Pero él parecía impasible ante mi tentativa de seducirlo con mi modestia.
—¡Claro que me fijé! —exclamó tajante—. Eres buena. ¿Qué piensas hacer?
Yo me lo quedé mirando fijamente.
—¡Ojalá lo supiera! —dije al fin—. Vine a Nueva York para averiguarlo. En Michigan me ahogaba, en parte porque no conocía realmente a ningún otro artista. —Caí en la cuenta de que él ni siquiera me había preguntado de dónde era, como tampoco me había contado nada sobre su procedencia.
—¿Un verdadero artista no debería ser capaz de trabajar en cualquier sitio? ¿Necesitas conocer a otros artistas para poder pintar buenas obras?
Aquello me dolió, me picó en mi amor propio:
—Pues por lo visto, no, si tu valoración de mis obras es correcta.
Me dio la impresión de que, por primera vez, Robert me miraba de verdad. Se dio la vuelta y puso uno de sus originales zapatones (aquel sobre el que yo había vomitado, a juzgar por una mancha desvaída) en el reposapiés de mi taburete. Sus ojos estaban rodeados de arrugas, envejecidos para lo joven que era su cara, y su ancha boca se curvó en una mueca de disgusto:
—Te he hecho enfadar —comentó algo así como asombrado.
Me senté más erguida y tomé un sorbo de Guinness.
—Bueno, sí. He trabajado mucho por mi cuenta, aun cuando no tuviese estudiantes de Bellas Artes con los que sentarme a hablar en bares elegantes. —No sé qué mosca me había picado. Normalmente era demasiado tímida para mostrarme tan brusca con la gente. Sería la cerveza negra espumosa, quizás, o el largo monólogo de Robert, o tal vez la sensación de que mi pequeño arrebato había captado su atención después de que escucharle con educación no hubiera servido de nada. Tenía la sensación de que ahora él me estaba analizando minuciosamente: el pelo, las pecas, los senos, el hecho de que a duras penas le llegase a la altura del hombro. Me sonrió, y la calidez de sus ojos con aquellas arrugas prematuras alrededor se coló en mi torrente sanguíneo. Tuve la sensación de que era entonces o nunca. Debía atraer y retener toda su atención o quizá jamás la recuperase; de lo contrario, Robert se perdería en la enorme ciudad y yo no volvería a saber nada de él, de él, que tenía un montón de colegas que estudiaban arte entre los que yo podía elegir. Sus fuertes muslos, sus largas piernas enfundadas en sus excéntricos pantalones (esa noche, de tweed con pinzas, con las rodillas gastadas, seguramente adquiridos en una tienda de segunda mano) lo mantenían orientado hacia mí sobre su taburete del bar, pero podría perder el interés en cualquier momento y volverse hacia su copa.
Lo ataqué mirándolo a los ojos:
—Lo que quiero decir es que, ¿cómo te atreviste a entrar en mi apartamento y examinar mis obras sin decir nada? Por lo menos podrías haber dicho que no te gustaban.
Su expresión se tornó más seria, sus ojos, escrutadores. Visto de cerca, también tenía arrugas en la frente.
—Lo siento. —Me sentí como si hubiera apaleado a un perro; sus cejas se movían con perplejidad, inquieto por mi enfado. Costaba creer que minutos antes me hubiera soltado un discurso sobre pintores contemporáneos.
—Yo no he tenido el privilegio de estudiar Bellas Artes —añadí—. Hago jornadas de diez horas en un soporífero puesto de redactora. Luego me voy a casa y dibujo o pinto. —Esto no era del todo cierto, porque trabajaba tan sólo ocho horas, y a menudo llegaba a casa agotada y veía las noticias y alguna comedia en el pequeño televisor que mi tía abuela me había dejado en herencia años antes, o llamaba por teléfono, o me tumbaba aletargada en mi sofá cama o leía—. Y luego me levanto y me voy de nuevo a trabajar al día siguiente. Los fines de semana voy de vez en cuando a un museo o pinto en un parque, o dibujo en casa si hace mal tiempo. Muy glamuroso. ¿Se puede calificar de vida de artista? —Vertí sobre esta última pregunta más sarcasmo del que pretendía, y me asusté. Robert era la única cita que había tenido en muchos meses, si es que a eso se le podía llamar cita siquiera, y la estaba estropeando.
—Lo siento —repitió—. Debo confesar que estoy impresionado. —Descendió la mirada hacia su mano, sobre el borde de la barra, y hacia la mía, que sujetaba mi Guinness. Luego nos quedamos mirando largamente el uno al otro; sosteniendo la mirada. Sus ojos, bajo sus pobladas cejas, eran… tal vez fuera el color lo que me atrapó. Era como si nunca hubiera mirado realmente a nadie a los ojos. Me pareció que si podía nombrar su color o el tono de las motas que había en sus profundidades, sería capaz de apartar la vista. Finalmente, él se removió en su taburete:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Bueno… —dije, y mi atrevimiento me alarmó porque, en el fondo, yo sabía (sabía) que aquello no iba con mi forma de ser, que actuaba motivada enteramente por la presencia de Robert y el modo en que éste me miraba con fijeza a los ojos—. Bueno, creo que ahora viene cuando tú me invitas a tu casa para echar un vistazo a tus grabados.
Él se echó a reír. Se le iluminaron los ojos, y su boca generosa, fea y sensual, estalló en carcajadas. Se dio un manotazo en la rodilla.
—Exacto. ¿Quieres venir a mi casa a ver mis grabados?
1529 de octubre de 1877
Mon cher oncle:
Hemos recibido su nota esta mañana y estaremos encantados de que venga a cenar. Papá confía que llegue usted temprano, con los documentos que le tiene que leer.
Se despide ya su sobrina,
Béatrice de Clerval
Kate
Robert vivía en un apartamento del West Village con dos estudiantes más de Bellas Artes, ninguno de los cuales estaba cuando nosotros llegamos. Las puertas de sus habitaciones estaban abiertas y en el suelo había ropa y libros esparcidos como en los dormitorios de las residencias de estudiantes. Había un póster de Pollock en el desordenado salón, una botella de brandy sobre la encimera de la cocina y platos en el fregadero. Robert me condujo a su habitación, que también era un desastre. La cama estaba sin hacer, naturalmente, y había ropa sucia en el suelo, pero tenía un par de jerséis cuidadosamente colocados sobre el respaldo de la silla del escritorio. Había pilas de libros; me impresionó mucho ver que algunos de ellos estaban en francés, libros de arte y quizá novelas, y cuando le pregunté a Robert al respecto, me dijo que su madre había venido a los Estados Unidos con su padre después de la guerra, que era francesa y que él se había criado en el bilingüismo.
Sin embargo, lo más asombroso era que todas las superficies estaban cubiertas con dibujos, acuarelas y postales de cuadros. En las paredes había bocetos colgados, sin duda del propio Robert: a lápiz, al carboncillo, en ocasiones era el mismo dibujo una y otra vez, estudios de brazos, piernas, narices y manos, manos por doquier. Yo había dado por sentado que su habitación sería el santuario de la pintura contemporánea, lleno de las formas rectangulares y las líneas rectas de los carteles de Mondrian, pero no: era un espacio de trabajo corriente. Se quedó mirándome. Yo sabía lo suficiente sobre arte como para entender que sus dibujos eran asombrosos, técnicamente sólidos y, no obstante, también llenos de vida, misterio y movimiento.
—Estoy intentando aprender el cuerpo —declaró con discreción—. Me sigue costando mucho dibujarlo. Es lo único que me importa.
—Eres un tradicionalista —dije sorprendida.
—Sí —contestó escuetamente—. La verdad es que no me preocupan mucho los conceptos. Créeme, en la facultad también se meten conmigo por eso.
—Yo pensaba… Cuando en el bar has hablado de todos esos grandes artistas contemporáneos, he pensado que los admirabas.
Robert me miró con extrañeza.
—No pretendía causarte esa impresión.
Nos quedamos mirándonos fijamente. En el apartamento retumbaba el silencio, esa sensación de extrañamiento que produce un espacio desierto en el bullicio nocturno de la ciudad. Podríamos haber estado solos en Marte. Me causó una sensación de intimidad, como si hubiésemos estado jugando al escondite y nadie supiera dónde estábamos. Pensé fugazmente en mi madre, dormida desde haría ya rato en la gran cama que antaño había albergado también a mi padre, el gato a sus pies, la puerta principal prudentemente cerrada con llave y comprobada dos veces, el reloj de pared haciendo tictac en la cocina que tenía debajo. Dirigí mi atención a Robert Oliver:
—Así pues, ¿tú qué admiras?
—¿Con franqueza? —Enarcó sus pobladas cejas—. El trabajo duro.
—Dibujas divinamente. —Me salió de sopetón, lo dije tal como mi madre podría haberlo dicho; y en serio.
Él parecía inesperadamente ufano, atónito ante mis palabras.
—En las evaluaciones no oímos eso muy a menudo. Nunca, de hecho.
—Hasta ahora no me has contado nada que haya hecho entrar ganas de estudiar Bellas Artes —comenté. Robert no me había invitado a sentarme, así que deambulé de nuevo por la habitación, contemplando los dibujos—. Supongo que también pintas.
—Claro, pero en la facultad. Para mí, la pintura es lo más importante. —Levantó un par de hojas sueltas de la mesa—. Esto son estudios de un modelo al que hemos estado pintando en el aula, un gran óleo sobre lienzo. He tenido que pelear para estar en esa clase. Este individuo, el modelo, ha sido todo un reto para mí. Es un hombre mayor, de hecho; increíble, alto, de pelo blanco y músculos algo fibrosos, aunque ya de capa caída. ¿Te apetece beber algo?
—Creo que no. —En realidad, yo no sabía muy bien qué sacaría yo de este encuentro o si debería irme a casa. Era tan tarde ya que tendría que tomar un taxi para llegar sana y salva a mi calle de Brooklyn, y eso se tragaría todos mis ahorros de la semana. Quizá Robert viviese de renta y no lo fuera a entender. Además, ¿dónde estaba mi orgullo? Probablemente Robert Oliver se preocupaba ante todo de sí mismo y de sus cuadros, y yo le caía bien porque había sabido escucharle, por lo menos al principio. Eso era lo que mi instinto me decía, el sexto sentido que las chicas desarrollan con relación a los chicos, y las mujeres, con relación a los hombres—. Me parece que será mejor que me vaya. Necesitaré tomar un taxi para ir a casa.
Él se plantó frente a mí, en el centro de su habitación desordenada y sin ventanas, imponente y, sin embargo, en cierto modo asustado, vulnerable, con las manos colgando a ambos lados del cuerpo. Tuvo que encorvarse un poco para poder mirarme a la cara.
—Antes de que te vayas a casa, ¿puedo besarte?
Me quedé pasmada, no tanto porque él quisiera besarme como por su pregunta, por su ineptitud. Experimenté una repentina compasión hacia este hombre con aspecto de huno conquistador y que, en cambio, me estaba pidiendo permiso tímidamente; di un paso adelante y puse las manos sobre sus hombros, que me parecieron macizos y de fiar, los hombros de un toro, un trabajador, reconfortantes. Su rostro se desdibujó en las sombras por la proximidad, sus ojos eran un borrón de color vistos tan de cerca. Entonces rozó mis labios con su enérgica boca. Encontré sus labios parecidos a sus hombros, cálidos y musculosos pero titubeantes, y me dio la impresión de que se quedaba un instante en suspenso hasta que de nuevo sentí algo parecido a la compasión y le devolví el beso.
De pronto, me rodeó con los brazos (fue la primera vez que sentí su inmensidad, la totalidad de su enorme y alto cuerpo) y casi me levantó del suelo mientras me besaba con espontánea pasión; al fin y al cabo, Robert no era nada tímido. Era como si, simplemente, no supiera dejar de ser él mismo, y yo sentí que su individualidad me sacudía como un rayo; a mí, que dudaba y me anticipaba y analizaba cada segundo de mi propia vida. Fue como beberme una poción sin saber que existían las pociones: cada gota de ésta, todo el elixir, se me subió a la cabeza, penetró en mi caja torácica y luego bajó disparada a mis pies. Tuve la necesidad de retirar el torso y volver a examinar sus ojos, pero no me impulsó el temor, sino más bien una especie de asombro por el hecho de que alguien pudiera ser tan complicado y, sin embargo, tan simple, como resultó ser. Robert bajó la mano hasta la zona donde la espalda pierde el nombre y me estrechó con más fuerza contra él; me presionó contra su cuerpo como si yo fuera un paquete que él hubiera estado esperando con ansia. Me levantó del suelo y me sostuvo literalmente en sus brazos.
Me imaginé que, después de aquello, vendría el chasquido de la puerta al cerrarse, el olor y la sensación de una cama con sábanas sucias en la que a saber si había yacido allí recientemente alguien más debajo de él, la búsqueda precipitada de condones en el cajón que había junto a la cabecera (por aquel entonces cundió el primer ataque de pánico por la epidemia del sida) y mi consentimiento a caballo entre el temor y el deseo. Pero, por el contrario, me besó una vez más y me dejó en el suelo. Me abrazó contra su jersey.
—Eres adorable —me dijo. Se quedó acariciándome el pelo. Me sujetó la cabeza torpemente entre sus manos y me besó en la frente. Fue un gesto tan tierno e íntimo que sentí que se me anudaba la garganta. ¿Me estaba rechazando? Pero entonces me puso sus enormes manos sobre los hombros y me acarició la nuca—. No quiero que ninguno de los dos tenga la sensación de que vamos demasiado deprisa. ¿Te gustaría que nos viéramos mañana por la noche? Podríamos ir a cenar a un sitio que conozco en el Village. Es barato y no es ruidoso como el bar.
Desde aquel instante fui suya; me tenía en el bolsillo. Nadie había querido jamás evitarme la sensación de tener que ir demasiado deprisa. Sabía que, cuando llegase el momento, fuese la noche siguiente o la de después, o al cabo de una semana, sentiría que él se acostaría sobre mí no como un intruso, sino como un hombre del que podía enamorarme, o del que ya me había enamorado. Esa simplicidad… ¿cómo seguía él sintiéndola ante mi recelo? Cuando me encontró un taxi, nos besamos largamente en la calle, lo que me produjo un retortijón de tripas, y él se rió con aparente alegría, me abrazó e hizo esperar al taxista.
A la mañana siguiente no supe nada de él, aunque había prometido llamarme al trabajo a primera hora para darme la dirección del restaurante. La euforia fue abandonando lentamente mis extremidades a medida que se acercaba el mediodía. No acostarse conmigo había sido una manera sencilla de plantarme, un manera amable; después de todo, no había sido su intención cenar conmigo. Tenía que corregir un largo artículo sobre los procedimientos de la punción lumbar, y me produjo unas ligeras náuseas, como si parte del malestar que había sentido al toparme con Robert por primera vez en los grandes almacenes hubiese vuelto, una leve recaída. Comí delante de mi mesa. A las cuatro sonó el teléfono y descolgué. Sólo mi madre tenía mi teléfono directo del despacho, así que supe que únicamente podían ser dos personas. Era Robert.