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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (54 page)

BOOK: El rapto del cisne
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A medida que la luz empezó a debilitarse y escasear, cambiaron las sombras de la superficie de las islas y empezó a preocuparme que se nos echara la noche encima. Tendríamos que dormir en algún sitio, no nosotros, sino yo. Si me ponía en camino a las seis o las siete, podía llegar a Portland y buscar allí un motel. El motel tenía que ser barato y necesitaría tiempo para buscar algo barato. Y me negaba a pensar en Robert Oliver y sus planes o (había empezado a sospechar) su falta de estos. Ya era suficiente (seguro que sí) haber pasado este día pintando más o menos a su lado.

Robert empezó a pintar su lienzo más despacio; percibí el cansancio en su pincel antes de que hiciera un alto o hablara.

—¿Lo tienes ya?

—Podría parar —confesé—. Quizá necesite un cuarto de hora más para poder recordar algunos colores y sombras, pero he perdido la luz original.

Al cabo de un rato Robert empezó a limpiar su cepillo.

—¿Vamos a comer algo?

—¿A comer, qué? ¿Escaramujos? —Señalé hacia el acantilado que teníamos justo detrás. Eran unos escaramujos preciosos, más grandes que ninguno que hubiera visto jamás, rubíes que contrastaban con el verde de la valla natural que formaban los rosales silvestres. Si desde allí levantabas la vista y mirabas al frente, no se veía más que cielo azul. Nos quedamos los dos juntos mirando hacia aquella tríada de colores: el rojo, el verde y el azul, intensos hasta parecer surrealistas.

—También podríamos comer algas —propuso Robert—. No te preocupes, algo encontraremos.

72

1879

Étretat, por la tarde. La luz se extiende con majestuosidad por toda la playa, pero no le ha salido bien el cuadro. Es la segunda vez que intenta pintar este paisaje de barcas de pesca volcadas sobre los guijarros. Ella quiere introducir una figura humana y, finalmente, se decide por el efecto que producirán dos damas y un caballero que están paseando por los acantilados, damas de ciudad con sombrillas de colores, quienes dan un toque perfecto que contrasta con el ojo de aguja más oscuro que hay a lo lejos. Hoy también hay otro pintor con ellos, un hombre corpulento de barba castaña que ha colocado las patas de su caballete casi en la marea; ella se arrepiente de no haberlo elegido a él como sujeto en lugar de a las damas. Olivier y ella se miran cuando el hombre pasa por delante de ellos en dirección a la orilla del agua, será una compañía silenciosa que se sumará al silencio de ambos.

Hoy el cielo no le sale bien, ni siquiera después de añadir más blanco mezclado ligeramente con ocre. Olivier se inclina para preguntarle por qué mueve la cabeza. El ocre que hay en la intensa luz del mundo real pinta el pelo encrespado de Olivier, su bigote y su camisa de color claro. No pretendía hacerlo, pero cuando él se acerca, ella le pone una mano en la mejilla. Él coge y retiene sus dedos, los besa con un ardor que a ella la sacude. A la vista de las ventanas de la ciudad, a la vista de las anchas espaldas del desconocido que pinta los acantilados, de las damas bajo sus lejanas sombrillas, se besan durante un instante interminable; es su tercer beso. Esta vez nota que la boca de Olivier está sedienta, que ella abre la suya como Yves nada más habría intentado en la oscuridad de su dormitorio. La lengua de Olivier es firme y el aliento de su boca fresco; entonces ella comprende, al tiempo que le rodea el cuello con los brazos, que en su interior él sigue siendo realmente joven y que su boca es el pasaje hacia esa juventud, un túnel hacia la marea.

Olivier se detiene con la misma brusquedad.

—Amor mío. —Deja el pincel y se aleja unos cuantos pasos, las piedras se entrechocan de forma audible bajo sus botas. Se queda mirando fijamente hacia el mar, y ella no lo ve como algo melodramático, tan sólo su necesidad de distanciarse un poco para serenarse. De todos modos, ella lo sigue y une su mano a la de él. La mano de Olivier está más envejecida que su boca.

—No —dice ella—. La culpa ha sido mía.

—Te amo. —Es una explicación. Él sigue con la mirada extendida sobre el horizonte. A ella su voz le parece triste.

—¿Y por qué es eso tan desesperante? —Ella observa su perfil en busca de una respuesta. Acto seguido él se vuelve y le coge la otra mano.

—Cuidado con lo que dices, querida. —Ahora su rostro está sereno, relajado, vuelve a ser totalmente él—. La esperanza de un anciano es más frágil de lo que te imaginas.

Ella reprime el impulso de patalear sobre los guijarros sueltos, pero eso únicamente le haría parecer infantil.

—¿Por qué crees que no puedo entenderlo?

Él le aprieta las manos con fuerza, la sigue mirando de frente. Por una vez, a ella le gusta la indiferencia de Olivier ante la posibilidad de que haya curiosos.

—Tal vez puedas —afirma él. Esboza una sonrisa, su sonrisa es cariñosa y solemne, su dentadura amarillenta pero uniforme. Cada vez que Olivier sonríe, ella sabe a qué se deben sus líneas de expresión; en cada ocasión el misterio se resuelve. Ahora ella sabe que también lo ama, no sólo por ser quien es, sino por quién fue mucho antes de que ella naciese, y porque algún día morirá con su nombre en los labios. Ella lo rodea con los brazos sin previa invitación, rodea su cuerpo enjuto, sus costillas y su cintura cubiertos por capas de ropa, y lo abraza con fuerza. Apoya la mejilla en el hombro de su vieja chaqueta, donde encaja a la perfección. Él la estrecha a su vez completamente; los inunda una intensa pasión. Aquel momento —concluirá ella más tarde—, define el breve futuro que tiene Olivier por delante e incluso el suyo más extenso en el tiempo

73

Mary

El restaurante que encontramos, después de bajar en caravana unos cuantos kilómetros más en dirección sur con nuestros coches, que olían a pintura fresca, era de imitación italiana, de esos con botellas con fundas de paja trenzada, manteles y cortinas a cuadros rojos, y un florero en la mesa con una rosa de color rosa. Era lunes por la noche y el local estaba vacío, a excepción de otra… (he estado a punto de escribir pareja) y un hombre que estaba cenando solo. Robert pidió una vela.

—¿De qué color dirías que es? —me preguntó después de que el camarero adolescente la encendiera.

—¿La llama? —repuse. Ya había empezado a darme cuenta de que, con frecuencia, no lograba entender a Robert, no podía seguir el hilo íntimo y en ocasiones caótico de sus razonamientos. Pero, por lo general, me gustaba dónde desembocaba éste.

—No, la rosa.

—Sería rosa, si todo lo demás no fuera rojo y blanco —conjeturé.

—Correcto. —Y a continuación me habló de la pintura que usaría para esa rosa, del tipo y el color de pintura, de la cantidad de blanco que añadiría. Los dos pedimos lasaña, y él comió con placer mientras yo iba picoteando la mía, hambrienta pero cohibida—. Cuéntame algo más sobre ti.

—Sabes más de mí que yo de ti —objeté—. De todas formas, no hay mucho que contar; voy a trabajar, me desvivo por el montón de alumnos que tengo de todas las edades, vuelvo a casa y pinto. No tengo… familia, y supongo que tampoco deseo especialmente tenerla. Eso es todo. Una historia aburridísima.

Robert bebió del vino tinto que había pedido para ambos; yo apenas había probado el mío.

—No es aburrida. Pintas con dedicación y eso lo es todo.

—Te toca —le dije, y me forcé a comer un poco de lasaña.

Entonces Robert se relajó; dejó el tenedor, se reclinó y se arremangó una manga que se le había bajado. A su edad, su epidermis estaba justo en la fase en que lucía unos ligeros surcos, como los del buen cuero un poco curtido. Bajo aquella luz, sus ojos y su pelo parecían del mismo color, y había en ambos un no sé qué tenso y un tanto salvaje.

—Bueno, lo mío es también muy aburrido —comentó—. Sólo que mi vida no está tan bien organizada, supongo. Vivo en una ciudad pequeña de la que ocasionalmente me escapo, pero lo cierto es que me gusta. Imparto un sinfín de clases de pintura a universitarios en su mayoría carentes de talento o con muy poco. Estoy orgulloso de ellos, y les gustan mis clases. Y expongo mis obras en algún sitio que otro. Me gusta haber dejado de ser un artista neoyorquino, aunque echo de menos Nueva York.

No intervine para decir que sus exposiciones en «algún sitio que otro» eran la consecuencia lógica de una carrera absolutamente extraordinaria.

—¿Cuándo viviste en Nueva York?

—Durante mis años de facultad y posteriormente. Fui un rebelde en una de las escuelas de arte neoyorquinas que rechazaron mi propia carpeta de trabajo. Y en total estuve allí unos ocho años. La verdad es que pinté un montón. Pero Kate, mi mujer, no estaba muy contenta en la ciudad, así que nos mudamos. Y no me arrepiento. Greenhill es un buen sitio para ella y los niños. —Dijo esto con franqueza. Durante un largo instante en el que me sentí como si me cayera de un árbol, deseé que desde un restaurante muy lejano alguien hablara de mí y de los hijos que no quería tener con tanta naturalidad y cariño.

—¿De dónde sacas el tiempo para tus propias obras? —Se me ocurrió que un cambio de tercio sería lo mejor.

—No duermo mucho… a veces. Me refiero a que veces no necesito muchas horas de sueño.

—Como Picasso —puntualicé sonriente para que entendiera que no lo había dicho en serio.

—Exactamente como Picasso —convino él, sonriendo también—. Tengo un estudio en casa, lo que significa que puedo simplemente subir a pintar por las noches en lugar de volver a la facultad y tener que abrir un montón de puertas.

Lo visualicé buscando una llave en todos sus bolsillos.

Robert se acabó su vino y se sirvió más, pero me fijé en que lo hacía con moderación; debía de tener la intención de conducir y, además, sin percances. No había ningún motel pegado a nuestro puerto italiano.

—En cualquier caso —concluyó—, hace algún tiempo que nos mudamos y nos fuimos de las casitas de la universidad. Ahora tenemos mucho más espacio. Eso también ha sido un acierto, aunque ahora el trayecto a la facultad es de veinte minutos en coche en lugar de cuatro andando.

—¡Qué se la va a hacer! —Me comí el resto de mi lasaña para después no tener que añadir el hambre a cualquier posible lista de lamentos. Aún tenía que acabarme el libro de Isaac Newton, personaje que estaba resultando ser muy interesante, más de lo que me había imaginado. La razón contra la fe.

Robert pidió postre y hablamos sobre nuestros pintores favoritos. Yo confesé mi fascinación por Matisse e hice conjeturas en voz alta sobre cómo nuestra alegre mesa, y las cortinas y la rosa podrían haber acabado saliendo del pincel de Matisse. Robert se echó a reír y no reconoció que era más tradicional que eso y que le interesaban los impresionistas; quizá fuese obvio, o era consciente del gran alcance de su obra y había dejado de justificarlo. Su fama iba en considerable aumento; había puesto en su sitio a sus profesores y a aquellos de sus compañeros de clase que defendían el arte conceptual y se burlaban de él. Leí todo esto entre líneas mientras él iba hablando. Hablamos también de literatura; a él le encantaba la poesía y citó versos de Yeats y Auden, a los que yo había leído por encima en el colegio, y a Czeslaw Milosz, cuya antología de poemas había leído hacía mucho tiempo de cabo a rabo, porque había visto un volumen de estos encima de la mesa de Robert. La mayoría de las novelas no le gustaban y amenacé con enviarle una bomba por correo, una larga novela victoriana: O La piedra lunar o Middlemarch. Él se rió y prometió no leerla.

—Pero debería gustarte la literatura del siglo XIX —añadí—. O por lo menos los escritores franceses, ya que te encanta el Impresionismo.

—Yo no he dicho que me guste el Impresionismo —me corrigió él—. He dicho que pinto lo que pinto. Por mis propios motivos. Y, casualmente, parte de mi obra se asemeja al Impresionismo.

Tampoco había dicho eso, pero no quise corregirle también. Recuerdo que me contó asimismo una historia sobre un avión en el que había viajado y que, al parecer, estuvo a punto de estrellarse.

—Fue en un avión que volaba de Nueva York a Greenhill, en la época en que tenía ese empleo de profesor en tu universidad, en Barnett para ser exactos. Y hubo algún problema con uno de los motores, así que el piloto anunció por el intercomunicador que posiblemente tendríamos que hacer un aterrizaje de emergencia, aunque casi habíamos llegado al aeropuerto La Guardia. La mujer que estaba sentada a mi lado se asustó mucho. Era una mujer de mediana edad, más o menos del montón. Antes de aquello había estado hablando conmigo sobre el trabajo de su marido o no sé qué. Cuando el avión empezó a dar bandazos y la señal de abrocharse los cinturones se encendió, ella alargó los brazos y me agarró del cuello.

Robert enrolló la servilleta formando un grueso tubo.

—Yo también me asusté, y recuerdo que pensé que quería vivir; me dio pánico tener a aquella mujer agarrada a mi cuello así. Y, siento decir esto, pero la aparté de mí. Siempre había creído que en un momento de crisis saldría mi valentía intrínseca, que reaccionaría de forma automática como esos individuos que sacan a otras personas de aviones siniestrados y en llamas. —Alzó la cabeza, encogió los hombros—. ¿Por qué te cuento esto? En cualquier caso, cuando minutos después aterrizamos sanos y salvos, ella rehuyó mi mirada. Estaba de espaldas a mí, llorando. Ni siquiera me dejó ayudarle con su bolsa de mano y ni me miró.

No supe qué decir, aunque sentí una punzante compasión. La expresión de su rostro era sombría, severa; me recordó aquel día en la universidad en que robert me había hablado de la mujer cuyo rostro no podía olvidar.

—Fui incapaz de contárselo a mi mujer. —Alisó la servilleta con las dos manos—. Ella piensa que no sé cuidar suficientemente bien de nadie. —Entonces sonrió—. ¿Has visto qué confesiones tan ridículas me sonsacas?

Me sentía complacida.

Por fin, Robert desperezó sus anchos brazos y se empeñó en pagar la cuenta, pero cedió ante mi insistencia de que pagáramos a medias, y nos levantamos. Se excusó para ir al lavabo (yo había ido ya dos veces, principalmente para estar sola unos segundos y preguntarme frente al espejo qué estaba haciendo) y el restaurante me pareció aún más vacío sin él. Luego salimos al oscuro aparcamiento, que olía a océano, a fritos y a pescado, y nos quedamos junto a mi coche.

—Bueno, me voy a poner en marcha —dijo, pero no con indiferencia esta vez, lo cual me habría dolido más—. Me gusta conducir de noche.

—Sí, supongo que tienes un largo viaje por delante. Yo también me pondré en marcha. —Por el contrario, pensé que le dejaría salir primero y conducir más deprisa. Entonces pararía en el primer motel decente del primer pueblo que encontrara; era demasiado tarde para llegar a Portland o estaba demasiado cansada, o demasiado triste. En cambio, Robert parecía dispuesto a conducir hasta Florida de un tirón.

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