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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (47 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Al fin giró en el agua, volvió más deprisa y se puso de pie, dando algún bandazo y cayendo al agua. Estaba chorreando y respiraba entrecortadamente; se enjugó la cara. Las gotas de agua brillaban en el vello de su cuerpo y los tupidos rizos mojados de su cabeza. En la orilla, por fin me vio. En un momento así no puedes apartar la vista, aunque quieras, y es imposible fingir: ¿cómo puedes perderte a Poseidón saliendo majestuosamente del océano?, ¿cómo puedes fingir que te estás mirando las uñas o estás arrancando caracoles de la roca? Me limité a quedarme ahí sentada, muda, miserable pero también perpleja. En ese instante incluso pensé que me habría gustado poder pintar la escena; una idea estereotipada, algo que raras veces se me ocurre en el momento. Robert se detuvo y me observó brevemente, un tanto sorprendido, pero no hizo ademán alguno de taparse.

—Hola —dijo, atento, cauteloso, posiblemente divertido.

—Hola —contesté con toda la seguridad que pude—. Lo siento.

—¡Oh, no, no te preocupes! —Cogió la ropa de la arena pedregosa y, utilizando la camiseta, se secó con pudor pero sin prisas, a continuación se puso los pantalones y la camisa Oxford amarilla. Se acercó un poco más—. Si he sido yo el que te ha asustado, lo siento —me dijo. Se quedó ahí examinándome, y vi en sus ojos la expresión de reconocimiento a medias que yo me había temido; vi, tristemente, que no recordaba de qué me conocía.

—Y, por si fuera poco, encima nos conocemos. —Sonó más categórico y con más dureza de lo que hubiera querido.

Robert ladeó la cabeza, como si el suelo pudiese decirle mi nombre y lo que debería recordar de mí.

—Perdona —dijo por fin—. Me siento fatal, pero recuérdame quién eres.

—¡Oh, no pasa nada! —Igualmente, lo fulminé con la mirada—. Seguro que tiene usted un millón de alumnos. Estuve en una de sus clases en Barnett, hace mucho tiempo, tan sólo durante un trimestre. Fue en la asignatura de Comprensión visual. Pero como fue realmente usted quien me inició en el arte, siempre he querido darle las gracias por ello.

Ahora me miraba fijamente, sin molestarse en ocultar que buscaba en mí el rostro de mi juventud, como podría haber hecho una persona más educada.

—Espera. —Esperé—. Comimos juntos una vez, ¿verdad? Recuerdo algo de aquello. Pero tu pelo…

—Exacto. Lo tenía de otro color, rubio. Me lo teñí, porque estaba cansada de que la gente se fijara únicamente en eso.

—Sí, lo siento. Ya me acuerdo. Tu nombre era…

—Mary Bertison —dije, y ahora que se había vestido le di la mano.

—Me alegro de volver a verte. Soy Robert Oliver.

Yo ya no era alumna suya o no volvería a serlo hasta las diez de esta mañana.

—Ya sé que es Robert Oliver —repuse con el mayor sarcasmo que pude.

Él se echó a reír.

—¿Qué te trae por aquí?

—Asistir a la clase de paisajismo —contesté—, sólo que no sabía que la impartiría usted.

—Sí, ha sido una emergencia. —Ahora se estaba frotando el pelo con ambas manos, como si deseara haber tenido una toalla—. Pero ¡qué estupenda coincidencia! Ahora podré ver cómo has progresado.

—Salvo que no se acordará de cómo pintaba antes —señalé, y él se volvió a reír, liberando todas las tensiones de un modo fabuloso, sin una pizca de ironía ni conciencia en ello; Robert se reía como un niño. Me acordé entonces de aquellos gestos de mano y brazo, y de cómo se curvaban las comisuras de sus labios, del rostro extrañamente esculpido, de su encanto, que era embrujador porque carecía de conciencia alguna, como si estuviese simplemente vendiendo su cuerpo y éste resultase ser bueno, aunque lo tratara con la falta de cariño propia del arrendatario. Regresamos juntos a paso lento y allí donde el sendero permitía sólo una sola fila, él iba delante, no como los caballeros, y yo me sentí aliviada por no tener que sentir sus ojos clavados en mi espalda ni preguntarme cuál sería la expresión de su cara. Al llegar al límite de los jardines, con la mansión completamente a la vista y el centelleo del rocío sobre la hierba, pude ver que la gente entraba rápidamente a desayunar y caí en la cuenta de que teníamos que unirnos a ellos.

—Aquí no conozco a nadie más que a usted —confesé de modo impulsivo, y ambos nos detuvimos donde terminaba el bosque.

—Yo tampoco —dijo él, dedicándome su sincera sonrisa—. Excepto al director, que es un pelmazo de campeonato.

Necesitaba irme corriendo, estar sola durante unos minutos y no tener que entrar en un comedor colectivo en compañía de un hombre que acababa de ver saliendo desnudo del océano; Robert parecía haber olvidado ya el incidente, como si hubiese tenido lugar mucho tiempo atrás, tanto como nuestra clase de Comprensión visual.

—Tengo que ir a buscar algunas cosas a mi habitación —le dije.

—Te veré en clase. —Me dio la impresión de que estaba a punto de darme unos golpecitos en el hombro o una palmada en la espalda, de hombre a hombre, pero por lo visto se lo pensó mejor y me dejó marchar. Caminé despacio hacia el establo y me encerré unos minutos en mi compartimento de paredes encaladas. Me quedé quieta, agradeciendo que la puerta estuviese cerrada con pestillo. Allí acurrucada, recordé que tres años antes, en un viaje a Florencia costeado con el sudor de mi frente, la primera y única vez que había estado en Italia, había ido al Convento de San Marcos y había visto los murales de Fra Angelico en las antiguas celdas de los monjes, ahora vacías. Había turistas por los pasillos, y monjes modernos vigilando en distintos puntos, pero esperé hasta que no hubo nadie mirando, me metí en una pequeña celda blanca y cerré la puerta saltándome las normas. Me quedé allí, por fin sola, sintiéndome culpable pero decidida. La diminuta habitación estaba vacía, salvo por un ángel pintado por Fra Angelico, de color dorado y rosa y verde intensos en una pared, con las alas dobladas tras él y la luz del sol que se filtraba por la ventana enrejada. Incluso entonces entendí que el monje que antaño había vivido en aquel espacio, que por lo demás era como una cárcel, no había querido otra cosa, nada más que estar allí; nada, ni siquiera a su Dios.

60

Marlow

Al salir del Metropolitan, caminé una manzana y me adentré en Central Park por un lateral. Tal como me había imaginado, se estaba de maravilla allí, todo verde y lleno de arriates en flor. Encontré un banco limpio, saqué mi móvil y marqué el número al que llevaba un par de semanas sin llamar. Era sábado por la tarde; ¿dónde estaría ella los sábados? Verdaderamente, no sabía nada de su vida actual, excepto que me estaba inmiscuyendo en ella.

Descolgó al segundo tono y pude oír sonidos de fondo, de un restaurante o algún lugar público.

—¿Diga? —preguntó, y recordé la firmeza de su voz, el aspecto enjuto de sus manos estilizadas.

—Mary —repuse—. Soy Andrew Marlow.

Mary tardó cerca de cinco horas en reunirse conmigo en Washington Square; llegó a tiempo para la cena, que degustamos juntos en el restaurante de mi hotel. Después de su improvisado trayecto en autobús estaba muerta de hambre; seguro que había cogido el autobús en lugar del tren porque era más barato, aunque no me dijo eso. Mientras comía me habló de su cómica odisea para comprar el último billete de aquel autobús. A mí me había sorprendido que insistiera siquiera en venir. Tenía la cara colorada propia de la emoción de haber hecho algo espontáneo y llevaba el pelo largo retirado de las sienes con pequeños clips; llevaba un jersey turquesa fino y un collar de varias vueltas de cuentas negras.

Procuré no darle importancia al hecho de que el delicioso color de su cara se debiera a Robert Oliver, al alivio o posiblemente al placer incluso de descubrir algo sobre la vida de éste que explicara su deserción y justificara la propia adoración previa de Mary por él. Esta vez los ojos de Mary eran azules (pensé en Kate), por el jersey. Por lo visto cambiaban como el mar; dependían del cielo y del clima. Zampó como una bestia educada, usando cuchillo y tenedor con elegancia y engullendo un plato gigantesco de pollo con cuscús. A petición suya, le describí con mayor detalle el retrato de Béatrice de Clerval y el préstamo por el que debió de ser retirado justo después de que Robert lo hubiese visto.

—Aunque, si vio el retrato sólo un par de veces, es raro que lo memorizase tan bien como para luego pintarlo durante años —añadí. Mis codos ya estaban descansando sobre la mesa y, ante las protestas de Mary, había pedido café y postres para ambos.

—¡Oh, es que no lo hizo! —Mary dejó en el plato el cuchillo y el tenedor juntos.

—¿No memorizó el retrato? Pues lo pintó con tal precisión que a ella la he reconocido nada más verla.

—No… no le hizo falta memorizarlo. Tenía el retrato en un libro.

Puse las manos en mi regazo.

—Ya sabía usted todo esto.

Ella no parpadeó.

—Sí, lo siento. Pensaba contárselo cuando llegase a esa parte de la historia. En realidad, ya lo he escrito para dárselo. Pero no sabía lo del cuadro del museo. En el libro no ponía dónde estaba el cuadro; de hecho, yo supuse que estaría en Francia. E iba a hablarle de ello. Le he traído el resto de mis recuerdos o como quiera llamarlos. He tardado bastante en ponerlos todos por escrito y luego los he dejado reposar un poco. —No había disculpa alguna en su tono de voz—. Durante el tiempo que vivió conmigo, Robert tenía montones de libros junto a su sofá.

—Kate me contó lo mismo… me refiero a lo de los montones de libros. Aunque no creo que ella viese nunca ese retrato en ninguno de los libros; de lo contrario, me lo habría dicho. —Entonces caí en la cuenta de que era la primera vez que le daba a Mary información directa sobre Kate. Dije para mis adentros que no volvería a hacerlo.

Mary arqueó las cejas.

—Me imagino lo que Kate tuvo que vivir. Me lo he imaginado muchas veces.

—Vivió con Robert —señalé.

—Sí, por eso. —Su expresividad había desaparecido ahora, o se había ocultado tras una nube, y se puso a juguetear con su vaso de vino.

—Mañana la llevaré a ver el cuadro —añadí para animarla.

—¿Me llevará? —Mary sonrió—. ¿No cree que ya sé dónde está el Met?

—¡Naturalmente! —Por un momento había olvidado que era lo bastante joven como para ofenderse—. Me refería a que podemos ir juntos a verlo.

—Me encantaría. Para eso he venido.

—¿Sólo para eso? —Lamenté mi comentario al instante; no era mi intención parecer pícaro o ligón. Sin esperarlo, me vino al pensamiento mi conversación con mi padre: «Las mujeres recién abandonadas pueden ser complicadas. Y ella no es sólo complicada, sino independiente, atípica y guapa. Por supuesto».

—Verá, yo di por sentado que aquel retrato se encontraba en Francia, que eso era lo que lo había arrastrado hasta allí y que él había ido para verlo otra vez.

Me mantuve impasible.

—¿Se fue a Francia? ¿Mientras estaban juntos?

—Sí. Se subió a un avión y se fue a otro país sin decírmelo. Nunca me explicó por qué lo mantuvo en secreto. —Había tensión en su cara, y con ambas manos se retiró el pelo de ésta—. Le dije que me molestaba que se hubiera gastado dinero en irse solo de viaje, cuando por lo visto no le llegaba para ayudarme a pagar el alquiler o la comida, pero en realidad me molestaba más el hecho de que me lo hubiera ocultado. Eso me hizo dar cuenta de que conmigo actuaba igual que con Kate, con secretismo. Era como si en ningún momento se le hubiese pasado por la cabeza invitarme a ir con él. Nuestra mayor discusión fue por eso, aunque fingiéramos que era por la pintura, y cuando volvió de su viaje, aguantamos juntos nada más unos días y luego se marchó.

A Mary se le llenaron ahora los ojos de lágrimas, las primeras que veía desde la noche en que había llorado en mi sofá. ¡Dios mío! Si en aquel momento hubiese estado frente a la puerta de la habitación de Robert, habría entrado y le habría propinado un puñetazo en lugar de sentarme en el sillón. Mary se enjugó los ojos. Creo que ninguno de los dos respiraba desde hacía un par de minutos.

—Mary, ¿puedo preguntarle una cosa? ¿Le dijo usted que se fuera o la dejó él?

—Le dije que se fuera. Me daba miedo no hacerlo y que él decidiera irse, porque entonces perdería también la poca autoestima que me quedaba.

Llevaba mucho tiempo esperando para hacer estas preguntas.

—¿Sabía usted que Robert llevaba encima un fajo de cartas viejas cuando atacó el cuadro? Cartas entre Béatrice de Clerval y Olivier Vignot, el autor del retrato.

Mary se quedó momentáneamente helada, luego asintió.

—No sabía que eran también de Olivier Vignot.

—¿Echó usted un vistazo a las cartas?

—Sí, más o menos. Luego le cuento más cosas.

Tuve que dejarlo ahí. Ella me miró directamente a los ojos; su rostro sereno carecía de rencor. Pensé que lo que estaba viendo frente a mí, sin reservas, era quizá lo que su amor por Robert había representado para ella. No había conocido en toda mi vida a nadie tan asombroso como esta chica, que en los museos contemplaba oblicuamente la pintura de un lienzo, que comía como un hombre refinado y se retiraba el pelo de la cara con una caricia como una ninfa; a excepción hecha, tal vez, de una mujer a la que únicamente conocía a través de viejas cartas y de cuadros: la dama de Olivier Vignot y Robert Oliver. Pero entendía por qué Robert había podido amar, lo mejor que había sabido, a la mujer viva mientras amaba a la muerta.

Quise decirle lo mucho que sentía el dolor que sus palabras contenían, pero no sabía cómo decirlo sin parecer condescendiente, de modo que en lugar de eso me concentré en quedarme ahí sentado, mirándola con la mayor ternura posible. Además, por la forma en que apuró su café y buscó su chaqueta, supe que nuestra cena había terminado. Pero la noche planteaba un último problema y tuve que pensar en cómo abordarlo.

—He ido a consultarlo a recepción y les quedan habitaciones libres. Me encantaría…

—No, no. —Puso un par de billetes debajo de su plato y se deslizó por el banco corrido—. Tengo una amiga en la Calle 28 que ya me espera en su casa… la he llamado antes. Pasaré por aquí a eso de las nueve de la mañana.

—Sí, se lo ruego. Podemos tomar un café e ir al norte de la ciudad.

—Perfecto. Tenga, esto es para usted. —Metió una mano en el bolso y me dio un grueso sobre; esta vez duro y abultado, como si además de papeles llevase un libro.

Ahora Mary había recuperado ya el control y yo me apresuré a ponerme de pie. Costaba seguir el ritmo de esta chica. De no haber sido tan digna o de no estar ahora sonriéndome, habría pensado que era una persona irritable. Ante mi sorpresa, me puso una mano en el brazo para no perder el equilibrio y luego alargó el cuello para besarme en la mejilla; era casi de mi misma estatura. Sus labios eran tibios y suaves.

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