Read El rapto del cisne Online

Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (13 page)

—Siento no haber podido llamarte antes —me dijo sin darme más explicaciones—. ¿Todavía quieres salir esta noche?

Ésa fue nuestra segunda velada en los cinco años que pasamos juntos en Nueva York.

16

Marlow

Kate se levantó del sofá de su tranquilo salón y empezó a recorrerlo de un lado para otro, como si yo la hubiera encerrado en una jaula. Anduvo hasta las ventanas y volvió, y la observé, sintiendo una especie de lástima por ella, por la tesitura en que la había puesto. En su relato no se había acercado a las cosas que yo más necesitaba saber, pero en ese momento no me vi con ánimos de presionarla.

Me dio la impresión de que habría sido (de que debía de haber sido) una esposa estupenda; una mujer igual que mi madre en su escrupulosidad, su organización e impecables gestos de hospitalidad (no era la primera vez que pensaba en ello), si bien carecía del aplomo bonachón de mi madre, de su sentido del humor irónico. O tal vez, fuese cual fuese el sentido del humor de Kate, lo había perdido tras separarse de su marido. Una ausencia temporal de felicidad, esperaba yo. Había visto a muchas mujeres emocionalmente destrozadas por un divorcio. Había algunas que no se recuperaban, porque se sumían en una amargura crónica permanente o en la depresión, sobre todo si el divorcio iba unido a algún trauma previo o a un trastorno subyacente. Pero yo siempre había pensado que la mayoría de las mujeres eran extraordinariamente fuertes; las que se curaban solas tenían luego una vida más intensa. La inteligente Kate, con la luz que entraba por las ventanas y se reflejaba en su pelo liso, seguiría adelante hacia algo o alguien mejor y sería dichosa y rebosaría de sabiduría.

Estaba yo pensando en esto cuando ella se volvió hacia mí.

—No crees que realmente pudiera ser tan duro —dijo con reprobación.

Yo me quedé boquiabierto.

—No exactamente —repuse—. Pero casi aciertas. Estoy seguro de que ha sido difícil, pero estaba pensando en lo fuerte que pareces.

—Entonces lo superaré.

—Así lo creo.

Me dio la impresión de que ella se disponía quizás a rebatírmelo, pero se limitó a decir:

—Bueno, supongo que habrás visto a un montón de pacientes y sabes de lo que hablas.

—En el fondo, siempre tengo la sensación de que no sé nada sobre el ser humano, pero es verdad que he observado a un montón de gente. —Era una confesión que no le habría hecho a un paciente.

Kate se giró. Sus pequeñas clavículas atrajeron la luz.

—¿Y te gusta la gente, doctor Marlow, después de haber observado a tanta?

—¿Y a ti? Me pareces sumamente observadora.

Soltó una carcajada, la primera que había oído desde mi entrada en el salón.

—Basta de bromas. Te enseñaré el despacho de Robert.

Esto me sorprendió considerablemente en dos sentidos: en primer lugar, me sorpendió que él hubiera tenido un despacho, y en segundo lugar, que ella fuera tan generosa pese a su sufrimiento. Quizás hubiera servido también de despacho para los asuntos domésticos.

—¿Estás segura?

—Sí —contestó ella—. No es gran cosa, y he empezado a vaciarlo porque quiero usar el escritorio para tener un sitio donde ordenar las facturas y organizar mis papeles. Además, todavía tengo que vaciar su estudio.

Con Robert en esta casa, ella no había tenido ni despacho ni estudio propios, mientras que él había tenido ambas cosas. Robert Oliver había ocupado un espacio considerable de su vida, literalmente. Mi esperanza era que me enseñase también el estudio.

—Gracias —dije.

—¡Oh, no hay de qué! —repuso ella—. Su despacho es un desastre. Me ha costado mucho tiempo siquiera abrir la puerta de esa habitación, pero ahora que he empezado a ordenarla me siento mejor. Puedes echarle un vistazo a todo lo que quieras. Te lo digo porque cuanto hay allí me trae ya sin cuidado. No me importa en absoluto.

Kate se puso de pie, recogió nuestras tazas y volvió la vista por encima de su hombro.

—Ven conmigo —me dijo. La seguí hasta una zona de comedor tan impoluta y tranquila como el salón; unas sillas de respaldo alto estaban agrupadas alrededor de una mesa reluciente. De nuevo, los cuadros eran acuarelas, esta vez de montañas, y había un antiguo par de grabados de pájaros, cardenales y arrendajos azules, al estilo de Audubon. Tampoco aquí había ningún cuadro de Robert Oliver. Me condujo a una soleada cocina, donde dejó nuestras tazas en el fregadero, y luego pasamos a una habitación no mucho más espaciosa que un armario grande. Estaba amueblada, o más bien completamente atestada de muebles, con un escritorio y estantes y una silla. El escritorio era antiguo, como la mayoría de los muebles de Kate, con una enorme tapa de persiana enrollada que dejaba al descubierto casillas repletas de papeles; un caos, tal como ella me había advertido.

Aquí, mucho más que en el salón, sentí la presencia de Robert Oliver, me imaginé su enorme mano introduciendo facturas, recibos y artículos por leer en los departamentos del escritorio. En el suelo había un par de papeleras de plástico, cuidadosamente etiquetadas para alojar distintos tipos de archivos, como si Kate hubiese estado haciendo limpieza. No había ningún archivador a la vista (no cabía nada más en la habitación), aunque tal vez Kate tuviese uno en alguna otra parte.

—Detesto tener que hacer esto —dijo ella, de nuevo sin dar más explicaciones. Los estantes de libros contenían un diccionario, una guía de cine, novelas policiacas (algunas de ellas en francés) y numerosos libros de arte. Picasso y su mundo, Corot, Boudin, Manet, Mondrian, los posimpresionistas, retratos de Rembrandt y una cantidad sorprendente de obras sobre Monet, Pissarro, Seurat, Degas, Sisley… Predominaba el siglo XIX.

—¿Sabes si Robert tenía predilección por los impresionistas? —inquirí.

—Supongo que sí. —Kate se encogió de hombros—. Cada cierto tiempo, cambiaba de preferencias. No conseguí estar al día de todo lo que despertaba su entusiasmo. —Su voz contenía un tono de desagrado, y me dirigí hacia el escritorio—. Puedes echarle un vistazo tranquilamente, siempre y cuando dejes las cosas ordenadas. Bueno, ordenadas… —Puso los ojos en blanco, repensando lo que acababa de decir—. Sea como sea, limítate a dejar las cosas como están, porque estoy intentando poner en orden todas las cuentas por si en algún momento me hacen una inspección.

—Es muy amable por tu parte. —Quise asegurarme de que contaba con su permiso; reprimí el pensamiento inequívoco de que hojear los papeles de un paciente vivo sin su propio consentimiento era un paso muy grave, aun cuando su ex mujer, no sin resentimiento, me autorizara a hacerlo. Sobre todo si ella me autorizaba. Pero Robert me había dicho que podía hablar con quien quisiera—. ¿Crees que habrá algo aquí que pueda ayudarme?

—Lo dudo —respondió Kate—. Tal vez por eso me siento tan generosa. Robert no tenía realmente papeles confidenciales; no escribía acerca de sus emociones, ni llevaba un diario ni nada parecido. A mí sí que me gusta escribir, pero él decía que, en realidad, no podía entender el mundo a través de las palabras; tenía que observarlo, extraer los colores y pintarlo. Aquí no he encontrado gran cosa, a excepción de su colosal desorganización.

Kate se rió, o resopló, como si le hubiera gustado el calificativo: colosal.

—Supongo que no es del todo cierto que no apuntaba las cosas: hacía notas para sí mismo, y listas, y las perdía entre el desorden. —Extrajo un trozo de papel de una caja abierta—. «Cuerda para el paisaje» —leyó en voz alta—. «Cerradura puerta trasera, comprar alizarina y tabla, comprobar preguntando a Tony, jueves.» Aun así, siempre se olvidaba de todo. O a ver qué te parece esta nota: «Pensar en mi cuarenta aniversario». ¿Verdad que es increíble? ¿Que alguien tenga que recordarse a sí mismo que debe pensar en algo tan básico? Cuando veo toda esta basura, me alegro de no tener que tratar con la basura restante; me refiero a no tener que tratar más con él. Pero sírvete tú mismo. —Levantó la cabeza con una sonrisa—. Voy a preparar algo de comida para que podamos almorzar tranquilos antes de irme a recoger a los niños. Tenemos el día de mañana por delante también, claro.

Y salió de la habitación sin esperar a mi respuesta.

17

Marlow

Instantes después me senté en la silla del escritorio de Robert. Era una de esas sillas de oficina antiguas con el cuero agrietado e hileras de tachones de latón dorado, que giraba precariamente sobre las ruedas o se reclinaba demasiado, desafiando la estabilidad (supuse que sería heredada, de un abuelo o incluso de un bisabuelo). A continuación volví a levantarme y cerré suavemente la puerta. Pensé que a ella no le importaría; de hecho, me había dejado completamente a mis anchas. Me daba la impresión de que Kate Oliver era una persona de todo o nada. O me lo enseñaba y contaba todo concienzudamente, o mantenía su privacidad intacta, y se había decantado por lo primero. Me caía bien, muy bien.

Me incliné sobre el escritorio y saqué un montón de papeles de una de las casillas: extractos bancarios, recibos medio arrugados del agua, facturas de electricidad y algún papel de libreta en blanco. Me resultaba curioso que Kate le hubiera confiado al despistado de su marido los números de la casa, pero tal vez él hubiera insistido. Devolví la colección de papeles a su sitio. Algunos de los huecos no contenían nada, salvo polvo y clips sujetapapeles; ella ya se había ocupado de esas zonas. Me la imaginé sacando todo esto, clasificándolo con precisión y ordenadamente en algún lugar, despejando por fin el escritorio, sacándole brillo quizá. A lo mejor Kate me había dejado entrar aquí porque, en realidad, ya había retirado cualquier cosa de carácter personal; a lo mejor el suyo era un gesto huero, una hospitalidad falsa.

No había nada de interés en el resto de casillas, a excepción de un objeto reseco en el fondo de una de ellas, que resultó ser un viejo porro; reconocí el olor, al igual que uno reconoce los ingredientes de un postre de su infancia. Lo devolví cuidadosamente a su sitio. Los dos primeros cajones estaban llenos de bocetos (ejercicios convencionales de figuras, ninguna de ellas parecida a la dama con la que Robert solía llenar su habitación de Goldengrove) y catálogos viejos, sobre todo material artístico, y otros, de artículos para realizar deportes al aire libre, como si Robert hubiese también sido excursionista o ciclista. ¿Por qué mi insistencia en pensar en él en pasado? Quizá se recuperase y recorriese los montes Apalaches de punta a punta, y era mi deber ayudarle a intentarlo.

El último cajón fue más difícil de abrir. Estaba hasta los topes de blocs amarillos en los que, al parecer, Robert había tomado notas para las clases que impartía («bocetos previos, algunas frutas; bodegón al final de la clase, ¿dos horas?»). Deduje de estas notas que Robert se limitaba a perfilar someramente sus clases, y la mayoría de los papeles no estaban fechados. Su mera presencia debía de llenar el aula o el taller; por lo visto no planificaba gran cosa más. ¿Había sido un profesor con tanto talento que tenía todos los conocimientos en su cabeza y podía irlos soltando a voluntad de un modo ordenado? ¿O quizás enseñar a pintar significara para él simplemente pasearse por el aula evaluando el trabajo en curso de los alumnos? Yo mismo había asistido a cinco o seis talleres de ésos, aprovechando los huecos que me dejaba mi profesión, y me encantaron: la sensación de estar solo y, sin embargo, entre otros pintores, de que el profesor me dejara tranquilo la mayor parte del tiempo pero que también me observara, animándome en ocasiones, con lo que aún me concentraba con más ahínco.

Exploré el fondo del último cajón y me disponía a olvidarme de todos aquellos blocs de notas entremezclados con facturas viejas de teléfono cuando me llamó la atención una hoja escrita a mano. Era un papel blanco a rayas, arrugado como si lo hubieran estrujado y luego lo hubieran vuelto a alisar en parte y le habían arrancado un ángulo. Era el principio de una carta o del borrador de una carta, escrita con pulso firme y grandes bucles verticales; aquí y allí había tachada una palabra a la que sustituía otra. Yo conocía ya esa letra por el montón de notitas que tenía a mi alrededor: era de Robert, no cabía duda. Saqué el papel del cajón y procuré alisarlo encima del fieltro del escritorio.

Te he llevado conmigo en todo momento, musa mía, y he pensado en ti con asombrosa viveza, no sólo en lo bella que eres y lo grata que es tu compañía, sino también en tu risa, en tus más mínimos gestos.

La línea siguiente había sido eliminada con una brutal tachadura, y el resto de la página estaba en blanco. Agucé el oído por si oía ruidos procedentes de la cocina. A través de la puerta cerrada, pude oír que la ex mujer de Robert movía algo: un taburete arrastrado sobre el linóleo, quizá, la puerta de un armario al abrirlo y cerrarlo. Doblé el folio en tres y lo introduje en el bolsillo interior de mi chaqueta. Acto seguido me agaché y exploré el último cajón por última vez. Nada, o, por lo menos, nada más escrito con su letra, aunque había certificaciones de Hacienda que parecía que nadie las hubiera sacado de sus sobres.

Parecía una tontería, pero como la puerta estaba firmemente cerrada y todo apuntaba a que Kate seguía atareada en la cocina, me incliné y empecé a sacar los libros de Robert de los estantes y a palpar tras ellos. El polvo dejó surcos en mi mano. Di con una pelota de goma que debía de haber pertenecido a uno de los niños y que ahora estaba cubierta de pelusilla, filamentos de células humanas, recordé con algo así como un escalofrío. Fui dejando los tomos en el suelo en grupos de cuatro o cinco, de manera que si Kate abría la puerta sin previo aviso no encontraría gran cosa fuera de lugar y yo siempre podría decir que había estado examinando los libros.

Pero no había más papeles; no había nada detrás de los libros, y aparentemente nada (hojeé deprisa un par) metido en su interior. Durante unos instantes me visualicé a mí mismo desde el umbral de la puerta de la habitación: un interior de composición muy cuidada, a base de siluetas oscuras iluminadas por una única bombilla en el techo, de luz fuerte; era un interior discordante y sugestivo al estilo de Bonnard. Por primera vez reparé en que no había cuadros en las paredes del despacho de Robert, ni postales pegadas con celo, ni anuncios de exposiciones ni pequeños cuadros que no hubieran sido vendidos en las galerías. Tratándose del despacho de un artista, aquello resultaba extraño, pero quizá los hubiese reservado todos para su estudio.

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