Entonces, volviéndome a inclinar sobre los estantes de libros, vi que, en efecto, había algo en una pared; no un cuadro de ningún tipo, sino unos números garabateados a lápiz y unas cuantas palabras junto a los estantes, de modo que el apunte no habría podido verse desde la puerta. Pensé por un momento que quizá serían las estaturas y edades de los hijos de Robert, las fechas en que habían alcanzado una altura determinada, pero estaba muy abajo incluso para un niño pequeño. Me acuclillé junto a los libros, con un ejemplar de
Seurat and the Parisians
en mi mano. Estaban a lápiz, en efecto, probablemente un 5B o un 6B, oscuro y blando para un sombreado intenso. Agucé la vista para verlo. Ponía «1879». A continuación, dos palabras: «Étretat. Júbilo».
Lo leí un par de veces. Los números y letras de la pared se veían desproporcionados; Robert debía de haberse tumbado en el suelo para escribirlos, y aun así le habría costado hacerlo con pulcritud. El despacho era tan pequeño que, probablemente, sus largas piernas habrían estado encogidas tras él en posición fetal. ¿O había escrito otra persona ese borrón? Pensé que la É y la J serpenteantes y la longitud de la l eran parecidas a la letra de Oliver, la caligrafía suelta y firme de todas las notas recordatorias que había estado leyendo, de los cheques anulados. Extraje el borrador de la carta de mi bolsillo y lo puse al lado para compararlos. La l era, desde luego, igual, y la t minúscula, segura y nítida. ¿Por qué un hombre adulto, una torre de hombre, iba a echarse en el suelo a escribir algo en la pared de su despacho?
Devolví con cuidado la carta al escondite de mi bolsillo (tibia por el calor de mi cuerpo) y me puse a buscar un trozo de papel en blanco. Recordé los blocs de notas amarillos del última cajón y cogí un papel de uno de ellos, copiando al pie de la letra el mensaje de la pared. Me pareció que conocía esta palabra, «Étretat», pero de todas formas luego la consultaría.
Mi búsqueda de papel me había dado otra idea: acerqué más la papelera y examiné su contenido, mirando furtivamente hacia la puerta cada dos segundos. Me pregunté si la habría llenado Kate o el propio Robert; probablemente Kate, en el transcurso de su limpieza. Contenía más trozos de papel con la letra de Robert, así como una serie de garabatos que podrían haber sido estudios para un desnudo o bosquejos realizados a ratos libres, algunos de ellos partidos por la mitad; por fin, rastros del artista. Ninguna de las notas recordatorias de Oliver me sugería nada, especialmente porque tendían a constar como mucho de unas cuantas palabras y a menudo contenían cuestiones prácticas. Le di la vuelta a otra de ellas: «Llevar vino y cerveza mañana por la noche». No me atrevía a quedarme con ninguna; si me llenaba los bolsillos de la chaqueta, Kate oiría el crujido del papel, y más allá de esa posibilidad absolutamente real y humillante, yo mismo oiría el crujido y no sentiría más que vergüenza. Con un motivo de vergüenza bastaba; palpé la carta de mi chaqueta. «Te he llevado conmigo en todo momento, musa mía.» ¿Quién era la musa de Robert? ¿Kate? ¿La mujer de sus dibujos de Goldengrave? ¿Era «Mary» esa mujer? Podía ser, y tal vez Kate me hablase de ella si se lo preguntaba indirectamente.
Examiné el resto de libros por pequeños grupos, siempre pendiente de la puerta, pero sólo encontré papelitos en blanco para marcar una página favorita, o quizás un pasaje o una imagen para las clases de Robert. Uno de esos papelitos marcaba una reproducción a todo color de Olympia, el cuadro de Manet. Había visto el original en París años atrás. Al sacar el papel, Olympia alzó la vista hacia mí, desnuda y con una inexpresiva despreocupación. Detrás de los volúmenes de la hilera superior encontré un enorme calcetín blanco arrugado. No había más rincones donde buscar, a menos que levantara la mismísima moqueta. Escudriñé tras los estantes y el escritorio, eché otro vistazo a esa fecha de la pared. Una palabra francesa, Étretat, un lugar. Si el topónimo y la fecha estaban conectados, al menos en la mente de Robert, ¿qué había sucedido en la Francia de 1879? Traté de recordar, pero nunca había sabido gran cosa de la historia de Francia o la había olvidado nada más terminar la asignatura de civilización occidental del instituto. ¿No había sido cuando la Comuna de París, o eso era antes? ¿Exactamente cuándo había proyectado el barón Haussmann los amplios bulevares de París? En 1879, el Impresionismo todavía pervivía, si bien era profusamente criticado (todo eso lo sabía por museos a los que había ido y por la lectura de algún que otro libro), así que tal vez había sido un año de paz y prosperidad.
Abrí la puerta del despacho, contento de que Kate no hubiera abierto antes que yo desde el otro lado. La cocina era extrañamente luminosa en comparación con el despacho de Robert; había salido el sol, que hacía que en los árboles brillaran unas gotitas. Así pues, había llovido mientras yo examinaba los papeles de Robert. Kate estaba de cara a la encimera, removiendo la ensalada de un cuenco; llevaba puesto un delantal azul de cocina encima de su blusa y sus tejanos, y tenía el rostro sonrojado. La vajilla era de color amarillo claro.
—Espero que te guste el salmón —comentó, como retándome a lo contrario.
—Sí —contesté con honestidad—. Me gusta mucho. Pero no hacía ninguna falta que te tomaras tantas molestias con la comida. Gracias.
—No es ninguna molestia. —Estaba poniendo rebanadas de pan en una cesta cubierta con una tela—. Últimamente cocino pocas veces para adultos y los niños no comen mucho, salvo macarrones con queso y espinacas. Por suerte para mí la verdad es que les gustan las espinacas. —Se giró y me sonrió, y me causó extrañeza; aquí estaba la ex mujer de mi paciente, una mujer a la que había conocido tan sólo unas cuantas horas antes, una mujer a la que apenas conocía y medio temía, preparándome la comida. Recibí su sonrisa afectuosa, espontánea, desde el otro lado de la cocina. Me entraron ganas de agachar la cabeza.
—Gracias —volví a decir.
—Puedes llevar estos platos a la mesa —me indicó, pasándomelos con sus delicadas manos.
1830 de octubre de 1877
Mon cher oncle:
Le escribo esta mañana para expresarle lo mucho que agradecemos su presencia de anoche y la alegría que nos trajo. Gracias, también, por sus palabras de aliento sobre mis dibujos, que, de no ser por la insistencia de mi suegro y de Yves, habría preferido no enseñarle. Por las tardes estoy atareada en un nuevo cuadro, pero debería considerarlo como una obrita sin importancia. Me complace pensar que mi jeune fillele gustara tanto; tal como le dije, mi sobrina posó para mí y parece un hada. Espero trasladar ese dibujo al lienzo, pero a principios de verano, para poder usar mi jardín de fondo; en esa época del año está magnífico, rebosante de rosas.
Un saludo afectuoso,
Béatrice de Clerval
Marlow
Tras la comida, que en general transcurrió en silencio (pero un silencio agradable, pensé), Kate me anunció que en breve tendría que irse a trabajar, y yo capté la indirecta y me marché, aunque solamente después de haber acordado que volveríamos a vernos a la mañana siguiente. Cerró la gran puerta principal a mis espaldas, pero cuando me giré desde el camino de entrada, ella seguía mirándome fijamente a través del cristal. Me sonrió y acto seguido agachó la cabeza como si lamentara haber sonreído, se despidió una vez con la mano y desapareció antes de que yo pudiera siquiera devolverle el saludo. El camino enladrillado brillaba por la lluvia, y regresé hacia el acceso de gravilla eligiendo con sumo cuidado dónde pisaba. Al subirme al coche me palpé el bolsillo del pecho para comprobar que la arrugada hoja de papel seguía ahí.
Desconocía el motivo, pero hacía tiempo que no me había sentido tan triste. Cuando mis pacientes me veían o cuando yo los veía a ellos, estaban rodeados por el entorno uniforme de mi despacho o las habitaciones intencionadamente alegres de Goldengrove. Ahora había hablado con una mujer que estaba sola, sola y quizá lo bastante desesperada como para tener todo el derecho del mundo a acudir a mi consulta en calidad de paciente, pero, en cambio, la había visto rodeada de su propia vida: del descomunal acebo próximo a la puerta principal, de los arriates con sus tulipanes en flor, de los muebles que su abuela le había dejado, del olor a salmón y eneldo de su cocina, de los restos de la vida de su marido como inequívoco trasfondo. Aun así, había sido capaz de sonreírme.
Regresé en mi coche por las calles primaverales de su vecindario, entre las zonas arboladas y las curiosas casas que vislumbré, recorriendo como a tientas el trayecto por el que había venido. Me imaginé a Kate poniéndose una chaqueta de lona, descolgando de un gancho las llaves de su coche y cerrando la puerta con llave al salir. Pensé en el aspecto que tendría al inclinarse sobre las camas de sus hijos para darles un beso de buenas noches, en su ágil cintura bajo su ropa azul. Los dos niños debían de ser rubios, como ella, o uno tendría el pelo claro y el otro la cabeza coronada con los tupidos bucles morenos de Robert; pero al pensar esto mi mente rebobinó. Seguramente Kate los besaba cada vez que volvía a verlos, incluso tras una breve ausencia. Estaba seguro. Me pregunté cómo podía Robert soportar estar separado de estas tres exquisitas criaturas que él mismo había creado. Pero ¿qué iba yo a saber? De hecho, quizá no pudiese soportarlo. O quizás hubiese olvidado lo maravillosas que llegaban a ser. Yo nunca había tenido esposa, ni un hijo ni dos, ni una casa antigua y grande con un salón luminoso. Vi mi propia mano al coger los platos de manos de Kate; unas manos que no llevaban anillos, sólo una delgada pulsera de oro en una muñeca. ¿Qué iba yo a saber?
En casa de los Hadley abrí de nuevo todas las ventanas, luego puse el fragmento de carta del despacho de Robert encima del buró, me tumbé en la fea cama individual y dormité. De hecho, en un momento dado me dormí durante varios minutos. En el centro de mi sueño estaba Robert Oliver, hablándome de su vida y su mujer, pero yo no podía oír una sola palabra y no paraba de pedirle que hablase con más claridad. Había algo más enterrado en ese sueño, un recuerdo: Étretat, el nombre de una ciudad costera de Francia (¿dónde estaba exactamente?), escenario de los famosos cuadros de acantilados que pintó Monet, con sus arcos icónicos, las aguas azules y verdes, las rocas verdes y moradas.
Finalmente, me levanté, cansado, y me puse una camisa vieja. Cogí el libro que estaba leyendo, una biografía de Newton, y bajé en coche a la ciudad para cenar algo. Encontré diversos restaurantes estupendos; en uno de ellos, que tenía diminutas luces blancas en todas las ventanas como si fuese Navidad, me tomé un plato de tortitas de patata con distintas guarniciones. La mujer que estaba sentada junto a la barra me sonrió y cruzó de nuevo sus preciosas piernas, y el hombre que minutos después se reunió con ella parecía un ejecutivo neoyorquino. Era una ciudad pequeña y extraña, pensé, que me gustó más aún a medida que el pinot noir iba haciéndome efecto.
Mientras deambulaba por las calles después de cenar, me pregunté si quizá me tropezaría con Kate, y de ser así qué le diría yo, cómo reaccionaría ella si nos encontráramos de sopetón tras la conversación de esta mañana; luego recordé que seguramente estaría en casa con sus hijos. Me vi a mí mismo conduciendo de nuevo hasta su vecindario para espiarla a través de los enormes ventanales. Estarían suavemente iluminados, mientras que los arbustos que rodeaban la casa ya estarían a oscuras y el tejado parecería flotar encima. En el interior, un estuche de piedras preciosas: Kate jugando con dos niños encantadores, su pelo resplandeciente bajo la lámpara. O la vería junto a la ventana de la cocina donde me había preparado el salmón; estaría lavando los platos después de haber acostado a los niños, deleitándose en el silencio. Me imaginé rápidamente una cosa detrás de otra: que Kate me oía entre los arbustos, que llamaba a la policía local, las esposas, las infructuosas explicaciones, su enfado, mi bochorno…
Me detuve para tranquilizarme un instante ante el escaparate de una tienda de moda llena de cestas y lo que me figuré que eran chales tejidos a mano. Ahí plantado, empecé a añorar mi casa; al fin y al cabo, ¿qué diablos hacía yo aquí? Me sentía solo en esta hermosa ciudad, aunque en casa estaba acostumbrado a estar solo. Las palabras escritas a lápiz que había visto en la pared de Robert seguían en mi mente. ¿Por qué había llenado su biblioteca de obras sobre los impresionistas? Me obligué a caminar un poco más, fingiendo que todavía no había dado la velada por concluida. Pronto me iría a casa (o, mejor dicho, a casa de los Hadley) y me tumbaría en la cama a leer la vida de Newton, quien seguramente había pertenecido a otro mundo, una época en la que no existía la psiquiatría moderna. Lo cual era una tragedia, por supuesto. Una época anterior a Monet, anterior a Picasso, anterior a los antibióticos, anterior a mi propia vida. Newton, que en paz descanse, sería una compañía más grata que estas calles de luz crepuscular, con sus edificios rehabilitados, sus mesas de cafetería, las parejas de jóvenes arrebujados en bufandas y cubiertos de pendientes que me adelantaban cogidos de la mano, envueltos en una nube de olor almizcleño. Mi juventud quedaba ya muy atrás, y no sabía cómo ni cuándo se había alejado de mí.
Al final de la manzana, las tiendas dieron paso a un aparcamiento y luego, cosa bastante sorprendente, a un club de aspecto festivo que resultó ser un bar de topless. Pese a la presencia de un gorila frente a la puerta, el lugar no tenía la apariencia sórdida de otros locales semejantes de Washington. Hacía muchas décadas que no estaba en ninguno, y en aquel entonces fui únicamente en una ocasión, cuando iba al instituto, pero había pasado en coche por delante de alguno que otro reparando, cuando menos, en su existencia. Vacilé unos instantes. El hombre apostado junto a la puerta iba elegantemente vestido, como un caballero, como si en esta ciudad incluso los números de estriptis fueran para gente bien. Se volvió a mí con una sonrisa amable, expectante y comprensiva, como la del asesor financiero de un banco. ¿Me estaba invitando a entrar? ¿Le iba a solicitar una hipoteca?
Me quedé plantado preguntándome si, en efecto, debería entrar, porque no se me ocurría una razón en contra. Además, recordé a la única modelo realmente hermosa de mis clases en la Art League School de mi pueblo natal: inalcanzable, su armónico desnudo delante del grupo, mirada ausente y probablemente pensando en los deberes que tenía de la universidad o su próxima cita con el dentista, los senos delicadamente erguidos, muy profesional, el leve temblor que era, si acaso, lo único que delataba su necesidad de moverse durante la larga, larguísima sesión de posado.