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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (46 page)

Mientras comíamos Frank no paró de hablarme de sus clases, su exposición junto con otros alumnos, sus amigos rebosantes de talento que al salir de Savannah se dispersarían por grandes ciudades de todo el país.

—Jason se va a Chicago… es posible que el verano siguiente me vaya una temporada con él. Chicago es el segundo lugar al que hay que ir por orden de importancia, eso es bastante evidente… —Etcétera. Fue soporífero, pero mantuvo mi confusión a raya, y para cuando llegó la tarta de fresas tuve la seguridad de que aquella noche Robert Oliver ni me reconocería ni me dejaría de reconocer. Podía notar el musculoso hombro de Frank pegado al mío, su boca acercándose cada vez más a mi oreja, su no verbalizado «quizás esto sea el principio de algo/mi cuarto está al final de la zona de hombres». Durante el postre el director del programa se puso de pie tras un micrófono en un extremo de la cochera (resultó ser el hombre cabeza de bala, de pelo ralo y canoso) y nos expresó lo mucho que se alegraba de contar con un grupo nuevo tan magnífico, el gran talento que teníamos, lo difícil que había sido rechazar todas las demás solicitudes, igualmente estupendas. («Y también todo lo que habrían ingresado con ellas», me susurró Frank.)

Tras el discurso, todo el mundo se levantó y merodeó por ahí varios minutos mientras los artistas en prácticas entraban flechados para recoger los platos. Una mujer con vestido morado y enormes pendientes nos dijo a Frank y a mí que habría una hoguera detrás de los establos y que por qué no íbamos un rato.

—Es una tradición de la primera noche —explicó ella como si hubiese estado muchas veces en estos talleres. Salimos a la oscuridad (de nuevo pude oler el océano, y las estrellas iban apareciendo sobre nuestras cabezas) y cuando bordeamos los edificios había ya un tremendo chaparrón de chispas lloviendo en sentido invertido, hacia el cielo, e iluminando los rostros de la gente. No podía ver más allá de los árboles que había en el margen del jardín, pero me pareció oír el batido de las olas. En el folleto de solicitud ponía que la casa estaba a un corto paseo andando de la playa; mañana indagaría. De los árboles colgaban unos cuantos farolillos de papel, como si estuviéramos en un festival.

Sentí una súbita oleada de esperanza: esto sería mágico, eliminaría el largo y reciente tedio de mis empleos de profesora de bajo nivel, uno en una facultad urbana y el otro en un centro social, acortaría las distancias entre mi vida laboral y mi vida secreta en casa con mis cuadros y dibujos, acabaría con mi sed de rodearme de artistas colegas, un anhelo que había ido creciendo sin control desde mi licenciatura. Aquí, en tan sólo unos cuantos días, me convertiría en mejor pintora de lo que jamás había soñado que llegaría a ser. Ni siquiera los comentarios alegremente despectivos de Frank pudieron echar por tierra mi desaforada esperanza.

—¡Vaya chusma! —exclamó, y usó eso como excusa para envolverme el brazo con unos dedos seguros y conducirnos a ambos lejos del entorno lleno de humo de la hoguera.

Robert se encontraba entre la gente de más edad, profesores, empleados fijos (reconocí a la mujer del vestido morado), también fuera del alcance del humo, con un botellín de cerveza en la mano. El botellín había captado la luz del fuego, que lo hacía resplandecer desde el interior, como un topacio. Ahora estaba escuchando al director. Me acordé de ese truco suyo, que posiblemente no fuese un truco, de escuchar más de lo que hablaba. Tenía que inclinar la cabeza un poco para escuchar a casi todo el mundo y eso le daba un aspecto de concentración y atención, y entonces levantaba la vista o miraba a lo lejos mientras escuchaba, como si lo que el interlocutor estaba diciendo estuviese escrito en el cielo. Se había puesto un jersey que tenía parte del cuello deshilachado; se me ocurrió que teníamos en común la afición por la ropa vieja.

Se me pasó por la cabeza acercarme a la hoguera, entrando en su campo de luz e intentando llamar la atención de Robert, y acto seguido deseché la idea. Faltaba poco para el bochorno de mañana. «¡Oh, sí, (no) me acuerdo de ti!» Lo interesante sería ver si mentía al respecto. Frank me estaba pasando una cerveza… «a menos que quieras algo más fuerte». No quería. Ahora él estaba haciendo presión contra mi hombro, mi vieja sudadera, y después de haber tomado un poco de cerveza esa sensación de su duro brazo contra el mío no me pareció desagradable. Podía ver la cabeza de Robert Oliver bajo la luz de las estrellas, sus brillantes ojos clavados por un momento en las llamas que teníamos delante, su pelo encrespado condenadamente tieso, su rostro dulce y sereno. Era un rostro con arrugas más profundas de lo que recordaba, claro que ahora tendría por lo menos cuarenta años; tenía unos marcados surcos junto a las comisuras de los labios, que desaparecían cuando sonreía.

Me dirigí a Frank, que se estaba apoyando de forma más evidente contra mi sudadera:

—Creo que me iré a la cama —dije, esperando transmitir despreocupada indiferencia—. Que duermas bien. Mañana será un gran día. —Lamenté la última afirmación; no sería tan gran día para Frank el Maravilloso Artista como lo sería para mí, la mequetrefe con talento, pero no era necesario que él supiera eso.

Frank me miró por encima de su cerveza, pesaroso y demasiado joven para ocultarlo.

—Sí, claro. Que duermas bien, ¿vale?

Aún no había nadie acostado en la larga habitación destinada a las chicas, otro establo reformado que albergaba a las alumnas en pequeños compartimentos estancos. Estaba claro que aquí no había privacidad, pese al intento por poner sólidos tabiques entre los huéspedes. Tenía todavía un olor ligeramente caballuno, que con una punzada nostálgica me recordó los tres años durante los que Muzzy nos obligó a Martha y a mí a asistir a clases de hípica. «Te colocas tan bien sobre el caballo», me decía con aprobación después de cada clase, como si eso bastase para justificar todo el tiempo y el gasto. Utilicé el váter de asiento frío que había en el fondo de la habitación (más bien al fondo del pasillo) y a continuación me encerré en mi cubículo para deshacer el equipaje. Había una mesa lo suficientemente grande para dibujar, una silla dura, una diminuta cómoda con un espejo enmarcado encima, una cama estrecha con estrechas sábanas blancas, un tablón de anuncios sin nada, salvo agujeros de chinchetas, y una ventana con cortinas marrones.

Tras unos instantes de desorientación, eché las cortinas y abrí la cremallera de mi saco de dormir para extenderlo encima de la cama y estar más calentita. Metí mi ropa andrajosa en los cajones, dejé mis cuadernos de dibujo y mi diario encima de la mesa. Colgué mi sudadera en el dorso de la puerta. Saqué mi pijama y mi libro. A través de la ventana cerrada me llegaron sonidos de alegría, voces, carcajadas lejanas. «¿Por qué me estoy excluyendo de todo eso?», me pregunté, aunque con tanta satisfacción como melancolía. Mi furgoneta estaba estacionada en el aparcamiento cercano al edificio central y el largo trayecto me había dejado exhausta, lista para irme a dormir, o casi. De pie frente al espejo llevé a cabo mi ritual de desnudo nocturno, sacándome la camiseta por la cabeza. Debajo llevaba mi delicado y costoso sujetador. Me quedé muy erguida, contemplándome. Un autorretrato, noche tras noche. A continuación me quité el sujetador y lo dejé a un lado, y de nuevo me quedé contemplando: a mí misma, y sólo para mí. Autorretrato, desnudo. Después de mirarme largo rato, me puse mi pijama grisáceo y me metí en la cama; las sábanas estaban frías, mi libro, que consideraba lectura obligatoria, era una biografía de Isaac Newton. Mi mano encontró el interruptor de la luz, y mi cabeza encontró la almohada.

1879

Mi querida amiga:

Tu carta me ha conmovido inmensamente y me ha llenado de dolor haberte causado dolor, cosa que percibo al leer entre tus líneas valientes y desinteresadas. He lamentado a cada instante haberte mandado la carta, temiendo que no solamente te llenaría la cabeza de imágenes horribles (aquellas con las que yo mismo tengo que vivir), sino que también provocaría un lastimoso intento de compasión. Soy humano, y te amo, pero juro que nada de esto ha estado en mi ánimo. Esta pena hace que me alegre de que me hablases de tu pesadilla, querida, pese a tus reservas a la hora de hacerlo; de este modo puedo sufrir a la vez que tú, lamentando como lamento haberte causado una noche en vela.

Si mi esposa hubiese, efectivamente, muerto en tan tiernos brazos como los tuyos, habría creído que la abrazaba un ángel o la hija que nunca tuvo. Tu carta ya ha producido una extraña alteración en mis pensamientos acerca de aquel día, los cuales me ocupan y atormentan con frecuencia; hasta esta mañana mi más ferviente deseo ha sido siempre que ella, de tener que morir, hubiese podido morir en mis brazos. Y ahora creo que si hubiese podido morir envuelta en el suave abrazo de una hija, de una persona con tu instintiva ternura y coraje, habría sido todavía más reconfortante, tanto para ella como para mí. Gracias, ángel mío, por aligerarme de parte de este peso y por hacerme sentir tu generosa naturaleza. He destruido tu carta, si bien a regañadientes, para que jamás se te pueda vincular con conocimiento alguno de un pasado delicado. Asimismo, espero que destruyas la mía, tanto ésta como la anterior.

Tengo que salir un rato; esta mañana no consigo pensar con claridad ni sosegarme dentro de casa. Caminaré un poco y me aseguraré de que esto te sea enviado con absolutas garantías, envuelto en el agradecido corazón de tu

O.V.

59

Mary

A la mañana siguiente me levanté temprano, como si alguien me hubiese susurrado (completamente despierta, sabiendo con exactitud dónde estaba) y en lo primero que pensé fue en el océano. Tardé nada más unos minutos en ponerme mis pantalones de sport limpios y una sudadera, y cepillarme el pelo y los dientes en el frío cuarto de baño colectivo con arañas en el techo. A continuación salí sigilosamente del establo, mojándome las zapatillas de deporte con el rocío; sabía que luego lo lamentaría, porque no me había traído otro par. La mañana era gris por la niebla, que se fue disipando en irregulares jirones sobre mi cabeza para mostrar un cielo despejado, los árboles de hoja perenne estaban llenos de cuervos y telarañas, en los abedules ya había algunas hojas amarillas.

Tal como me había imaginado, justo detrás del montón de cenizas que quedaban de la hoguera de la noche anterior salía un camino que se alejaba de las instalaciones. Estaba yendo en la dirección correcta, hacia el océano, y después de estar varios minutos escuchando el golpeteo de mis zapatos en el sendero y los sonidos del bosque, fui a parar a una playa pedregosa, a las embestidas del agua y las algas, la espumosa marea entre grises lenguas de tierra. La niebla estaba suspendida justo sobre el agua, luchando por abrirse, con lo que vislumbré un cielo claro en lo alto, pero tan sólo alcanzaba a ver uno o dos metros de olas. No se veía el horizonte del mar, únicamente aquella niebla y el contorno de la tierra firme bordeada de sombríos y enhiestos abetos, cuyas hileras rompían un puñado de casitas. Me saqué los zapatos y me arremangué los pantalones hasta la rodilla. El agua estaba fresca, luego fría, luego muy fría, penetró en los huesos de mi pie e hizo que la piel de las pantorrillas se me pusiera de gallina. Las algas marinas me lamieron los tobillos.

De pronto sentí miedo, sola en el bosque, con el olor a pino, el Atlántico invisible. Todo estaba quieto, aparte del oleaje del agua. No me atreví a meterme más hondo y a que el agua me sobrepasara los tobillos; tuve de pronto ese repentino miedo infantil a los tiburones y a enredarme con las algas, la sensación de que podría sufrir un tirón y hundirme en el mar. No había horizonte hacia el que mirar; la niebla me devolvía mi mirada como una especie de ceguera. Me pregunté cómo se pintaría la niebla y traté de recordar si alguna vez había visto un cuadro dominado principalmente por ésta. Quizás alguna cosa de Turner o un grabado japonés. Nieve sí que había visto, y lluvia, y nubes suspendidas sobre montañas, pero no se me ocurría ningún cuadro con este tipo de niebla. Por fin, me alejé de la marea y localicé una roca en la que sentarme, una roca lo bastante alta, lo bastante seca y lo bastante lisa para no arruinarme la parte trasera de los pantalones, y otra roca más alta en la que apoyar la espalda. De igual modo, había un placer infantil en aquello, en encontrar el propio trono, y me sumí en un sueño. Seguía sentada ahí cuando Robert Oliver salió del bosque.

Estaba solo y parecía ensimismado, como había estado yo un instante antes; caminaba lentamente, con la mirada puesta en sus pies sobre el sendero, y en ocasiones la levantaba hacia los árboles o hacia el agua nebulosa. Iba descalzo, con unos pantalones de pana viejos y llevaba una arrugada camisa de algodón amarilla abierta encima de una camiseta que tenía algunas letras que, desde donde yo estaba, no formaban palabras completas. Ahora tendría que presentarme quisiera o no. Se me pasó por la cabeza levantarme y saludarlo, y acto seguido lo dejé correr; me dispuse a levantarme y entonces me di cuenta de que seguía estando fuera de su campo de visión. Volví a sentarme tras mis pedruscos agonizando de vergüenza. Si todo iba bien, Robert metería brevemente los pies en el agua, comprobaría la temperatura y daría media vuelta para regresar a las instalaciones del centro; yo esperaría unos veinte minutos, dejaría que se me pasara el bochorno y regresaría sola a hurtadillas. Me acurruqué contra la fría roca. No podía quitarle los ojos de encima; si me veía y me reconocía (lo cual probablemente no haría) yo quería ser testigo de ello.

Entonces hizo lo que, sin saberlo, yo más había temido y anhelado: se quitó la ropa. No se volvió de cara al océano ni se escondió junto al bosque; simplemente bajó las manos y se desabochó los pantalones, se los sacó (no llevaba calzoncillos) y luego se sacó camisa y camiseta, tirándolo todo amontonado por encima de la línea de la marea y andando hacia el agua. Me quedé helada. Robert estaba tan sólo a varios metros de distancia de mí, con su larga y musculosa espalda y sus piernas desnudas, frotándose la cabeza como para dominar su pelo o despertar la mente tras el sueño, entonces se puso relajadamente en jarras. Podría haber sido un modelo artístico que estiraba las extremidades agarrotadas mientras la clase hacía un descanso. Se quedó contemplando el mar, relajado, completamente solo (que él supiera). Volvió un poco la cabeza, hacia el lado opuesto al que yo me encontraba. Torció su cuerpo, suavemente, calentando, de modo que muy a mi pesar vi fugazmente su oscuro e hirsuto vello, su pene colgando. Después se metió rápidamente en el agua (mientras yo me quedaba temblando, observando, preguntándome qué hacer) y se zambulló, una larga zambullida poco honda que lo alejó de las últimas rocas, y dio unas cuantas brazadas. Yo ya sabía lo fría que debía de estar el agua que lo cubría, pero él no dio media vuelta hasta haber nadado unos veinte metros mar adentro.

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