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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (50 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Mientras apuraba mi té, Robert se levantó de la mesa, imponente, sus caderas enfundadas en sus desgastados vaqueros me llegaban a la altura de la cabeza; dio las buenas noches a todos. Probablemente tuviese cosas más importantes que hacer, como sus propias obras. Para mi indignación, Frank se fue de la mesa tras él, su perfil cincelado giraba a un lado y otro mientras hablaba por los codos. Al menos eso impediría que, en cambio, Frank me siguiera, se abriera la camisa un poco más o me preguntara si quería dar un paseo por el bosque. Abandonada no por uno sino por dos hombres, sentí una punzada de soledad y traté de valorar de nuevo mi independencia, mi romance conmigo misma. Decididamente, me iría a pintar, no para ahuyentar a Frank o atraer a Robert Oliver, sino por el hecho de pintar. Estaba aquí para aprovechar el tiempo, para reiniciar mis motores, que petardeaban, para disfrutar de mis breves y preciadas vacaciones; ¡que se fueran al cuerno todos los hombres!

Por esa razón Robert me encontró en el garaje, tan tarde que las otras dos o tres personas que estaban pintando en distintos puntos del gran espacio con olor a humedad ya habían recogido sus cosas y se habían ido, tan tarde que yo estaba mareada, veía verde en lugar de azul, puse un poco de amarillo con demasiada rapidez, lo rasqué y decidí parar. Había rehecho mi paisaje de la tarde en un nuevo lienzo traído de mi compartimento, con diversos cambios. Había recordado las margaritas de la hierba, que con la luz del día no había llegado a hacer, y las puse sobre la superficie de la ladera intentando que flotaran, aunque más bien se hundieron. Y también introduje otro cambio. Cuando Robert entró y cerró la puerta lateral a sus espaldas, yo estaba ya tan cansada de dar vueltas a esos cambios que me pareció una manifestación de la visión que había tenido durante la cena, de mi deseo de que se presentase aquí. Lo cierto es que no había vuelto a pensar en él, aunque, en cierto modo, había ocupado mis pensamientos sin ser yo consciente de ello, así que ahora lo miré como si se tratase de una aparición.

Se me puso delante, esbozó una sonrisa y cruzó los brazos.

—¡Sigues levantada! ¿Estás preparando tu futura exposición?

Yo me quedé mirándolo fijamente. Robert era irreal, estaba rodeado de una aureola bajo las luces que colgaban del techo. Muy a mi pesar, pensé que se parecía a un arcángel de uno de esos trípticos medievales, sobrenatural, con el pelo bastante largo y rizado, su cabeza circundada por un círculo dorado, sus enormes alas convenientemente plegadas mientras daba algún mensaje celestial. Su descolorida vestimenta dorada, la oscura luminosidad de su pelo, sus ojos aceitunados; todo aquello debería ir acompañado de unas alas, y si Robert hubiese tenido alas, habrían sido inmensas. Sentí que trascendía los límites de la historia y los convencionalismos, me sentí en los tambaleantes confines de un mundo demasiado humano para ser real o demasiado real para ser verdaderamente humano: tan sólo me sentía a mí misma, el cuadro de mi caballete, que ya no quería que él viera, y a este hombre corpulento de pelo rizado que estaba a dos metros de distancia.

—¿Es usted un ángel? —pregunté, pero me pareció erróneo y estúpido en el acto.

Sin embargo, él se rascó debajo del mentón con incipiente barba oscura, y se echó a reír.

—A duras penas. ¿Te he asustado?

Sacudí la cabeza.

—Por unos instantes me ha parecido que usted resplandecía, como si tuviese que llevar una túnica dorada.

Robert tuvo la gentileza de parecer confundido, o quizá lo estuviese de verdad.

—No encajaría con ninguna definición de ángel.

Forcé una carcajada.

—Debo de estar muy cansada entonces.

—¿Puedo verlo? —Más que acercarse exactamente a mí, Robert se acercó a mi caballete. Era demasiado tarde; no podía negarme. Ya se había puesto detrás de mí y procuré no girarme a ver su cara, pero tampoco pude evitarlo. Se quedó observando mi paisaje y luego su perfil se tornó serio. Desdobló los brazos y los dejó caer a ambos lados del cuerpo—. ¿Por qué las has añadido?

Señaló hacia las dos figuras que paseaban a lo largo de mi orilla retocada, a la mujer con falda larga junto a la niña pequeña.

—No lo sé —contesté titubeando—. Me ha gustado lo que usted ha pintado.

—¿No se te ocurrió pensar que quizá me pertenecían?

Me pregunté si su tono rozaba la amenaza; su pregunta era un tanto extraña, pero lo que sentí fue sobre todo mi propia estupidez y las estúpidas lágrimas agolpadas, pero todavía ocultas tras mi disgusto. ¿De veras iba a reprenderme? Recuperé el coraje.

—¿Hay algo que pertenezca a un solo artista?

Robert tenía el semblante hosco pero también reflexivo, estaba interesado en mi pregunta. En aquel entonces yo era un poco más joven; no entendía que la gente puede simplemente aparentar interés por algo que no sea sí misma. Por fin dijo:

—No, supongo que tienes razón. Supongo que soy posesivo con las imágenes con las que he estado viviendo durante mucho tiempo, nada más.

De pronto, me vi de nuevo en aquel campus, muchísimos años antes; curiosamente, la conversación era la misma, yo le estaba preguntando por la identidad de la mujer de sus lienzos y él se disponía a contestar: «¡Si supiese quién era!»

Por el contrario, le toqué el brazo; descaradamente, quizá.

—¿Sabe una cosa? Creo que ya hemos hablado de esto antes.

Él arqueó las cejas.

—¿Ah, sí?

—Sí, en los jardines de Barnett, cuando yo estudiaba allí y usted había expuesto ese retrato de una mujer frente a un espejo.

—¿Y te preguntas si ésta es la misma mujer?

—Sí, me lo pregunto.

La luz del gran estudio abierto era desagradable y precaria; sentí un hormigueo en el cuerpo debido al cansancio y a la proximidad de este desconocido que con el paso de los años no había hecho más que ganar atractivo. Apenas podía dar crédito al hecho de que tras un lapso de tiempo hubiese vuelto a aparecer en mi vida. En realidad, me estaba mirando con las cejas fruncidas.

—¿Por qué lo quieres saber?

Vacilé. Podría haber dicho muchas cosas, pero en la crudeza de aquel tiempo y espacio, en aquella irrealidad que parecía no tener futuro ni consecuencias, dije lo más impulsivo, lo más sincero.

—Algo me dice —contesté lentamente— que si supiera por qué sigue pintando lo mismo después de tantos años, podría llegar a conocerlo. Sabría quién es usted.

Mis palabras flotaron en la habitación y oí su crudeza, y pensé que debería avergonarme, pero no lo hice. Robert Oliver se quedó petrificado, mirándome fijamente como si me hubiese estado escuchando hasta ahora y quisiera conocer mi reacción al argumento que iba a exponer. Pero en lugar de comentar nada, se quedo ahí callado (yo me sentí incluso insolentemente alta a su lado, lo bastante alta para llegar a su barbilla), y al final, en lugar de hablar, me acarició el pelo con los dedos. Estiró sobre mi hombro un largo mechón y lo alisó sólo con las yemas de los dedos, sin tocarme realmente.

Recordé con un respingo que éste era el gesto de Muzzy; pensé en las manos de mi madre, ahora muy envejecidas, cuando de jovencita me cogían un mechón de pelo, y ella me decía lo brillante y lacio y suave que lo tenía, y lo soltaba con ternura. Era su gesto más dulce, de hecho, una silenciosa disculpa por toda la disciplina y la formación contra la que yo me había rebelado hasta que el desgaste nos creó resentimiento. Me quedé lo más quieta que pude, temerosa de empezar a estremecerme visiblemente, esperando que Robert no me tocara más porque eso podría hacerme temblar delante de él. Alzó ambas manos y me peinó el pelo con caricias, ordenándolo detrás de mis hombros, como si lo quisiese así para un retrato. Vi que tenía el semblante pensativo, triste, lleno de asombro. Entonces dejó caer los brazos y permaneció ahí unos instantes más, como si quisiese decir algo. Y acto seguido se dio la vuelta y se fue. Su dorso era corpulento y de movimientos pausados, abrió y cerró la puerta con lentitud y educación; no hubo despedidas.

Cuando lo hube perdido de vista, limpié mis pinceles, pegué el caballete a una esquina, apagué las deslumbrantes bombillas y salí del edificio. La noche tenía un denso olor a rocío. Las estrellas aún brillaban; eran unas estrellas que por lo visto no existían en Washington. Envuelta en la oscuridad, me llevé las manos al pelo y tiré de éste hacia delante para que cayera sobre mi pecho, entonces levanté un mechón y lo besé justo donde unos instantes antes había estado la mano de Robert.

65

1879

Por fin, un espléndido día de primavera, visitan el Salón. Van juntos, ella, Olivier e Yves, aunque Olivier y ella volverán a ir otro día los dos solos. La mano enguantada de Béatrice está oculta debajo del brazo de él, para ver sus dos cuadros, colgados en distintas salas. Han estado allí en años anteriores, pero ésta es la primera vez (el tiempo demostrará que la primera de dos) que Béatrice busca con la mirada su propio lienzo entre los centenares de cuadros que abarrotan las paredes. El ritual de asistencia le resulta familiar, pero hoy todo es diferente; es posible que cada persona que ve entre el gentío de los pasillos haya visto su cuadro, que le haya echado un indiferente vistazo, que al contemplarlo se haya identificado con él o le haya espantado su ínfima calidad. La muchedumbre ya no es una imagen borrosa de atuendos a la moda, sino que la forman individuos capaces de emitir un juicio.

Esto, piensa ella, es lo que implica ser un pintor conocido, expuesto al público. Ahora se alegra de no haber usado su propio nombre. Es probable que hayan pasado por delante de su cuadro ministros del gobierno; tal vez también monsieur Manet y Lamelle, antiguo profesor de Béatrice. Lleva puesto su vestido y sombrero nuevos, ambos de color gris perla, el vestido ribeteado con un estrecho galón carmesí, el pequeño sombrero chato inclinado hacia delante sobre la frente con largas cintas rojas que cuelgan por la espalda. Su pelo está recogido en un apretado moño debajo del sombrero, su cintura estrechamente encorsetada, la parte posterior de su falda pellizcada por una serie de prietas cascadas de tela superpuestas, el borde de la cual se arrastra tras Béatrice. Ella percibe la mirada de admiración de Olivier, al hombre más joven que hay tras esos ojos. Agradece que Yves se haya detenido a ver un cuadro, sujetando con las dos manos el sombrero a la espalda.

La tarde ha sido maravillosa, pero esa noche Béatrice vuelve a tener el mismo sueño horrible. Está en la barricada; ha llegado demasiado tarde y la mujer de Olivier se desangra en sus brazos. No le escribirá a Olivier para hablarle de esto, pero Yves ha oído sus gemidos. A las pocas noches le dice categóricamente a Béatrice que es preciso que la vea un médico; que está nerviosa y pálida. El médico le receta té, un bistec de ternera cada dos días y un vaso de vino tinto en las comidas. Cuando la pesadilla se repite varias veces más, Yves le anuncia que le ha organizado unas vacaciones en la costa normanda que ambos adoran.

Están los dos en el pequeño tocador de Béatrice, donde ella lleva toda la tarde descansando con un libro; Esmé ha encendido el fuego. Yves le dice que debe cuidarse y que si no está bien es absurdo que se siga cansando con los cuidados de la casa. Por el semblante preocupado de Yves y las arrugas que tiene debajo de los ojos, ella comprende que no aceptará un no por respuesta; ésa es la determinación, la voluntad, el amor por el orden con el que Yves ha cosechado tantos éxitos en su carrera y que le ha ayudado una y otra vez en los momentos difíciles vividos en la ciudad. Últimamente, Béatrice se ha olvidado de escudriñar su rostro en busca de la persona a la que conoce y admira desde hace años; sus penetrantes ojos grises, su aspecto de absoluta prosperidad, su boca sorprendentemente amable, su poblada barba castaña. Hace bastante tiempo que no se fija en la lozanía de su rostro; quizá sea simplemente que Yves está en la flor de la vida, de la suya y la de ella (tiene seis años más que Béatrice).

—¿Puedes desatender tus asuntos? —le pregunta a Yves mientras cierra el libro.

Yves cepilla la zona de las rodillas de su traje; no se ha cambiado para la cena y el polvo de la ciudad sigue pegado a su ropa. Las sillas blancas y azules de Béatrice son un poco demasiado pequeñas para él.

—Yo no podré venir —contesta Yves con pesar—. No me importaría descansar un poco, pero ahora mismo, con las oficinas nuevas, me resultaría tremendamente complicado marcharme. Le he pedido a Olivier que te lleve.

Ella se arma de valor para guardar silencio unos instantes, pero se le ha caído el alma a los pies. ¿Es esto lo que la vida le tiene reservado? Se plantea la posibilidad de contarle a Yves que la historia de su tío es la causa de su estado de nerviosismo, pero no quiere traicionar la confianza que Olivier ha depositado en ella. Además, Yves jamás entendería cómo el amor de una persona puede ser el causante de las pesadillas de otra.

—¿No le ocasionará eso muchas molestias? —replica ella al fin.

—¡Oh! Al principio estaba dudoso, pero le he insistido mucho y sabe cuánto le agradeceré que vuelvas a tener un poco de color en la cara.

Que aún están a tiempo de concebir un hijo y también que Yves está permanentemente ocupado o cansado, y llevan varios meses sin hacer el amor, son cosas que flotan tácitamente en el aire, entre ellos. Béatrice se pregunta si él estará sugiriendo una especie de borrón y cuenta nueva, pero antes quiere que ella se recupere.

—Si te he decepcionado, lo siento, querida, pero en este momento sencillamente no puedo irme. —Yves se abraza la rodilla con las manos; hay preocupación en su rostro—. Te sentará bien y, si te aburres, no es necesario que te quedes más de quince días.

—¿Y qué pasa con papá?

Él sacude la cabeza.

—Nos las apañaremos bien solos. Los criados pueden ocuparse de nosotros.

Al parecer, el destino de Béatrice se despliega ante sí. Vuelve a ver el cuerpo tras la barricada, a Olivier, cuyo pelo aún no es blanco, arrodillado y destrozado por el dolor. Si esto es lo que la vida espera de ella, transigirá. Hasta ahora y pese a todos los esfuerzos por parte del hombre de negocios que está sentado frente a ella, no ha entendido lo que es el amor. Se serena, abocada a su destino; le sonríe a Yves. Si hay que hacerlo, lo hará con todas las de la ley.

—Muy bien, cariño. Iré. Pero dejaré aquí a Esmé para que os atienda a papá y a ti.

—Tonterías. Nosotros nos las arreglaremos, y tú la necesitas para que cuide de ti.

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