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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (23 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—Estoy segura de que todo saldrá bien —le dije.

—Iré por ti —habló en voz tan baja que apenas pude oírle y luego me estrechó la cintura con sus brazos y se inclinó para hundir el rostro en mi cuerpo.

29

1878

La nieve ha cuajado por la noche. Por la mañana ella da instrucciones para la cena, le manda una nota a su modista y sale al jardín. Quiere saber qué aspecto tienen el seto y el banco. Cuando cierra tras de sí la puerta de servicio y pisa el primer montón de nieve, se olvida de todo lo demás, hasta de la carta oculta dentro de su vestido. La nieve engalana el árbol que plantaron hace diez años los anteriores inquilinos de la casa; un pájaro diminuto se ha posado en un muro, sus alas tan erizadas que parece que hubiera duplicado su tamaño. Por la parte superior de los botines le entra nieve mientras se abre paso entre los arriates de flores aletargadas y el emparrado marchito. Todo se ha transformado. Recuerda a sus hermanos de pequeños, que, tumbados sobre la nieve amontonada mientras ella observaba desde una ventana del piso de arriba, agitaban los brazos, sacudían las piernas, se daban puñetazos unos a otros y se movían con torpeza, mientras el blanco sepultaba sus abrigos de lana y calcetines largos de punto. ¿Era blanco?

Coge un puñado generoso de nieve (un postre, Mont Blanc) con su mano enguantada y se lo introduce en la boca, tragando un poco de frío insípido. Los arriates serán amarillos en primavera, éste rosa y crema, y debajo del árbol se abrirán las florecillas azules que le han gustado toda la vida, las últimas, traídas de la tumba de su madre. Si tuviese una hija, la sacaría al jardín el día en que se abrieran y le contaría de dónde procedían. No, sacaría a su hija todos los días, dos veces, al sol y bajo el emparrado, o a la nieve, se sentaría con ella en el banco, haría construir un columpio para ella. O para él, su pequeño. Reprime el escozor de las lágrimas, se dirige airada hacia la extensión de nieve que reviste el muro trasero y dibuja en ésta una forma alargada con la mano. Más allá del muro hay árboles, luego la neblina pardusca del Bois de Boulogne. Rematando el vestido de la doncella de su cuadro con más blanco, con los trazos rápidos que ahora utiliza, dará luminosidad al conjunto de la imagen.

La carta que lleva dentro de la ropa le roza: habrá una esquina mal doblada. Se sacude la nieve de los guantes y abre su capa, el cuello del vestido, la extrae, consciente de que detrás tiene la parte trasera de la casa, las miradas de los criados. Pero ellos están muy atareados a esta hora, en la cocina o ventilando la sala y la habitación de su suegro mientras él está sentado junto a la ventana de su vestidor, demasiado ciego para ver siquiera la oscura silueta de su nuera en el jardín blanco.

En la carta no aparece el nombre de ella, sino una palabra cariñosa. Quien la escribe le habla de su día, de su nuevo cuadro, de los libros junto a la chimenea, pero entre líneas ella le oye decir algo totalmente diferente. Mantiene sus dedos húmedos y enguantados lejos de la tinta. Ya ha memorizado cada una de las palabras de la carta, pero quiere volver a ver la curva y negra prueba, la caligrafía sistemáticamente descuidada de quien la firma, su austeridad en el trazo. Es la misma franqueza despreocupada que ella ha detectado en los bocetos de él, una confianza en sí mismo que difiere de su propia impulsividad; fascinante, desconcertante incluso. Sus palabras destilan también seguridad, sólo que su significado es más profundo de lo que aparentan. El acento agudo, un mero roce con la punta de la pluma, una caricia; el acento grave, enérgico, hacia la izquierda, una advertencia. Habla de sí mismo, seguro pero contrito: Je, la jota mayúscula al comienzo de sus preciosas frases es una profunda inspiración con el diafragma, con una e rápida y contenida. Habla de ella y de las ganas de vivir que ella le ha dado (¿por casualidad?, le pregunta), y al igual que en sus últimas cartas, con su permiso, la trata de tú, la t respetuosa al comienzo de las frases, la u tierna, una mano ahuecada alrededor de una diminuta llama.

Sujetando la hoja de papel por los bordes, durante unos instantes ignora la música de cada una de las líneas, por el placer de volverla a descubrir momentos después. Él no pretende alterar su vida; sabe que a su edad pocos encantos puede ofrecerle; únicamente quiere que se le conceda respirar en presencia de ella y dar alas a sus más nobles pensamientos. Él se atreve a esperar que, aunque es posible que nunca hablen siquiera de eso, ella lo considere cuando menos un amigo leal. Se disculpa por importunarla con sentimientos indignos. A ella le da miedo que tras el prolongado ringorrango de su
pardonne-moi
y el delicado guión del mismo, él intuya que ella ya es suya.

Tiene los pies cada vez más fríos; la nieve está empezando a empaparle las botas. Dobla la carta, la oculta en un lugar secreto y apoya la cara en la corteza del árbol. No puede permitirse el lujo de quedarse ahí mucho tiempo, por si alguien que vea lo bastante bien se acerca a las ventanas que hay a sus espaldas, pero necesita apoyarse en algo. Su corazón no se ha estremecido por las palabras de él, con su retirada a medias, sino por su aplomo. Ya ha decidido no contestar a la carta; pero no se ha decidido a no releerla.

30

Kate

Robert insistió en acudir solo al psiquiatra, y cuando volvió me comentó como si tal cosa que tenía que tomar un medicamento, y el nombre y número de un terapeuta. No mencionó si llamaría o no al terapeuta, o si se tomaría la medicación. Ni siquiera me podía imaginar dónde lo guardaría y decidí no fisgonear durante un par de semanas. Me limitaría a esperar a ver qué hacía y le daría toda clase de ánimos. Al fin, el frasco apareció en nuestro botiquín del cuarto de baño: era litio. Oí su cascabeleo mañana y noche cada vez que él se tomaba una dosis.

Antes de que acabara la semana, Robert parecía más calmado y empezó de nuevo a pintar, aunque pasaba durmiendo por lo menos doce de cada veinticuatro horas, y comía medio en las nubes. Agradecí que estuviera dando sus clases de pintura sin más contratiempos y no haber percibido malestar alguno por parte de la universidad, si bien no sabía con seguridad de qué manera me habrían hecho llegar semejante malestar. Un día Robert me dijo que el psiquiatra quería verme y que él, Robert, pensaba que era una buena idea. Aquella tarde tenía cita con el médico (me pregunté por qué no me lo había comentado antes) y llegado el momento senté a Ingrid en su sillita del coche, porque Robert me había avisado con poca antelación como para buscar una canguro. Las montañas fueron pasando con rapidez, y al verlas pasar caí en la cuenta de que llevaba una temporada sin pisar siquiera la ciudad. Mi vida giraba en torno a la casa, el arenal, los columpios del parque cuando el tiempo era lo bastante caluroso, y el supermercado que había calle arriba. Contemplé el perfil serio de Robert al volante y finalmente le pregunté por qué creía que el psiquiatra quería verme.

—Le gusta conocer el punto de vista de cada miembro de la familia —dijo, y añadió—: Cree que de momento me está yendo bien. Con el litio. —Era la primera vez que mencionaba el nombre del medicamento.

—¿Tú también lo crees? —Le puse la mano sobre el muslo y sentí la contracción de sus músculos cuando frenaba.

—Me encuentro bastante bien —contestó—. Dudo que necesite tomarlo mucho tiempo más. Aunque ojalá no estuviera tan cansado: necesito la energía para pintar.

«Para pintar —pensé yo— ¿y también para estar con nosotras?» Se quedó dormido tras la cena sin jugar con Ingrid, y solía seguir dormido cuando por las mañanas me iba con ella de paseo. No dije nada más.

La clínica era una edificio alargado y bajo hecho de madera de aspecto costoso y con arbolillos plantados alrededor, desnudos y protegidos con un enrejado de plástico. Robert entró con total naturalidad, sujetando la puerta para que yo pasara con Ingrid en brazos. La sala de espera del interior, que me dio la impresión de que la compartían entre varios médicos, era espaciosa y en uno de sus extremos se colaba un enorme haz de luz solar. Finalmente, apareció un hombre, que sonrió y saludó a Robert con la cabeza, y me llamó por mi nombre. No llevaba una bata blanca ni un listado de pacientes; iba vestido con chaqueta y corbata y unos pantalones caqui bien planchados.

Le lancé una mirada a Robert, quien sacudió la cabeza.

—Te llama a ti —dijo—. Quiere hablar contigo. Si me necesita, me hará pasar a mí también.

De modo que dejé a Ingrid con Robert y seguí al doctor… bueno, ¿qué más da cómo se llamara? Era amable, de mediana edad y muy profesional. Las paredes de su despacho estaban cubiertas de diplomas y certificados enmarcados, tenía la mesa muy ordenada, con un gran pisapapeles de bronce colocado encima del único papel suelto que había en ella. Me senté de cara a su mesa, con los brazos vacíos sin Ingrid. Deseé haberla entrado conmigo y me preocupaba que Robert pudiera volver a hundir el rostro en sus manos en lugar de vigilar mientras ella iba de acá para allá entre enchufes y jarrones con flores. Pero cuando analicé un poco al doctor Q, descubrí que me caía bien. Su rostro era afable y me recordaba el de mi abuelo de Michigan. Cuando hablaba, tenía una voz grave, un poco gutural, como si hubiera venido de algún otro lugar cuando aún era adolescente de modo que su acento, fuera el que fuera, resultaba imposible de identificar; tan sólo detecté una ligera aspereza en las consonantes.

—Gracias por venir hoy a verme, señora Oliver —dijo—. Me resulta útil hablar con un miembro cercano de la familia, sobre todo cuando se trata de un paciente nuevo.

—Es un placer —respondí con sinceridad—. He estado muy preocupada por Robert.

—Por supuesto. —Recolocó el pisapapeles, se reclinó en su silla, me miró—. Sé que esto habrá sido duro para usted. No dude de que estoy muy encima de Robert y me satisface que el primer medicamento que hayamos probado esté dando buenos resultados.

—Desde luego, parece más tranquilo —admití yo.

—¿Puede hablarme un poco de lo primero que notó en su comportamiento que le pareciera diferente o que le preocupara? Robert me ha dicho que si ha ido al médico es gracias a usted.

Entrelacé las manos y le relaté nuestros problemas, los problemas de Robert, los vertiginosos altibajos del pasado año.

El doctor Q escuchó en silencio, sin mudar la expresión de su rostro, y su expresión era amable.

—¿Y a usted le parece que está más equilibrado tomando litio?

—Sí —contesté—. Todavía duerme un montón, y se queja de eso, pero parece que es capaz de levantarse e irse a dar clase casi todos los días. Se queja de que no puede pintar.

—La adaptación a un medicamento nuevo requiere tiempo, y averiguar qué medicamento funciona y en qué dosis requiere tiempo también. —El doctor Q volvió a colocar el pisapapeles con aire meditabundo, esta vez encima de la esquina superior izquierda del único papel que había en la mesa—. Sí creo que en el caso de su marido es importante que tome litio una temporada, y es probable que lo necesite permanentemente, eso o algún otro medicamento si con éste no obtenemos los resultados que deseamos. El proceso requerirá un poco de paciencia por parte de su marido… y de usted.

Me saltó una nueva alarma.

—¿Quiere decir que cree que siempre tendrá estos problemas? ¿No podrá dejar la medicación cuando mejore?

El doctor centró de nuevo el objeto de bronce sobre el documento. De pronto me recordó aquel juego de la infancia, piedra, papel o tijera, en el que un elemento podía ganar al otro, pero siempre había algo más que podía ganar al ganador; un ciclo fascinante.

—Se tarda un poco en elaborar un diagnóstico preciso. Pero creo que es probable que Robert padezca…

Y entonces me dijo el nombre de una enfermedad, una enfermedad que yo sólo conocía vagamente y que asociaba con cosas monstruosas, cosas que no tenían nada que ver conmigo, cosas por las que a la gente le daban electrochoques o por las que se suicidaban. Permanecí inmóvil unos segundos, tratando de asociar esas palabras con Robert, mi marido. Una sensación de frío se extendió por todo mi cuerpo.

—¿Me está diciendo que mi marido es un enfermo mental?

—En realidad, no sabemos exactamente cuál es la componente mental de cualquier enfermedad y cuál se debe al entorno o a la personalidad —objetó el doctor Q, y por primera vez lo odié: estaba echando balones fuera—. Es posible que Robert se estabilice con esta medicación, o quizá tengamos que probar otras cosas. Creo que, dada su inteligencia y su dedicación a su arte y su familia, puede usted abrigar la esperanza de que mejore bastante.

Pero era demasiado tarde. Robert ya no era únicamente Robert para mí. Era alguien con un diagnóstico. Supe entonces que nada volvería a ser lo mismo, jamás, por mucho que yo intentara ver a Robert igual que antes. Lo sentí en el alma por él, pero lo sentí más aún por mí. El doctor Q me había arrebatado lo que yo más preciaba, y estaba claro que no sabía lo que eso dolía. No tenía nada que darme a cambio, tan sólo la visión de su mano ordenando la mesa vacía. Ojalá hubiera tenido la gentileza de disculparse.

31

Kate

A Robert el litio le producía somnolencia. Un día chocó contra otro coche cuando se dirigía al museo de la ciudad; afortunadamente, iba despacio. Después de aquello, el doctor Q le dio un medicamento distinto, combinado con algo para la ansiedad. Robert me lo contó cuando le pedí detalles, cosa que hacía siempre que podía sin exasperarlo.

A mediados de diciembre parecía que el nuevo medicamento funcionaba lo bastante bien para permitirle pintar y llegar puntual a sus clases; volvía a parecerse al Robert enérgico de antes. Durante aquella época pintó en el estudio del campus, donde se quedaba hasta tarde varias noches por semana. En cierta ocasión en que lo fui a ver con Ingrid, lo encontré absorto en un retrato: la dama de mis pesadillas. Estaba sentada en un sillón, las manos cruzadas sobre su regazo. Fue uno de los geniales cuadros que más tarde le valieron su gran exposición de Chicago; esta vez era una imagen razonablemente alegre: iba vestida de amarillo y sonreía, como si estuviese recordando algo agradable o íntimo, con una mirada suave y un ramillete de flores encima de la mesa que había a su lado. Me produjo tal alivio verlo pintando, y con colores alegres, que casi dejé de preguntarme quién era ella.

Eso hizo que el impacto fuera más fuerte cuando un par de días después pasé por allí para llevarle a Robert unas cuantas galletas que Ingrid y yo habíamos conseguido hacer juntas, y me lo encontré trabajando en el mismo cuadro pero a partir de una modelo de carne y hueso. Parecía una alumna y estaba sentada en una silla plegable, no entre telas de recargado damasco. Por un momento, se me heló el corazón. Era joven y hermosa, y Robert estaba charlando con ella, como para lograr que permaneciera inmóvil mientras él repintaba el ángulo de la cabeza y el hombro. Pero no guardaba ningún parecido con la dama de su buhardilla. Tenía el pelo rubio y corto, los ojos claros y llevaba una sudadera de un equipo de fútbol universitario. Únicamente su hermoso cuerpo y su mandíbula cuadrada le daban alguna similitud con la mujer de cabellos rizados que había visto por primera vez en un bosquejo del bolsillo de Robert. Además, a él no pareció alterarle mi presencia, nos saludó a Ingrid y a mí con besos y me presentó a la chica como una de las modelos artísticas habituales; era un trabajo con el que los estudiantes podían ganarse un dinero. En cuanto a la chica, parecía bastante más contenta con Ingrid y por el hecho de que los exámenes casi hubiesen llegado a su fin que con Robert. Era evidente que Robert sólo la utilizaba para posar, y seguí sabiendo lo poco que sabía.

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