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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (27 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—Si volvieras… —inquirí en voz baja tratando de que ésta no me temblara—, ¿realmente volverías o seguirías viviendo con un fantasma?

Pensé que Robert se enfadaría otra vez, pero al cabo de un momento, me dijo sin más:

—Déjalo ya, Kate. No lo entiendes.

Y yo sabía que si le gritaba algo como: «¿Que no lo entiendo? ¿Cómo que no lo entiendo?», no pararía de chillarle, ni siquiera delante de los niños y de mi madre. En lugar de eso, aferré el libro hasta que me dolieron los dedos y dejé que Robert entrara en casa y bajara al cabo de un rato con la proverbial maleta, en realidad, una vieja bolsa de lona de uno de nuestros armarios.

—Estaré fuera varias semanas. Te llamaré —me dijo. Se alejó y besó a los niños, y lanzó a Oscar por los aires, dejando que la ropa empapada de nuestros hijos le salpicase la camisa. Tardó en marcharse. Lo odié incluso por el dolor que él sentía. Por fin, se subió al coche y se fue. Sólo entonces me pregunté cómo era posible que se ausentase de su trabajo durante varias semanas seguidas. Aún no se me había ocurrido que quizá dejaría también de dar clases.

Casualmente, aquél fue uno de los últimos días que mi madre se sintió bien. Su médico nos citó en su consulta para decirnos que tenía leucemia avanzada. Podían darle quimio, pero probablemente le produciría más molestias que otra cosa. Ella optó, en cambio, por aceptar un folleto de un hospital para enfermos terminales y al irnos me agarró del brazo con fuerza para aliviar mi propio dolor.

37

Kate

Pasaré por alto parte de este episodio. Lo pasaré por alto, pero sí quiero describir cómo fue la vuelta de Robert. Le llamé por teléfono aquella noche y volvió durante las seis semanas que mi madre tardó en consumirse casi del todo. Por lo visto no se había ido más allá de la universidad, aunque en ningún momento me comentó dónde había dormido; quizás en los estudios o en una de las casas vacías del campus. ¿Estaría desocupada nuestra antigua casa? Tal vez hubiese dormido entre nuestros propios fantasmas, sobre un montón de mantas en el suelo, en los dormitorios en los que habíamos instalado a Ingrid y a Oscar de recién nacidos.

Cuando Robert volvió durante aquel breve período para ayudarme con mi madre, se instaló en su estudio, pero su actitud era tranquila y amable, y en ocasiones se llevaba en coche a los niños de excursión para que yo pudiera hacerle compañía a mi madre mientras se tomaba analgésicos y dormía siestas cada vez más largas. No le pregunté por su trabajo en la universidad. Pensé que esperaríamos juntos al momento en que tuviesen que intervenir las enfermeras del hospital. Estaba todo organizado, y mi madre incluso me había ayudado a organizarlo: ella me avisaría, me haría una señal y yo marcaría el número desde el teléfono de la cocina.

Pero, llegado el momento, únicamente Robert y yo estuvimos ahí, y ése fue el verdadero final de nuestro matrimonio, a menos que contemos los finales anteriores o las llamadas de teléfono posteriores que eran cada vez más escasas, o su huida a Washington, o cuando presenté la demanda de divorcio pero dejé su despacho intacto durante más de un año, o cuando empecé por fin a vaciarlo, o cuando guardé la mayoría de sus cuadros de doña Melancolía o como se llame. O incluso el momento en que me enteré de que había atacado un cuadro y lo habían detenido, o cuando más tarde supe que había accedido a ingresar en un psiquiátrico. O cuando quise ayudar a su madre a pagar al menos parte de los gastos; su madre aún quería que él mejorase, si era posible, para que algún día pudiese asistir a las graduaciones y las bodas de nuestros hijos.

Las personas cuyos matrimonios no se han derrumbado, o cuyos cónyuges mueren en lugar de marcharse, no saben que los matrimonios que terminan raras veces tienen un único final. Los matrimonios son como ciertos libros, una historia en la que, al volver la última página, crees que se ha acabado, y luego hay un epílogo, y después de eso tiendes a seguir preguntándote acerca de los personajes o imaginándote que sus vidas continúan sin ti, querido lector. Hasta que no te olvidas de ese libro, estás atrapado tratando de resolver qué habrá sido de esos personajes una vez que lo has cerrado.

Pero si tengo que elegir un solo final para Robert y para mí, ese final ocurrió el día en que murió mi madre, porque se murió más repentinamente de lo que nos habíamos imaginado. Estaba descansando en el sofá del salón, al sol. Incluso había accedido a que le preparase un poco de té, pero entonces le falló el corazón. Ése no es el término técnico, pero así es como yo pienso en ello, porque a mí también me falló el mío, y corrí hasta ella cuando sucedió, tirando en mi carrera la bandeja sobre la moqueta del salón. Me arrodillé y la sujeté por los brazos mientras nuestros corazones fallaban, y fue terrible, y terrible de presenciar, pero muy rápido, y habría sido mucho más terrible si yo no hubiese estado allí presente para abrazarla después de que ella hubiese cuidado tantos años de mí.

Cuando todo terminó y ella ya no era ella, la rodeé con mis brazos y la estreché con fuerza y finalmente recuperé la voz. Llamé a Robert, lo llamé a gritos, aunque todavía temerosa de molestar a mi madre. Él debió de oír mi tono de voz desde su despacho, detrás de la cocina, porque vino corriendo. Mi madre había perdido ya muchísimo peso y la levanté en brazos con facilidad, con mi mejilla contra la suya, en parte para no tener que volver a mirarla a la cara de momento. Alcé la vista, en cambio, hacia Robert. Lo que vi en su rostro terminó con nuestro matrimonio de igual modo que la vida de mi madre se había evaporado. Robert tenía los ojos en blanco. No nos estaba mirando, no me estaba mirando a mí mientras sostenía en brazos el cuerpo inerte de mi madre. No estaba pensando en cómo podía consolarme en aquellos primeros momentos o en cómo podía honrar su muerte, o de qué forma él mismo lamentaba su pérdida. Vi claramente que estaba viendo a alguien más, algo que hizo que su cara resplandeciese de horror, algo que yo no podía ver ni probablemente entender, porque era incluso peor que este momento, el peor de mi vida. Robert no estaba ahí.

París, noviembre de 1878

Très chère Béatrice:

Gracias por tu conmovedora carta. No me gusta pensar que me he perdido otra velada contigo, ni siquiera por ver lo mejor de Molière; disculpa mi ausencia. Me pregunto, con bastantes celos, si los elegantes hermanos Thomas estuvieron de nuevo allí; saber que están más cerca de ti por edad que yo es quizá lo que me vuelve un tanto protector. De hecho, ahora no me importa que se dediquen a revolotear a tu alrededor o, lo que es más, que se coman con los ojos tus obras, que deberían ser vistas únicamente por ojos críticos (no los suyos). Disculpa mi indecoroso malhumor. Si pudiera evitar escribir, sin duda lo haría, pero la belleza de la mañana me supera y me veo obligado a compartirla contigo. Seguramente estarás junto a tu ventana, quizá con tu labor o con algún libro, posiblemente el que la última vez dejé descansando en tus manos. Cuando cometí la indiscreción de admirarlas, me dijiste que son demasiado grandes; pero son preciosas (hábiles) y guardan proporción con tu grácil estatura. Además, no solamente parecen hábiles, sino que lo son cuando manejas el pincel y el lápiz, y, sin duda, en todo cuanto haces. Si pudiese sostener cada una de ellas en las mías (siendo las mías, al fin y al cabo, aún más grandes pero menos hábiles), besaría primero una y luego la otra, respetuosamente.

Perdóname, ya había olvidado que mi objetivo es compartir la belleza de la mañana contigo. He ido andando hasta el museo del Jeu de Paume para despejarme después de que me retirara tarde anoche por culpa del teatro y siento, querida mía, que a fin de cuentas no tengo fuerzas para trasnochar en exceso, ya que suelo despertarme temprano; habría preferido estar a tu lado ayer por la noche, y quizá mañana por la noche vuelva a leerte en voz alta junto a tu cálido fuego o permanezca completamente en silencio para poder adivinar tus pensamientos. Cuando no pueda estar allí contigo, siéntate así, en actitud contemplativa.

Vuelvo a divagar. Andando hasta el Jeu de Paume he visto una bandada de gorriones a los que daba de comer un anciano caballero que quizá presenció en su día la última ofensiva de Napoleón y que habría estado muy elegante con un sombrero de tres picos. Te reirás de mis inocentes fantasías. Caminando por el parque, había también un joven cura, que en algún otro mundo quizá nos habría dado su bendición y cuya toga bailaba al ritmo de su enérgico paso; sin duda, tenía prisa. Y yo, que no la tenía, a pesar del frío, me he sentado en un banco a soñar durante diez minutos, y tal vez puedas adivinar algunas de mis reflexiones. Te ruego que no te rías por la melancolía de las mismas.

Ahora, de vuelta en casa, después de entrar en calor y haber desayunado, debo prepararme para una jornada de reuniones y trabajo durante la cual pensaré sin cesar en ti y tú te olvidarás por completo de mí. Pero mañana espero tener una noticia que contarte y que te complacerá, y al menos una de mis reuniones concierne a esta noticia y también está relacionada con el nuevo cuadro y mi probable participación en el Salón de este año. Disculpa tanto misterio, pero me gustaría hablar de ello contigo, y tiene la suficiente importancia como para suplicarte que mañana por la mañana entre las diez y las doce pases en algún momento por el estudio, si estás libre, para hablar de negocios; de un negocio sumamente decoroso, puesto que Yves me ha instado a buscar tu aprobación. He incluido la dirección y un pequeño plano; la calle te parecerá pintoresca, pero no desagradable.

Hasta entonces, beso tu estilizada mano con respeto. Tu fiel amigo espera una bienvenida reprimenda, además de que aceptes mi invitación.

O.

38

Marlow

Dejé a Kate tras darle sinceramente las gracias y con las notas de nuestras sesiones metidas en mi maletín. Ella me dio la mano con afecto, pero pareció también aliviada al ver que me iba. En las afueras de la ciudad me paré en una cafetería, pero me quedé en el coche y saqué el móvil. Tan sólo me haría falta un poco de perspicacia. La telefonista de la centralita de Greenhill College me pareció amable, natural; se oía una especie de crujido de fondo, como si estuviera comiendo en el trabajo. Pedí por el Departamento de Arte y allí di con una secretaria igual de receptiva.

—Lamento llamar de forma inesperada —dije—. Soy el doctor Andrew Marlow. Estoy escribiendo un artículo sobre uno de sus antiguos profesores, Robert Oliver, para la revista Art in America. Exacto. Sí, sé que ya no está allí… De hecho, ya me he entrevistado con él en Washington.

Aunque hasta ese momento había estado de lo más tranquilo, noté que las raíces de mi pelo transpiraban; lamenté haber mencionado una revista concreta. La cuestión era si en la universidad sabían que a Robert lo habían detenido e ingresado en un psiquiátrico. Confiaba que el incidente de la Galería Nacional sólo hubiera aparecido en los periódicos locales de Washington. Me imaginé a Robert tumbado en su cama como un coloso vencido, los brazos detrás de la cabeza, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, los ojos clavados en el techo. «Puede usted hablar con quien le dé la gana.»

—Hoy pasaré por Greenhill —insistí despreocupadamente—, y sé que aviso con poco tiempo, pero quizá alguno de sus compañeros podría dedicarme unos minutos esta tarde o… o mañana por la mañana para hablarme un poco de su obra. Sí. Gracias.

La secretaria se fue un instante y volvió con sorprendente rapidez; visualicé un gran almacén tipo loft convertido en estudio, donde ella podría abordar a cualquiera de los que estaban frente a un caballete y hacerle una pregunta. Pero seguramente esa imagen no se correspondía con la realidad.

—¿El profesor Liddle? Muchas gracias. Por favor, dígale que siento avisar con tan poca antelación y que no le robaré demasiado tiempo. —Colgué el teléfono, entré en la cafetería, pedí un café con hielo y me enjugué la frente con la servilleta de papel. Quizá el joven de la barra adivinara al mirarme que yo era un mentiroso. «Antes no mentía —quise decirle—. Ha sido una gradual transformación.» No, eso no era del todo exacto: «Empecé a mentir hace poco, por casualidad»; una casualidad llamada Robert Oliver.

El trayecto hasta la universidad fue corto, de unos veinte minutos, pero mi incertidumbre hizo que se me hiciera eterno: había un gran cielo abovedado sobre las montañas, autopistas con amplios triángulos de flores silvestres rosas y blancas que no reconocí, el asfalto era liso. «Puede incluso hablar con Mary», me había dicho Robert. Era fácil recordarlo porque en mi presencia había hablado muy poco.

No cabían más que tres posibilidades, pensé. La primera era que su estado se hubiese deteriorado hasta el punto de tener alucinaciones a partir de su ruptura con Kate, y que ahora pensara que una mujer muerta aún vivía. Sin embargo, no era algo que yo pudiera demostrar. En principio, si a Robert lo acosaran las alucinaciones, no sería capaz de mantener su silencio de un modo tan premeditado. Otra posibilidad era que le hubiese estado mintiendo a Kate, intencionadamente, y que Mary no estuviera muerta. O… Pero la tercera posibilidad no acabó de perfilarse en mi mente y la deseché cuando tuve que empezar a estar pendiente de la salida que tenía que coger para ir a la universidad.

El entorno no se correspondía con mi imagen de los frondosos Apalaches; quizás había que alejarse más de la interestatal para eso. Un letrero me informó de que Greenhill College era la artífice del tramo de la buena carretera comarcal que había tomado, y, como para demostrarlo, había un grupo de jóvenes con chalecos naranjas recogiendo insignificantes cantidades de basura de la cuneta. La carretera serpenteaba entre montañas y pasaba por delante de un letrero que comprendí que seguramente era el que Kate me había descrito, un desgastado cartel de madera enmarcado con piedras grises sin labrar, y a continuación tomé el camino que conducía a Greenhill College.

El recinto tampoco estaba perdido en el bosque, aunque algunos de los edificios cercanos a la entrada eran tranquilas y viejas cabañas medio ocultas por matas de cicutas y rododendros. Un gran pabellón oficial resultó ser el comedor; detrás había residencias de estudiantes, que eran de madera, y edificaciones de ladrillo con aulas cubriendo la ladera, y más allá se extendía el bosque (jamás había visto un campus rodeado de tanto bosque). Los árboles de los jardines eran incluso más altos que los de Goldengrove, majestuosos, imponentes: robles que arañaban el cielo borrascoso, un imponente sicómoro, abetos altos como rascacielos. Tres estudiantes jugaban con un frisbee en el césped formando un triángulo perfectamente equilátero, y un profesor de barba dorada daba clase en el patio mientras sus alumnos mantenían en equilibrio los cuadernos sobre las piernas cruzadas. La estampa era idílica; yo mismo deseé volver a la universidad, volver a empezar. Y Robert Oliver había vivido durante varios años en este pequeño paraíso, enfermo y con frecuencia deprimido.

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