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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (6 page)

Me volví, no muy sorprendido (ya llevo más de veinte años viviendo en Washington, que algunos califican, no sin razón, de pueblo grande), pero comprendí que me había equivocado. No reconocí a nadie; alguien me habría rozado simplemente por casualidad. De hecho, había ahora unas cuantas personas más en la sala: una pareja de ancianos, que entre susurros se señalaban el uno al otro un cuadro, un hombre con traje oscuro, frente despejada y pelo largo, y varios turistas que probablemente hablaban en italiano.

La persona más próxima a mí, la que creía que me había tocado el codo, era una mujer joven o, cuando menos, tirando a joven. Estaba contemplando a Leda y se había colocado justo delante del cuadro como si pretendiera quedarse allí durante unos minutos. Era alta y delgada, casi de mi misma estatura, estaba de brazos cruzados, vestía tejanos azules, una blusa blanca de algodón y botas marrones. Su pelo, de color caoba teñido y bastante largo, caía lacio por su espalda; su perfil (su mejilla, en posición de tres cuartos) era puro y suave, con una ceja castaña clara y largas pestañas, sin maquillaje. Cuando ladeó la cabeza, vi que las raíces de su pelo eran rubias; había invertido el procedimiento habitual.

Al cabo de un instante, se metió las manos en los bolsillos traseros de sus tejanos, como un chico, y se inclinó más hacia el cuadro, analizando algo. Por el modo en que estiraba el cuello para examinar la técnica del pincel (visto en perspectiva, ¿no serían figuraciones mías?) supe que era pintora. Sólo un pintor examinaría la superficie desde ese ángulo, pensé, contemplando cómo se giraba e inclinaba para captar la textura del cuadro oblicuamente, por donde le daba la luz. Me sorprendió su concentración y me quedé observándola con tanta discreción como pude. Ella retrocedió, estudiando de nuevo el cuadro en su globalidad.

Me pareció que permanecía un rato demasiado largo frente a Leda, al que siguió otro más, y que, fuera por lo que fuese, no era por motivos profesionales. Pareció darse cuenta de que la miraba, pero no le importó demasiado. Al final, se marchó, sin dirigirme la mirada y sin mostrar ninguna curiosidad por mí. Le daba igual: era una chica alta y guapa, acostumbrada a que la miraran. Pensé que tal vez no fuera pintora sino artista, o profesora, inmune a las miradas ajenas, aun cuando disfrutase con ellas. Esperé hasta entrever sus manos, que ahora colgaban a ambos lados de su cuerpo mientras se dirigía hacia el bodegón de Manet de la pared del fondo; me dio la impresión de que miraba sus luminosas copas de vino, ciruelas y uvas con menos concentración. Mi vista, aunque todavía aguda, ya no es exactamente la que era, por lo que no alcancé a ver si tenía o no pintura bajo las uñas. Y no quise acercarme a ella y agacharme para averiguarlo.

De repente, me sorprendió dándose la vuelta y sonriendo en mi dirección, una sonrisa de desconcierto y evasiva, pero una sonrisa, al fin y al cabo, que incluso irradiaba cierta complicidad con otra persona que había examinado de cerca el cuadro, otra persona que se había demorado frente a la obra. Su rostro era sincero, la ausencia de maquillaje lo hacía más despierto. Tenía los labios de color claro; los ojos, de un tono que no conseguía descifrar. Su piel era blanca, pero con un matiz rosáceo por el influjo del pelo caoba; anudada al cuello llevaba una cinta de cuero con cuentas de cerámica ensartadas que, por su aspecto, parecían contener pergaminos de oración. Su blusa blanca de algodón mostraba unos senos posiblemente generosos en un cuerpo anguloso. Andaba erguida, pero no con delicadeza, como una bailarina, sino como si fuera montada a caballo, con un donaire que, en parte, es cautela. Los ancianos se le acercaban, así que tuvo que alejarse: Thomas, Manet, el extraño hombre de mediana edad, adiós.

7

Marlow

Se iba, sí, la joven de la hermosa sonrisa, y me pregunté si le habría transmitido algo sin pretenderlo. Me habría gustado preguntarle por mi corazonada de que también era pintora. En la pared de al lado había un Renoir, y ella lo pasó de largo a toda velocidad, sin verlo (sin importarle), y salió de la sala. Lo cual me agradó: a mí tampoco me gusta Renoir, a excepción hecha de ese lienzo de la colección Phillips, El almuerzo de los remeros, donde las figuras humanas están casi eclipsadas por las uvas, las botellas y las copas iluminadas por el sol. No seguí sus pasos. Haberme fijado en dos mujeres jóvenes en un solo día se me antojaba tedioso, fútil, sumamente carente de placer por cuanto no tenía futuro ni propósito.

Todo esto me había llevado tan sólo uno o dos segundos, y devolví rápidamente mi atención al autorretrato de Thomas, cuya vista me obstaculizaba ahora el hombre de la frente despejada. Cuando éste avanzó, yo me acerqué para examinar el cuadro con más detenimiento. Una vez más, rayaba en lo impresionista, especialmente en las pinceladas desenvueltas de parte del fondo (unas cortinas oscuras), pero era muy diferente de la audacia y el encanto de Leda. Un pintor desigual, pensé, o quizá Thomas había cambiado de estilo alrededor de 1880, avanzando en una dirección nueva. El autorretrato mostraba cierta influencia de Rembrandt: la expresión meditabunda y la paleta sombría, tal vez también la objetividad con que plasmaba la nariz roja del sujeto y sus mejillas carnosas, el declive de un hombre otrora bien parecido que entra en una edad menos lisonjera, incluso el sombrero de terciopelo oscuro y el batín; podría haberse llamado Batín corto: autorretrato como maestro antiguo y aristócrata al mismo tiempo.

El título del autorretrato se derivaba del primer plano, donde Thomas aparecía con los codos sobre una mesa de madera despejada salvo por un montón de monedas antiguas (grandes y desgastadas, de bronce, oro y plata sin lustre), de formas y tamaños distintos, pintadas con tanta habilidad que casi se podrían haber cogido una a una entre los dedos pulgar e índice. Incluso pude ver sus maravillosas y antiguas inscripciones, los símbolos de alfabetos desconocidos, los agujeros cuadrados del centro, las intrincadas cenefas. Esas monedas estaban considerablemente mejor representadas que la imagen del propio Thomas. Comparado con las frutas y las flores de Manet, el cuadro resultaba bastante tosco. Quizá Thomas se había interesado mucho por el dinero y no tanto por su propio rostro. En cualquier caso, se había esforzado por darle un aire del siglo XVII, volviendo su mirada doscientos años atrás, y yo estaba contemplando el resultado del siglo XIX, prácticamente ciento veinte años después.

Pensé que, en todos esos retratos neblinosos de Rembrandt, había una característica humana que Thomas no había captado: la sinceridad. Aparentemente, había sido bastante riguroso (o bastante vanidoso o bastante ingenuo) para pintar una deliberada malicia en sus ojos. Es probable que esa marrullería tuviese como objetivo incomodar al espectador, sobre todo con la presencia de las monedas en primer plano. De todos modos, el rostro resultaba interesante. ¿Había ganado Thomas mucho dinero con sus cuadros? ¿O era eso lo que deseaba, y nada más? ¿Se había dedicado a alguna otra clase de negocio o había recibido una magnífica herencia?

Naturalmente, no sabía las respuestas, así que me dirigí hacia el bodegón de Manet y contemplé maravillado, seguramente igual que la chica en la que me había fijado minutos antes, la copa llena de vino blanco, la luz sobre las ciruelas de color azul oscuro, la esquina de un espejo. Recordé que también me gustaba un pequeño lienzo de Pissarro; me fui unos minutos a la siguiente sección de la galería para ver a Pissarro y, ya que estaba, a sus contemporáneos impresionistas.

Hacía años que no contemplaba con verdadero detenimiento un cuadro impresionista. Las inacabables retrospectivas, con su merchandising de bolsas de mano, tazas y papel de carta, habían matado mi gusto por el Impresionismo. Recordé parte de lo que había leído en el pasado: el reducido grupo de primeros impresionistas —del que formaba parte una mujer, Berthe Morisot— se unió en 1874 para exponer sus obras de un estilo que al Salón de París le parecía demasiado experimental para incluirlo en él. Nosotros, los posmodernos, no les damos importancia, los desdeñamos o los adoramos con excesiva facilidad. Pero fueron los radicales de su época, quienes ampliaron las tradiciones de la técnica del pincel, elevaron la vida cotidiana a la categoría de auténtico tema y llevaron la pintura fuera del estudio, sacándola a los jardines, campos y costas de Francia.

En ese momento vi con nuevos ojos la luz natural, el color suave y sutil de un cuadro pintado por Sisley: una mujer con vestido largo, que se alejaba por el túnel nevado de una calle de aldea. El cuadro tenía un no sé qué de conmovedor y real, o conmovedor porque era real, en la desolación de los árboles que había a lo largo del callejón, algunos de los cuales asomaban por un alto muro. Pensé en lo que me dijo en cierta ocasión un viejo amigo: que un cuadro debe encerrar cierto misterio para tener algún valor. Me gustaba lo que se vislumbraba de la mujer, su delgada espalda vuelta hacia mí en el crepúsculo, me resultaba más fascinante que los innumerables almiares de Monet: justo en ese momento estaba pasando por delante de tres cuadros de Monet que mostraban el amanecer en diversas fases sobre sus contornos rosas y amarillos. Me puse la chaqueta, a punto para salir. Soy partidario de que hay que marcharse de un museo antes de que uno empiece a confundir los cuadros que ha visto. ¿De qué otra manera se puede retener algo en la imaginación?

En el vestíbulo de la planta baja, Sally, la joven morena, ya no estaba. Miriam estaba muy concentrada en ayudar a un hombre de su misma edad y que parecía tener dificultades para interpretar los planos del museo. Pasé por delante, dispuesto a sonreír si ella levantaba la vista, pero no me vio, por lo que tuve que posponer mi saludo. Al salir experimenté esa mezcla de alivio y decepción que uno siente al abandonar un gran museo: alivio por volver al mundo conocido, menos intenso y más manejable, y decepción por la falta de misterio de este mundo. La calle era la de siempre, sin pinceladas ni la profundidad del óleo sobre el lienzo. El tráfico era atronador, dentro del habitual caos de Washington: algún conductor trataba de adelantar a otro, a punto de colisionar, sonaban cláxones prolongados o bocinazos puntuales. En cambio, los árboles estaban preciosos, cargados de flores o nuevos brotes; su belleza siempre me llama la atención después del anodino invierno que, por lo visto, es lo mejor que puede ofrecer el centro de la Costa este.

Estaba pensando en una mezcla de colores que pudiera resaltar el contraste entre esas hojas de color verde intenso y rojizo cuando volví a ver a la joven que había estado analizando el cuadro de Leda antes que yo. Estaba en la parada de autobús. Ahora se la veía muy distinta, ni reflexiva ni ocupada sino insolente, erguida y alta, con un bolso de tela al hombro. Su pelo brillaba al sol: antes no me había fijado en la cantidad de cabellos dorados que tenía en su cabellera caoba. Tenía los brazos cruzados delante de su blusa blanca, y los labios firmemente apretados. Volví a contemplar su perfil, que hubiese podido reconocer en cualquier parte. Sí, era autosuficiente, casi hostil, pero por algún motivo me vino a la cabeza la palabra desconsolada. Quizá fuera porque se la veía totalmente sola, incluso intencionadamente sola, y a su edad debería haber tenido junto a ella a un marido joven y guapo. Sentí una punzada de dolor, como si hubiera visto de lejos a un conocido y no tuviera tiempo para detenerme a hablar. Mi buen juicio me indicó que me esfumara antes de que ella pudiese reparar en mí.

Bajé rápidamente las escaleras y ella se dio la vuelta justo cuando llegué al pie de las mismas. Me vio, me medio reconoció (el tipo vulgar de la chaqueta azul marino sin corbata). ¿De qué le sonaba mi cara? ¿Se lo estaría preguntando porque no recordaba que nos habíamos visto dentro? Entonces sonrió, como había hecho en el museo; una sonrisa comprensiva, casi avergonzada. Durante unos instantes ella fue mía, una vieja amiga al fin y al cabo. Le dediqué lo que probablemente fue un medio saludo ridículo con una mano. «Los desconocidos se tratan con extrañeza», pensé. Bueno, por lo menos yo me había comportado con más extrañeza. Cuando me sonrió pude ver que tenía arrugas en el contorno de los ojos; después de todo, quizá tuviera más de treinta años. Procuré caminar bien erguido, como ella, mientras me alejaba.

8

Marlow

A la mañana siguiente me levanté incluso más temprano que de costumbre, pero no para pintar. A las siete ya estaba en Goldengrove sentado frente al ordenador de mi despacho, tomando una taza de café antes de que la mayoría del personal de día llegara. La enciclopedia de arte que tenía en casa me había revelado pocos datos más de los que ya sabía de Gilbert Thomas, mientras que mi Manual de mitología clásica me proporcionó la historia de Leda: era una mujer mortal a la que Zeus violó adoptando la forma de un cisne. Aquella misma noche Leda yació con su esposo, Tindáreo, rey de Esparta y ello explicaba que ella alumbrase a la vez dos pares de gemelos, dos niños inmortales y dos mortales: Cástor y Polideuco (Pólux en versión romana), y Clitemnestra y Helena, más tarde consideradas responsables de las penalidades de Troya. Descubrí que, en algunas versiones del mito, los hijos de Leda nacieron de dos huevos, aunque por lo visto su naturaleza era mixta desde antes de salir del cascarón, ya que Helena y Polideuco, como hijos de Zeus, eran divinos, mientras que Cástor y Clitemnestra estaban condenados a la mortalidad.

Ya puestos, busqué también cuadros de Leda y el cisne y encontré numerosas obras, como una copia de un cuadro sumamente erótico de Miguel Ángel, otro de Correggio, una réplica de un lienzo de Leonardo en el que el cisne parecía un cariñoso animal de compañía y uno de Cézanne que mostraba al cisne agarrando por la muñeca a una Leda de aspecto indiferente, como si le estuviese suplicando que lo llevara a pasear. Gilbert Thomas no figuraba en este ilustre grupo, pero pensé que quizás hubiese algo más en Internet.

En este punto probablemente debería volver a decir que no me gusta recurrir a la Red, ni siquiera hoy en día, y en aquel entonces era aún menos tolerante: siempre me pregunto qué pasará algún día cuando ya no tengamos el placer de pasar las páginas de los libros y tropezarnos con cosas que no esperábamos encontrar. Naturalmente, eso también sucede cuando se busca en Internet, pero, a mi juicio, de forma más limitada. ¿Y cómo podría nadie renunciar voluntariamente al olor de los libros abiertos, viejos o nuevos? Mientras consultaba en mis estantes el mito de Leda, por ejemplo, topé con otro par de figuras clásicas que no forman parte de esta historia, pero en las que de vez en cuando todavía pienso. Mi mujer me dice que esta propensión a hojear los libros en lugar de indagar eficazmente es una de las cosas que más delata lo viejo que soy, pero yo me he fijado en que algunas veces ella usa los libros de la misma manera, echando un vistazo a biografías y catálogos de museos con un placer profundo y sin ninguna finalidad aparente.

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