Mary
Al salir de la Facultad de Bellas Artes trabajé en lo que pude hasta que, finalmente, conseguí dar unas cuantas clases en Washington. De vez en cuando exponía un cuadro o recibía una pequeña beca, o incluso me admitían en un buen taller. El taller del que le quiero hablar es uno al que asistí hace varios años, a últimos de agosto. Se impartía en una antigua finca de Maine, en la costa, una zona que siempre había querido ver y quizá pintar. Me fui hasta allí desde Washington en mi pequeña furgoneta, mi Chevrolet azul, de la que luego me deshice. Me encantaba esa furgoneta. Metí mis caballetes detrás, mi caja grande de madera llena de bártulos, mi saco de dormir y mi almohada, la bolsa de lona que había utilizado mi padre en su servicio militar en Corea repleta de tejanos y camisetas blancas, bañadores viejos, toallas viejas, todo viejo.
Mientras preparaba aquella bolsa me di cuenta de que estaba en las antípodas de Muzzy y su educación; Muzzy jamás habría aprobado mi modo de hacer la maleta ni lo que había metido en ella, ese revoltijo de ropa deshilachada, zapatillas de deporte grises y cajas de material artístico. Le habría espantado mi sudadera de Barnett con las letras agrietadas en la parte frontal y mis pantalones de sport con la tela del bolsillo trasero descosida. Sin embargo, sucia no iba; llevaba el pelo largo y brillante, la piel suave y las prendas viejas muy limpias. Llevaba una cadena de oro con un colgante granate alrededor del cuello, me compré sujetadores nuevos de encaje y braguitas con los que acicalarme bajo la andrajosa superficie. Me encantaba ir así, con mis escasas redondeces secretamente engalanadas, ocultas a la vista, no para ningún hombre (en la universidad me había acabado hartando de todos ellos), sino para el momento en que por la noche me sacara mi blusa blanca manchada de pintura y los tejanos a través de los cuales se me veían las rodillas. Era sólo para mí; yo era mi propio tesoro.
Me puse en marcha muy temprano y fui por carreteras secundarias hacia Maine, pasando la noche en Rhode Island en un motel medio vacío de la década de los cincuenta, casitas blancas con un letrero de estrambóticas letras negras; el lugar entero me recordó con inquietud el motel de la película Psicosis. No obstante, allí no había asesinos; dormí plácidamente casi hasta las ocho y me tomé unos huevos fritos en el restaurante repleto de humo de la puerta de al lado. Estando ahí, dibujé un poco en mi libreta, plasmando las finas cortinas (con manchas pegadas de moscas muertas) anudadas a cada lado de las jardineras llenas de flores artificiales que había frente a la ventana, a la gente que bebía café.
En la frontera de Maine había una señal de peligro por el cruce de alces y los márgenes de la carretera se fueron llenando de árboles de hoja perenne, tupidos a ambos lados como ejércitos de gigantes; no había casas, ni salidas, tan sólo kilómetros y kilómetros de altos abetos. Y, de repente, en el mismísimo borde de la carretera apareció un montón de arena blanca y comprendí que me estaba acercando al océano. Me produjo una emoción punzante, como lo que solía sentir cuando Muzzy nos llevaba en coche a Cape May, en Nueva Jersey, a pasar nuestras vacaciones anuales. Me imaginé pintando la playa, el paisaje o sentándome en las rocas junto al agua a la luz de la luna, completamente sola. En aquella época todavía disfrutaba horrores de un romance «conmigo misma», como yo lo llamaba; aún no sabía que con el tiempo ese romance se vuelve solitario y afilado hasta estropearte algún que otro día (te estropea más que eso, si no vas con cuidado).
Tuve que fijarme mucho para dar con la carretera adecuada que cruzaba aquel pueblo y conducía hasta el retiro; los folletos del taller venían con un pequeño mapa que acababa en una bahía alejada de la civilización. El último par de caminos que tomé eran de tierra, se abrían paso entre densos pinares como cintas taladas, pero no brutalmente, porque había arbolillos de pino brotando en el arcén a la sombra del bosque. Tras varios kilómetros llegué a una casa de galleta de jengibre (en cualquier caso, eso parecía), una caseta de vigilancia de madera con un cartel colgado que rezaba: «CENTRO DE RETIRO ROCKY BEACH»; no había nadie por ahí, y al avanzar un poco más giré por una curva hacia una extensión de verde césped. Pude ver una gran mansión de madera con el mismo adorno de galleta de jengibre bajo los aleros, bosque y justo al fondo vislumbré el océano. La casa era enorme, estaba pintada de un rosa apagado, y el césped no era únicamente césped, sino jardines, emparrados, senderos, una glorieta rosa, árboles centenarios, una zona llana donde alguien había montado los aros del croquet, una hamaca. Consulté mi reloj; tenía tiempo de sobras para inscribirme.
El comedor, donde todo el mundo se encontró aquella noche para la primera cena, estaba en una cochera sin tabiques. Tenía unas vigas altas y toscas, y ventanas bordeadas de cristales cuadrados de colores. Ocho o diez largas mesas habían sido dispuestas sobre un suelo de madera astillado, y unos chicos y chicas jóvenes (estudiantes universitarios; a simple vista ya me parecieron más jóvenes que yo) iban de una a otra dejando jarras de agua. En un extremo de la sala había un bufé con unas cuantas botellas de vino, vasos, un cuenco con flores y al lado de éste cubiteras llenas de cervezas. Sentí un hormigueo en el estómago; aquello era como el primer día en un colegio nuevo (aunque de pequeña yo había ido al mismo colegio durante doce años), o como mi orientación universitaria, donde te das cuenta de que no conoces absolutamente a nadie y, por tanto, no le importas a nadie, y de que tienes que hacer algo al respecto. Vi a algunas personas hablando en pequeños grupos cerca de las bebidas. Me forcé a cruzar el comedor a grandes zancadas hacia esas cervezas (en aquella época me sentía orgullosa de mis pasos largos) y saqué una de su lecho de hielo sin mirar a mi alrededor. Cuando me erguí para buscar un abridor, mi hombro y mi codo chocaron con Robert Oliver.
No había duda de que era Robert. Estaba allí plantado de perfil, en posición de tres cuartos, hablando con alguien, apartándose de mi camino, esquivando el estorbo (yo) sin siquiera mirar a su alrededor. Estaba hablando con otro hombre, un hombre de cabeza delgada y barba canosa y rala. Era Robert Oliver, total y absolutamente. Su pelo rizado estaba un poco más largo por detrás de lo que yo recordaba, con algunas canas nuevas que lo hacían centellear, y a través del agujero de su camisa de algodón azul asomaba un codo moreno. En el catálogo del taller no figuraba su nombre; ¿por qué estaría aquí? Había pintura o grasa en la parte trasera de sus pantalones de algodón de color claro, como si, al igual que un niño pequeño, se hubiese limpiado la mano en el trasero. Llevaba unas gruesas sandalias sin correa trasera a pesar del fresco que ya se colaba por la puerta aquella noche veraniega en Nueva Inglaterra. Sostenía una cerveza en una mano y con la otra gesticulaba hacia el hombre de cabeza alargada. Era tan alto como recordaba, imponente.
Me quedé inmóvil, con los ojos clavados en su oreja, en el tupido rizo de pelo que rodeaba esa oreja, en ese hombro que aún me resultaba familiar, en la palma de su estilizada mano alzada mientras razonaba. Se volvió a medias, como si percibiese mi mirada fija, y luego siguió conversando. Recordaba ese sólido y grácil equilibrio de sus paseos por el estudio. Entonces volvió a mirar hacia mí, con las cejas fruncidas, pero no era ninguna reacción tardía como en las películas; era más bien como si hubiese extraviado algo o estuviese intentando recordar qué había venido a buscar al comedor. Me reconoció sin reconocerme. Yo me alejé poco a poco, apartando la cara. Me asustó pensar que, si quería, podía acercarme a él y darle unos golpecitos en el hombro a través de su camisa azul, interrumpir su conversación con más rotundidad. Me daba miedo su perplejidad, el ambiguo: «¡Oh, lo siento! ¿De qué te conozco?» El «me alegro de volverte a ver, seas quien seas». Pensé en los cientos (¿o miles?) de alumnos a los que probablemente había dado clase durante todo este tiempo. Prefería no hablar con él a descubrir que era una más del montón.
No dudé en dirigirme hacia la primera persona cuya mirada pude captar, que resultó ser un chico delgado y fuerte con la camisa desabrochada hasta el esternón. Era un esternón impresionante, bronceado y prominente; lucía una gran cadena con un símbolo de la paz colgando. Sus pechos bronceados y planos se arqueaban a cada lado del mismo como dos finas pechugas de pollo cortadas. Levanté la vista, intuyendo que llevaría una larga melena retro a juego con el colgante, pero tenía el pelo claro y rapado. Su cara era tan dura como el esternón, su nariz aguileña, sus ojos de color castaño claro, pequeños, me miraban parpadeando con inseguridad.
—¡Es guay esta fiesta! —comentó.
—No, no es especialmente guay. —Sentí una gran antipatía, que sabía que venía injustamente causada por ese momento en que había visto el hombro de Robert Oliver girándose hacia mí y luego apartándose.
—A mí tampoco me gusta. —El chico se encogió de hombros y se rió; su pecho desnudo se hundió momentáneamente. Era más joven de lo que me había imaginado, más joven que yo. Su sonrisa era simpática y hacía que le brillaran los ojos. De nuevo, sentí una perversa antipatía hacia él; por supuesto que era demasiado guay para que le gustara cualquier concentración de seres humanos, o por lo menos para reconocer que le gustaba cuando alguien más estaba en desacuerdo—. ¿Qué tal estás? Soy Frank. —Me dio la mano, abandonando por segundos toda su imagen retro, era un niño de papá, un caballero. El momento fue de lo más oportuno, impecable, cautivador. Hubo una deferencia en su gesto que reconocía mi veteranía (¡oh, seis años!); hubo también una chispa en él que me dio a entender que era una mujer sexy. No pude evitar admirar su técnica de admiración. Me dio la impresión de que sabía que yo rozaba los treinta, que era mayor, y de que a través de la seca tibieza de su mano me decía que ese número le gustaba, que le gustaba mucho. Me dieron ganas de reírme, pero no lo hice.
—Mary Bertison —me presenté. Vi de reojo que Robert se había movido; se dirigía hacia las puertas del comedor para hablar con alguien más. Seguí de espaldas. Mi pelo hacía parcialmente de cortina, de capa con la que protegerme.
—Dime, ¿qué te trae por aquí?
—La confrontación de vidas pasadas —respondí. Al menos no me había preguntado si era una de los profesoras.
Frank arqueó las cejas.
—Era sólo una broma —dije—. Estoy aquí para hacer el taller de paisajismo.
—¡Qué guay! —Frank sonrió con satisfacción—. Yo también. Es decir, yo también lo voy a hacer.
—¿A qué facultad has ido? —inquirí intentando sustituir con un sorbo de cerveza el perfil de Robert Oliver, que me distraía.
—Al Savannah College of Art and Design —dijo con naturalidad—. Tengo un máster en Bellas Artes. —El SCAD estaba adquiriendo una reputación bastante buena y él parecía ciertamente joven para haberse licenciado ya; muy a mi pesar, sentí un destello de respeto.
—¿Cuándo te licenciaste?
—Hace tres meses —confesó. Eso explicaba sus modales propios de fiestas universitarias y su sonrisita—. Me han dado una beca para asistir a este curso de paisajismo, porque en otoño empezaré a dar clases y digamos que necesito añadir eso al cuadro.
«El cuadro…», dije para mis adentros, «el cuadro con mi retrato, Frank el artista dotado, y mi prometedor futuro». Bueno, unos cuantos años alejado de la universidad de Bellas Artes serían el remedio perfecto para liberarlo de su cuadro; por otra parte, ¿ya tenía trabajo de profesor? Ahora Robert Oliver estaba totalmente fuera de mi campo de visión, incluso aunque ladeara mi cabeza y mi perspectiva cambiara. Se había ido a algún otro punto de la sala sin reconocerme en absoluto, sin siquiera percibir en ésta mi gran anhelo de ser reconocida; por el contrario, estaba completamente atascada con «Frank».
—¿Dónde enseñarás? —inquirí para disimular mi mezquindad interior.
—En el SCAD —volvió a decir Frank, lo que me hizo pensar. ¿Lo habían contratado como profesor nada más terminar para impartir el temario que acababa de estudiar, como alumno graduado en un máster de Bellas Artes? Eso era bastante atípico; quizás hiciera bien en soñar con su futuro. Estuve unos segundos sin decir nada, preguntándome cuándo empezaría la cena y si me sentaría lo más lejos o lo más cerca posible de Robert Oliver. Mejor lejos, decidí. Frank me estaba escudriñando con interés.
—Tienes un pelo increíble —dijo al fin.
—Gracias —repuse—. En tercero me lo dejé crecer para poder hacer de princesa en la obra de teatro de la clase.
Él arqueó de nuevo las cejas.
—Así que vas a hacer paisajismo. Seguramente será fantástico. Casi me alegro de que Judy Durbin se haya roto la pierna.
—¿Se ha roto la pierna?
—Sí. Sé que es realmente buena, y la verdad es que no me alegra que se haya roto la pierna, pero ¿no te parece guay que tengamos a Robert Oliver de profe?
—¿Qué? —Dirigí la mirada hacia Robert pese a mis mejores esfuerzos por no hacerlo. Ahora estaba entre un grupo de alumnos, les sacaba a casi todos una cabeza y los hombros de alto, estaba de espaldas a mí; inalcanzable, inalcanzable al otro lado de la sala—. ¿Tenemos a Robert Oliver?
—Me he enterado esta tarde al llegar. No sé si ya está aquí. Durbin se rompió la pierna haciendo senderismo; la secretaria me ha dicho que Durbin le comentó que pudo realmente oír cómo se le partía el hueso. Fue una mala caída, con una operación complicada y demás, así que el director llamó a su colega Robert Oliver. ¿Te lo puedes creer? No sé, ¡qué suerte! No para Durbin.
Una especie de carrete de película empezó a pasar frente a mí, dándome vueltas: Robert Oliver paseando por los jardines con nosotros, señalando ángulos de luz y fijando la perspectiva en aquellas colinas bajas y azules de tierra adentro, aquellas que yo había pasado de largo en coche. ¿Podíamos verlas desde la orilla? El primer día tendría que decirle: «¡Ah, hola! Supongo que no se acordará de mí, pero…». Y luego tendría que pintar toda la semana con él ahí delante, deambulando entre nuestros caballetes. Solté un suspiro.
Frank parecía desconcertado.
—¿No te gusta su obra? Me refiero a que es tradicionalista y tal, pero ¡Dios, cómo pinta!
Me salvó el fuerte estruendo de un timbre al parecer tocado desde fuera para anunciar la hora de la cena, un sonido que oiría dos veces al día durante cinco días, un sonido que aún me perfora el estómago cuando pienso en él. Todo el mundo empezó a reunirse alrededor de las mesas. Me demoré junto a Frank hasta que vi que Robert se había sentado a la mesa más cercana a su pequeño grupo de gente, como para continuar con la conversación. Entonces empujé lentamente a Frank hasta una silla lo más alejada posible de Robert y sus ilustres colegas. Nos sentamos juntos y criticamos la cena, que era la más pura definición de comida sana, seguida de una tarta de fresas y tazas de café. La sirvieron unos alumnos que Frank aseguró que eran artistas en prácticas que estudiaban en una academia o facultad de Bellas Artes; no hubo que hacer cola alguna, porque estos estupendos jóvenes nos pusieron los platos llenos delante. Alguno hasta me sirvió el agua.