Aprovechando que él estaba aún aquí, lo abracé a mi vez con firmeza (incluso fuerte), y se sorprendió tanto que tuvo que hacer contrapeso. Había encogido; ahora le sacaba una cabeza.
—Hola, hijo mío —dijo, sonriendo abiertamente y asiéndome con fuerza de la parte superior de mi brazo—. ¿Nos vamos?
—¡Claro, papá! —Me colgué al hombro la bolsa de viaje, rechazando la mano que él había alargado para cogerla. En el aparcamiento le pregunté si quería que condujese yo, luego lamenté mi pregunta; me miró con fingida seriedad, sacó las gafas del bolsillo interior de su americana y las limpió con su pañuelo antes de ponérselas—. ¿Desde cuándo conduces con gafas? —inquirí para disimular el planchazo.
—¡Oh! Supuestamente desde hace años, pero en realidad no las necesitaba. Ahora reconozco que me es más fácil conducir con esto encima de la nariz. —Arrancó y salimos magistralmente del aparcamiento. Me fijé en que conducía más despacio de lo que recordaba y en que miraba al frente con ojos entornados; probablemente las gafas fueran viejas. Me dio la impresión de que su tozudez era uno de los rasgos principales que le había pasado a su único hijo; un rasgo que se había perpetuado fortaleciéndonos a ambos, pero ¿nos había convertido también en seres solitarios?
Marlow
Nuestra casa se sitúa tan sólo a unos cuantos kilómetros de la estación, apartada del núcleo histórico del pueblo y a un corto paseo del agua. Esta vez, por alguna razón, sentí una punzada cuando vi la puerta principal al final de la breve pero melancólica hilera de árboles de la vida. Habían pasado décadas desde la última vez que vi a mi madre abrir aquella puerta; no sé por qué en esta ocasión eso me afectó más que de costumbre.
Para disimular (nada le habría dolido más a mi padre que oírme mencionar en voz alta semejante punzada) comenté lo bonito que estaba el jardín y dejé que mi padre me señalara los setos que había podado la semana anterior, la hierba que mantenía perfectamente segada con su cortacésped. Percibí el olor familiar de los bojes y las macetas de balsaminas que flanqueaban la pequeña puerta principal. No era un jardín grande, por lo menos la parte frontal, porque el comerciante del siglo XVII que había construido la casa quiso que estuviera cerca de la calle. El jardín trasero ocupaba una extensión mayor, hasta los irregulares restos de una huerta, así como hasta un huerto que mi madre había más o menos cuidado en sus horas libres. Mi padre todavía plantaba tomates cada verano y entre estos brotaban unas cuantas raíces de perejil retorcidas, pero no era tan buen jardinero como ella.
Mi padre abrió la puerta con llave y me condujo al interior, y como siempre me asaltaron objetos y olores con los que había crecido: la raída alfombra turca del recibidor, la rinconera que albergaba un gato de cerámica que hice un día en la clase de plástica y que barnicé para que se pareciera a los que había en el libro que mi madre tenía sobre el antiguo arte egipcio; ¡se había sentido tan orgullosa de mi iniciativa, de mi ojo para las manualidades! Supongo que todos los niños hacen unos cuantos mazacotes de este tipo, pero no todas las madres las guardan para siempre. El radiador del recibidor tintineaba y hacía ruido; evidentemente no era del siglo XVIII, pero mantenía caliente el piso de abajo y desprendía un olor que siempre me había gustado, como a tela chamuscada.
—Lo he encendido esta misma mañana —se disculpó mi padre—. Para ser verano hace un frío tremendo.
—Buena idea. —Dejé mi bolsa al lado del radiador y entré en el cuarto de baño de la cocina para lavarme las manos. La casa estaba ordenada, limpia, era agradable, y los suelos resplandecían (durante el pasado año mi padre había sucumbido a mi insistencia de que tuviese una asistenta, una señora polaca de Deep River que venía cada quince días). Mi padre decía que restregaba incluso las tuberías que había debajo del fregadero de la cocina. Eso le habría gustado a mi madre, señalé, y él tuvo que darme la razón.
Cuando ambos nos hubimos aseado me comentó que tenía un poco de sopa que ofrecerme, aunque fuese tarde para comer, y empezó a verterla en un cazo al fuego. Reparé en que le temblaban un poco las manos y esta vez me impuse para que me dejara preparar nuestra comida, calenté la sopa y saqué los pepinillos en vinagre, el pan de centeno y el té inglés que le encantaba, y calenté la leche para que no le enfriara su té. Él se sentó en la silla de mimbre que mi madre había comprado para la esquina de la cocina, y se puso a hablarme de sus feligreses sin mencionar sus nombres, aunque de todas formas yo sabía quiénes eran la mayoría de ellos, porque o ellos mismos o sus hijos ya mayores llevaban muchos años con él: una había perdido a su marido en un accidente de coche, otro se había jubilado después de dar clases durante cuarenta años en el instituto y lo había celebrado con una crisis de fe muy personal pero desesperante.
—Le dije que no podemos estar seguros de nada, salvo del poder del amor —me dijo—, y que no tenía ninguna necesidad de creer en una fuente concreta de ese amor, siempre y cuando pudiese seguir dando y recibiendo un poco en su propia vida.
—¿Volvió a creer en Dios? —inquirí, exprimiendo las bolsitas de té.
—¡Oh, no! —Mi padre estaba sentado con las manos tranquilamente metidas entre sus rodillas, sus ojos llorosos clavados en mí—. No esperaba que lo hiciera. De hecho, es probable que llevase años sin creer y que sus clases simplemente lo mantuviesen demasiado atareado para preocuparse del asunto. Ahora viene a verme una vez a la semana y jugamos al ajedrez. Me aseguro de ganarle.
«Y te aseguras de que recibe amor», añadí con silenciosa admiración. Mi padre jamás había manifestado la más mínima falta de respeto por mi ateísmo natural, ni siquiera cuando en bachillerato y de nuevo en la facultad había querido discutir con él, con la intención de provocarlo. «La fe es simplemente aquello que para nosotros es real», me decía siempre a modo de respuesta, y a continuación citaba a San Agustín o a un místico sufí, y me troceaba una pera o preparaba el tablero de ajedrez.
Durante y después de la comida, mientras tomábamos unos cuantos trocitos de chocolate negro, el frugal placer de mi padre, me preguntó qué tal me iba el trabajo. Yo había ido con la intención de no mencionarle a Robert Oliver; tenía la ligera sensación de que mi preocupación por ese hombre podría parecer un desequilibrio, una injusticia para con mis demás pacientes, entre otras cosas o, lo que era peor, de no ser quizá capaz de justificar ante él las acciones que había llevado a cabo en nombre de Robert. Pero en la absoluta quietud del comedor, me sorprendí a mí mismo contándole prácticamente toda la historia. Al igual que mi padre, no revelé el nombre de mi feligrés. Mi padre escuchó con un interés que intuí que era genuino mientras untaba su pan de centeno con mantequilla; como a mí, nada le gustaba más que un retrato humano. Le hablé de mis conversaciones con Kate; omití el hecho de que por la noche había vuelto a casa de Kate y de que había invitado a Mary a cenar. Quizás él hubiese incluso disculpado esas cosas, dando automáticamente por descontado que quien me preocupaba era Robert.
Cuando le describí cómo Robert se ponía una y otra vez la misma ropa, cambiándose únicamente lo justo para que fuera lavada; su persistente lectura de libros que estaban por debajo de su capacidad intelectual y su infinito silencio, mi padre asintió. Apuró su sopa, dejó la cuchara. Se le resbaló de la mano, repiqueteando en el plato, y la puso recta.
—Es su penitencia —dijo.
—¿Qué quieres decir? —Cogí un último cuadrado de chocolate.
—Este hombre está haciendo penitencia. Eso es lo que estás describiendo, creo. Castiga su cuerpo y reprime el deseo de su alma de hablar de su desdicha. Se mortifica cuerpo y mente para expiar algo.
—¿Para expiar? Pero ¿el qué?
Mi padre sirvió otra taza de té, cuidadosamente, y me abstuve de ayudarle.
—Bueno, probablemente tú sepas eso mejor que yo ¿no?
—Abandonó a su mujer y sus hijos —medité en voz alta—. Es posible que por otra mujer. Pero creo que no fue tan sencillo. Su ex mujer no parece tener la impresión de que él fuera nunca realmente suyo, y tampoco la mujer con la que él se fue. Al cabo de poco tiempo también dejó a la segunda mujer. Y como no quiere hablar conmigo, no tengo modo alguno de adivinar lo culpable que se siente respecto a ninguna de ellas.
—A mí me parece —dijo mi padre, dándose unos toques en los labios con una servilleta de papel azul— que todos esos cuadros forman parte de su penitencia. Tal vez le esté pidiendo perdón a ella.
—¿Te refieres a la mujer que pinta? Recuerda que es posible que sea un producto de su imaginación —señalé yo—. Si él se basó en una persona de carne y hueso, como cree su mujer, fue una persona que en realidad no conoció. Y la mujer a la que ha dejado recientemente por lo visto también cree que él no pudo conocer bien a la misteriosa dama, aun cuando fuese real; aunque no estoy seguro de estar de acuerdo.
—¿Acaso no es ella la primera interesada en pensar eso? —Mi padre se reclinó en su silla mientras contemplaba nuestros platos de comida vacíos con la misma atención que normalmente me dedicaba cuando salía de peón reina—. Sería, sin duda, horrible para ella descubrir que él ha estado pintando una y otra vez a una mujer de carne y hueso a la que conocía íntimamente, sobre todo teniendo en cuenta la clase de retratos que has descrito, la pasión que hay en ellos.
—Es verdad —repuse—. Pero sea su modelo real o una alucinación, ¿por qué iba a necesitar hacer penitencia por ella? ¿Podría tratarse de alguien real a quien de alguna manera hizo daño? Si está pidiendo perdón a una alucinación, está peor de lo que hasta ahora creía.
Curiosamente, mi padre repitió lo que siempre me había dicho durante el bachillerato, un eco de la frase en la que había estado pensando tan sólo instantes antes.
—La fe es aquello que para nosotros es real.
—Sí —afirmé. Sentí un súbito resentimiento; no podía siquiera volver al hogar paterno, mi santuario, sin que Robert Oliver me siguiera—. Lo que está claro es que tiene su diosa.
—Quizás ella lo tenga a él —comentó mi padre—. Venga, que recogeré estos platos y probablemente te apetecerá dormir una siesta después del viaje.
No podía negar que la casa me sosegaba, como siempre hacía. Los relojes de pared de cada habitación, algunos de ellos casi tan antiguos como las repisas de las chimeneas sobre las que estaban, emitían un sonido que parecía decir: «Duerme, duerme, duerme». En el mundo exterior era muy raro que yo descansara suficientemente de una semana a otra, y nunca me había gustado desperdiciar los fines de semana durmiendo siestas. Ayudé a mi padre a recoger y lo dejé con una esponja jabonosa en la mano. A continuación subí las escaleras y me fui a mi cuarto.
Mi cuarto siempre había sido mi cuarto, y en él había colgado un retrato de mi madre pintado por mí (a partir de una fotografía; no era un purista como Robert) aproximadamente un año antes de su muerte. Se me ocurrió que de haber sabido lo que pronto le pasaría, habría organizado sesiones para pintarla en vivo, por muy molesto que quizás eso hubiera sido para cualquiera de los dos; lo habría hecho no porque ello hubiese podido mejorar el retrato (en cualquier caso, en aquella época yo no era muy bueno), sino porque nos habría dado otras ocho o diez horas juntos. De ser así, habría podido memorizar su cara en vivo, calcular sus pequeñas irregularidades con un pincel sostenido horizontal o verticalmente, sonreírle mirándola a los ojos cada vez que yo levantara la vista de mi cuadro. Tal como estaba, el retrato mostraba a una mujer pulcra, casi guapa y digna de profundo aire pensativo en la expresión de su rostro, pero carente de la vida y la fuerza que había visto en ella en la vida real, carente de ese destello de humor llano. Llevaba puesta su rebeca negra y su alzacuello, una sonrisa cordial; debió de hacerse la fotografía para una circular de la parroquia o una pared del despacho.
Ahora deseé, como había deseado a menudo, haberla pintado con el vestido rojo chillón que mi padre le había comprado en Navidad con mi aprobación cuando yo tenía doce años, la única prenda que le he visto comprarle jamás. Ella se lo había puesto para nosotros, se había recogido el pelo y abrochado alrededor del cuello el collar de perlas que había llevado para su boda. Era un vestido sencillo de lana suave, adecuado para la esposa de un pastor y para la pastora en que recientemente se había convertido. Cuando bajó las escaleras para la cena de Navidad, ambos nos quedamos boquiabiertos, y mi padre nos hizo una foto a mi madre y a mí, en blanco y negro: mi madre en su vestido de color vivo y yo con mi primera americana, que ya me iba corta de mangas; ¿adónde había ido a parar esa foto? Tenía que acordarme de preguntarle a mi padre si lo sabía.
Mi cuarto estaba empapelado con un descolorido estampado a rayas marrones y verdes; la pequeña alfombra parecía recién lavada, pensé, un poco demasiado mullida, y el suelo de madera encerado (la asistenta polaca). Me tumbé en la estrecha cama que seguía considerando mía y me quedé dormido; me desperté en medio del silencio, dándome cuenta de que tan sólo había dormido veinte minutos, para a continuación sumirme en un sueño más profundo durante una hora más.
Marlow
Cuando me desperté, mi padre estaba de pie en la puerta sonriendo, y comprendí que el crujido de las escaleras mientras él las subía lentamente había sido mi despertador.
—Sé que no te gusta dormir siestas demasiado largas —dijo en tono de disculpa.
—¡No, no me gusta! —Me apoyé con dificultad sobre un codo. El reloj de mi pared marcaba casi las cinco y media—. ¿Te gustaría dar un paseo? —Me gustaba salir con mi padre a pasear siempre que lo venía a ver y se le iluminó la cara.
—Por supuesto —repuso—. ¿Vamos hasta Duck Lane?
Sabía que esto quería decir hasta la tumba de mi madre, y hoy no tenía ánimos para ello, pero por él acepté al instante, me incorporé y empecé a ponerme los zapatos. Oí a mi padre volviendo a bajar las escaleras, agarrándose de la barandilla, sin duda, y juntando ambos pies en cada peldaño antes de avanzar; agradecí su precaución, aunque no pude evitar recordar el apresurado ruido sordo de sus pies cuando bajaba a desayunar o su estrépito al subir de nuevo a por un libro que se había olvidado, antes de irse al despacho parroquial. Paseamos también lentamente por el camino, su mano en mi brazo y su sombrero en la cabeza, y pude ver a cada lado el inicio del verano, fresco y cambiante por momentos, los juncos del pantano, un cuervo alzando el vuelo, un tenue sol vespertino que caía sobre las casas de los vecinos, cuya fechas de construcción estaban encima de sus puertas principales; 1792, 1814 (ésa sencillamente había escapado a la invasión británica, comprendí, y a la educada negativa del alcalde a que su pueblo fuera quemado).