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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (43 page)

Tal como supe que haría, mi padre se detuvo frente a las puertas del cementerio, que permanecían abiertas hasta el anochecer, y me apretó el brazo con suma suavidad; entramos juntos pasando por delante de lápidas manchadas de liquen que contenían los nombres de fundadores olvidados, unas cuantas con aquella puritana calavera alada en lo alto para advertirnos del final que tendremos todos hayamos pecado o no, seguidas de las tumbas más recientes. La de mi madre estaba al lado de una familia llamada Penrose, a la que nunca habíamos conocido, y la parcela era lo bastante grande para dar cabida a mi padre cuando él se uniese a ella. Por primera vez pensé que debería decidir si adquirir o no una parcela aquí; a diferencia de ellos, yo ya había optado por donar mi cuerpo a la ciencia para que luego lo incinerasen, pero quizá cupiese una urna entre mis padres; nos imaginé a los tres durmiendo eternamente juntos en esta cama de matrimonio, mi reducido yo entre sus cuerpos protectores.

La imagen no fue lo suficientemente real para entristecerme más; lo que me deprimió fue ver el nombre de mi madre y su fecha de nacimiento y muerte, cincelados con letras sencillas sobre el granito, su vida excesivamente fugaz; ¿cuál era el verso de Shakespeare, el del soneto? A veces, a veces… «y el tiempo del verano tiene tan breve plazo».

Se lo cité en voz alta a mi padre, que se había agachado para retirar una rama de la parcela, y me sonrió y sacudió la cabeza.

—Hay un soneto mejor para esta ocasión. —Lentamente pero con buena puntería, lanzó la rama hacia los arbustos cercanos a la valla—. «Pero si entretanto pienso en ti, querido amigo, toda pérdida me es restituida y las penas ceden.»

Tuve la sensación de que se refería a mí, el amigo que le quedaba, así como a mi madre, y que estaba agradecido. En los últimos años yo había intentado pensar en ella en paz, no como la había visto durante aquellos minutos finales, resistiéndose a despedirse de nosotros. Me desconcertaba, como solía pasarme, lo cual era peor, el hecho de que hubiese tenido que morir a los cincuenta y cuatro años o el modo en que se había ido. Aquellas dos tristes realidades iban de la mano, pero nunca me cansaba de intentar separarlas, de intentar desligar una desdicha de la otra. Estando allí los dos, no tuve el valor de agarrar a mi padre del brazo o de rodearlo con el mío, y me emocioné mucho cuando él hizo exactamente eso conmigo, su escuálida mano anciana atenazando mi espalda.

—Yo también lloro por ella, Andrew —me dijo con naturalidad—, pero aprendes que las personas no están tan lejos, especialmente cuando se tiene mi edad.

Me abstuve de señalar la habitual diferencia de nuestras perspectivas: yo creía que el reencuentro con mi madre pasaba por la fusión, dentro de millones de años, de los átomos que habían compuesto nuestros cuerpos.

—Sí, a veces la siento cerca, cuando me esfuerzo al máximo. —No logré decir nada más con el nudo que tenía en la garganta, así que no lo intenté, y por alguna razón me acordé de Mary, sentada en mi sofá con su blusa blanca y sus tejanos azules, diciéndome que no quería volver a ver jamás a Robert Oliver. Hay maneras distintas de experimentar el dolor en circunstancias distintas; excepto contra su voluntad, mi madre no me desasistió en ningún momento durante aquellos minutos que constituyeron su adiós.

Seguimos caminando un poco más por Duck Lane y luego mi padre me indicó con un pequeño descanso, y un giro en el que arrastró los pies, que ya tenía bastante, y volvimos tranquilamente a casa más despacio todavía. Comenté que el vecindario seguía siendo tranquilo a pesar de la nueva expansión del pueblo hacia el oeste, y él me dijo que agradecía la presencia del río, el cual había impedido que la interestatal estuviese más cerca aún. El silencio de la calle en sí me preocupó; ¿cuánta compañía podía mi padre tener aquí, cuando no habíamos visto ni un solo vecino por la calle desde que habíamos empezado nuestra excursión? Mi padre asintió, como si el silencio que lo rodeaba fuese estupendo. Frente a nuestro camino de acceso, me detuve para decir algo más que se me había ocurrido en el cementerio, pero había sido incapaz de pronunciar: no sobre lo que añoraba a mi madre, sino sobre el otro fantasma que me había perseguido hasta allí.

—Papá. No estoy seguro de haber hecho lo correcto. Con este paciente del que te he hablado.

Él lo entendió al instante.

—¿Lo dices porque has indagado entre la gente de su entorno?

Apoyé una mano en uno de los troncos de nuestros árboles de la vida. Tenía la textura velluda y la corteza escamosa que recordaba de mi infancia, la dureza de la propia madera justo debajo.

—Sí, él me dio permiso verbalmente, pero…

—¿Lo dices porque él no sabe que lo estás haciendo o porque tú no estás seguro de tus propios motivos?

Como siempre, cuando hablaba con él de algo importante, su perspicacia me dejaba un tanto estupefacto. De hecho, yo no le había dicho nada de eso.

—Por las dos cosas, supongo.

—Entonces analiza primero tus motivos y el resto se irá poniendo en su sitio, digo yo.

—Lo haré, gracias.

Durante la cena, que insistí en preparar para los dos, y nuestra posterior partida frente a la mesa de ajedrez del salón (él preparó y encendió el fuego sentándose en una silla baja junto a la chimenea y atizando los leños en la rejilla de ésta) me habló de sus proyectos literarios y de una mujer diez años más joven que él que una o dos veces al mes venía en coche desde Essex para leerle en voz alta, aunque él aún podía leer solo. Esto era lo primero que me decía de ella y, un poco sorprendido, le pregunté cómo la había conocido.

—Solía vivir aquí y venir a la parroquia antes de que me jubilase, y luego su marido y ella se mudaron, pero no lejos, por lo que después venían a oír mi sermón emérito anual. Él murió y no tuve noticias de ella en mucho tiempo, pero finalmente me escribió una carta y ahora tenemos estos agradables encuentros. A mi edad no se puede pedir mucho, naturalmente —añadió—, ni a la suya, pero me hace un poco de compañía. —Supe que también me estaba diciendo que, aparte de a mi madre y a mí, jamás podría amar a nadie lo bastante como para rehacer su corto futuro. Alargó el brazo para coger su reina y entonces cambió de idea—. ¿Con quién estás saliendo actualmente? —me preguntó.

Era una pregunta poco frecuente viniendo de él, y la recibí con agrado.

—Ya sabes que soy peor soltero que tú, papá. Pero casi diría que he encontrado a alguien.

—Te refieres a la chica joven —me dijo con suavidad—, ¿verdad? Aquélla a la que tu paciente ha dejado hace poco.

—Es imposible ocultarte algo. —Lo observé mientras salvaba un alfil—. Sí. Pero realmente es demasiado joven para mí, y creo que sigue obsesionada con lo que este otro hombre le hizo. —No añadí que haberla usado para mis pesquisas profesionales complicaba mi relación con ella, o que aun cuando ahora fuese soltera, había sido amante de mi paciente y por tanto se abría un dilema moral; igualmente mi padre tendría muy claro todo eso—. Las mujeres recién abandonadas pueden ser complicadas.

—Y ella no es sólo complicada, sino independiente, atípica y guapa —declaró mi padre.

—Por supuesto. —Para despistarlo fingí sufrir por la seguridad de mi rey.

No lo engañé.

—Y estás principalmente preocupado porque hasta hace poco estaba con tu paciente.

—Bueno, es un asunto difícil de obviar.

—Pero ella está libre ahora y en términos prácticos ha acabado con él ¿no? —Me lanzó una mirada penetrante.

Me alegró ser capaz de asentir con la cabeza.

—Sí, yo diría que sí.

—¿Cuántos años tiene ella exactamente?

—Treinta y pocos. Da clases de pintura en una universidad local y también pinta mucho por su cuenta. No he visto sus cuadros, pero me da la impresión de que probablemente es bastante buena. Ha pasado por toda clase de trabajos esporádicos para poder seguir dedicándose en serio a la pintura. Tiene agallas.

—Tu madre tenía veintitantos cuando me casé con ella. Y yo era bastantes años mayor que ella.

—Lo sé, papá. Pero la diferencia era mucho menor. Y no todo el mundo está hecho para un matrimonio como el vuestro.

—Todo el mundo está hecho para el matrimonio —comentó con un destello de alegría; bajo la suave luz de la lámpara y la lumbre aceptó mi desafío. Él sabía que yo jamás pondría mi rey en peligro, ni siquiera para dejarle ganar—. El problema es simplemente encontrar a la persona adecuada. Pregúntale a Platón. Tan sólo tienes que asegurarte de que ella acaba tus pensamientos y tú acabas los suyos. Eso es todo cuanto necesitas.

—Lo sé, lo sé.

—Y luego le tienes que decir: «Señorita, me he dado cuenta de que tiene usted el corazón roto. Permítame que se lo cure».

—No sabía que fueras un romántico, papá.

Él se rió.

—¡Oh, jamás habría podido decírselo a ninguna mujer!

—Pero tampoco te hizo falta, ¿verdad?

Él cabeceó, sus ojos más azules de lo habitual.

—No me hizo falta. Además, si se me hubiera ocurrido decirle algo así a tu madre, me habría dicho que me calmara y le hiciera el favor de sacar la basura.

«Y te habría besado en la frente al decírtelo» —pensé yo.

—Papá, ¿por qué no vienes mañana conmigo a Nueva York? Iré al museo y en mi habitación de hotel sobra una cama. Hace mucho tiempo que no bajas por allí.

Él suspiró.

—Ése es un viaje increíblemente largo para mí ahora mismo. No podría pasear contigo como es debido. En estos momentos, para mí incluso ir al supermercado es una odisea.

—Lo entiendo. —Pero no pude evitar insistir; no quería que dejase ya de ver mundo—. Muy bien, pues, ¿no te gustaría venirme a ver a Washington este verano? Vendré a buscarte e iremos en coche. O tal vez en otoño, cuando haga más fresco.

—Gracias, Andrew. —Me dio jaque—. Me lo pensaré. —Sabía que no lo haría.

—¿Qué tal si al menos te cambias las gafas, Cyril? —Era una vieja broma de su hijo: cuando tenía que pedirle algo especial a su padre lo llamaba por su nombre de pila.

—No empieces a reñirme, hijo. —Ahora sonreía mirando al tablero y decidí dejarle ganar, cosa que de todas formas ya casi había hecho; desde luego para ver las fichas no tenía ningún problema.

56

1879

Ella se despierta gritando. Yves, con su gorro de dormir, la está sacudiendo por el hombro y le trae un poco de coñac de su vestidor. Sólo es un sueño, le dice ella, jadeando. Él le dice que, naturalmente, sólo es un sueño. ¿Con qué ha soñado? Con nada, dice ella; no ha sido más que un extraña maniobra de su imaginación. En cuanto la ha tranquilizado, él vuelve a estar soñoliento; ella sabe que estas últimas semanas ha trabajado como un burro; deja que él crea que está tranquila para que pueda volver a sumirse en sus propios sueños. Él respira con suavidad, inspirando y sacando el aire, mientras ella enciende una vela y se sienta con su bata ribeteada de rosa en el borde de la cama hasta que la luz empieza a filtrarse por las cortinas.

Finalmente, Béatrice necesita el orinal; lo saca cuidadosamente de debajo de la cama y lo usa, recogiéndose la bata para apartarla. Cuando se limpia hay un hilillo de un color parecido al rojo cadmio, y tiene que revolver en la cómoda de su vestidor en busca de las compresas de tela que Esmé ha dejado dobladas en el primer cajón. Un mes más sin esperanza. La propia sangre resulta horripilante después de su sueño; la ve burbujeando sobre un rostro blanco, filtrándose en los adoquines, la sangre de una mujer que se mezcla en el barro con la sangre de hombres que han muerto por sus convicciones.

Apaga de un soplo la vela por miedo a que Yves se vuelva a despertar; los ojos le escuecen por las lágrimas. Piensa en Oliver. No puede hablarle de su sueño, no le ocasionaría semejante dolor. Pero ahora desearía que estuviese aquí, sentado en la silla de damasco que hay junto a la ventana, abrazándola. Encuentra una bata que le abrigue más y se sienta allí sola, con el pelo suelto y las lágrimas cayéndole lentamente por el cuello. Si él estuviese aquí, se sentaría primero en su silla, su largo y más bien enjuto cuerpo llenaría el espacio; entonces ella se acurrucaría en su regazo como una niña. Él la abrazaría, enjugaría su rostro, le arrebujaría los hombros y las rodillas con la bata. Es el hombre más cariñoso que ha conocido jamás, este hombre que en el pasado esquivaba balas con un cuaderno de dibujo en la mano. Claro que ¿por qué iba él a consolarla?, se pregunta ella. Seguramente él esté más necesitado. Lo cual le hace evocar otra vez el sueño y ella se encoge en la silla, aplastando los senos contra sus brazos, esperando a que el pasado de él se desvanezca en ella.

57

Marlow

Como siempre, el trayecto hasta Nueva York en esa dirección fue magnífico, el extremo del perfil apareció antes de que lo hiciera la ciudad, como una avanzadilla de lanzas en fila: el World Trade Center, el Empire State, la Chrysler y un montón de insignificantes y altísimos edificios cuyos nombres y funciones no conozco ni conoceré nunca; bancos, supongo, y edificios de oficinas megalíticos. Cuesta visualizar la ciudad sin ese perfil, con el aspecto que debía de tener incluso hace cuarenta años, y ahora cada vez cuesta más imaginarse las Torres Gemelas de nuevo en él. Pero aquella mañana en el tren, sentí la fuerza que da dormir sobrada y profundamente y el cosquilleo por ver la vitalidad de la ciudad. Era también una sensación de estar de vacaciones o por lo menos sin trabajar (dos veces ya en el intervalo de un par de meses). Consulté mi teléfono móvil por enésima vez; no había mensajes de Goldengrove ni de ninguno de los pacientes de mi consulta privada, de modo que era verdaderamente libre. Se me ocurrió que quizás había llamado Mary, pero no lo había hecho, ¿y por qué debería? Tendría que esperar al menos varias semanas más antes de poderle volver a llamar yo mismo; deseé otra vez que me hubiese dejado entrevistarla, al igual que Kate, pero ver sus palabras en el folio me producía un placer especial y su relato posiblemente fuese más sincero de lo que habría sido, de habérmelo tenido que contar cara a cara.

Hasta que dejé mis bolsas en el Hotel Washington y salí a pasear por el Village, no comprendí por qué había elegido este barrio, si bien inconscientemente. Éstas eran las calles de Robert, y de Kate; él había ido cada día andando desde aquí hasta la facultad, se había encontrado en bares con los amigos con quienes intercambiaba opiniones y sudaderas, y había expuesto sus obras en pequeñas galerías que no estaban lejos. Me hubiera gustado que Kate me dijera su dirección, aunque no acababa de imaginarme a mí mismo buscando realmente el edificio, estirando el cuello para verlo: «Robert Oliver durmió aquí». Pero, curiosamente, sentía su presencia; resultaba fácil imaginarlo más o menos con veintinueve años, justo como era ahora pero sin canas en su pelo ondulado. Lo de Kate ya era más enigmático; seguro que en aquel entonces era distinta, pero no lograba visualizar de qué manera.

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