A nuestro alrededor, la gente se abría paso en manadas, para entrar en los almacenes, avanzar por la acera, en dirección a casa… La jornada tocaba a su fin.
—La… Ahí… Brooklyn —respondí débilmente—. Si pudieras acompañarme en esa dirección… Estoy bien. Se me pasará dentro de nada. —Trastabillé y me cubrí la boca. Después me pregunté por qué no había querido un taxi. Supongo que porque me había vuelto muy ahorradora, incluso en esa situación.
—¡Sí, ya, y un cuerno! —exclamó él—. Procura no volver a vomitar en mis zapatos y te acompañaré a la estación. Luego ya me dirás si quieres que llame a alguien por teléfono.
Me rodeó con un brazo, para que me mantuviera erguida, y avanzamos torpemente anudados hacia la boca del metro, que estaba al final de la manzana.
Al llegar, me agarré de la barandilla e intenté avanzar apoyándome en mis manos y, de paso, estorbando a todo el mundo.
—Vale, gracias. Tomaré el metro.
—Ven. —Robert se puso delante de mí, para que no tuviera que sortear a la gente, de modo que sólo alcanzaba a ver el dorso de su camisa vaquera—. Bajemos las escaleras.
Me aferré al hombro del desconocido con una mano y a la barandilla con la otra.
—¿Quieres que telefonee a alguien? ¿A tu familia? ¿Tus compañeras de piso?
Negué con la cabeza dos o tres veces, pero no pude hablar. Estaba a punto de vomitar de nuevo y entonces mi humillación sería total.
—De acuerdo, pues. —Había vuelto a sonreírme, contrariado, cordial—. Sube al metro.
Y subimos juntos, mezclándonos entre la horrible masa de gente. Tuvimos que permanecer de pie, y él me sujetó por detrás, para mi alivio sin presionar su cuerpo contra mí, sino agarrándome firmemente con una mano mientras con la otra se aferraba a un asidero del techo. Se balanceaba por los dos cuando el tren doblaba las curvas. En la primera parada alguien se bajó y yo me desplomé en un asiento. Pensé que si volvía a vomitar en aquel espacio cerrado, donde mi vómito alcanzaría por lo menos a seis personas más, decidiría dejar esa vida. Regresaría a Michigan, porque no estaba hecha para la ciudad; era más débil que los otros siete millones de habitantes. Era una vomitona pública. Mi mayor placer, viva o muerta, sería no volver a ver jamás a esta torre de hombre con su camisa vaquera y una mancha oscura en los zapatos.
Kate
En mi parada apenas supe orientarme, pero el galante desconocido me sacó del tren y me subió a la superficie antes de que yo volviera a vomitar; en esta ocasión, en una alcantarilla junto al bordillo. Me di cuenta de que, a pesar de lo débil que estaba, cada vez apuntaba mejor y a un lugar más adecuado.
—¿Por aquí? —me preguntó en cuanto terminé, y yo señalé calle abajo hacia el edificio de mi apartamento, que por fortuna estaba cerca. Creo que le habría indicado el camino aun cuando hubiera pensado de veras que él me degollaría nada más llegar allí, y lo mismo ocurrió al abrir la puerta del edificio con mi llave de latón, que él me arrebató de mi mano temblorosa, y con el ascensor.
—Ya estoy bien —susurré.
—¿Qué piso es? ¿Qué puerta? —inquirió él, y cuando llegamos al largo pasillo hediondo y alfombrado, encontró mi otra llave en el llavero y abrió la puerta de mi apartamento—. ¡¿Hay alguien?! —chilló—. Supongo que nadie.
Yo no dije nada; no tenía fuerzas ni ganas de decirle que vivía sola. En cualquier caso, lo habría deducido inmediatamente, porque mi apartamento era de una sola habitación con una diminuta cocina medio oculta por armarios. Había un sofá cama, unos cuantos cojines de mi infancia, patéticos y viejos, se amontonaban encima de la colcha, y en la parte superior de mi cómoda había platos que no me cabían en la cocina. Tenía una alfombra oriental raída en el suelo, procedente de la casa de mi tía en Ohio, y sobre mi escritorio, facturas y bosquejos esparcidos, con una taza de café encima a modo de pisapapeles. Recorrí todo esto con la mirada como si nunca antes hubiera visto mi habitación, y me sorprendió lo cutre que era. Tener mi propia casa era muy importante para mí. A fin de conseguirla, me había conformado con un edificio sórdido y un casero sórdido. Las tuberías que había por encima del fregadero quedaban a la vista y desconchaban la pintura de la pared: lloraban permanentemente lágrimas de agua fría que tenía que absorber embutiendo una toalla tras las cañerías.
El desconocido me ayudó a entrar y a sentarme en el borde de mi sofá cama.
—¿Quieres un poco de agua?
—No, gracias —gemí, observándolo detenidamente.
Era surrealista que alguien que me había encontrado en una calle de Nueva York cruzara el umbral de mi puerta. La única persona que hasta entonces había estado allí era mi casero, que en cierta ocasión había entrado un par de minutos para ver por qué no se encendía el horno y me había enseñado que para ello tenía que darle unos puntapiés en la puerta. Ni siquiera sabía cómo se llamaba ese hombre que estaba en el centro de mi habitación mirando a su alrededor como si buscase algo para impedir que yo volviera a vomitar. Procuré no respirar demasiado hondo.
—¿Podrías darme un cuenco de la cocina, por favor?
Me trajo uno y también un trozo de papel de cocina humedecido para limpiarme la cara, y me recliné un poco en el sofá. Él estaba en jarras, y vi sus ojos brillantes recorriendo mi galería de imágenes: una fotografía en blanco y negro de mis padres hablando en nuestro porche delantero, que había tomado en el instituto; varios dibujos míos recientes de cartones de leche y un póster de un mural de Diego Rivera en el que tres hombres movían un bloque de piedra, con sus rubicundos cuerpos rojos de esfuerzo, y que el desconocido observó unos instantes. Yo sentí una punzada de incertidumbre. ¿Estaba ignorando mis dibujos? Otras personas hubieran dicho: «¡Oh! ¿Los has hecho tú?» Pero él se limitó a clavar los ojos en los obreros mexicanos de Rivera, las muecas de dolor de sus rostros y sus enormes cuerpos aztecas. Entonces volvió a dirigirse a mí:
—Bueno, ¿ya estás bien del todo?
—Sí —medio susurré, pero había algo en la actitud de ese desconocido de pantalones holgados y cabellos castaños serpenteantes que estaba plantado en medio de mi habitación que me hizo volver a sentir náuseas (o quizá no fuese él), y me levanté volando de la cama directa hacia el lavabo. Esta vez vomité en el váter, con el asiento pulcramente levantado. Me produjo sensación de seguridad, de encontrarme en casa: por fin vomitaba en el lugar apropiado.
Él vino hasta la puerta del lavabo, o se acercó a ésta, y pude oír sus movimientos aunque no mirar hacia él.
—¿Quieres que llame a una ambulancia? No sé, ¿crees que es grave? Tal vez tengas una intoxicación alimentaria. O podríamos coger un taxi y sencillamente ir a un hospital.
—No tengo seguro —dije.
—Yo tampoco. —Le oí arrastrar sus zapatones en el exterior del baño.
—Mi madre no lo sabe —añadí, por algún motivo deseosa de contarle al menos algo de mí misma.
Él se rió; fue la primera vez que oí reír a Robert.
—¿Te crees que la mía sí? —Al mirar por el rabillo del ojo lo vi riéndose; mostraba la dentadura al completo, de modo que las comisuras de su boca quedaban bien abiertas. Le resplandecía el rostro.
—¿Se enfadaría? —Encontré una toalla y me limpié la cara, luego me enjuagué apresuradamente la boca.
—Probablemente. —Casi podía oír como se encogía de hombros. Cuando me volví, me ayudó a regresar a la cama sin decir palabra, como si llevase años impedida—. ¿Quieres que me quede un rato?
Supuse que esto quería decir que tenía que estar en algún otro sitio.
—¡No, no! Ya me encuentro bien, de verdad. Estoy bien. Creo que ésta ha sido la última arcada.
—No he llevado la cuenta —me dijo—, pero no debe de quedarte gran cosa que echar.
—Espero no contagiarte nada.
—Yo nunca me pongo enfermo —repuso, y le creí—. Bueno, si estás bien, me marcho ya, pero aquí tienes mi nombre y número de teléfono. —Lo escribió en el borde de un papel que había encima de mi escritorio, sin preguntarme si lo necesitaba para otra cosa, y cometí la torpeza de decirle cómo me llamaba—. Llámame mañana y dime cómo te encuentras. Entonces sabré que estás bien de verdad.
Yo asentí, al borde de las lágrimas. Estaba tan lejos de casa, tanto, y mi familia, de la que me separaba un billete de autobús de 180 dólares, era una mujer que sacaba sola la basura.
—De acuerdo, pues —dijo él—. Hasta pronto. Asegúrate de tomar mucho líquido.
Asentí, y él sonrió y desapareció. Me sorprendió la poca indecisión que parecía haber en este desconocido; había entrado a ayudarme para luego irse discretamente. Me levanté y me apoyé en el escritorio para analizar su número de teléfono. La letra era como él, un poco tosca pero segura, y estaba escrita con fuerza en el papel.
A la mañana siguiente prácticamente me había recuperado, así que le telefoneé. Le llamé, dije para mis adentros, nada más para darle las gracias.
1422 de octubre de 1877
Mon cher oncle:
Mi correspondencia no puede compararse en asiduidad a la de usted, pero me apresuro a darle las gracias por su atenta carta, que ha llegado esta mañana y que he compartido con papá, quien me ruega que le transmita que los hermanos tienen que dejarse ver más a menudo para que cuenten con ellos como uno más a la mesa; ésa es su reprimenda del día, aunque sea suave y teñida de admiración, y se la transmito a usted con el mismo espíritu, suplicándole que le haga usted caso también por mí. Aquí estamos un poco aburridos, con esta lluvia. Me ha gustado mucho su dibujo, el niño de la esquina es una delicia, capta usted la vida tan maravillosamente que el resto de nosotros no podemos hacer más que aspirar a igualarlo… He regresado de casa de mi hermana con varios dibujos hechos por mí. Mi sobrina mayor tiene ahora siete años, y le parecería una modelo de cautivadora delicadeza, estoy segura de ello.
Un afectuoso saludo,
Béatrice de Clerval Vignot
Kate
Robert y yo vivimos juntos en Nueva York durante casi cinco años. Todavía no sé adónde fue a parar todo ese tiempo. En cierta ocasión, leí que hay bastantes probabilidades de que todo lo que ha pasado alguna vez se almacene en algún lugar del universo, la historia personal de uno (toda la historia, supongo) doblada y guardada en huecos y agujeros negros del espacio tiempo. Espero que esos cinco años pervivan en algún punto de ahí fuera. No sé si me gustaría que la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos estuviera almacenada, porque el final del mismo fue horrible, pero aquellos años en Nueva York… sí. Transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos, pensé con posterioridad, pero durante nuestra época en Nueva York estaba convencida de que las cosas serían siempre así, eternamente, hasta que entrásemos en algo vagamente parecido a la vida adulta. Fue antes de que yo empezara a ansiar tener hijos o a querer que Robert tuviese un trabajo estable. Cada día me resultaba tan perfecto como apasionante, o potencialmente apasionante.
Esos cinco años existieron porque descolgué el teléfono para llamar a Robert al día siguiente de haber dejado de vomitar, y porque permanecí el suficiente rato al teléfono como para que él me dijera que algunos de sus amigos asistirían la noche siguiente a una obra de teatro en su escuela de arte y que yo podía ir con ellos, si quería. No fue exactamente una invitación, pero sí algo parecido, y también se parecía mucho a la clase de plan que yo había visualizado para llenar mis noches neoyorquinas nada más llegar de Michigan. De modo que dije que sí y, naturalmente, la obra fue un galimatías: un montón de alumnos de letras que leían un guión que hicieron trizas al terminar la obra, tras lo cual se pusieron a decorarle la cara al público de la primera fila con pintura blanca y verde, acción que en las filas de atrás nadie alcanzaba a ver. Allí estaba yo sentada, sin perder de vista el cogote de Robert, que estaba en otra fila más cerca del escenario; al parecer, se había olvidado de reservarme un asiento a su lado.
Después los amigos de Robert se esfumaron para irse a una fiesta, pero él me localizó y nos fuimos a un bar próximo al teatro, donde nos sentamos el uno al lado del otro en taburetes giratorios. Nunca había estado antes en un bar de Nueva York. Recuerdo que había un violinista irlandés en la esquina tocando delante de un micrófono. Hablamos de los artistas cuyo trabajo nos gustaba y del porqué. Yo mencioné primero a Matisse. Aún me encantan sus retratos de mujeres por lo poco convencionales que son, y ya he dejado de disculparme por ello, y me entusiasman sus bodegones, un torbellino de colores y frutas. Pero Robert puso sobre el tapete a un montón de artistas contemporáneos de los que yo no había oído hablar jamás. Estaba cursando su último año de Bellas Artes, y en aquella época la gente pintaba sofás y envolvía edificios enteros y lo conceptualizaba todo. Pensé que algunas de las cosas que me contaba parecían interesantes y otras, pueriles, pero no quise poner en evidencia mi ignorancia, así que escuché mientras él enumeraba una letanía de obras, movimientos, actividades y puntos de vista completamente desconocidos para mí, pero sobre los que discutían acaloradamente en los estudios donde trabajaba y donde su obra era criticada.
Observé el contorno del rostro de Robert al tiempo que hablaba. Oscilaba entre lo feo y lo hermoso, su frente sobresalía casi como una repisa sobre sus ojos, tenía una nariz aguileña y un bucle de pelo que caía en espiral por su sien. Pensé que se parecía a un ave de presa, pero cada que vez que se me ocurría, él sonreía de una forma tan candorosa y desinhibida que yo ponía en duda lo que acababa de ver hacía un momento. Era fascinante su nulo egocentrismo. Lo veía rascarse con el índice junto a la nariz, luego frotarse la punta de ésta con la palma de la mano extendida como si le picara, después rascarse la cabeza como uno podría rascar a un perro (distraídamente, con cariño) o como un perro grande podría rascarse a sí mismo. Sus ojos tenían a veces el color de mi vaso de cerveza negra y a veces el de una aceituna verde, y tenía una manera desconcertante de clavarlos de pronto fijamente en mí, como si estuviera seguro de que yo le había estado escuchando durante todo el rato, pero quisiera conocer mi reacción a lo último que había planteado y necesitara conocerla de inmediato. Su piel tenía un color cálido y suave, como si le siguiese dando el sol incluso en el noviembre de Manhattan.
Robert estudiaba en una escuela superior buenísima de la que yo llevaba años oyendo hablar. ¿Cómo había entrado allí? Después del bachillerato se dedicó a hacer el vago, tal como él decía, durante prácticamente cuatro años antes de decidir retomar los estudios, y, ahora que casi los había terminado, aún se preguntaba si había sido una pérdida de tiempo. ¡Pues vaya! Mi mente se abstrajo un poco de los pintores contemporáneos cuyas obras él discutía sobre todo consigo mismo. Me sorprendí imaginándomelo sin camisa, luciendo más piel cálida de ésa. Entonces, sin venir a cuento, se puso a hablar de mí, a preguntarme qué quería obtener de mis obras. No pensé que hubiera reparado siquiera en mis dibujos al acompañarme a casa para dejarme vomitar tranquilamente en mi apartamento. Así se lo solté, con una sonrisa, dándome cuenta de que ya era hora de sonreírle y contenta de haberme puesto la única blusa que tenía que sabía iba a juego con el color de mis ojos. Sonreí, protesté, creí que nunca me lo preguntaría.