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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (20 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Lo peor de todo era que, fuese quien fuese ella, no era yo. Y por lo visto tenía una hija de cabellos oscuros y rizados como los de Ingrid. ¿El pelo de Robert? Era inconcebible, una idea absurda. Estaba más exhausta de lo que me había imaginado; al fin y al cabo, la mujer tenía los cabellos oscuros y rizados, parecidos a los del propio Robert. Se me ocurrió una posibilidad aún peor: en cierto modo, quizá Robert deseara ser esa mujer; quizá fuera un retrato de sí mismo encarnado en la mujer que quería ser. ¿Qué sabía yo de mi marido, en realidad? Pero Robert era y siempre había sido tan profundamente masculino que no pude dar crédito a esta hipótesis durante más de un segundo. No sabía qué me asustaba más: el implacable trabajo que llenaba prácticamente cada centímetro cuadrado de todo aquel espacio circundante o el hecho de que Robert nunca me hubiese hablado de la mujer que dominaba sus días.

Me levanté y me apresuré a inspeccionar la habitación. Me temblaban las manos mientras sacudía las mantas del sofá donde, al parecer, Robert ya no dormía mucho. ¿Qué esperaba encontrar allí? No había ninguna otra mujer que se acostara con él, por lo menos en casa. De las mantas no cayó ninguna carta de amor; nada, salvo el reloj de Robert, que él había estado buscando. Registré el montón de cosas que tenía encima de la mesa, entre los papeles (algunos de ellos, bocetos de los retratos y cenefas que me rodeaban). Di con sus llaves, en el llavero de monedas de latón que le había regalado yo varios años antes. Me las metí en el bolsillo de los pantalones vaqueros.

Junto al sofá había varias pilas de libros de la biblioteca en precario equilibrio, en su mayoría, libros de arte de gran formato. Robert estaba siempre trayendo libros y fotografías a casa, así que esto, por lo menos, no fue una sorpresa. Pero ahora había muchísimos y casi todos ellos versaban sobre el Impresionismo francés, algo que yo ignoraba que él encontrase tan fascinante, al margen de su obsesión por Degas cuando estábamos viviendo en Nueva York. Había libros sobre los grandes artistas del movimiento y sus predecesores: Manet, Boudin, Courbet y Corot. Algunos procedían de universidades lejanas. También había libros sobre la historia de París, libros sobre la costa de Normandía, libros sobre los jardines de Monet en Giverny, sobre la indumentaria femenina del siglo IX, sobre la Comuna de París, sobre el emperador Luis Napoleón, la renovación de París por el barón Haussmann, la Ópera de París, los castillos franceses y la caza, los abanicos y ramilletes de señora a lo largo de la historia de la pintura. ¿Por qué Robert nunca había hablado conmigo de esos temas, si le interesaban? ¿Cuándo se habían colado todos esos libros en nuestra casa? ¿Los había leído todos simplemente para decorar una buhardilla? Robert no era historiador; que yo supiera, leía catálogos de arte y de vez en cuando alguna novela negra.

Me quedé sentada con una biografía de Mary Cassatt en las manos. Todo esto sería seguramente para su exposición, para inspirarse de cara a algún proyecto que había olvidado explicarme. Volcada como estaba en el bebé, ¿había olvidado preguntarle? ¿O estaba este proyecto tan entrelazado con sus sentimientos hacia la modelo a la que nunca había mencionado que no era capaz de hablar conmigo del mismo? Volví a recorrer la buhardilla con la mirada, al cúmulo de imágenes, fragmentos de un espejo que reflejaba a una asombrosa mujer. Robert la había vestido meticulosamente a la moda descrita en esos libros: zapatos, guantes, ropa interior blanca y fruncida. Pero era evidente que ella era una persona de carne y hueso para él, una parte viva de su existencia. Oí el llanto de Ingrid y caí en la cuenta de que tan sólo habían transcurrido unos minutos desde que había subido la escalera de la buhardilla, un breve tránsito hacia una pesadilla.

Ingrid y yo fuimos en coche a la ciudad, y empujé su cochecito por entre jubilados, turistas y gente que había hecho una pausa para comer. En la librería me fijé en un cuento infantil,
Donde viven los monstruos
, que disfrutaría leyéndole a Ingrid en voz alta; cada vez que veía aquella cubierta, volvía a sentirme como una niña. Le eché el ojo a una biografía de Van Gogh que estaba en los expositores. Había llegado el momento de seguir con mi formación, y no sabía nada de Van Gogh, salvo las anécdotas que todo el mundo conoce. Me compré un vestido de verano en una de las boutiques. Por lo menos estaba de oferta, tenía violetas estampadas en el algodón de color crema, era clásico, distinto a mis acostumbrados vaqueros y camisetas de colores lisos. Pensé en pedirle a Robert que me pintara en nuestro porche o en el césped que había detrás de las casas del profesorado, y luego tuve que hacer esfuerzos para no acordarme de la niña de cabellos oscuros de la pared de su buhardilla.

—¿Alguna cosa más? —me preguntó la dependienta, envolviendo un par de varillas de incienso de regalo para ponerlas en la bolsa.

—No, no, gracias. No necesito nada más. —Enderecé a Ingrid en su cochecito, porque inclinarme hacia delante me ayudaba a controlar el escozor de mis ojos.

22 de diciembre de 1877

Mon cher oncle et ami:

Gracias por su adorable carta, que apenas merezco, pero que guardaré como un tesoro para aquellas ocasiones en las que necesite aliento en mis modestos progresos artísticos. El día ha amanecido gris, y he pensado que quizá pasaría un poco más deprisa si le escribía. Le esperamos, naturalmente, estas Navidades, con la mayor ilusión, sea cuando sea el día o la hora en que decida usted venir. En esas fechas, Yves confía que podrá quedarse también varios días, aunque no hay certeza alguna de le vayan a conceder unas vacaciones más largas, porque tendrá que regresar al sur a principios de año para ultimar su trabajo. Creo que las celebraciones serán más bien sobrias, porque papá se ha vuelto a acatarrar; nada alarmante, se lo aseguro, pero se cansa con facilidad y los ojos le duelen más que de costumbre. Ahora mismo acabo de ayudarle a echarse en su cuarto de estar y le he aplicado compresas calientes. La última vez que me he asomado a verlo el fuego crepitaba agradablemente y él se había quedado dormido. Yo misma estoy un tanto cansada hoy y no puedo centrarme en nada, salvo en escribir cartas, pero ayer pude pintar muy bien porque he encontrado a una nueva modelo, Esmé, otra de mis doncellas; en cierta ocasión, cuando le pregunté si conocía ese pueblo que a usted tanto le gusta, Louveciennes, Esmé me dijo tímidamente que su pueblo, Grémière, está justo al lado. Yves dice que no debería atormentar a los criados haciéndolos posar para mí, pero ¿en qué otro sitio podría dar con una modelo tan paciente? Hoy, sin embargo, ha salido a hacer unos recados y tengo que estar pendiente de papá mientras me siento a escribirle.

Usted, que ha visto mi estudio, sabe que contiene no solamente un caballete y una mesa de trabajo, sino también este escritorio que tengo desde la infancia; perteneció a mi madre, que fue quien decoró sus paneles. Siempre escribo las cartas aquí, mientras miro por la ventana. Estoy segura de que puede imaginarse lo encharcado que está el jardín esta mañana; me cuesta creer que sea el mismo pequeño paraíso donde el pasado verano pinté varias escenas. Pero incluso ahora es hermoso, aunque parezca inhóspito. Imagínese este jardín, mi consuelo invernal, mon ami; imagíneselo usted por mí, se lo ruego.

Con afecto,

Béatrice de Clerval

24

Kate

Cuando Robert vino a casa, no le comenté lo de la buhardilla. Estaba cansado tras las clases de la jornada y nos sentamos en silencio a tomar la sopa de lentejas que yo había cocinado, mientras Ingrid escupía felizmente sobre su pecho un puré de manzana y zanahorias. Le di de comer, limpiándole la boca una y otra vez con una toallita húmeda, y procuré reunir el valor para preguntarle a Robert algo acerca de su pintura, pero no pude. Estaba sentado con la cabeza apoyada en una mano, unas marcadas ojeras, y percibí en él un cambio sutil, aunque ignoraba qué era o en qué modo se diferenciaba de lo anterior. De vez en cuando dirigía la mirada por encima de mi cabeza hacia la puerta de la cocina, sus ojos parpadeando frenéticamente como si estuviese esperando a alguien que no acababa de llegar nunca. Volví a sentir ese estremecimiento de confusión, de aprensión, y decidí no seguir su mirada.

Después de cenar él se fue a la cama y durmió durante catorce horas seguidas. Yo recogí la cocina, acosté a Ingrid, me acosté con ella por la noche, me levanté con ella por la mañana. Se me ocurrió proponerle a Robert que saliéramos a pasear, pero cuando volví de mi paseo hasta la oficina de correos del campus ya se había ido, la cama estaba por hacer y había un bol de cereales sin terminar encima de la mesa. Subí a la transformada buhardilla para cerciorarme, y de nuevo vi de refilón a la caleidoscópica mujer, pero no a Robert.

Al tercer día ya no pude soportarlo más, y me aseguré de que Ingrid estuviese durmiendo la siesta cuando Robert llegara a casa. La niña dormiría demasiado rato y luego aguantaría despierta hasta demasiado tarde, pero era el precio a pagar a cambio de intentar volver a poner las cosas en su sitio. Cuando Robert entró, yo le tenía un té preparado y él se sentó a la mesa. Tenía cara de cansancio, grisácea, un lado de la misma le caía un poco, como si estuviese a punto de dormir, de llorar o de tener un derrame cerebral. Yo sabía que debía de estar cansado y me asombró mi egoísmo por querer provocar una bronca. Naturalmente, en parte lo hacía por su propio bien; algo iba muy mal y yo tenía que ayudarle.

Dejé nuestras tazas en la mesa y me senté con la mayor serenidad posible.

—Robert —empecé—, sé que estás cansado, pero ¿podemos hablar un momento?

Él me lanzó una mirada por encima de su té. Tenía una parte del pelo de punta y la expresión huraña. Me di cuenta entonces de que no se había duchado; parecía grasiento además de cansado. Tendría que reprocharle que trabajara en exceso, ya fuese dando clases, ya pintando las paredes de la buhardilla. Sencillamente, estaba forzando demasiado la máquina. Dejó su taza.

—¿Qué he hecho ahora?

—Nada —respondí, pero ya se me estaba formando un nudo en la garganta—. Nada en absoluto. Es sólo que estoy preocupada por ti.

—Pues no te preocupes —replicó—. ¿Por qué deberías preocuparte?

—Estás agotado —contesté, sobreponiéndome al nudo de mi garganta—. Estás trabajando tanto que pareces agotado, y a duras penas te vemos.

—Eso es lo que querías, ¿no? —gruñó él—. Querías que tuviera un buen empleo y que te mantuviese.

Se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas pese a mis mejores esfuerzos por mantener la compostura.

—Quiero que seas feliz, y veo lo cansado que estás. Te pasas todo el día durmiendo y toda la noche pintando.

—¿Cuándo pretendes que pinte si no es por la noche? De todas formas, por las noches también suelo estar somnoliento. —Se pasó la mano airadamente por la parte frontal del pelo—. ¿Crees de verdad que avanzo algo?

De repente, la visión de su grasiento y alborotado cabello me enfureció a mí también; a fin de cuentas, yo trabajaba tanto como él. Nunca dormía más de unas pocas horas seguidas, hacía todas las tediosas labores de la casa, no tenía ocasión para pintar a no ser que durmiera aún menos horas, y eso no iba a hacerlo, con lo cual no pintaba. Le ponía las cosas fáciles para que él hiciera lo que materialmente pudiera. No tenía que fregar los platos, ni limpiar el lavabo ni hacer la comida; yo le había liberado de eso. Y aun así conseguía lavarme el pelo de vez en cuando, convencida de que él notaría la diferencia.

—Hay algo más —dije con más sequedad de la pretendida—. He subido a la buhardilla. ¿Qué es todo aquello?

Robert se reclinó y clavó los ojos en mí, luego se quedó inmóvil y enderezó sus fuertes hombros. Por primera vez en los años que llevábamos juntos, sentí miedo; no miedo de su brillantez o su talento, o de su habilidad para herir mis sentimientos, sino simplemente miedo, un miedo sutil y animal.

—¿La buhardilla? —dijo él.

—Has estado pintando mucho allí arriba —probé con más cautela—. Pero no en tus lienzos.

Robert permaneció unos instantes callado y luego extendió una mano sobre la mesa.

—¿Y?

Yo había querido preguntarle ante todo por la mujer en sí, pero dije en cambio:

—Es sólo que creía que estabas preparando tu exposición.

—Lo estoy.

—Pero sólo has pintado un lienzo y medio —señalé. No era esto lo que yo había querido discutir. Me estaba empezando a temblar la voz de nuevo.

—¿Así que ahora también espías mi trabajo? Ya puestos, ¿quieres decirme lo que tengo que pintar? —Se irguió súbitamente en la pequeña silla de la cocina, inundando la estancia con su presencia.

—No, no —dije yo, y la crueldad de sus palabras y mi propia traición a mí misma hicieron que las lágrimas cayeran por mis mejillas—. No quiero decirte lo que tienes que pintar. Sé que tienes que pintar lo que necesites pintar. Es sólo que estoy preocupada por ti. Te echo de menos. Me asusta verte tan agotado.

—Bien, pues ahórrate la preocupación —me dijo—. Y no interfieras en mi espacio. No necesito que nadie me espíe, es lo que me faltaba. —Tomó un sorbo de té y, acto seguido, dejó la taza como si el sabor le asqueara y salió de la cocina.

En cierto modo, su negativa a quedarse a hablar fue lo que más me dolió. La sensación de estar viviendo una pesadilla me sacudió como una ola implacable. Me recuperé del vapuleo y me sorprendí a mí misma levantándome de un brinco y corriendo tras él.

—¡Robert, espera! ¡No te vayas así! —Le di alcance en el recibidor y le agarré del brazo.

Él se soltó.

—Aléjate de mí.

Mi autocontrol se fue al traste.

—¿Quién es ella? —gemí.

—¿Quién es quién? —preguntó él, y entonces su frente se ensombreció y fue a recluirse a nuestra habitación. Yo me quedé observando desde la puerta. Las lágrimas me resbalaban por la cara, la nariz me goteaba, mis humillantes sollozos eran audibles, mientras él se echaba en la cama que yo había hecho aquella mañana y se tapaba con la colcha. Cerró los ojos.

—Déjame en paz —dijo sin volverlos a abrir—. ¡Déjame en paz!

Vi, horrorizada, como se quedaba dormido estando yo ahí de pie. Seguí en la puerta, ahogando el llanto y observando como su respiración se hacía más lenta, y luego se volvía suave y regular. Dormía plácidamente, y en el piso de arriba Ingrid se despertó llorando.

25

Marlow

Me imaginé el jardín de Béatrice. Seguramente era pequeño y rectangular; el libro que encontré de cuadros de París de fines del siglo XIX no incluía ninguno de Clerval, pero había una escena íntima hecha por Berthe Morisot en la que aparecían su marido y su hija en un banco sombreado. El texto explicaba que Morisot y su familia vivían en Passy, un barrio nuevo y distinguido. Visualicé el jardín de Béatrice hacia el final del otoño, con las hojas ya marrones y amarillas, algunas adheridas a los adoquines del sendero por la lluvia torrencial; la hiedra del muro del fondo, de color burdeos —«vigne vierge», rezaba la leyenda que había junto a un cuadro de un muro similar: parra virgen—. Habría unas cuantas rosas (ahora unos tallos marrones desnudos con escaramujos colorados) rodeando un reloj de sol. Al repasarlo todo descarté el reloj de sol en mi mente; en su lugar, me centré en los arriates empapados de agua, los cadáveres de los crisantemos o alguna otra flor de gran tamaño mustia por la lluvia, y en el pequeño arreglo formal de arbustos con el banco en el centro.

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