalle, me senté un rato bajo un gomero gigantesco, y recién cuando empezó a apretar el frío me decidí a ir hasta la parada de avenida Córdoba. Llegué a la estación de Once con la marca humana de las siete. No me preocupó, porque me servía como excusa para dejar pasar unos cuantos trenes hasta que pudiera tomar uno en el que lograse sentarme.

Como me movía bastante más despacio que los otros transeúntes, me hice a un lado para evitar sus empellones y empecé a andar bien pegado a las vidrieras de esos locales vulgares que pueblan la terminal. Pude entonces detenerme a mirar los carteles hechos a mano y llenos muchas veces de horrores ortográficos, la paciencia de beduinos de un par de lustrabotas, el rictus severo de un par de putas que iniciaban su ronda. Uno ve muchas cosas cuando no va a ninguna parte. Y entonces lo vi.

Ricardo Agustín Morales estaba sentado en el taburete alto y redondo de un copetín al paso, con las manos en el regazo y la vista clavada en la masa de pasajeros que apuraba la marcha hacia el andén. ¿Me habría acercado si él no me hubiese reconocido primero, alzando un poco la mano izquierda a modo de saludo? Probablemente no. Ya dije que, una vez tranquilizada mi conciencia, emparchada mi autoestima judicial por lo que consideraba una audaz maniobra frente al juez y el secretario, había vuelto sin remordimientos a mis rutinas sencillas y modestas. Ver a Morales fuera del contexto esperable —es decir, fuera de su Banco Provincia o del café de la calle Tucumán— me sobresaltaba y casi diría que me resultaba inquietante.

Pero me había visto. Había alzado su brazo y había construido algo parecido a una sonrisa. De manera que me aproximé, le tendí la mano y ocupé el banco contiguo al suyo.

—Qué dice, tanto tiempo —me saludó.

¿Había algún reproche en ese «tanto tiempo»? Protesté para mis adentros que no era justo. ¿Para qué iba a convocarlo? ¿Para decirle que Gómez, quien por otra parte bien podía ser un excelente muchacho, no aparecía por ningún lado, y que yo ya había hecho cuanto estaba a mí alcance? Lo miré. No. No estaba reprochándome nada. Vuelto hacia el exterior, con los pies trabados en el parante del taburete, la mirada quieta, el pocillo vacío y frío sobre la barra a sus espaldas, irradiaba la misma sensación de infatigable soledad de casi todos nuestros encuentros.

—Acá andamos —contesté con la sensación de que, de todos modos, no estaba aguardando mi respuesta—. ¿Y usted? —por lo menos era cómodo que la conversación siguiese por esos formalismos coloquiales vacíos pero seguros.

—Nada nuevo —pestañeó, giró apenas hacia atrás, comprobó que había terminado el café y volvió a darle la espalda a la barra. Miró el reloj grasiento que colgaba en la pared del frente—. Me falta media hora y termino.

Vi que eran las siete y media. ¿Qué labor pensaba concluir cuando dieran las ocho?

—El policía ese tuvo razón —dijo después de un largo silencio—. No se volvió a Tucumán. Mi suegro está seguro de eso.

Morales hablaba con la naturalidad de una conversación nunca interrumpida, de esas a las que no hace falta ponerles nombres porque los interlocutores saben perfectamente de quiénes se trata. «El policía ese» era Báez, «mi suegro» era el padre de la difunta, «el que no se volvió a Tucumán» era Gómez.

—Los jueves me toca acá. Los lunes y miércoles en Constitución. Martes y viernes, Retiro —de vez en cuando seguía con la mirada a algún transeúnte—. Este mes es así. En mayo cambio. Todos los meses lo cambio.

Por los parlantes apareció una voz áspera, que arrastraba las palabras y se comía las eses, para anunciar la inminente partida del rápido a Morón de las 19.40 desde la plataforma cuatro. Aunque no pensaba tomarlo —no quería viajar parado—, me pareció una excusa oportuna para ponerme de pie y amagar con despedirme. Me detuvo la voz de Morales, que de nuevo atacó su tema sin preámbulos.

—El día que la mató, Liliana me preparó té con limón —noté que ahora conjugaba el verbo matar en singular: ya no era «la mataron», porque el asesino, en su cabeza, tenía cara y tenía nombre—. «El café te hace mal, tenés que tomar menos», me dijo. Yo le contesté que sí. Me gustaba cómo me cuidaba.

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