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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (7 page)

En cualquier caso, no soy un experto buscando en la Red, pero aquella mañana extraje un poco más de información sobre Gilbert Thomas de las profundidades del ordenador de mi despacho. Sus primeros años de carrera fueron, en el mejor de los casos, prometedores, pero no se hizo realmente famoso hasta que pintó la Leda a la que había atacado Robert y el autorretrato que yo había visto junto a aquélla. También se había codeado con numerosos artistas franceses de la época, incluido Manet. Gilbert, junto con su hermano, Armand, había regentado una de las primeras galerías de arte de París, la segunda o tercera en importancia detrás de la del genial Paul Durand-Ruel. Un personaje interesante, el tal Thomas. Con el tiempo su negocio, se hundió y él murió endeudado en 1890, tras lo cual su hermano vendió la mayor parte de las existencias restantes y se jubiló. Gilbert había pintado del natural el paisaje que aparecía en Leda hacia 1879, en su refugio cerca de Fécamp, en Normandía, y lo acabó en su estudio de París. La obra había sido expuesta en el Salón en 1880, donde recibió elogios aunque, por su naturaleza erótica, también provocó críticas. Éste había sido el primer cuadro de Thomas aceptado en el Salón, aunque no el último; los demás se perdieron o pasaron desapercibidos, y su reputación se basaba sobre todo en esta obra maestra, hoy en la colección permanente de la Galería Nacional.

Cuando supe que los residentes habían acabado de desayunar, bajé al vestíbulo, fui hasta la habitación de Robert y llamé a la puerta, que estaba cerrada. Naturalmente, Robert no abría nunca, de modo que yo siempre tenía que ir abriéndola poco a poco, anunciando mi llegada e intentando no interrumpir ningún posible momento íntimo. Era una de las cosas que me resultaban más molestas (incómodas incluso) de su silencio. Esa mañana no fue una excepción: llamé, avisé y abrí poco a poco la puerta antes de entrar.

Robert estaba dibujando sobre el tablero que hacía las veces de mesa, de espaldas a mí, mientras que su caballete estaba vacío.

—Buenos días, Robert. —Había empezado a llamarlo por su nombre de pila y tutearlo, pero guardando las formas, desde hacía un par de semanas, como si él me hubiera invitado a hacerlo—. ¿Te importa que pase un momento?

Dejé la puerta entreabierta, como siempre, y entré. Él no se volvió, pero disminuyó la velocidad de su mano sobre el papel y detecté que apretaba más fuerte el lápiz; con Robert tenía que estar atento a cualquier posible señal que sustituyese al lenguaje.

—Muchas gracias por haberme prestado las cartas. Te he traído los originales. —Deposité el sobre con cuidado en el sillón donde él me había dejado las cartas, pero Robert siguió sin volverse—. Tengo que hacerte una pregunta muy simple —empecé de nuevo, animado—: ¿cómo te documentas? No sé… ¿Utilizas Internet? ¿O pasas mucho tiempo en bibliotecas?

El lápiz se detuvo durante unas décimas de segundo y luego continuó sombreando algo. No me atreví a acercarme lo bastante para ver qué estaba pintando. Sus anchos hombros, enfundados en su vieja camisa, me intimidaban. Pude detectar una alopecia incipiente en su coronilla; había algo conmovedor en esa zona que los años habían erosionado ya, mientras que el resto de su persona parecía aún tan vigorosa.

—Robert —intenté una vez más—, ¿te documentas en la Red para tus cuadros?

En esta ocasión el lápiz no se desvió. Deseé por un momento que se volviera a mirame. Imaginé su expresión huraña, su mirada recelosa. Al final, me alegré de que no lo hiciera; necesitaba poder hablarle a sus espaldas, sin que me observara él a mí.

—Yo también lo hago, de vez en cuando, aunque prefiero los libros.

Robert no se movió pero, más que ver, percibí un cambio en él: ¿rabia? ¿Curiosidad?

—Bueno, pues, supongo que eso es todo. —Hice un alto—. Que pases un buen día. Si puedo hacer algo por ti, házmelo saber. —Creí que era mejor no decirle que había mandado traducir sus cartas; si él mantenía la boca cerrada, yo también.

Al marcharme de la habitación, eché un vistazo a la pared del cabezal de su cama. Había colgado con celo un dibujo nuevo, un poco más grande que los demás: la dama de cabellos negros, sombría, acusadora, que desde allí podía vigilarlo incluso en sueños.

El lunes siguiente había un sobre de Zoe esperándome en mi buzón. Antes de abrirlo, me obligué a mí mismo a cenar; me lavé las manos, hice un poco de té y me senté en el salón a la luz de una buena lámpara. Desde luego, lo más probable era que las cartas trataran de simples asuntos domésticos, como suele suceder, pero Zoe me había anunciado que había algunos pasajes que trataban de pintura y había dejado las fórmulas de saludo en francés, sabiendo que eso me gustaría.

6 de octubre de 1877

Cher Monsieur:

Gracias por su amable carta, a la que ahora debo responder. Nos alegró mucho verlo la pasada noche. Su presencia, entre otras cosas, levantó el ánimo de mi suegro, al que nos ha costado hacer reír desde que se vino a vivir con nosotros. Creo que añora su casa, aunque desde hacía ya varios años no se hallaba presente en ella su amante esposa. Siempre comenta lo buen hermano que es usted. Yves le manda un saludo; para él es un alivio que usted haya regresado a París. (¡Dice que la vida es mucho mejor teniendo a un tío cerca!) Me complace haberle conocido en persona al fin. Perdone que no me extienda, pues esta mañana tengo muchas cosas que atender. Que tenga un buen viaje al Loira y que disfrute de su estancia allí; confío en la buena marcha de todas sus obras. Envidio los paisajes que seguramente pintará. Y le leeré a mi suegro los ensayos que nos dejó.

Atentamente,

Béatrice de Clerval Vignot

En cuanto hube acabado de leerla, permanecí sentado tratando de entender qué veía Robert en esta carta, qué lo impelía a leerla (ésta y otras) una y otra vez en su solitaria habitación. Y por qué me había dejado verlas todas, si tan valiosas eran para él.

9

Marlow

No solemos intentar entrevistar a las ex mujeres de nuestros pacientes, pero a medida que, semana tras semana, veía cobrar forma a ese rostro asombroso en los lienzos de Robert Oliver sin ser capaz de obtener de él ninguna explicación, experimenté una especie de derrota moral. Además, él mismo me había dicho que podía hablar con Kate.

La ex mujer de Robert seguía viviendo en Greenhill, y yo había hablado con ella una sola vez durante los primeros días que él estuvo con nosotros. Su voz al teléfono había sido suave, sonaba cansada, cansancio que se agudizó al conocer la noticia del ingreso de Robert en Goldengrove, y se oía un ruido de niños de fondo, a alguien riéndose. Hablamos apenas para que ella me confirmara que estaba al tanto del diagnóstico que él había recibido previamente y que su divorcio había concluido hacía más de un año. Él había vivido en Washington durante gran parte de ese año, dijo ella, y luego añadió que le costaba hablar del tema. Si su marido (su ex marido) no corría grave peligro y yo tenía los documentos de su psiquiatra de Greenhill, ¿me importaría disculparla si no hablaba más, por favor?

Por consiguiente, cuando la llamé por segunda vez, fue en contra de mi política habitual y también de su petición. Saqué a regañadientes su número de teléfono del historial de Robert. ¿Estaba bien que hiciera esto? Claro que, ¿sería correcto no hacerlo? Durante mi visita a primera hora de la mañana, Robert me había parecido más ostensiblemente deprimido, y al preguntarle si pensaba alguna vez en el cuadro de Leda, se había limitado a mirarme con fijeza, como demasiado exhausto siquiera para ofenderse por mi absurda pregunta. Algunos días pintaba o dibujaba (siempre el vívido rostro de la dama) y otros, como ése, se quedaba tumbado en la cama con la mandíbula en tensión o se sentaba en el sillón que yo mismo acostumbraba a ocupar cuando iba a verlo, sujetando sus cartas y mirando con desolación por la ventana. En cierta ocasión, cuando entré en su habitación, abrió los ojos, me sonrió fugazmente y musitó algo, como si hubiera visto a alguien querido, luego se levantó de un brinco de la cama y alzó momentáneamente un puño en mi dirección. Por lo menos, quizá su mujer pudiera decirme cómo había reaccionado Robert a los medicamentos anteriores y cuáles habían sido más eficaces.

Eran las cinco y media cuando marqué el número. Greenhill está en las montañas occidentales de Carolina del Norte. Había oído hablar del lugar a través de amigos que veraneaban allí. Cuando descolgó y volví a oír aquella misma voz serena, esta vez como si momentos antes se hubiera estado riendo de algo en compañía de otra persona, me quedé asombrado. Me pareció oír al otro lado de la línea telefónica el hermoso rostro que Robert dibujaba día tras día. Su alegría hizo que le temblara la voz unos instantes:

—¿Sí, diga? —dijo.

—Señora Oliver, soy el doctor Marlow del Centro Residencial Goldengrove de Washington —contesté—. Estuvimos hablando de Robert hace varias semanas.

Cuando volvió a hablar, la alegría se había esfumado, sustituida por un sordo temor.

—¿Ocurre algo? ¿Robert está bien?

—No hay nada nuevo de lo que preocuparse, señora Oliver. Está más o menos igual. —Ahora también pude oír de fondo la voz de un niño riéndose y gritando, seguida de un estrépito, como si algo se hubiese caído al suelo ahí cerca—. Sin embargo, ése es el problema: aún lo veo totalmente deprimido y bastante inestable. Quiero que mejore mucho más antes de que pueda plantearme la posibilidad de darle el alta. El problema es que no habla en absoluto ni conmigo ni con nadie.

—¡Ah…! —exclamó ella, y durante un segundo percibí una ironía que podría haber pertenecido a esos radiantes ojos oscuros, a esa boca risueña o disgustada que Robert dibujaba a todas horas—. Bueno, conmigo tampoco hablaba mucho, especialmente durante el último par de años que estuvimos juntos. Espere, perdone. —Me pareció que se alejaba un momento del teléfono, y oí como decía: «¡Oscar! ¡Niños! Id a la otra habitación, por favor».

—Cuando Robert aún hablaba, en su primer día de estancia, me dio permiso para comentar su caso con usted. —La ex esposa de Robert permaneció en silencio, pero yo insistí—. Me sería de gran ayuda que me contara cómo se manifestaba su trastorno. Por ejemplo, cómo reaccionó a los medicamentos que entonces le suministraron y unas cuantas cosas más.

—Doctor… ¿Marlow? —dijo ella lentamente, y aparte del temblor de su voz volví a oír a lo lejos el ruido de los niños, risas y un descomunal estrépito—. Voy de cráneo, por no decir algo peor. Ya he hablado con la policía y dos psiquiatras. Tengo dos hijos y no tengo marido. La madre de Robert y yo estamos pensando en pagar parte de sus gastos de internamiento cuando expire su seguro. El dinero sale de su herencia y de la mía, sobre todo la suya, pero yo contribuyo un poco, como seguramente sabrá. —No lo sabía. Me pareció que respiraba hondo—. Si quiere que dedique un rato a hablar de lo desastrosa que es mi vida, tendrá que venir usted. Y ahora estoy intentando hacer la cena, lo lamento. —Ese temblor era el sonido de una mujer que no estaba acostumbrada a mandar a la gente al cuerno, una mujer normalmente cortés pero ahora acorralada por las circunstancias.

—Le pido disculpas —le dije—. Me hago cargo de lo complicado de su situación. Necesito ayudar a su marido, su ex marido, por poco que pueda. Soy su médico y actualmente el responsable de su seguridad y su bienestar. La llamaré otro día para ver si hay un momento mejor para hablar con usted.

—Si no hay más remedio… —repuso ella. Pero luego añadió—: Adiós —y colgó.

Aquella noche regresé a mi apartamento y me tumbé en el sofá de mi salón verde y dorado. Había sido un día agotador, empezando por Robert Oliver y su habitual negativa a hablar conmigo. Sus ojos habían estado inyectados de sangre, casi desesperados, y me pregunté si era necesario ponerle vigilancia nocturna. ¿Llegaría una mañana y me encontraría que se había tragado todas sus pinturas de óleo (que yo mismo le había regalado) o cortado las venas de un modo u otro? ¿Debería devolvérselo a John Garcia para que su estancia hospitalaria fuera más segura? Podía telefonear a John y decirle que, visto lo visto, éste no era un buen caso para mí; estaba dedicándole demasiado tiempo sin ninguna esperanza real de obtener resultados. Habíamos apartado a Robert de un grave peligro, pero yo seguía preocupado. Tampoco sabía si podría decirle a John que había algo en mi comportamiento que me angustiaba; por ejemplo, el vuelco que me había dado el corazón al oír la voz de Kate Oliver al teléfono. ¿Tenía o no ganas de hablar con ella?

Estaba demasiado cansado para llenar mi botellín de agua y salir a correr, mi actividad habitual a esa hora. En lugar de eso me quedé acostado con los ojos entornados, contemplando el cuadro que había pintado para colgarlo encima de la chimenea. Por supuesto, no deberían colgarse óleos encima de una chimenea, pero yo raras veces enciendo el fuego y cuando me mudé aquí ese hueco me pedía a gritos que lo llenara con algo. Tal vez era así como debía sentirse Robert Oliver, o cualquier paciente deprimido hasta la extenuación; entorné más los ojos hasta cerrarlos casi del todo y moví la cabeza lánguidamente a un lado y al otro, experimentalmente, sobre el brazo del sofá.

Al abrirlos volví a ver el cuadro. Tal como he dicho, me gusta pintar retratos, pero el óleo que hay sobre mi chimenea es un paisaje visto a través de una ventana cuando en realidad suelo pintar paisajes al aire libre, especialmente en Virginia del Norte, cuyas colinas azules en la lejanía son tan tentadoras. Éste es diferente, una fantasía inspirada en algunos de los lienzos de Vuillard, pero también en recuerdos de las vistas que había desde el dormitorio de mi niñez en Connecticut: el alféizar verde y el marco de la ventana que coincidía con el borde del lienzo, las espesas copas de los árboles, los tejados de las viejas casas, el altísimo campanario blanco de la parroquia, que sobresalía de entre los árboles, y el color lavanda y dorado del atardecer primaveral. Había incluido en él cuanto recordaba, con pinceladas bruscas, excepto al niño que, asomado a la ventana, absorbía todo aquello.

Seguí tumbado en el sofá, preguntándome no por vez primera si debería haber desplazado el campanario de la parroquia más hacia la derecha; en realidad, había estado exactamente en el centro del panorama que de niño contemplaba desde mi ventana, tal como lo había pintado, pero así el cuadro estaba demasiado equilibrado, demasiado simétrico para mi gusto. Al cuerno con Robert Oliver; al cuerno él y, sobre todo, su negativa a hablar, que no hacía más que perjudicarle a él mismo. ¿Por qué iba alguien a querer hacerse más daño cuando su propia química cerebral se lo hacía? Pero ésa era siempre la cuestión, el problema de cómo la química cerebral moldea nuestra voluntad. Robert había tenido dos hijos y una esposa de voz aterciopelada. Seguía siendo un hombre con una sensacional habilidad en los ojos y los dedos, una destreza con el pincel que me dejaba boquiabierto. ¿Por qué no quería hablar conmigo?

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