Quizá fuera ésa la razón por la que pasé al mundo del tacto y dejé el mundo visual, por la que dejé de dibujar y pintar después de todos esos años de práctica casi diaria. Por mi familia, por su modo de lamerme y mordisquearme, besarme y tirar de mí, de echarme cosas encima: zumo, orina, semen, agua turbia. Me lavaba una y otra vez, lavaba las montañas de ropa sucia, cambiaba las sábanas y los discos de lactancia, frotaba y secaba los cuerpos. Quería limpiarme de nuevo, limpiarlos a todos ellos, pero justo cuando me disponía a hacer acopio de energía para lavarlo todo, aparecía siempre otra maravillosa sorpresa que absorbía mi atención.
Luego quisimos comprarnos una propiedad, como buenos adultos, y le enviamos a mi madre fotos de porches delanteros, y finalmente nos mudamos a nuestra casa el verano en que Ingrid tenía cinco años y Oscar uno y medio. Era lo que yo siempre había querido: dos niños preciosos, un jardín con un columpio que Robert instaló, por fin, después de pedírselo por favor durante un par de meses, una casita en una ciudad, Greenhill, la primera parte de cuyo nombre significaba precisamente «verde», y al menos uno de nosotros dos tenía un buen empleo. ¿Es lícito que consigamos lo que creemos que queremos? Y tenía a mi madre en casa. Durante sus primeros años con nosotros se ocupó del jardín, pasó la aspiradora y leyó durante una o dos horas al día en la terraza, debajo de un olmo que proyectaba las sombras de pequeñas hojas sobre su cabeza cana y las páginas blancas de su libro. Desde ahí podía incluso ver a Ingrid y a Oscar buscando orugas.
Es más, creo que aquélla fue una buena época para nosotros precisamente porque mi madre estuvo aquí. Yo tenía compañía, y Robert sacaba lo mejor de sí en su presencia. Ocasionalmente, trasnochaba o dormía en la facultad y después parecía cansado, y de vez en cuando pasaba por una fase de irritabilidad y luego dormía varios días hasta tarde. En general, reinaba la calma. Robert había cubierto de pintura el caos de su estudio de la buhardilla antes de irnos del campus. No supe hasta qué punto fue debido a los frascos de plástico naranja de nuestro botiquín. Cada cierto tiempo comentaba que había ido a ver al doctor Q, y a mí eso me bastaba… Naturalmente, el doctor Q a mí no me podía ayudar, pero al parecer estaba ayudando a mi marido.
Durante nuestro segundo año en la nueva casa, Robert dio clases en un retiro artístico en Maine. No habló mucho del mismo, pero pensé que le había sentado bien. Nos reíamos juntos de cosas de los niños y algunas noches, si no estaba demasiado cansada, Robert me buscaba con la mano y las cosas eran como siempre. Yo usaba trapos hechos con sus camisas viejas para limpiar el polvo; las habría reconocido en cualquier montón, habría sabido que eran de sus camisas, que eran él, con su olor aún presente. Parecía feliz con su empleo y yo había empezado un trabajo de media jornada como redactora, básicamente desde casa, para contribuir a pagar nuestra parte de la hipoteca mientras mi madre cuidaba de los niños.
Una mañana, después de que ella se los llevase al parque y de lavar las tazas y los platos del desayuno, subí para hacer las camas y ponerme a trabajar en el escritorio del distribuidor y vi que la puerta del estudio de Robert estaba abierta. Se había ido con su taza de café en una mano cuando yo me levantaba; estaba pasando por una fase madrugadora y se iba a pintar a la facultad. Esa mañana me fijé en que se le había caído algo al suelo, un trozo de papel, junto a la puerta abierta. Lo recogí sin pensar en nada concreto. Robert solía dejar papeles por la casa: notas, recordatorios, trozos de dibujos, servilletas arrugadas.
Lo que encontré en el suelo era aproximadamente un cuarto de folio desgarrado, como si alguien, al escribirlo, se hubiera enojado. Ese alguien era Robert: era su letra, pero más pulcra que de costumbre. Todavía guardo esas líneas escondidas en mi escritorio, no porque conservara el trozo de papel original (de hecho, acabé haciendo una bola con él y se la tiré por la cabeza a Robert, que la cogió, se la guardó en el bolsillo y jamás volví a verla). Conservo esas líneas porque, llevada por cierto instinto, me senté frente a mi escritorio, las copié y las escondí antes de vérmelas con Robert. Supongo que se me ocurrió que quizá las necesitaría algún día en un tribunal, o que, como mínimo, las querría tener más adelante cuando tal vez empezase a olvidarme de algunos detalles. «Mi querido amor», rezaba la carta, pero no iba dirigida a mí, ni había visto yo nunca aquellas palabras salidas de la pluma negra de Robert y colocadas en este orden.
Mi querido amor:
Acabo de recibir tu carta en este preciso instante, lo que me mueve a escribirte al punto. Sí, es cierto lo que insinúas, tan compasiva: durante estos años me he sentido solo. Y por extraño que parezca, me habría encantado que conocieras a mi mujer, aunque, de haber sido eso posible, tú y yo habríamos intimado en las circunstancias apropiadas y no con este amor que es de otro mundo, si me permites la expresión.
Desconocía que Robert pudiera escribir con un lenguaje tan florido ni ser tan romántico; las notas que solía escribirme eran breves y concisas. Durante unos instantes me produjo más náuseas este descubrimiento que el hecho de que se tratase de una carta de amor. El tono cortés, anticuado, pertenecía a un Robert que yo a duras penas reconocía, un Robert galante que jamás había exteriorizado su galantería con su esposa, a la que deseaba que la destinataria de la carta conociera o hubiera conocido.
Me quedé con sus palabras en la mano en la soleada biblioteca y me pregunté qué era lo que tenía delante. Robert se había sentido solo. Tenía un amor que no era de este mundo. Por supuesto que no lo era, puesto que estaba casado y tenía dos hijos y posiblemente también estuviese loco. ¿Y yo? ¿Acaso no me había sentido sola? Pero yo no tenía nada de otro mundo, sino una dura realidad con la que lidiar: los niños, los platos, las facturas, el psiquiatra de Robert. ¿Acaso se creía que el mundo real me gustaba más que a él?
Entré lentamente en su estudio y miré hacia el caballete. La mujer estaba ahí. Creía que me había acostumbrado a ella, a su presencia en nuestras vidas. Era un lienzo en el que Robert llevaba semanas trabajando: ella era lo único que había en el lienzo, y su cara aún no estaba terminada, pero yo misma habría podido rellenar ese óvalo áspero y pálido con los rasgos adecuados. Robert la había situado junto a una ventana, de pie, y llevaba puesta una provocativa y holgada túnica de color azul claro. En una mano sostenía un pincel. Dentro de uno o dos días le estaría sonriendo a Robert, o mirándolo seria, fijamente, con oscuros ojos llenos de amor. Había llegado a creer que era imaginaria, una quimera, parte de la visión que impulsaba el talento de Robert. Había sido ingenua, demasiado ingenua, porque mi instinto inicial resultó ser acertado: era real, y Robert le escribía cartas.
Sentí el repentino deseo de destrozar la habitación, hacer trizas sus cuadernos de dibujo, tirar al suelo a la dama-en-proceso, pintarrajearla y pisotearla, arrancar el caos de carteles y postales de la pared. Lo trillado de la escena me detuvo, la humillación de parecerme a la mujer celosa de una película. Y también una especie de curiosidad, una cautela que invadió mi cerebro como una droga: podría averiguar más cosas mientras Robert no supiera que yo lo sabía. Llevé el trozo de papel a mi escritorio, ya con la intención de copiar las palabras para guardármelas y volví a dejarlo en el suelo junto a la puerta abierta de su estudio por si lo echaba de menos. Me lo imaginé agachándose a recogerlo, pensando: «¡Uf, se me ha caído! ¡Por los pelos!»; y metiéndoselo en el bolsillo o en el cajón de su mesa.
Ése fue mi siguiente movimiento: revisé con delicadeza los cajones de la mesa de su estudio, devolviendo a su sitio con celo de archivero cualquier cosa que movía: grandes lápices de grafito, gomas grises de borrar, recibos de óleos, una barrita de chocolate a medio comer. Cartas en el fondo de un cajón, cartas en una letra que no reconocí, respuestas a cartas como la de él. Querido Robert. Mi amado Robert. Mi querido Robert. Hoy he pensado en ti mientras trabajaba en mi nuevo bodegón. ¿Crees que vale la pena pintar bodegones? ¿Por qué pintar algo que está más muerto que vivo? Me pregunto cómo se le da vida a algo únicamente con ayuda de la mano, esta fuerza misteriosa que salta como la electricidad de lo contemplado al ojo, y luego del ojo a la mano, y luego de la mano al pincel, etcétera. Y de nuevo al ojo; todo se reduce a lo que uno pueda ver, ¿verdad?, porque por mucho que pueda hacer la mano, no puede arreglar la falta de visión. Ahora me voy corriendo a clase, pero pienso en ti constantemente. Sabes que te quiero. Mary.
Me temblaron las manos. Me dieron náuseas, sentí que la habitación se movía a mi alrededor. Al fin sabía su nombre, y sabía que debía de ser una alumna o tal vez una profesora, aunque en tal caso es probable que hubiese reconocido su nombre. Tenía que irse corriendo a clase. El campus estaba lleno de alumnas que yo no conocía y que ni siquiera había visto; seguramente no las había visto a todas ni cuando vivíamos allí. Entonces recordé el boceto que había encontrado en el bolsillo de Robert cuando nos mudamos a Greenhill varios años antes. Esta relación duraba ya mucho tiempo; seguro que la había conocido en Nueva York. Desde entonces Robert había viajado al norte con frecuencia, incluido el largo semestre que pasó allí. ¿Se había ido para poder verla? ¿Había sido ésa la razón de su repentina ausencia, de su reticencia a llevarnos consigo? Por supuesto, ella pintaba, estudiaba bellas artes, era una pintora en activo, una auténtica artista. Él mismo la estaba pintando con un pincel en la mano. Desde luego, era pintora, como también lo había sido yo.
Por otra parte, se llamaba Mary, ¡qué nombre más vulgar!; el nombre de quien tuvo al Cordero de Dios, el nombre de la madre de Jesús. O de María Estuardo, reina de Escocia, o María Tudor, reina de Inglaterra, o María Magadalena. No, ese nombre no siempre era garantía de la pureza azul y blanca de la Virgen María. Su caligrafía era grande y juvenil pero no tosca, la ortografía correcta, las expresiones inteligentes y en ocasiones hasta sorprendentes, a menudo humorísticas, algunas veces un tanto cínicas. A veces ella le daba las gracias a Robert por un dibujo o añadía un bosquejo propio hecho con destreza; había uno que ocupaba una página entera y mostraba a gente sentada tranquilamente en una cafetería con tazas y teteras sobre las mesas. Una de las cartas tenía fecha de hacía unos cuantos meses, pero la mayoría no estaban fechadas y ninguna tenía sobre. Por alguna razón, Robert había decidido tirarlos, o quizás había abierto las cartas en otra parte sin preocuparse de conservar los sobres, o las había llevado consigo sin sobres; algunas de ellas estaban desgastadas, como si hubiesen estado en un bolsillo. Ella no mencionaba ningún encuentro o planes de verlo, pero en una carta hablaba de una ocasión en que se habían besado. De hecho, no había nada más que fuera realmente sexual en aquellas cartas, aunque ella decía a menudo que lo echaba de menos, que lo amaba, que soñaba despierta con él. En una se refería a él como «inalcanzable», lo que me llevó a pensar que a lo mejor no había pasado nada más entre ellos.
Y, sin embargo, si se amaban, había pasado de todo. Volví a dejar las cartas en el cajón. La carta de Robert era la que más me había disgustado; pero de él no había más, únicamente de ella. Y en el estudio no encontré nada más, nada en su despacho, nada en su segunda chaqueta, nada en su coche cuando también registré allí, aquella noche, con la excusa de buscar una linterna en la guantera (aunque Robert tampoco me habría seguido ni habría sospechado nada). Jugaba con los niños, sonreía durante la cena; se mostraba enérgico, pero tenía la mirada ausente. Ésa era la diferencia, la prueba.
Kate
Al día siguiente me encaré con él. Le pedí que se quedara en casa unos minutos después de que mi madre hubiese salido con los niños; sabía que aquel día Robert no tenía clases hasta la tarde. Yo había escondido las cartas en el comedor, salvo la escrita con la letra de Robert, que tenía guardada en mi bolsillo, y le pedí que se sentara para hablar. Robert estaba impaciente por irse a la facultad, pero su cuerpo se quedó inmóvil cuando le pregunté si se daba cuenta de que yo sabía lo que estaba pasando. Arqueó las cejas. Ahora era yo la que temblaba; aún no sabía con certeza si de ira o de miedo.
—¿A qué te refieres? —Su sorpresa parecía sincera. Llevaba ropa oscura y, como me pasaba algunas veces, su extraordinario atractivo físico acaparó inesperadamente mi atención: su cuerpo majestuoso y sus pronunciadas facciones.
—Primera pregunta: ¿la ves en la facultad? ¿La ves a diario? ¿Ha venido hasta aquí desde Nueva York, quizá?
Él se reclinó en su silla.
—¿A quién veo en la facultad?
—A la mujer —respondí—. A la mujer de todos tus cuadros. ¿Posa para ti en la facultad o en Nueva York?
Robert me miró lleno de odio.
—¿Qué? Creía que ya habíamos pasado por esto.
—¿La ves a diario? ¿O te envía cartas desde lejos?
—¿Me envía cartas? —Se quedó estupefacto al oír esto, pálido. De culpa, seguramente.
—No te molestes en contestar. Sé que sí.
—¿Sabes que sí? ¿Qué es lo que sabes? —Había ira en sus ojos, pero también desconcierto.
—Lo sé porque he descubierto las cartas que te manda.
Ahora me miró fijamente como si se hubiese quedado sin habla, como si realmente no supiese qué decir. Yo raras veces lo había visto tan desorientado, por lo menos cuando reaccionaba a algún estímulo externo. Puso ambas manos encima de la mesa, donde descansaron apoyadas en la lustrosa madera veteada; mamá la había encerado.
—¿Has descubierto cartas que ella me manda? —Lo curioso era que no parecía avergonzarse. Si hubiese tenido que describir su voz y la expresión de su cara en aquel momento, habría dicho que en cierto modo parecía ansioso, asustado, expectante. Me sacó de quicio; el tono de su voz hizo que me diese cuenta de que la quería con locura, adoraba incluso su sola mención.
—¡Sí! —chillé, poniéndome en pie de un salto y sacando el montón de cartas de debajo del salvamanteles—. Sí, hasta sé su nombre, ¡maldito idiota! Sé que se llama Mary. ¿Por qué las has dejado en esta casa, si no querías que lo descubriera? —Las tiré sobre la mesa delante de él, y Robert cogió una.
—Sí, Mary —dijo, y luego levantó la vista y casi esbozó una sonrisa, pero con tristeza—. No es nada. Bueno, nada no, pero no hay que darle tanta importancia.